sábado, enero 22, 2011

Adiós, Leo, adiós-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 22/01/11)

Se anunció la enfurecedora beatificación de Juan Pablo II; el ejército patrulla Neza, ya en el área metropolitana; un peso peregrinamente fuerte amenaza la recuperación económica que todos esperamos de rodillas y lo que me desalienta y enloquece es el cambio en los signos del horóscopo.

El corrimiento de dos semanas de todo el zodiaco me dejó en el desamparo y me resulta extenuante. Me imagino que si uno es Aries o Capricornio da exactamente lo mismo que de un domingo a un lunes uno amanezca Libra o Virgo. ¿Pero Leo? ¿Hay necesidad de que uno deje de ser Leo? Alguna vez, en una sobremesa en la que se discutía con mucha liviandad la vigencia o no de los mitos del horóscopo, la poeta Tedi López Mills preguntó desde un asombro que no podía ser más brillantemente venenoso: ¿hay personas que no son Leo? Desde el fin de semana pasado me atormenta la idea de que yo pasé a ser, irremediablemente, un pinche Cáncer.

La historia de la revelación fue paulatina y demoledora. Nadie está para saberlo ni yo para contarlo, pero llevo meses con un bloqueo de escritor del tamaño de Coahuila. Como he aprendido que la disciplina es lo único que le permite a un novelista seguir siendo lo que es –aún si le arrebatan su signo--, todos los días me planto frente a la computadora de nueve de la noche a una de la mañana sin sacarle ni una gota a una posible historia, a alguna de las mil conferencias que ya me atenazan. Esto significa que paso tres horas todas las noches haciendo seguimientos milimétricos de todos los periódicos del mundo. Fue así como el martes o miércoles de la semana pasada di, en la sección de curiosidades de un periódico de Minnesota tan sin importancia que seguro es Piscis, con el hecho de que un astrólogo reveló que los puntos de referencia de la superficie terrestre han cambiado con respecto a las constelaciones y por tanto los signos deberían correrse catorce días. En los catorce días que sobran a principios de diciembre (no entiendo por qué), va un nuevo signo impronunciable y babilónico.

Hice mis cuentas y la gravedad del caso me quedó clarísima: no sólo pasaba yo a ser Cáncer; mi mujer se quedaba en su estatura, ahora ya inalcanzable, de Leo: una condena irremediable al segunda plano, la aceptación de mi calidad de príncipe de consorte, el derrumbe de una casa en la que, por ejemplo, los niños obedecen –cuando obedecen– no porque ellos sean los hijos y nosotros los padres, sino porque ellos no son Leo.

Por supuesto no dije nada, calculando que la noticia más importante del mundo, por haber sido publicada en el Morning Star (o lo que sea) de Minneapolis, tal vez pasaría desapercibida.

La nota rebotó tal cual por secciones sin importancia en periódicos de poco peso por toda la semana hasta la madrugada del domingo, cuando apareció enriquecida en el New York Times: En el Medio Oeste de los Estados Unidos se estaba generando una estrafalaria andanada de demandas contra astrólogos de todos los tipos y eso ya era, ahora si, una noticia. Por la hora en que publicaron el reportaje en el sitio web del diario, era clarísimo que iba a ocupar un lugar en la edición impresa del domingo. El fin del mundo tal como lo conocíamos.

Cuando llegué el lunes a la oficina, ya estaba en mi cuenta personal un correo de mi mujer con el link a la página de éste Universal en la que se anunciaba que Leo sólo hay uno, que los dos niños mayores conservaban sus signos tan medianos como el nuevo mío, y que la bebé nació bajo una constelación para babilonios.

viernes, enero 21, 2011

Camino-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 21/01/11)

Imposible me resulta recordar cuándo me topé por primera vez con la palabra aforismo. Recuerdo en cambio con gran claridad la ocasión originaria en que me vi enfrentado -y con enorme deliquio- a uno. Fue en una sobremesa de los años 80, cuando todo mundo admiraba a Jane Fonda, y seguía sus pasos a ritmo de Olivia Newton-John. Casi seguro es que comiéramos en un japonés, que entonces comenzaban a ponerse de moda. Refractarios de siempre a tales higienismos, lo más probable es que mi padre y yo hayamos dedicado la comida a incordiar a los demás por comer tan feo, y que hayamos compensado nuestro ayuno con un tempura helado infantil e insolente. Igualmente plausible es que alguien -debe haber sido ese tío mío cuyo ranking en las ligas amateur de tenis asciende en la proporción exacta en que desciende la edad de sus novias sucesivas- se haya puesto a sermonear entonces a mi padre y a exhortarlo no sólo a comer sano sino a practicar algún deporte. Mi memoria respecto a la anécdota es tan difusa que no me parecería difícil haber inventado casi todo; de lo que mi recuerdo es, en cambio, prístino es de la respuesta de mi padre, ese primer epigramista en mi historia: “Mira, Javier”, habría de espetar a su cuñado, “cuando yo tengo muchas ganas de hacer ejercicio, me acuesto hasta que se me pasan”.

La mesa prorrumpió en carcajadas; el tema quedó saldado. Mi padre había utilizado la palabra para vencer a la materia, el ingenio para derrotar al cuerpo. Otros niños quieren ser como su papá de grandes para estar así de tronados o para tirarse a tantas viejas o para traer un carrazo. Yo, en cambio, quería ser como mi papá para hacerme amo -mejor: juglar y sátiro- de las palabras.

El problema es que lo logré. Y no la parte deseable, por la que todavía tengo que esforzarme, sino la indeseable: el ejemplo suyo que seguí al pie de la letra fue el de no hacer ejercicio. No, cuando menos, hasta mis 35, que constituyen la provecta edad a la que intento tener un estilo de vida menos sedentario. O sea que hago bicicleta fija y abdominales –a solas y en casa; soy púdico por partida doble: por nerd y por flácido– pero también camino, y de un tiempo a la fecha mucho.

Hijo de baby boomers sobreprotectores, nací en una de esas familias que no practican actividad alguna que no contemple el uso del automóvil. (Hace poco mi madre me invitó a subir al suyo para acompañarla a hacer una compra a media cuadra de su oficina.) Así, tardé en asumir que toda distancia inferior a 30 cuadras y que no suponga el uso de vías rápidas puede (y debe) ser recorrida a pie.

Lo que me salvó, de entrada, fue mi gusto por la arquitectura: me gusta ver edificios a detalle mientras recorro mi barrio actual o el de mi infancia. Tener mascota reforzó mi buen comportamiento: él ejercita la fantasía -Ralston se sueña perro volador-, yo las piernas y el corazón. Y a partir de eso comencé a tomarle gusto a caminar con mi mujer (tomados de la mano o, como Marga López y Manolo Fábregas, del brazo y por la calle), o con un amigo (cafés en mano y yo fumando: hay malos hábitos que no se pierden… por fortuna) o, mejor, solo. Camino en solitario para pensar, para consolarme, a veces para evadirme. Camino para huir de la idea recurrente de que mi padre debería caminar y no lo hace, y de que eso me preocupa.

Ojalá lea esto. Ojalá me deje invitarlo a caminar, y caminemos juntos -en duelo de epigramas, como en sus buenos tiempos- todavía muchos años más.

miércoles, enero 19, 2011

"Violencia lamentable y protesta mal encausadas"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 19/01/11)

Al iniciar prácticamente el 2011, el gobierno marinista le dio a los poblanos un pequeño presente: el aumento de un peso al transporte público. Decisión que afecta al bolsillo de cada uno de los usuarios de este servicio. Un aumento a todas luces injustificable, pues el salario mínimo no aumenta de manera significativa y compensatoria.


Estas malas decisiones, provenientes del gobierno que sale, fueron las causantes de que una serie de grupos universitarios y sociales salieran a mostrar su inconformidad en las calles de la Ángelopolis. Hasta aquí estaban haciendo uso de un derecho legítimo y abanderaban una causa justa. Empero, todo se desvirtuó desde el momento en que empezaron a maltratar edificios públicos, comercios y transportes turísticos. A partir de este momento la causa empezaba a perder fuerza y lógica.


Luego vino una densa neblina dentro de esta protesta universitaria. La información es difusa, hay quienes afirman que la marcha iba de paso y que gente de la BUAP fueron a golpearlos sin motivo aparente; otros más aseguran que dichos inconformes, entraron a protestar en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP, y entonces se vinieron las agresiones recibidas. Después los afectados decidieron tomar las instalaciones de forma indefinida, para exigir castigo a los culpables y de paso pedir apoyo para su causa. Decisión que provocó una polarización dentro de la comunidad universitaria, pues al impedir el libre tránsito de estudiantes, académicos y personal, así como la realización de clases y demás actividades, se estaba violentando la vida interna de la Facultad.


Luego vinieron las descalificaciones y las especulaciones. Algunos osaron afirmar que el Dr. Palma –Director de la Facultad de Filosofía y Letras- salió a señalar a quiénes deberían de golpear. En cambio, el Dr. Palma junto a las autoridades que integran dicha institución, estuvieron haciendo llamados a la prudencia y al respeto a la democracia, y es que en su inmensa mayoría nadie estaba apoyando la decisión de tomar la Facultad.


Producto del buen trabajo que se está haciendo al interior de dicha Facultad, son los acuerdos que lograron en la reunión del Consejo de Unidad Académica, entre los que destacan: el apoyo y solidaridad a las peticiones de no subir el aumento y conseguir un descuento para la comunidad estudiantil; y la petición a las autoridades de la Universidad, para fincar responsabilidades respecto a las agresiones contra los estudiantes. Con esto, el Dr. Palma y su equipo de trabajo demuestran que están a la altura de las circunstancias y si alguien quiere desestabilizarlos tendrá que hacer más para lograr su cometido.


Estos hechos son preocupantes, pues son resultado del descontento social ante las malas decisiones de los gobiernos. La sociedad ya no aguanta mucho y está a punto de llegar a su límite, sin embargo, eso tampoco justifica que nuestra sociedad se base en la violencia para exigir sus derechos. No podemos como entes sociales lastimar o afectar la vida de los demás. La situación que rodea al país es extrema en cuanto a los temas de violencia e inseguridad. Como poblanos, debemos de evitar ser un Estado más que se une a este estatus.


Y sobre todo, tenemos que recordar dos dichos: Nuestra libertad y derecho termina donde empieza el del otro; y Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

martes, enero 18, 2011

Hendiduras sinápticas (Diario Milenio/Opinión 18/01/11)

Hay alguna relación entre, digamos, Day, el libro que Kenneth Goldsmith publicó en 2003, en el cual transcribe literalmente un número completo del New York Times “palabra por palabra, letra por letra, de la esquina superior izquierda a la esquina inferior derecha, página tras página”, y el número 322 de la revista Quimera, un volumen que, con ayuda de sobrenombres y respetando la disposición tradicional de la publicación mensual, escribió en su totalidad Vicente Luis Mora en 2010? Mi respuesta a esta pregunta es un sonoro sí. De cierta forma. ¿Es posible tender vasos comunicantes entre Postpoesía. Hacia un nuevo Paradigma, el libro que le valió a Agustín Fernández Mallo convertirse en finalista del Premio Anagrama de ensayo en 2009 y, pongamos, el más reciente estudio de la reconocida crítica literaria norteamericana Marjorie Perloff, Unoriginal Genius: Poetry my Other Means in the New Century, en el cual revisa la estética citacional de autores que van de Walter Benjamin hasta Kenneth Goldsmith pasando por T.S. Eliot y Ezra Pound? Mi respuesta, con todas las distancias guardadas del caso, es otro resonante sí. En cierto modo. ¿Se respira un cierto aire de familiaridad entre los trabajos proteicos irreverentes rabiosos lúdicos listísmos hipercontemporáneos de, digamos, Eloy Fernández Porta, desde su Afterpop. La literatura de la implosión mediática, su Homo Sampler. Tiempo y consumo en la era afterpop hasta su ERO$. La superproducción de los afectos, que le valió el Premio Anagrama de Ensayo en el 2010, y las Notes on Conceptualisms de la autora californiana Vanessa Place? Una vez más, mi respuesta es un resonante sí. De cierta manera.


Una serie de reacciones sinápticas atraviesan el Atlántico o, en algunos casos, el Pacífico. Se trata de cargas eléctricas o químicas que, originándose en la célula presináptica, se deslizan por las dentritas de otro idioma hasta encontrar el axón que les permitirá saltar hasta la célula postsináptica. Estoy hablando de un sistema muy nervioso. Estoy hablando de las escrituras de hoy. No se trata de diálogos, en el sentido sensatamente civilizatorio que se le da al término conversación y sus puentes, de serlo, se asemejan más al efímero link, que desaparece en el momento en el que se le presiona, que a la sólida labor de la ingeniería que de otra manera responde al mismo nombre. Aún así, con todo y todo, o por todo y todo, estos libros que vienen de uno y otro lado del océano producen en conjunto una situación semejante a lo que los histólogos denominan como la hendidura sináptica: un canal de unión de la neurona postsináptica que mide aproximadamente 20 nanómetros de ancho, donde ocurre, sin duda, una trasmisión que tiene mucho de salto al abismo. Un riesgo.


Los impulsos nerviosos de esta situación sináptica son sujetos de un mundo de nativos digitales para quienes la muerte del autor ha sido, sobre todo, la muerte del yo lírico, con su carga de individualismo e interioridad, y entre quienes, consecuentemente, campea una idea de escritura que privilegia la composición por sobre la expresión. Si las escrituras de la resistencia de los 80s (entendida ésta en el sentido Adorniano como “la resistencia del poema individual contra el campo cultural de la comodificación capitalista en el que el lenguaje ha llegado a ser meramente instrumental”) pusieron en juego, al decir de Perloff, elementos como una sintáctica distorsionada, una falta de referencialidad programada y la derrota continua de las expectativas del lector en tanto método, a las de estas décadas tempranas del siglo XXI les corresponde una resistencia de suyo distinta. Se trata, sobre todo, de procesos escriturales que privilegian el diálogo “con textos anteriores o textos en otros media, con ´escrituras a través ´o ecfrásis que le permiten al poeta participar de un discurso público más amplio. La invención ha dado lugar a la apropiación, la restricción elaborada, la composición visual y sonora, y la dependencia en la intertextualidad”. Con raíces históricas en el concretismo de mediados del siglo XX, las poéticas oulipianas fundadas en Paris alrededor de la década de los 60s, y formas de escritura exofónica que incluyen aunque no están limitadas a la traducción y el multilingualismo, estas estéticas citacionales, como las denomina Perloff, son sobre todo formas de copiado, reciclaje, y apropiación. La cita o la re-escritura (“con su dialéctica de extirpación e injerto, disyunción y conjunción, su interpenetración entre el origen y la destrucción”) es así, y con mucho, la forma lógica de la escritura en una era de “textos literalmente movibles o transferibles —textos que pueden ser transferidos de un sitio digital a otro, o del papel a la pantalla, que pueden ser apropiados, transformados, o escondidos por toda clase de medios y con toda clase de propósitos”.


Confío en que los resonantes y pluralísimos sí que enuncié en el primer párrafo resuenen todavía en éste último porque lo que sigo tratando de decir es que hay una relación que no es ni directa ni lineal ni argumentativa sino más bien sináptica entre las diatribas teóricas y los trabajos creativos que, hacia finales del XX y en el contexto de una literatura más bien realista, emprendieron un grupo de escritores españoles, y los riesgos estéticos que bajo el rubro de conceptuales siguen ejerciendo una serie de poetas norteamericanos en ambas de sus costas. Tal vez el diálogo más relevante de las escrituras contemporáneas en español no siga las rutas del postcolonialismo del XIX, las cuales iban y siguen yendo de España al continente latinoamericano, y viceversa, ni respete las barreras establecidas por el idioma mismo. Acaso la era digital y sus distintas plataformas han modificado la misma noción de ruta y flujo, transformando el diálogo en una sináptica relación de ventanas que se abren y cierran en un ordenador bilingüe. Es una lástima que los trabajos de unos y otros no circulen todavía en traducción. Me pregunto, con una sonrisa entre perversa y esperanzada, qué ocurrirá con el sistema nervioso de las escrituras de hoy cuando esta sinapsis potencial se lleve finalmente a cabo (por lo que veo, la autora norteamericana más reciente que cita Fernández Porta es Kathy Acker, sin mención todavía para ninguno de los conceptualistas vivos de hoy). Les dejo esta sugerencia aquí a los gestores culturales de este tipo de happenings. Y me retiro pero no sin antes contribuir a la gustada sección de Confesiones Tristísimas: escribo este artículo porque, entre otras cosas y para qué más que la verdad, a mí sí me gustaría presenciar un mano a mano entre Kenny G, el nombre de batalla de Kenneth Goldsmith en su versión DJ, y el DJ que también es Eloy Fernández Porta. De ya disfruto del baile.

lunes, enero 17, 2011

Bolas de sangre (Diario Milenio/Opinión 17/01/11)

Las euforias insomnes


Acometo estas líneas abordo del primero de cuatro aviones en hilera: treinta y tres horas entre México y Melbourne. Es, a su vez, la primera de cuatro travesías soñadas cuyos días se anuncian trepidantes y elásticos. La clase de proyecto que lo desvela a uno desde el mero momento en que lo concibe, pues ya de entrada teme que sea irrealizable y acaso pierde el sueño por el deleite ocioso de darse a imaginarlo igual que un niño. La idea de pasar revista en un mismo año al Abierto de Australia, Roland Garros, Wimbledon y el US Open parecía no más que un delirio nocturno, pero es precisamente en esos trances que al deseo le gusta intervenir: a saber cuántos niños han llegado a este mundo merced a algún desvelo delirante. Y fue así, coqueteando con una obvia quimera, que aterricé en el alba de un día de septiembre con varias hojas llenas de apuntes y números. Fechas, euros, hoteles, dólares, aerolíneas, libras esterlinas, sumas, restas, razones, proporciones y muchas ganas de estirar la realidad sugerían que aquel proyecto narrativo podía, en una de éstas, no resultar del todo irrealizable.


¿Dormir? ¿Ya para qué? Si de verdad quería ir adelante con aquel despropósito vital, tenía que ir poniendo manos a la obra. No bien dieron las nueve, comencé a hacer llamadas. Aún era temprano para exponer la entraña del proyecto, pero al menos quería sopesar las reacciones que esa idea en principio trasnochada ocasionaba en los amigos a quienes llamé, resuelto a habilitarlos como secuaces. El punto de partida fue el vívido recuerdo de aquel excéntrico canoso y enjuto que muchos años antes solía distinguirse en las tribunas del Estadio Rafael Osuna por combinar sus viejos tenis Converse con una refulgente capa de terciopelo: imposible olvidar la exaltación prolífica y desmesurada del fanático Juan José Arreola, una vez que el partido terminaba y él tomaba el micrófono para narrar sus propios sobresaltos, que eran también los nuestros y ya sólo por eso le devolvían su crédito al azoro. ¿Quién, que recién hubiera presenciado la gesta, no se habría derretido por contarla como cuentan los niños sus fantasías épicas?


Corresponsal de garra


Requería de entrada dos equipos completos de secuaces: uno que me apoyara desde el periódico y otro en la editorial. Buscaba, por un lado, ir adelante con las crónicas tenísticas que había venido pergeñando en las páginas de MILENIO-La Afición, y por el otro dar aliento a un libro dedicado a narrar, desde los ojos infantiles del fanático, los cuatro campeonatos mayores —Grand Slams, que les llaman— a lo largo de uno de estos años míticos, cuando los dos más grandes colosos de la historia del tenis lo reinventan en cada duelo al sol. Uno de esos proyectos que en principio carecen de pies o cabeza, y no obstante se valen de instinto y entusiasmo para anunciar la urgencia que los anima, y aun si no acaba uno de bosquejarlos en cierto modo se figura lo que quiere. Corrijo: lo que necesita. Entre más repasaba la idea, más me aferraba a su necesidad, para pronto entusiasmo de mis aliados. Si en el nombre de la obra ya había consentido pensamiento y palabra, no podía salir con la batea de babas de la omisión: caldo de cultivo para el peor de los arrepentimientos.


“Los torneos mayores son la vara que mide la excelencia en el tenis”, dice L. Jon Wertheim en su libro Strokes of Genius, entregado de la primera a la última página a narrar cada legendaria hora de la final de Wimbledon de 2008 entre Roger Federer y Rafael Nadal. ¿O es que un duelo como ése podía quedarse sin ser contado instante tras instante? He ahí la comezón: poner palabras donde no hay más que golpes; ir detrás la guerra y tropezar de bruces con la garra; expropiar los fluidos secretos del gladiador en turno y ser con él feroz y atrabiliario; leer en la batalla y dejar que el instinto lleve la voz cantante; estirar las fronteras de la realidad allí donde ésta amaga con difuminarse. Nada que no haga uno de manera automática una vez que se ha unido a la matachina y hace suya la angustia sanguinaria del gladiador.


Con hambre de narrar


Rara vez puede uno hablar con algún tino de lo que se ha propuesto relatar por escrito, entre otras cosas porque la gracia de esto consiste en ignorarlo casi completamente. Se maldice en principio ese hueco en la panza que insiste en dilatarse conforme el duelo gana edad y tamaño y uno ya se pregunta si lo que mira puede ser contado (y cómo, y hasta dónde, y a partir de que punto), sólo para después sufrir porque se agota ya el espacio y hay cosas que no puede quedarse sin contar. Hasta donde recuerdo, es una sensación muy similar a la del niño que ha rozado la luna y de pronto no sabe cómo hacer para que ese entusiasmo le salga de los labios sin que el escepticismo de sus mayores dé al traste con su sed de compartir aquello que al cabo del relato parece más soñado que vivido. “¡Qué imaginación tienes!”, comentarían después, en ese tono amable y tan adulto que le partía a uno el corazón y lo dejaba solo frente a la red de su incredulidad.


No envidio a los que saben con pelos y señales lo que van a escribir. Conforme el avión vuela hacia el Pacífico, me digo que al relato de la guerra no se llega con mejores haberes que la amenaza clara de zozobra y la sospecha turbia de que otra vez apuesta por lo irrealizable. Si pudiera, ahora mismo me bajaría de este avión y escaparía hacia la zona de confort más cercana. “¿Eres hombre o ratón?”, me increpaba mi madre siempre que un desafío se revelaba demasiado grande, y yo le respondía, presa de algún alivio avergonzado, que por supuesto seguía siendo ratón. Muchos años más tarde, todavía me pregunto si no se meterá uno en estos bretes con tal de demostrarse lo contrario: he ahí una ocurrencia irrealizable.