martes, agosto 24, 2010

Pregúntale al huérfano (Diario Milenio/Opinión 23/08/10)

La ciencia de la ignorancia
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Recuerdo más la historia que la explicación. Esta era una mujer que había dado a luz semanas atrás, vivía sola y trabajaba en un juzgado penal. Situación muy difícil una vez terminado su periodo de incapacidad, tanto así que no halló otra alternativa que acudir de regreso a su trabajo llevando al bebé en brazos. Tras un par de horas de soportar encima las miradas de propios y extraños, aconsejada por un par de compañeras que algo sabían del tema, la mujer recurrió a la última opción de su lista, consistente en dejar a su bebé encargada con una de las detenidas por prostitución, que estaban todas juntas en una cierta celda. Al final de ese día, y los que le siguieron, la secretaria y madre comprobó que había dado con las mejores nanas del mundo, tanto que se peleaban por atender al niño. Algo que los especialistas le explicaron a partir de una cierta carencia emocional entre las compañeras procuradoras del placer, naturalmente ricas en instintos maternales.
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Pero las personas no son de una pieza”, dice Jacobo Deza en Tu rostro mañana. “Dependen de las circunstancias, de lo que les toque, y además van cambiando, se estropean o mejoran o se confirman”, añade el personaje recurrente de Javier Marías, extraviado en los meandros de quien ha de mirar en los demás las tendencias ocultas, y en general los rasgos más hondos del carácter. Un oficio increíblemente socorrido entre los amateurs, y sin embargo escaso de profesionales. Pues media una distancia insalvable y tortuosa entre el prejuicio y la presciencia, aún si de ésta cualquiera desconfía, y en el otro cualquiera se guarece. Pariente muy cercano del estigma, el prejuicio es la ciencia de la ignorancia; de ahí su arrasadora popularidad. Ciertamente es más fácil deducir, a la vista de tanto hijo de puta, que estas señoras son las peores madres, además de un ejemplo abominable para sus vástagos. ¿Es decir que quien vive carente de cariño no querría prodigarlo, si pudiera? El prejuicio está ahí precisamente para evitar estos razonamientos. Según él, somos todos de una pieza. Buena o mala, punto.
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Al gusto al prelado
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Hace unos pocos días que un alto gerifalte de la Iglesia católica planteó a los reporteros una cuestión que por sí misma evidenciaba su sensibilidad de pastor de almas. “¿A ustedes les gustaría que los adopte una pareja de maricones o lesbianas?”, rezaba la pregunta puntiaguda del hombre de Dios, que sin embargo habría hecho mejor en plantearla ya no a un puñado de profesionales de la información, sino entre los internos de un orfanatorio. Verdad es que si a mí, que he crecido amparado por padres amantísimos, me preguntan lo mismo diré que por supuesto no me habría gustado que me adoptara nadie, y todavía menos “me gustaría” que así sucediera. Pero si he de ponerme en el lugar de un huérfano que vive condenado al encierro por el resto de su infancia y adolescencia, diré de entrada que la pregunta ofende, no tanto por sus términos zafios e incompatibles con las expresiones de un supuesto profesional del amor al prójimo, como por la obviedad de la respuesta.
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Ahora bien, si lo que se precisa es redundar, seamos obvios. Nadie quiere vivir en un orfanatorio, ni en un reformatorio, ni en la calle. Inclusive los niños maltratados eligen su familia y su casa sobre otros escenarios imaginables. Y en cuanto a los huérfanos maltratados, habría que dividirlos en categorías, si a unos los tratan mal sus compañeros, a otros los profesores, empleados o prefectos, y a otros más los curitas cariñosos de los que tantas cosas se han sabido ya demasiado tarde, pues a esos niños no hay quien los escuche, ni menos todavía los socorra. Cierto es que inclusive tristes y encerrados gozan de un privilegio por sobre los que crecen pidiendo limosna, pero de ahí a tener casa y familia sigue mediando una distancia sideral. Habrá quien diga que no siempre los niños, y menos los que sufren, saben qué es lo que más les conviene, pero si me preguntan reflexiono y respondo, ya como buen adulto prejuicioso, que me da menos miedo saber cómo es la vida entre dos padres o dos madres que en una institución manejada por curas.
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Patente de sangre
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Si tuviera que hacer mi lista personal de gente a la que creo incompatible con la paternidad, empezaría por los padres y madres funestos que he ido conociendo, desde niño, en las personas de amigos, parientes y enemigos. Sería una lista larga, nutrida por horrores e iniquidades que en su momento me erizaron los pelos. Una lista imposible de clasificar, donde cabrían las más variadas profesiones, preferencias y hábitos, pues lo cierto es que es padre o madre toda aquella persona que trae hijos al mundo, así sea limosnera, criminal o caníbal. Por amor, compromiso, decisión o accidente, entre tantos motivos insondables, la gente simplemente se reproduce, y a partir de ese punto educa a sus hijitos como mejor le cuadra. Un derecho imposible de regatear aún a los peores lastres de la sociedad, de quienes ya se sabe que darán a sus hijos muy poca educación y el peor de los ejemplos; un mal aún menor a la monstruosidad de un control estatal, o cosa semejante. Ahora bien, adoptar es distinto. Hay generosidades que despiertan sospechas, y más si la familia no se esmera en parecerlo.
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Volviendo a la pregunta del prelado, intento ser de nuevo ese huérfano ufano que pone condiciones para ser adoptado y le es dado vetar a ciertos candidatos. Una vez enfrentado a los rigores del orfanatorio, excluiría a los padres autoritarios, y a los castigadores, y a los burlones, y por supuesto a mustios y mojigatos. Pero como quizás no habría otros que quisieran adoptarme, terminaría aceptando lo que fuera, menos un sacerdote tiránico, grosero y chantajista que a cada desacato me amenazara con la excomunión. De ése yo pensaría que es un maricón. Los niños, ya se sabe, no miden sus palabras. Y menos cuando no hay quien los eduque.

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