jueves, julio 16, 2009

Temporada de zopilotes

Diario Milenio-Puebla (16/07/09)
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El prolífico escritor Paco Ignacio Taibo II recientemente ha publicado una historia narrativa de la Decena Trágica, bajo el sello Planeta. En la portada se deja leer una sentencia dura, pero no por menos irrebatible: “En este país hay muchos hijos de la chingada y los peores son los seis generales que dieron el golpe contra Madero”. En este episodio de México y de Francisco I. Madero, en Taibo II se conjuntan sus oficios de historiador y de novelista.
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Taibo II describe a un Madero confiado, dedicado en una época de su vida a la homeopatía a favor de los pobres, un presidente que nunca se enriqueció con el poder. Cuando matan a Gustavo Madero, luego de los engaños y trucos de Victoriano Huerta, los médicos que le practican la autopsia dan cuenta que tiene unos cuantos billetes escondidos en uno de los calcetines. Por más que buscaron los golpistas, no hallaron nada que inculpara a la familia de Madero y que tuviera que ver con la corrupción.
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Trascribo por su importancia y porque se trata de unas cuantas líneas que hablen del contenido de Temporada de zopilotes, la cuarta de forros: "La tensión estaba en el aire. La ciudad de México era un hervidero reaccionario y porfirista donde los generales que juraban fidelidad al presidente Madero conspiraban por las noches para dar un golpe de Estado.
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”¿Pero qué ocurrió exactamente durante aquellos días de febrero de 1913? Paco Ignacio Taibo II hace una reconstrucción minuciosa de la confabulación: su gestación en octubre de 1912 en La Habana, un corrupto embajador norteamericano presionado para que el levantamiento se lleve a cabo, las calles del centro tomadas por el ejército… La traición se respiraba por toda la ciudad.
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”Pero el presidente no quería verlo:
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”Gustavo, su hermano, se lo decía:
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”Nos van a matar a todos.
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”Y así sería.”
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En Temporada de zopilotes Paco Ignacio Taibo II parece coincidir con uno de los más destacados biógrafos de Madero, Alfonso Taracena, al describirlo como un hombre cuya causa y actividad política fue intensa, dándose cuenta de que todo dependería del “espíritu público”.
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Escribe Jorge Fernández de Castro y Finck que la vida de Madero dignifica al hombre y justifica la creación del género humano. Durante el próximo 2010, año del bicentenario, el texto de Paco Ignacio Taibo II ocupará un lugar privilegiado dentro de los festejos que se preparan para tal ocasión. Temporada de zopilotes describe bien al hombre nacido en Parras, Coahuila el 30 de octubre de 1873. Temporada de zopilotes, una excelente investigación.

martes, julio 14, 2009

Un fragmento gracioso, uno.

-¿Qué dijeron los cinco judíos más célebres de la historia?- preguntó Shoval.
-No lo sé -Gonzagaya se reía entre dientes, pensando la respuesta.
-El primer judío, Moíses, dijo: "Todo es ley"; el segundo, Jesús, dijo: "Todo es amor"; el tercero, Marx, dijo: "Todo es dinero"; el cuarto, Freud, dijo: "Todo es sexo."
Hizo una pausa y tomó champán, aguardando la curiosidad de su compañero. Gonzaga entonces preguntó:
-¿Y el quinto?
-El quinto, Einstein, dijo: "Todo es relativo."

El dinero del diablo, Pedro Ángel Palou

La sal soluble de los solitarios

Diario Milenio-México (14/07/09)
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Así que esto es lo que la gente hace sola en sus vidas”, expresaba, no sin un trémulo asombro, un contenido personaje de Don DeLillo. La cita es de memoria, así que no recuerdo el título de la novela ni los nombres de los personajes ni la escena específica, pero recuerdo las palabras tan claramente como el primer día que se incrustaron en mi esfera de percepción. “Así que esto es”, parecía expresar el pasmado narrador en una quietud que en mucho se asemejaba a la quieta rutina que registraba desde su omnisciencia limitada (siempre me lo imaginé invisible casi, en la esquina de un cuarto sin muebles). No había en esas palabras ni pesar ni condescendencia ni juicio moral alguno. Había, en cambio, sorpresa, una especie de extrañada admiración. Algo de empatía. Los ojos abiertos; la boca. No son éstas, por supuesto, las reacciones que típicamente provocan las personas solitarias en el mundo contemporáneo. Al contrario, en una sociedad que diagnostica la soledad como una patología, los solos suelen suscitar o suspicacia o pena ajena o, de plano, terror. Nada más enigmático que la persona sola. Nada más inquietante.
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¿Cuántas películas sobre asesinos seriales no incluyen a la soledad, especialmente al aislamiento infantil, como la cause del origen y eventual desarrollo de las características anti-sociales que llevarán, de preferencia de manera directa, a la trasgresión y el crimen? ¿Cuántas veces no voltea uno a ver, ya con curiosidad o con alevosía o con lástima, al comensal que saborea sus alimentos en la parsimoniosa compañía del aire en la mesa de un restaurante? ¿A cuántas personas se les felicita por haber logrado salvar su soledad de la misma manera en que a otros se les congratula por trabajar (así se dice ahora) en su matrimonio? ¿Por qué es que sale siempre más barato alquilar un cuarto para muchos en un hotel que un cuarto para uno? Los ejemplos abundan. Estigmatizados como anomalías peligrosas, discriminados por su falta de pericia social, relegados porque no hay nadie a su lado que los defienda o los vuelva más, los solos sufren con frecuencia los tratos comunes a las minorías raciales o étnicas o de género. Tal vez por eso no son muchos los retratos que hagan justicia a ese estado acaso intransferible pero definitivamente complejo que el solitario no comparte con nadie.
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De ahí que Párpados Azules, la ópera prima que Ernesto Contreras estrenó exitosamente en 2008, resulte tan peculiar. Estelarizada por dos solitarios, esta película no podía ser sino una anticomedia de amor. De expresiones sutiles y ritmos morosos, rutinarios y silentes hasta le exasperación, los personaje principales se encuentran a pesar de sí mismos en una ciudad que, bajo la vista de los solos, ha dejado atrás la velocidad y las muchedumbres para convertirse en un páramo que habría complacido sin duda a un tal Pedro (y que acaso prefiguró los paisajes de la ciudad bajo el embate de la influenza). A contracorriente de los métodos y formas de cierto cine mexicano de nuestros días (qué lejos el trepidar belicoso de Iñarritu; qué fuera de foco la imaginería de Del Toro; aunque, para bien, qué cerca de los rostros que aparecen, como por encanto, frente a la cámara de Francisco Vargas), estos párpados se abren y cierran con una delicadeza casi de otro mundo, atestiguando con su debida distancia y también con su debida intimidad el acaecer ant-iclimático de la vida solitaria. Como si Saturno los divisara desde las alturas antes de devorar sus cuerpos, los solitarios son avizorados por la cámara en tomas verticales que los hacen aparecer más pequeños. Y, luego, transformada de súbito en una Grildig de diminutas proporciones, la cámara captura los gestos de una mano —esos dedos que se ocupan de deshilar un mantel poco a poco— con el cuidado sólo ofrecido a Gulliver. ¿Así que esto es lo que hace a solas en su vida el oficinista en quien nadie repara y la empleada que pasa desapercibida? El espectador se ve tentado a hacerse estas preguntas con un asombro que en mucho me recuerda las palabras del personaje inolvidable y, sin embargo, tan difícil de precisar que inventara DeDelillo. Los solos se van en medio de las conversaciones hacia mundos que no comparten. Fuga sideral. Los solos, que se apegan poco a las cosas o a los seres, olvidan con facilidad. O, anclados en eras específicas del pasado, recuerdan una y otra vez los mismos nombres, los mismos gestos, los mismos espectros. Desacostumbrados a los ritos de la plática, los solos dejan pasar esos largos minutos silenciosos con un estremecimiento apenas. Y luego, en las pocas ocasiones en que se deciden a remontar la elevada montaña de la conversación, no dejan de caer de bruces en el ridículo o en la abyección o, a veces, las menos, en la simpatía de los iguales. Evitando la psicología fácil (hay que agradecerle al guionista y director que no explique el origen de la soledad de sus personajes como si se tratara de un diagnóstico médico y social), los personajes “no saben” por qué son así, pero tampoco parecen obsesionados por saberlo. Sus batallas son otras, y se llevan a cabo detrás de esos párpados azules que no pocas veces le pertenecen a la imaginación.
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Solitario era, después de todo, el observador obsesivo aquel que, después de pasar horas con la cara pegada al cristal de la pecera del acuario parisino, terminó convertido en un ajolote. Solitario hasta el hartazgo era también el hombre que, dentro de una casona de Puente de Alvarado, se detuvo fascinado frente al jardín que lo empujó al encuentro de esa otra gran solitaria que fue Carlota. Solitarios, en fin, los mexicanos que perdieron una nación en 1521. Y no lo digo yo, sino esos autores anónimos de Tlatelolco que redactaron, en náhuatl, la relación de la conquista en 1528: “Golpeábamos en tanto los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. Con escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.”

lunes, julio 13, 2009

Número secuestrado

Diario Milenio-México (13/07/09)
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1 ¿Quién piensa en mí?
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Hay quienes aseguran que el sonido más dulce que alguien puede escuchar es el que corresponde a su nombre de pila, pero algunos seguimos preferiendo otro sonido por encima de todos los demás. Como ojalá parezca evidente, me refiero al ring del teléfono. No el de la oficina, ni el celular —de repente mejor emparentados con el odioso ring del despertador— sino el de la casa. Su intrusión repentina, no pocas veces impertinente, suele ser sin embargo tan bien recibida como lo fuera en otros tiempos la música del carro de las gelatinas. Un ruido siempre ajeno, por cuanto tiene de llegado de otro mundo, mas siempre familiar, si se juzga por las expectativas que despierta. Pues siempre hay alguien cuyo ring esperamos, así sea en lo profundo del subconsciente, de ahí que cada nuevo timbrazo desate en el incauto respuestas más o menos pavlovianas. Es como si la vida nos saltara hacia dentro de los tímpanos, hasta ese instante un tanto amodorrados por el rumor de la rutina hogareña. No falta incluso quien de sólo escuchar el ring providencial, se apresure a gritar: ¡Es para mí!
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Ignoro las razones que tendrá cada cual para no dar su número a cualquiera, pero cierto es que a muy pocos les faltan. Las mías, por ejemplo, tienen que ver con la expectativas que cada nuevo ring me despierta. Además, no siempre va a tener quien llama el tino de encontrarnos literalmente sin hacer nada, y en más de una ocasión habrá de distraernos de quehaceres absorbentes, cuya interrupción será en principio el precio a pagar por atender al telefonazo. Algo que se perdona, y con frecuencia también se agradece, si quien llama es persona conocida y con suerte apreciada. Ya no digamos cuando se trata de esa llamada mágica, tan improbable como aguardada, que un día, de la nada, nos ilumina el mundo y al destino lo vuelve cómplice entrañable. Una sola llamada y el sol sale radiante a media tempestad. Basta, no obstante, con descolgar y topar con alguna voz extraña —número equivocado, por ejemplo— para que a la tormenta se le sume el granizo. Diríase que el destino se nos burla en la cara. Nadie te quiere, ja, ja.
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2. En la morosidad de su hogar
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Opinaba Oscar Wilde en sus Frases y filosofías para el uso de los jóvenes que vivir endeudado es la única forma de permanecer en la memoria de las clases comerciales. Un privilegio entonces, cuando el departamento de cobranza no tenía la opción de aturdir al moroso con llamadas constantes e impertinentes cada día, y de pronto varias veces el día. Un acoso leonino que se radicaliza en épocas de crisis, cuando la liquidez reluce por escasa y hasta un tarjetahabiente olvidadizo parece un delincuente potencial, a ojos de la jauría de telefonistas de rapiña enviados a joderlo noche y día, ya con recordatorios paternalistas, ya con racimos de amenazas en tono robótico. Y si el interesado está de viaje, de poco servirá que quien conteste así se los informe, pues a ellos se les pide llamar a diario de todas maneras. Quienes los mandan se han asumido depositarios legítimos del derecho de acoso a sus clientes, por métodos no muy distintos del chantaje, toda vez que el asedio termina secuestrando la línea telefónica. Bajo tamaño yugo terrorista, ni quién quiera que suene el jodido teléfono.
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Tal vez la única ventaja del usuario en esta situación sea que, a diferencia de otros acosos, el de los abogados termina abruptamente cuando el moroso se pone a mano. Tras un solo conjuro las hienas se hacen humo y la vida hogareña recobra su pulso. Los chicos del departamento legal levantan el pulgar salen del catálogo de nuestras pesadillas, donde hasta ayer como en su casa, precedidos por otro ring traidor, y otro, y otro. Puede que sea por eso que la gente se reserva con celo el número de casa. Muy pocos ignoramos que ese aparato alcahuete juega en más de un equipo y es un reconocido quintacolumnista. Nadie como él para abrir las ventanas al primer zopilote que llega preguntando por tus ojos.
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3. Los cables invasores
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No es lo mismo, por cierto, deshacerse de un tinterillo que de un vendedor. Esos sí son feroces e inaplacables. Peor todavía, detestan su trabajo. Llaman a cualquier hora para asestarnos en su voz monocorde toda suerte de ofertas jamás solicitadas, de manera que viven habituados a la humillación. Han recibido los peores desdenes e insultos, amén de resistir a decenas de miles de colgones, pues quienes los emplean han descubierto la misma abusiva verdad de la que se valen los spammers —acosadores mercantiles por correo electrónico— para hacer su negocio. En términos porcentuales, la estrategia es barata y acaba funcionando. Basta con que unos cuantos de cada mil prospectos muerdan el anzuelo para cuadrar los números de un éxito redondo, al menos en teoría. Pues habría que contar, asimismo, la cantidad de usuarios que ante el acoso telefónico de una marca o empresa terminan convertidos en adversarios. Si he de dar el ejemplo más injusto, considero una afrenta del cinismo que hasta la compañía que me provee el servicio telefónico usa mi línea para intentar venderme sus productos en mi casa. La línea que yo pago, y que si se me olvida liquidar a tiempo quedará suspendida, de forma que no pueda hacer ni recibir llamadas. A menos que les pague, y entonces pueda disfrutar otra vez del privilegio de compartir sus gastos publicitarios. Cierto: el que llama paga, pero sólo contestan quienes ya pagaron la cuenta por la línea.
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Una de las ventajas de las llamadas de los seres queridos está en que no suelen ser más inoportunas que la persona en sí. Saben cuándo llamarnos, y en qué tono tratarnos si algo nos incomoda. Saben hablar, al menos; lo cual no siempre puede decirse de aquellos merolicos telefónicos que saltan, como un pésimo bromista, tras un par de timbrazos esperanzadores que entraron en la casa bajo camuflaje y procedieron a zurrarse en la sala. En mi experiencia, no hay cómo pararlos. Son terminators del auricular. También son vengativos, y algunos hasta tienen sentido del escarnio. Con la última esperanza puesta en la estadística, resisto la invasión de los androides promotores con el compromiso íntimo de jamás comprar nada que un extraño me llame para venderme, así sea su madre a seis meses sin intereses. Como dicen los gringos, thanks for nothing.