martes, marzo 18, 2008

Traducciones del frío



Diario Milenio-México (18/03/08)
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El frío me da frío. El frío me hace exclamar cosas inauditas. Amenazante y acorazado, el frío siempre se aproxima. Blanco. Silencioso. Cuando llega aquí, que es mi alrededor, se introduce hasta la médula de los huesos sin pedir permiso y, luego, se niega a salir. El frío me llama, susurrante. Hay un hueco en un lugar recóndito del cerebro que, en su presencia, se paraliza, estupefacto. Rostro de alabastro. Guiño encantador. Acaso por eso suelo salir a su encuentro, al encuentro del frío, tanto como puedo. Acaso por eso regreso, exhausta. Precavida. El frío queda en las afueras del mundo: de eso estoy segura. El frío siempre está un poco más allá, justo en ese lugar a donde no llega la mano o el entendimiento. El frío me hace pensar en vocablos como Jrastilavc, Schilenrik, Jreghjubern. ¿Cómo traducir, entonces, esa experiencia que siendo tan íntima como imponente también escapa, con singular habilidad, a los recovecos lenguaje?
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Algo parecido debió haber pensado, presuntamente mientras se bañaba, Gianinna Reyes Giardello, estudiante de posgrado en el departamento de Español de la Universidad de Wisconsin-Madison. Interesada en participar, como lo había hecho en años anteriores, en La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas, Giannina se propuso traducir su experiencia con el frío para todos aquellos que ya por fortuna o ya por desgracia no vivimos junto a cuatro lagos congelados durante un invierno que dura no menos de siete meses cada año. Acaso como el hielo justo en los últimos meses del otoño, la idea se extendió con suma rapidez por el campus universitario y, pronto, estudiantes de Alemania, Lituania, Camerún, Chipre, China, Cuba y Canadá, entre otros tantos, mandaron los textos que no tardaron en aparecer, como las primeras nevadas, en www.semanamujerstraducidas.blogspot.com, el blog oficial de la Internacional Semana que, como en años anteriores, fue cuidadosamente organizado por la poeta Amaranta Caballero Prado.
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Todo habría quedado así, que ya era suficientemente bueno, si Giannina Reyes Giardello no hubiera entrado en contacto con Paloma Celis-Carbajal, la bibliotecaria encargada de la colección Ibero-Americana de la Memorial Library. Pero Giannina se puso en contacto con Paloma y, entre las dos, con envidiable energía, se dieron a la tarea de ubicar recursos y encontrar ayuda (el diseño gráfico fue de Dan Joe; las relaciones públicas corrieron a cargo de Don Jonson; la página web quedó en manos de Tony Krier; las traducciones y la edición fue de John Burns) para organizar una exposición de estos y otros textos del frío en la entrada del recinto universitario y para convertir lo expuesto en una plaquette que pronto ya verá la luz. Así, entre el ir y venir en los cortísimos días del invierno, los estudiantes del lugar han podido detenerse aunque sea por un momento para reflexionar, junto con sus colegas de otros lares, sobre ese término entre bizarro y exacto que es el Wind Chill Factor, el nombre con el que oficialmente fue inaugurada la exposición el 11 de marzo pasado*.
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Giannina Reyes lo explica todo en “Érase que se era…”, el texto con el que participa en esta exposición-libro: “La definición de frío cambiaba cada día, incluso cada hora. Me descubría en las calles pensando que lo que sentía era, ahora sí, el verdadero frío; pero al día siguiente, cuando el termómetro bajaba un poco más, volvía a decirme lo mismo. Arrebatando sustantivos dejé el clima de muchos días sin nombre. Comencé a utilizar términos en inglés para los cuales aún no encuentro un equivalente aceptable. Un buen ejemplo es carámbano que parece más un término de billar y no un pedazo de hielo que cuelga de las puertas y ventanas. Otro, mi favorito, es wind chill factor. La traducción, temperatura aparente o temperatura de sensación, no define ni de lejos algo que podría explicarse como: estúpido viento matador que congela hasta el blanco de los ojos”. De difícil traducción, en efecto, el wind chill factor nos recuerda, de manera ineludible, que el frío siempre es peor de lo que parece.
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Hay un mundo allá afuera, dicen estos textos con alarma o convicción, donde ocurren cosas incomprensibles. Por eso Saylín Álvarez, originaria de Camagüey, Cuba, aprovecha la invitación para escribir una carta con consejos y lecciones dirigida a su hija recién nacida en las tierras del invierno. Por eso Kristina Puotkalyte-Gurgel describe con sumo cuidado en lituano y en inglés esos “lugares vulnerables” que son las primeras víctimas del frío: “algún lugar alrededor del cuello”, por ejemplo. Por eso Vanesa Fitzgibbon, de Sao Paulo, dirá que su deseo más grande era, el acento es sobre la conjugación en tiempo pasado, pasar una navidad blanca. Por eso el texto de Tianlin Wang, de China, se reduce (o se expande) a un “¿Por qué?”, repetido tres veces entre signos de exclamación y signos de interrogación. ¿Por qué?
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Algo parecido me preguntaba yo mientras daba mis primeros pasos, entre mesiánica y atónita, sobre la superficie congelada de un lago. “Esa”, me decían mis anfitriones señalando un leve promontorio sobre la capa de hielo, “fue alguna vez una ola en movimiento”. “Aquellos”, continuaban con el dedo índice escapándose rumbo al horizonte que formaban las espaldas encorvadas de una docena de hombres que sostenían unas cañas de pescar entre las manos inmóviles, “son los pescadores del invierno”. “Esto”, el énfasis caía ahora justo sobre los pies que, poco a poco, se acercaban a una grieta, “es la señal de que se acerca la primavera”. Entonces el hueco ese en el lugar recóndito del cerebro que suele quedarse paralizado ante la llegada del frío, se llenó de una suerte de melancolía absurda, de algo así como un paradójico pre-duelo, ante la inevitable aproximación del mundo normal. El mundo de los de adentro.
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* Wind Chill Factor. Translations of the Cold. University of Wisconsin-Madison International Students

Mi mamá me programa



Diario Milenio-México (17/03/08)
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1. La herencia configurable
Hará un par de años que los ingleses Paula Garfield y Tomato Lichy engendraron a Molly, su primogénita, alborozados por el que ambos consideraron un motivo especial de alegría: igual que ellos, la niña nació sorda. Todavía en el hospital la madre se contuvo, pero ya en casa se entregó a celebrar la noticia con el marido. “Ser sordo”, ha declarado recientemente Lichy, “no tiene que ver con ser discapacitado, o médicamente incompleto; tiene que ver con formar parte de una minoría lingüística. Estamos orgullosos no del aspecto médico de la sordera, como del lenguaje que empleamos en la comunidad donde vivimos. Estamos contentos de poder compartir eso con nuestra hija a medida que va creciendo.” Hoy, Paula y Tomato han decidido tener otro bebé, y en vista de que Paula ha rebasado la cuarentena, necesitan de un método in vitro, que de acuerdo a la ley inglesa debe dar prioridad a los genes que estén libres de limitaciones físicas. Por más que así lo intente, la pareja no podrá decidir tener un hijo sordo. A esto lo consideran un atropello.
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En la televisión, Garfield y Lichy se expresan con vehemencia en torno a sus derechos. No son, al fin y al cabo, los primeros ni los últimos padres que se enorgullecen —¿o se reconfortan?— de compartir limitaciones con sus hijos. Se preguntan, con vehemencia indignada, qué harían dos padres con oídos sanos si fueran obligados a concebir un niño sordo. “Queremos igualdad”, insisten, y comparan su situación con la de quienes son discriminados por prejuicios raciales. Para ellos, nacer sordo es virtualmente la misma cosa que nacer amarillo o pálido u oscuro en el lugar equivocado; de ahí que valga más formar parte de la comunidad que ser capaz de oír. Una vez más, Paula Garfield mueve las manos para insistir en lo poco que le hace falta el oído. Afortunadamente, hay una intérprete que va pasándolo todo a palabras. De otro modo, muy pocos se enterarían de que la mujer no tiene problemas para comunicarse.
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2. Iguales, ni los huaraches
La cultura de los igualitarios conoce dos estratos evidentes: igualadores e igualables. Parecerían los mismos, pues unos hablan siempre en nombre de los otros, pero siempre es más cómodo igualar a los otros, a que sea otro quien lo venga a uno a igualar. Aunque claro, nacemos igualables. Desde el mismo hospital se nos iguala a los sujetos de las otras cunas, y ya en la escuela estamos listos para sufrir toda suerte de vejaciones en teoría igualitarias y en verdad disparejas a ultranza. Resiste uno las hormas como puede. ¿Hay acaso una etapa de la vida más plena de injusticias y desigualdades que la infancia, cuando somos tratados en igualitaria manada y muy pocas de nuestras preocupaciones parecen dignas de ser tomadas en serio? Todavía hoy me horroriza el ejercicio de ponerme en el lugar de esos hijos de padres igualadores que inevitablemente crecen rodeados de las expectativas más egoístas, autoritarias y estúpidas, pues no sólo se espera que el hijo comparta y desarrolle los intereses y capacidades de los padres, como que igual comparta sus limitaciones. “No nos defraudes”, ruegan o exigen, igual que otros al pensamiento propio lo llaman traición.
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Desde el momento en que la perfecta igualdad es por definición inalcanzable, no hay límite posible para el chantaje de un igualador. Su chamba es infinita, sus oportunidades inagotables, su autoridad la del patriarca que por definición no puede equivocarse. El sabihondo ante el cual siempre se es niño y no se tiene nunca derecho a réplica, pues como ya hemos visto no es lo mismo ser igualable que igualador. Nada disgusta más al que se encarga de igualar al rebaño que tener que lidiar con ovejas desobedientes. Gente igualada, pues.
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3. El mundo es un corral
Cuando un igualador nos informa que somos iguales a él, podemos creer que cumplimos con dos requisitos: pensar como él (esto es, después de él) y en todo lo demás conservarnos iguales entre nosotros. Es decir, igualarnos los unos a los otros. Vivir con la lija en una mano y la lima en la otra, no sea que algún borde nos desiguale. Hablar a coro, como en una misa de cuerpo presente. Que se escuche el estruendo de la opinión unánime como lo que el poema llama el sermón monocorde de las armas. Teme el igualador que sólo así podrá pagarse el lujo de distinguirse en medio de un rebaño que le está en deuda eterna, como sería el caso del hijo que nunca acabará de agradecer a sus padres por el detalle de decidir por él que fuera sordo. Me pongo en el lugar del nonato y descubro que no me angustia la perspectiva de que mis padres sean sordos, o mudos, o ciegos, sino que sean fanáticos y quieran ofrendarme a su altar de certezas. Que comiencen por endilgarme un nombre que implica esas certezas y sólo existe para publicitarlas. Que me laven el coco hasta que acabe dándoles la razón. Que me corten las manos y me pidan que aplauda.
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Unos se reproducen, otros quieren clonarse. Habrá sin duda más de un par de ciegos que ansían tener hijos ciegos, pero de ahí a incluir la alternativa entre las opciones de configuración hay tanta distancia como entre querer morirse y matarse. Cualquiera se ha querido morir cien veces y ninguna pensó en meterse un tiro. Son legión quienes se complacen por la carencia ajena, y afortunadamente son menos quienes la ocasionan a propósito —no pocas veces presas de cierta comezón igualadora, inaplicable sólo a sí mismos—. Es de creerse que a los igualadores les gustaría ponerse al mando de un mundo cien por ciento configurable donde nada escapara a su control, incluyendo los buenos pensamientos de todos esos igualables que jamás osarían igualarse con un igualador; si bien la perspectiva de poder elegir un hijo ciego o sordo o cojo me parece no menos espeluznante que la de mutilarlo después de nacido. Con anestesia, claro. Con cariño. Que nadie diga que no quiere el diablo a su hijo.

domingo, marzo 16, 2008

Querido blog VII (o volviendo a la vida)

16 de marzo de 2008, 10:47 pm
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Nuevamente sentando en el mismo lugar escribiendo. Escribir es buscar. ¿Y qué busco? Nunca lo he sabido y espero seguir así, porque las certezas le pertenecen a los poderosos y sabios. En cambio, mi aspiración es la escritura y mi único objetivo es plantear más preguntas, seguir buscando y morir en ello. No me interesa saber la verdad, prefiero morir en el intento.
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Es naturaleza humana buscarle un por qué a las cosas, como cuando niños, es error humano dejar de hacerlo, ello acaba con nuestra creatividad, proceso que convierte a la mayoría en adultos. El adulto cree que la maduración se alcanza cuando se dejar de preguntar y se aceptan las cosas como son, aprender a obedecer sin preguntar por qué y para qué. En cambio, la inmadurez es desobedecer todas las convenciones impuestas, creídas, creadas o imaginadas por el humano adulto. Preguntar se vuelve defecto.
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La mejor opción es quedarse en el estadio de la niñez. Al menos la alegría nunca se me quitará.