martes, abril 30, 2013

La brevedad de Bali y Figueiras-(Sexenio-Puebla 15/04/13)


Cortázar –haciendo una analogía con el box- decía que la novela se gana por puntos, mientras que el cuento es por knockout. La herida en el cielo, libro más reciente de Rowena Bali, es un ejemplo claro de ello.

A lo largo de veintiocho cuentos, cuya extensión va de una a cinco páginas, Bali recurre a la ironía, al retrato de lo grotesco y el absurdo para relatarle a lector un sinfín de historias que pueden robarle una sonrisa o provocar en éste una sensación de rechazo. Historias que van desde un preso que ansía volver a la cárcel para retomar las lecturas que dejó pendientes e hizo todo lo posible para lograr su retorno; la de una mujer que envuelta en celos asesina a su marido y a una mujer sin tener memoria de ello; la de un hombre cuya excitación sexual consiste en la suciedad que cubre a su amada o la de poner al pene a realizar un discurso afirmativamente falocéntrico. 

Bali decide reunir una serie de cuentos –escritos desde su adolescencia hasta la fecha- cuyo vaso comunicante, principalmente, es su estética y estilo personal; haciendo a un lado una unidad temática, que bien podría ser la comunión de la fantasía con el absurdo. La brevedad de estos cuentos ha permitido que Bali mezcle con gran astucia una prosa fina y grandes líneas de poesía pura.
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Otro ejemplo de brevedad al estilo Cortázar, es la que práctica Mauricio Montiel Figueiras en su libro La mujer de M, publicado por la editorial independiente Taller Ditoria.

A lo largo de 64 mini páginas, Figueiras escribe distintas historias cuya protagonista es la mujer de M. Esta serie de relatos, según contó el autor en la FIL-G 2012, forma parte de un proyecto twittero, donde El hombre del tweed (cuenta que él mantiene a la red social) narra cómo ve la vida de esta mujer solitaria de un pueblo, donde ella es la única habitante. Sin este antecedente, La mujer de M podría pasar como un cuento bellamente onírico, donde M podría ser nuestra mujer imaginaria.

El gran atino de esta serie de relatos es la técnica con la cual fue concebido, pues pareciera que los 140 caracteres del Twitter tuvieron mucha influencia en su escritura.

La herida en el cielo y La mujer de M, son dos libros que divierten, atrapan y embellecen la experiencia por el mundo del cuento y el relato.

De vicios y golosos (Diario Milenio/Opinión 29/04713)


Como suele pasar con los flechazos, el de esta historia me tomó por sorpresa. “¿Dónde habría tenido la cabeza?”, se pregunta uno siempre que estas cosas ocurren y de pronto se siente original, tal vez porque el cerebro sigue tan descompuesto que no atina a mirar en torno suyo, ni escuchar la tonada omnipresente, ni captar el embrujo del perfume imperante. “¿Dónde habría…?”, mentimos, como dando por hecho que ya dimos con el cráneo perdido y es él quien articula nuestra palabrería, destinada también a encubrir y alargar su aventurada fuga. Pues lo cierto es que adentro, donde cuenta, uno espera que el coco sea sagaz y se tome unas largas vacaciones, para que cuando vuelva ya sea tarde y no le quede sino conformarse.
No sé si es una historia, en realidad, ni acabo de creer que la obsesión alcance para idilio. Puede que sea exactamente lo contrario, si peca de obsesiva, tediosa y circular, como suele tocar a los vicios mayores. Recién leo un artículo espléndido cuyo autor, Javier Cercas, divaga en torno a la presunta superioridad del no-pensamiento sobre el pensamiento, y me pregunto si este antojo intermitente me estará conduciendo a un estado de gracia similar. Tras algunas semanas de monomanía, he adquirido una cierta destreza mecánica, de modo que a menudo arrastro el dedo índice sobre la pantalla sin la ayuda de más de tres o cuatro neuronas esquiroles. No obstante, está por verse si esta especie de catatonia compulsiva tiene algo de agraciado, o es que no me doy cuenta que ya empecé a babear.
Candy Crush Saga es el nombre del vicio. Y ahí sí que no nos mienten: se trata de un flechazo de caramelo. Igual que esas gomitas de grenetina que no saben a nada ni en realidad le causan gran placer, pero uno las devora como un acto mecánico y ansioso del que sólo consigue desatarse cuando logra el consuelo-desconsuelo de dar mate a la bolsa. No sé si afortunada o fatalmente, elCandy Crush Saga —variante hiperviral del antiguo Bejeweled— se administra en dosis pequeñas. Basta un rato de alinear avatares de caramelos afines, tras cuatro o cinco saltos de nivel y un número creciente de frustraciones, para enganchar al coco más desapegado.
Muy tarde supe que estaba de moda, especialmente entre los usuarios de Facebook, que se regalan turnos entre sí cuando uno de ellos agota sus vidas y precisa de suministro externo. Pues tal es la estrategia de contagio. Éste, en principio, es un juego gratuito. Uno puede jugarlo de gorra hasta el final en la medida que esparza el virus entre sus conocidos y utilice su apoyo para librar el cobro de un dólar siempre que el mecanismo le saca del juego, ya porque malgastó los turnos que tenía, ya porque quiere más amplios poderes, ya porque lo ha hecho bien y ha llegado el momento de ascender a otra etapa.
A falta de una cuenta personal en Facebook, ignoro qué tal lo hacen los demás. No sé cuántos niveles tenga el juego, ni qué tan bien o mal me va en comparación, pero hace un par de días escuché a otro enganchado confesar, con alguna humildad avergonzada, que apenas ha llegado al 150. Lo peor fue que recién habíame jactado, no sin algún orgullo fanfarrón, de estar ya en el nivel 43.
Me precio, en todo caso, de no gastar un peso en turnos extra, como si ya ese límite al dispendio me devolviera el tiempo derrochado. El costo verdadero de una monomanía como Candy Crush Saga no está en los trece pesos del chantaje por continuar jugando, como en la suma de todos esos minutos que ya se expresa en horas y días. Los viciosos conscientes, me dispenso pensando, abandonamos el Candy Crush Saga nada más se terminan los turnos de rigor y volvemos a nuestras ocupaciones sin desgracias mayores por lamentar, hasta que pase un rato y disponga de un nuevo paquete de turnos. La misma cantaleta de todos los viciosos: Yo no estoy enganchado. Lo puedo controlar. Sé bien lo que hago.
Como hace un par de años a los Angry Birds, a este juego maldito lo detesto en secreto. Amén de adulterar las horas hábiles con paquetes de minutos ineptos, comparte con el resto de los vicios el carácter celoso y posesivo. Puede uno hasta ignorar a la mujer más linda de este mundo por sacarse de encima la comezón de alinear otros pocos caramelos. Y otros. Y otros. Igual que un asesino serial experimenta alivio a la hora del arresto, aspiro a rescatarme de este sutil secuestro y olvidar para siempre su sortilegio pérfido. Por lo pronto, ya voy en el nivel 60.

Hiraku Makimura (Diario Milenio/Opinión 23/04/13)


En una de las primeras escenas de Baila, baila, baila, una de las más recientes publicaciones en español de Haruki Murakami, hay un gato de rostro extraño. Según el narrador, el gato “sólo miraba a la gente con desazón, como diciendo ´¿Qué es lo siguiente que voy a perder?´”. Para más detalles, el gato “no había tenido una vida feliz. Nadie lo había querido, y tampoco él había querido a nadie”. La condición del gato muerto no dista mucho del dilema del narrador que, a los 34 años, habiendo sido abandonado por la esposa y, luego, por la amante en turno, siente un gran vacío y una falta de conexión radical con el mundo. De ahí su decisión de regresar al pasado, justo al momento donde todo empezó a salir mal. De ahí su vuelta al Hotel Delfín, donde vivió lo que pareciera ser una última conexión verdadera con otra mujer: Kiki, la prostituta de orejas hermosas que ya había encontrado en su novela anterior, La caza del carnero salvaje y que, aparentemente, llora por él dentro del citado hotel.  Muy en el tenor de Hiraku Makimura, el personaje del escritor famoso pero sin talento que insiste con desparpajo en que nada tiene solución, en que más vale acoplarse que resistir, Baila, baila, baila es un largo tour de force donde el viaje a otro mundo, el mundo de la imaginación en el que vive el hombre carnero, cuenta como la única alternativa ante la falta de conexión humana del mundo actual. Expresándose en un lenguaje que envidiarían los redactores de tarjetas de hallmark, el hombre carnero aconseja: “Esto es todo lo que un servidor te puede enseñar. Baila. Baila lo mejor que puedas, sin pensar en nada. Tienes que bailar”.

Murakami—un autor, sin duda, en pleno dominio de la forma—dictamina con justicia la hostilidad básica del mundo contemporáneo: un ambiente dominado por el capitalismo post-industrial donde los individuos, sometidos por las mercancías o las deudas, sólo pierden más y más. En ese contexto, el individuo sin conexión busca, acaso naturalmente, conectarse. Suspicaz ante la opción colectiva (“¿Quién se expondría de buen grado a una ducha de gases lacrimógenos? Así es el presente. La red se extiende de punta a punta. Fuera de la red hay otra red. No se puede escapar. Cuando se lanza una piedra, ésta traza una elipse y se vuelve contra uno mismo. Ciertamente es así”), Murakami ofrece como paliativo básico a la historia de amor convencional—una estrategia, por cierto, ensayada con gran efectividad por la novela rosa.

Acostumbrado a presentarse (¿a regodearse?) como “raro”, por no decir único, disciplinado hasta el hartazgo y dueño de una capacidad de observación que adquieren, a su decir, las personas que viven solas, el protagonista-narrador sólo puede conectarse a un lugar (el hotel Delfín) y a través de un servidor (el hombre carnero) con una mujer (la recepcionista de un hotel que también ha visto, aunque sin saber de qué se trata, al hombre carnero). Su capacidad de conexión acaba aquí. Acaso eso explique por qué, ante el asesinato de prostitutas pertenecientes a una red internacional de la que se sirven sus amigos y, a través de las conexiones de sus amigos, él mismo, la respuesta básica del narrador sea proteger el prestigio y la reputación de éstos y nunca cuestionar el estado de las cosas. En efecto, de cara al femenicido atroz, el narrador no elige ni investigar ni denunciar lo que pasa, sino ocultar lo que sabe a la policía y dolerse a solas, con algunos vuelos líricos, por las mujeres muertas. Nada más.

En no pocas ocasiones el relato fantástico ha sido utilizado como un mecanismo de crítica social—y en esto han insistido autores tan distintos como Todorov o Miéville—pero, convertido esta vez más en Makimura, Murakami nos lleva al mundo del hombre carnero para que oigamos, de su propia voz, esto: “Y no hay solución. Si no te gusta, no te queda más remedio que huir a otro mundo.”
Eso “que no te gusta” puede ser listado en breve así. El hotel Delfín es, ahora, el Dolphin hotel—una gran fortificación de acero y vidrio que, con su establecimiento, ha provocado la gentrificación de todo el vecindario. A ese mundo alineado y aterrador lo caracteriza estructuralmente el derroche propio del capital. Un entorno sin sentido sólo puede reafirmarse en trabajos alienados. Así, el protagonista es un escritor freelance que se aboca a su labor de “quitanieves cultural”. No se trata de un trabajo en el que pueda realizarse pero “se volcaba porque disfrutaba haciéndolo. Autodisciplina. Reinserción social”.  Peor es el caso de Gotanda, el amigo de adolescencia, quien luego de convertirse en un actor de moda se ve forzado a participar en bodrios cinematográficos y a rodearse de lujos impostados que sólo acrecientan la deuda que no le permite generar la vida que desea pero que, en un movimiento perverso del capital, le permite agrupar todos sus gastos—la prostitución incluida—como gastos de representación. De hecho, muchos de esos trabajos del capitalismo post-industrial—trabajos inmateriales, que dirían los neo-marxistas—se parecen a la prostitución. Mei, una de las prostitutas masacradas en Baila, baila, baila lo dice de manera indirecta: “Ella me preguntó qué clase de cosas escribía. Yo le expliqué brevemente en qué consistía mi trabajo. Me dijo que no parecía demasiado divertido. Le respondí que dependía de lo que escribiera. Yo era, por así decirlo, un quitanieves cultural. Me dijo que, entonces, ella era una quitanieves sensual”.

La única alternativa en este sitio irremediable es la imaginación. Por eso, en el piso 16 del Dolphin Hotel, el hombre carnero emite pequeños mensajes que no dejan de ser verdades comunes, el tipo de declaraciones que no ofenden a nadie y que no son más que la constatación de la ideología de una clase media que todavía gusta de verse como única, si no es que “rara” como el narrador mismo. “Si estás aquí es porque había llegado el momento en que vinieras”. “Si no quisieras venir, este lugar no existiría”. “No dejes de bailar mientras suene la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de bailar”. “Porque has perdido muchas cosas—dijo con voz calma—. Y no tienes adónde ir. Por eso me ves”. Con ese tipo de consejos que bien pudieran aparecer en cualquier manual new age, no es sorpresivo que el protagonista—y el autor—conecte con el sentido del individualismo conservador que tanto caracteriza a las clases medias que leen libros. Después de todo, ¿para qué ensayar la crítica de nuestro entorno—que es lo que se supone que hace la literatura—cuando está a la mano “la conexión” de una historia de amor convencional?

¿Quién dijo autocensura? (Diario Milenio/Opinión 22/04/13)


Hoy día, toda opinión es una infamia en potencia. Basta con que le demos un par de vueltas a la idea recién expresada para dar con alguna zona oscura que permita acusarla, juzgarla y condenarla en una sola frase. Lo cual sería asimismo no más que una opinión, pero suele ser tarde para esa salvedad, pues ya el inquisidor se transforma en testigo, fiscal, juez y verdugo, mientras aquel que osó opinar lo inopinable ha sido despojado de todo crédito, cuando no ridiculizado y estigmatizado. Una cosa es que cada quien tenga su opinión, otra muy diferente que tenga la torpeza de desembucharla.
El buen gusto imperante tiene opiniones claras en torno al mal gusto, tanto así que de pronto se las toma por leyes naturales. Se espera que opinemos dentro los linderos de lo opinable, como quien pasa lista entre los prudentes y ya solo por eso se hace merecedor de aplausos y respeto. Se espera, en realidad, que nos guardemos nuestra jodida opinión, que al fin y al cabo a nadie le interesa. Que externemos un falso parecer, blandengue y cobardón pero más que bastante para eludir el celo de los inquisidores. Se espera que tengamos el buen gusto de no causar disgustos entre quienes opinan sin desafinar. El buen gusto, decía Octavio Paz, es la muerte del arte.
El buen gusto de hoy es el de la intachable corrección política. Territorio de frases hechas, cortesías redundantes, deslindes oportunos, feroz autocensura y otros fariseísmos defensivos. Al principio es difícil dominar sus retruécanos, pero un poco de práctica permite abrirse paso en el manejo de ese tono afectado y eufemístico, cuando no doctrinario, que distingue a los dueños del buen gusto. El de la corrección política es un lenguaje aséptico, ampuloso, parroquial, miedoso de sí mismo y por ello profundamente conservador. Si otros se dan permiso de fallar, él sabe que una sola equivocación puede ser el principio de su ruina. Pues lo que más preocupa no es aquello que muestra, sino lo que pretende ocultar. Si ha de soltar la lengua, mejor que no se aparte ni una coma del guión.
Nada más dominar la esgrima del lenguaje defensivo, al usuario le gusta pasar a la ofensiva. Es decir, promoverse con lo que sus palabras dicen de su persona. Lo dice tan bonito que ya se lo ha creído y ahora además espera que lo quieran. Admiración, respeto, tributo, eso también lo quiere. Ya aprendió a no moverse más allá de los límites de su conveniencia, tiene opiniones listas e intachables acerca de cualquier tema vigente. Opiniones estrictamente inofensivas, que no obstante le dan brillo social, cuando no cultural.
El método es bien simple. Si a uno le preguntan por su autor favorito, debe escoger alguno que no cause polémica. Uno cuya mención baste para obligarles a alzar las cejas y asentir, como unos sinodales complacidos. Y si no fuera así, conviene recordar a quien quiera escucharlo que no está uno de acuerdo con las ideas que le hacen controversial, aunque admira el rigor de su escritura. ¿Pero cuál de sus títulos es el que uno prefiere?, querrán saber también, y en este caso toca señalar el más árido de todos. Destacar un ladrillo espeso e insondable que todos citan mal porque nadie leyó causará siempre mejor impresión que arriesgarse a elogiar un simple libro ameno y divertido: pecados capitales ahí donde el cuidado de la propia imagen aconseja leer nada más que por mérito, llegar al fin del libro como a la última hora de un arresto.
La obsesión por la corrección política es un pozo sin fondo. Siempre se puede rascar más profundo, aun si a partir de un punto se hace preciso entrar en demencia. Ahora mismo diría, por ejemplo, que silencio es la perfección del lenguaje políticamente correcto, si no me fuera fácil imaginar la cantidad de imputaciones a las que puede hacerse acreedor. Silencio insolidario. Silencio cómplice. Silencio discriminatorio. Silencio reaccionario. Silencio criminal. Silencio genocida. Tiene uno que expresar una opinión, pero esta debe ser lo bastante oportuna y complaciente para no distinguirse del silbido del viento. Porque estamos en un rancho pequeño, ¿cierto? No es que seamos hipócritas, pero alguien aquí tiene que sobrevivir.
Cierto es que las genuinas opiniones tienden a ser groseras e indiscretas, cuando no inconsecuentes y nocivas. Calamidades todas que no se hacen pequeñas por ocultarlas, y hasta vale creer que engordan en penumbra. Pero el buen gusto insiste en echar la basura debajo del tapete. Aquí no pasó nada, todo está limpiecito, más allá de opiniones discordantes. Pobre de aquel infame que pretenda barrer.