martes, enero 17, 2012

Poesía y cultura popular (Diario Milenio/Opinión 17/01/12)

Tierra Adentro ha publicado recientemente dos libros intertextuales, dialógicos, citacionales, oblicuos: Jeffery (Obra negra), de Saúl Ordóñez, y La radio en el pecho, de Eduardo de Gortari.

En 1980, el artista Sol Hewitt dio a conocer uno de sus dieciocho libros de artista: Autobiografía. Se trata de una colección de más de mil fotografías en blanco y negro, dispuestas en forma de cuadrícula, usualmente nueve por página, a través de las cuales se ofrece un catalogo exhaustivo de los objetos que poblaban su entorno inmediato: el estudio en 117 de HesterStreet en Nueva York. En su autobiografía aparece de todo —muebles, utensilios, grietas, enchufes, fotografías de fotografías— excepto una imagen de él propiamente dicha. Es, en este sentido, una autobiografía sin auto. O, mejor dicho, una autobiografía sin yo. Incluso mejor: cuando hojeamos Autobiographyestamos frente a un recuento personalísimo, sí, pero indirecto de la vida del catalogador. Lo que se persigue, en todo caso lo que se deja ver, es el efecto que ese alguien, que esa presencia, ha dejado como marca o como mirada sobre los objetos retratados. Es, pues, un recuento íntimo realizado a través de las trazas que tal intimidad diseminó en su alrededor, marcándolo todo a su paso. El yo, de estar en algún lado, está en la vida misma de las cosas. Y, como las fotografías se presentan en un sistema antijerárquico donde todas aparentan tener el mismo valor, el yo, de encontrarse en algún lado, se encuentra en el sistema mismo que hace funcionar a esta autobiografía como un recuento de una vida.

Unas tres décadas después, pero tratando sobre todo el campo de la poesía, Marjorie Perloff notaba que las posturas críticas asociadas a la New Sentece durante las décadas de los 60s y los 70s, tuvieron como blanco una cierta poesía de fácil acceso y sintaxis plana, hecha en versos cortos que concluían, veces más o veces menos, con una especie de epifanía que, en pocas palabras, alumbraría la ruta vital del lector. Desde su punto de vista, pues, los así llamados Language Poets destruyeron esos facilismos a través de textos a los que rigió una falta de referencialidad casi programática, una distorsión sintáctica que más de las veces intentaba recordarnos la ineludible presencia del lenguaje, así como una continua decepción de las expectativas del lector. Pero tomar una posición crítica en la era de la producción digital —una era claramente post-newsentence y post-language poetry— ha requerido tomar otro tipo de riesgos o metodologías. Lo que Perloff cataloga en Unoriginal Genius: Poetry by Other Means in the New Century es una serie de elementos que se dejan reconocer ya como parte de las así llamadas escrituras conceptualistas. Tiempo después de que Barthes y Foucault prescribieran la muerte del autor, dándole la bienvenida al mismo tiempo al nacimiento del lector en tanto autoridad última respecto al texto, Perloff señala, sobre todo, al diálogo como característica principal de los textos de la resistencia en los albores del siglo XXI. Y por diálogo entiende tanto el que se establece con textos anteriores como con textos en otros medios, pero también el diálogo que se establece también en una serie de escrituras que se hacen “a través” de otros, produciendo textos ecfrásticos que permiten al poeta articularse con y participar de ciertos discursos públicos.

Menciono tanto la Autobiography de LeWitt como algunos de los elementos que Perloff reúne en su recuento teórico e histórico de las poéticas contemporáneas porque ambas visiones me permiten leer en toda su amplitud y con mayor gozo dos libros recientemente publicados en México. Se trata deJeffery (Obra negra), de Saúl Ordóñez —un libro que obtuvo el Premio Elías Nandino en el 2011— yLa radio en el pecho, de Eduardo de Gortari, ambos publicados por Tierra Adentro.

Ya hace un par de años Ordóñez había publicado un libro ecfrástico en el que un yo mediado dialogaba con ciertas obras de arte contemporáneo. En Museo vivo, Ordóñez no intentaba criticar al museo como un obstáculo arcaico contra el cual hay que manifestarse de manera directa y rígida, sino que presentaba un entendimiento del museo como marco de referencia y, aún más, como una mediación crítica que le permitía dejar atrás el papel del poeta-visionario, para convertirse en un poeta-curador. ¿Y qué cura el poeta curador? A través del ojo de las palabras, el poeta recontextualizaba y actualizaba la obra de otros, estableciendo así una relación promiscua, francamente triangular, con un espectador que también la conocía (o querría, en todo caso, conocerla). El poeta curador, que es claramente un poeta post-expresivo, curaba el rigor mortis de la lectura definitiva. Ahora, en Jeffery, Ordóñez echa mano de un caso tremendo de la nota roja para decir al cuerpo en el cuerpo. En la página 74, justo al final del libro, leemos: “Entre 1978 y 1991, Jeffrey Dahmer asesinó a 17 hombres. Practicó con ellos la necrofilia y el canibalismo, y conservó partes de sus cuerpos como trofeos. Por sus crímenes, se le conoce como el carnicero de Milwaukee”. Participando de ese discurso público del que hablaba Perloff, en este caso a través de este ejemplo de la cultura popular que es la nota roja, Ordóñez logra articular el lenguaje del asesinato con el lenguaje del amor. Lo logra porque no olvida en ningún momento el punto mismo de su imbricación: el cuerpo. Hablando en el lugar de Jeffery, o hablándole a él, o tomando el lugar de la víctima, Ordóñez construye, acaso como LeWitt, una autobiografía sin auto, un recuento personal donde el yo no es un eje sino apenas un reflejo en uno de los tantos espejos que existen en cada palabra ya de por sí citada o extraída de la lectura de un recuento popular.

Alguna vez, en una charla que ofrecía para el Laboratorio Fronterizo de Escritura, el poeta Reynaldo Jiménez se quejaba del espacio tan grande que la poesía contemporánea le había cedido a las canciones populares. Eduardo de Gortari no estaba entre los 20 o 25 participantes de ese experimento fronterizo, pero bien pudo haber estado ahí, asintiendo. En La radio en el pecho, el poeta también echa mano de un discurso público —la canción escrita en inglés por grupos de gran popularidad como Radiohead o The Beatles— para trabajar con el lenguaje y la experiencia del lenguaje. Ejerciendo la traducción en el sentido más amplio de la palabra, es decir, creando covers que no aspiran a ser las canciones mismas en otra lengua sino su extraño doble o su gemelo maldito, De Gortari actualiza y re-localiza una forma que toca a ya varias generaciones de consumidores.

Más, mucho más puede ser dicho de estos dos libros intertextuales, dialógicos, citacionales, oblicuos. Básteme decir que ambos se retiran de la falsa dicotomía que por tanto tiempo estuvo a cargo de construir los diques entre La Literatura y Lo Popular (ambas con mayúsculas). Ambos son profundamente personales sin necesidad de recurrir al yo del ego lírico. Y en ambos titubea esa huella irónica o melancólica o feroz de la persona que somos cuando leemos los diarios de reojo o escuchamos las canciones del top ten.

Una biografía de la maldad-(Sexenio-Puebla 10/01/12)

Disparos en la oscuridad es la más reciente novela de Fabrizio Mejía Madrid, publicada bajo el sello Suma del grupo editorial Santillana. Un libro por demás sorprendente; donde el autor logra novelar con gran atino la vida de Gustavo Díaz Ordaz, sin perder verosimilitud y sin convertirla en un texto tendencioso.

Disparos en la oscuridad retrata con certeza y peso histórico los procesos por los que paso Díaz Ordaz para convertirse de un oaxaqueño jodido al Presidente de México.

Valiéndose de la técnica narrativa del flashback, Mejía Madrid, lleva al lector por los momentos que marcaron a Díaz Ordaz. Pasajes y personajes que se presentan ante él -como si fueran los tres fantasmas que aparecen en Cuento de navidad de Dickens-, para cuestionarlo y buscar un arrepentimiento que nunca llega.

A través de Disparos en la oscuridad el lector podrá conocer a un Díaz Ordaz que –prácticamente-, durante toda su vida fue un ser acomplejado física-moral y socialmente, y es gracias a la fortuna, las palancas, la corrupción y la consistencia se transforma en un monstruo lleno de odio contra cualquiera que no pensara como él.

Díaz Ordaz aprendió de los grandes monstruos de la política poblana: los Ávila Camacho y Gonzalo Bautista O’Farril, de ellos obtuvo todas las herramientas para convertirse en un personaje digno de ser temido y con tales aprendió que la mejor forma para mantener la paz social es reprimiéndola, cortándola de raíz sin tomar en cuenta los cómos. Sin embargo, la maldad y las malas decisiones cobran factura. Al final de sus tiempos, todos aquellos que decían ser sus amigos lo abandonan, lo cuestionan y termina solo, muriéndose sin que le importe a nadie.

El poder es benevolente si lo sabes usar, pero si abusas de éste puede ser cruel; pareciera ser la gran lección de este libro.

Un libro imperdible que ayuda a cualquiera lector a entender mejor el pasado oscuro del México moderno, que no aparece retratado en los libros oficiales de la Historia.

lunes, enero 16, 2012

La svástica emplumada (Diario Milenio/Opinión 16/01/12)

Están de moda los videos de idiotas prepotentes, más aún si desatan la inquina linchadora de quienes los envidian sin saberlo.

1. El clásico goringlón

A veces, lo mejor de YouTube no está en la novedad, sino al contrario. Algo hay de fascinante en descubrir allí, documentadas, escenas que uno ha visto en la realidad, no pocas veces con temor, vergüenza o un cocktail de los dos. Desde nuestros primeros años, por ejemplo, fue moneda corriente la gritería de los bravucones: esa gentuza impune y en el fondo cobarde que vivía guarecida tras la omertà mafiosa de los niños, pues era preferible verse las caras con el goringloncito que ganarse la fama de soplón y cargar con el odio de la pandilla entera. De entonces para acá, los buscapleitos fueron reformándose, pero hubo algunos que se perfeccionaron. Si de niños solían ser crueles y sañudos, de adultos se hacen fama de acomplejados e imbéciles. Todas ellas, por cierto, cualidades maleables que se magnifican en presencia de ciertos estímulos.

Un berrinche, un rechazo, un despecho, tres tragos, dos jalones, un guiño, una mirada rara o inclusive una espalda sospechosa: la bestia apenas necesita de algún pretexto para despertar. Y ahora que abre esos ojos de rencor instantáneo aunque vicario, ya no va por un palo para hostigar al que pueda dejarse, si en la guantera trae un pistolón para que vean con quién se están metiendo. Asumen a menudo los empistolados furibundos, cuya capacidad de raciocinio es evidentemente limitada, que ya sólo por eso nadie entre los presentes va a acreditar su escandalosa imbecilidad. Los hemos visto en calles, taquerías, tiendas, bares, aunque no siempre con el arma en la mano. Hay algunos que gustan de castigar con golpes y patadas. La mayoría, incluso, no nos hemos librado de convertirnos en un energúmeno ante una situación de por sí exagerada. Pero verlo en video es otra cosa, si en vez de provocar en el mirón la ansiedad del testigo presencial, le brinda a cambio la distancia objetiva, y con ella la chusquedad propia de la escenita. Si allá en la realidad su furia conseguía intimidarnos, acá en YouTube es carne de linchamiento, y lo mejor es que se lo ha ganado.

2. Palurdos en horas hábiles

El par de grabaciones que exhiben a un sujeto de apellido Sacal como uno más de aquellos acomplejados, y hoy se han puesto de moda en YouTube, desataron de paso una respuesta avasalladora entre manadas de falsos antípodas del energúmeno de Bosques de las Lomas. Empecemos por el cruzado que colgó alguna de las múltiples réplicas del video donde Sacal aplica una golpiza al empleado del edificio. “EL JUDÍO Moises Sacal Smeke dando muestras de odio anticristiano”, reza literalmente, mayúsculas incluidas, el título del video. Es decir que lo digno de escándalo no es que el patán sea patán, sino que sea judío. Esto es, anticristiano, a decir de los numerosos émulos de Sacal que hoy se valen de idénticos prejuicios para multiplicar los efectos perversos de su patanería. Cierto que pesa el dato de que el rufián tratara de “indio” y “gato” al agredido, pero de paso cabe preguntarse qué tanto contaría el dato de su gato. Esto es, el gato hidráulico de su Porsche.

“Si son el pueblo elegido. ¿porque están llenos de puro malvado pendejo y usurero? Porque sus viejas son unas putas? Aceptenlo desde Jesús De Nazareth ningún judío ha valido la pena” (sic), comenta algún palurdo en un foro de la red. Otro más los insulta con mayúsculas y los llama “usureros asesinos de Cristo”, y hay inclusive uno que suplica: “necesitamos nazis, pero ya”. Quienes tengan estómago para bucear entre los argumentos del antisemitismo local, no encontrarán el asco racial ni el recelo centenario que han sembrado cizaña en otras latitudes, sino otro sentimiento aún más vulgar, como es el de la envidia. No menos infumables son al fin las rabietas del envidioso que las del ostentoso, uno y otro cegados por carencias que saben impresentables. “¡Vaya!... Yo creía que hoy había huelga de idiotas, pero parece que salieron a trabajar”, decía Manolito, el de Mafalda. El efecto Sacal consiste al cabo en brindar un puñado de horas hábiles a paletos, cobardes y gazmoños cuyo antisemitismo de kermés veríase saciado si al menos consiguieran rayarle el porschecito al ahora legendario Gentleman de Las Lomas.

3. Shajatos de este mundo

Tan cierto es que todos hemos visto a más de un bravucón como que es del dominio popular la imagen del shajato. Según se les conoce, son aquellos hebreos poco sofisticados que gustan de ostentar cadenas de oro, logotipos de marcas exclusivas y carros deportivos, entre otros privilegios indiscretos. No faltan, por su parte, quienes opinan que el término incluye asimismo a los árabes ricos y presumidos. ¿Y los rusos, los gringos, los chinos, los mexicanos? ¿Quién no tiene su kitsch y sus shajatos? No obstante, al envidioso le provoca una placentera certidumbre mirar al energúmeno del Porsche y opinar que es el típico shajato. Lo de menos es que patanes como el de los videos proliferen en YouTube, y de hecho en cualquier parte, cuando lo que más urge es descargar fracasos y frustraciones encima del primer representante obvio de una minoría que tuviera el mal gusto de aparecerse.

Más allá de su origen, que puede ser cualquiera, y de su religión, que a muchos nos da igual, el shajato sólo puede ser acusado de tener mal gusto: pecado del que nadie se ve del todo libre. Ahora mismo, escribo a media sala enfundado en unos pants Lacoste francamente shajatos, y en un descuido voy a acabar con ellos en el supermercado. No estoy, por tanto, a salvo que algún envidioso distraído me tache de shajato y me atribuya las cadenas de oro y el pelo en pecho de los que para bien o mal carezco. Creerá entonces que soy el típico energúmeno que en un arranque de ira golpea a sus empleados o crucifica a Cristo. Sentirá ganas de incendiarme el Porsche que no tengo y darme en la cabeza con el gato hidráulico. Y nadie lo sabrá: de eso se trata. No todos los patanes y paletos van a dar a YouTube. Fuera de eso, a juzgar por sus huellas y más allá de credos y complejos, podría decirse que son todos iguales.