lunes, julio 13, 2009

Número secuestrado

Diario Milenio-México (13/07/09)
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1 ¿Quién piensa en mí?
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Hay quienes aseguran que el sonido más dulce que alguien puede escuchar es el que corresponde a su nombre de pila, pero algunos seguimos preferiendo otro sonido por encima de todos los demás. Como ojalá parezca evidente, me refiero al ring del teléfono. No el de la oficina, ni el celular —de repente mejor emparentados con el odioso ring del despertador— sino el de la casa. Su intrusión repentina, no pocas veces impertinente, suele ser sin embargo tan bien recibida como lo fuera en otros tiempos la música del carro de las gelatinas. Un ruido siempre ajeno, por cuanto tiene de llegado de otro mundo, mas siempre familiar, si se juzga por las expectativas que despierta. Pues siempre hay alguien cuyo ring esperamos, así sea en lo profundo del subconsciente, de ahí que cada nuevo timbrazo desate en el incauto respuestas más o menos pavlovianas. Es como si la vida nos saltara hacia dentro de los tímpanos, hasta ese instante un tanto amodorrados por el rumor de la rutina hogareña. No falta incluso quien de sólo escuchar el ring providencial, se apresure a gritar: ¡Es para mí!
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Ignoro las razones que tendrá cada cual para no dar su número a cualquiera, pero cierto es que a muy pocos les faltan. Las mías, por ejemplo, tienen que ver con la expectativas que cada nuevo ring me despierta. Además, no siempre va a tener quien llama el tino de encontrarnos literalmente sin hacer nada, y en más de una ocasión habrá de distraernos de quehaceres absorbentes, cuya interrupción será en principio el precio a pagar por atender al telefonazo. Algo que se perdona, y con frecuencia también se agradece, si quien llama es persona conocida y con suerte apreciada. Ya no digamos cuando se trata de esa llamada mágica, tan improbable como aguardada, que un día, de la nada, nos ilumina el mundo y al destino lo vuelve cómplice entrañable. Una sola llamada y el sol sale radiante a media tempestad. Basta, no obstante, con descolgar y topar con alguna voz extraña —número equivocado, por ejemplo— para que a la tormenta se le sume el granizo. Diríase que el destino se nos burla en la cara. Nadie te quiere, ja, ja.
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2. En la morosidad de su hogar
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Opinaba Oscar Wilde en sus Frases y filosofías para el uso de los jóvenes que vivir endeudado es la única forma de permanecer en la memoria de las clases comerciales. Un privilegio entonces, cuando el departamento de cobranza no tenía la opción de aturdir al moroso con llamadas constantes e impertinentes cada día, y de pronto varias veces el día. Un acoso leonino que se radicaliza en épocas de crisis, cuando la liquidez reluce por escasa y hasta un tarjetahabiente olvidadizo parece un delincuente potencial, a ojos de la jauría de telefonistas de rapiña enviados a joderlo noche y día, ya con recordatorios paternalistas, ya con racimos de amenazas en tono robótico. Y si el interesado está de viaje, de poco servirá que quien conteste así se los informe, pues a ellos se les pide llamar a diario de todas maneras. Quienes los mandan se han asumido depositarios legítimos del derecho de acoso a sus clientes, por métodos no muy distintos del chantaje, toda vez que el asedio termina secuestrando la línea telefónica. Bajo tamaño yugo terrorista, ni quién quiera que suene el jodido teléfono.
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Tal vez la única ventaja del usuario en esta situación sea que, a diferencia de otros acosos, el de los abogados termina abruptamente cuando el moroso se pone a mano. Tras un solo conjuro las hienas se hacen humo y la vida hogareña recobra su pulso. Los chicos del departamento legal levantan el pulgar salen del catálogo de nuestras pesadillas, donde hasta ayer como en su casa, precedidos por otro ring traidor, y otro, y otro. Puede que sea por eso que la gente se reserva con celo el número de casa. Muy pocos ignoramos que ese aparato alcahuete juega en más de un equipo y es un reconocido quintacolumnista. Nadie como él para abrir las ventanas al primer zopilote que llega preguntando por tus ojos.
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3. Los cables invasores
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No es lo mismo, por cierto, deshacerse de un tinterillo que de un vendedor. Esos sí son feroces e inaplacables. Peor todavía, detestan su trabajo. Llaman a cualquier hora para asestarnos en su voz monocorde toda suerte de ofertas jamás solicitadas, de manera que viven habituados a la humillación. Han recibido los peores desdenes e insultos, amén de resistir a decenas de miles de colgones, pues quienes los emplean han descubierto la misma abusiva verdad de la que se valen los spammers —acosadores mercantiles por correo electrónico— para hacer su negocio. En términos porcentuales, la estrategia es barata y acaba funcionando. Basta con que unos cuantos de cada mil prospectos muerdan el anzuelo para cuadrar los números de un éxito redondo, al menos en teoría. Pues habría que contar, asimismo, la cantidad de usuarios que ante el acoso telefónico de una marca o empresa terminan convertidos en adversarios. Si he de dar el ejemplo más injusto, considero una afrenta del cinismo que hasta la compañía que me provee el servicio telefónico usa mi línea para intentar venderme sus productos en mi casa. La línea que yo pago, y que si se me olvida liquidar a tiempo quedará suspendida, de forma que no pueda hacer ni recibir llamadas. A menos que les pague, y entonces pueda disfrutar otra vez del privilegio de compartir sus gastos publicitarios. Cierto: el que llama paga, pero sólo contestan quienes ya pagaron la cuenta por la línea.
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Una de las ventajas de las llamadas de los seres queridos está en que no suelen ser más inoportunas que la persona en sí. Saben cuándo llamarnos, y en qué tono tratarnos si algo nos incomoda. Saben hablar, al menos; lo cual no siempre puede decirse de aquellos merolicos telefónicos que saltan, como un pésimo bromista, tras un par de timbrazos esperanzadores que entraron en la casa bajo camuflaje y procedieron a zurrarse en la sala. En mi experiencia, no hay cómo pararlos. Son terminators del auricular. También son vengativos, y algunos hasta tienen sentido del escarnio. Con la última esperanza puesta en la estadística, resisto la invasión de los androides promotores con el compromiso íntimo de jamás comprar nada que un extraño me llame para venderme, así sea su madre a seis meses sin intereses. Como dicen los gringos, thanks for nothing.

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