jueves, marzo 31, 2011

A mis veintiséis años (Sexenio 30/03/11)

A todos aquellos que están, estuvieron y seguirán.


Nuevos bríos, son los que esperan a esta columna. Hasta hace unos meses, El Columnista fue el espacio que albergó a esta reunión de palabras. Hoy, gracias a Mario Alberto Mejía y el equipo de Sexenio, El guardián del diván sigue con vida.

A propósito de inicios y cambios, quien esto escribe tiene exactamente un mes y días de haber celebrado su cumpleaños y como todo buen aprendiz de poeta, la reflexión inundó mis días.

Aquí el resultado.


Cumplir años, dicen, siempre es un acontecimiento; para otros, es la fecha que marca el inicio de un año nuevo personal. El verdadero inicio de un ciclo.


Mientras se cumplen años, se adquieren experiencias y nuevas amistades, también se sufren fracasos y la pérdida de seres queridos, ya por diferencias, ya por la visita de la muerte.


Cumplir años es acercarse más a la finalización de la vida: la muerte.


La muerte es lo único seguro que se tiene en la vida, aseguran los sabios.


Sin embargo, cuando se cumplen años y te das cuenta que a lo largo del camino recorrido las amistades sembradas se han cosechando con creces y que los pasos trazados para llegar a las metas deseadas, en su mayoría, van viento en popa. La muerte es lo que menos importa.


Siempre será preferible que la calacuda agarre a cualquiera, haciendo lo que mejor saber hacer, que lamentándose.


Vida sólo hay una y habrá que tomar de ella, lo que mejor convenga a los sueños dibujados.


Vivir es un arte, algunos harán de ella una pintura vanguardista, otros quizás prefieran tallarla cual fina escultura y unos más prefieran escribir una novela. Algunos más preferirán un arte complicada, que no entable diálogo ni nada con algún posible interlocutor, no les quedará más que esperar a que el tiempo les regale a un intérprete.


Muchos de estos artistas acompañarán su vida con algún vicio. ¡Artista sin vicio, es como el siglo XXI sin tecnología! Quizá les remorderá la conciencia, tal vez en el primer momento en que ingresen al hospital, se arrepentirán de cada uno de sus vicios; existirán otros que se morirán siendo fieles al vicio que genera su arte.


Por mi parte, querido lector, no sé si soy un poeta o un escritor en ciernes, como afirman algunos amigos. Como todo ser creativo, estoy lleno de ambigüedades, temores, más que de certezas. Empero, y parodiando a Joaquín Sabina, si a mí me preguntan de entre todas las artes, cuál elijo: yo quiero la del poeta, porque la poesía es corta, dura, seductora, solitaria, amorosa y dolorosa. La más prostituta de todos los géneros literarios.


La poesía es la vida misma y con vino tinto o una coca-cola, según sea la ocasión, siempre deberá estar acompañada.

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http://www.sexenio.com.mx/columna.php?id=1543

martes, marzo 29, 2011

Escribir de paso (Diario Milenio/Opinión 29/03/11)

La vida en sí, eso es lo que cuenta, lo que le pasa al cuerpo. La única cuestión problemática es que, mientras le está pasando algo al cuerpo, no hay manera de estarlo escribiendo


Otra manera de decirlo sería el preguntarse: ¿cuáles son las relaciones que la escritura establece con el espacio que la genera o que la impide? Pero la manera pedestre y cotidiana de hacerse la interrogante es, más o menos, la siguiente: ¿cómo es posible escribir en ciertos lugares y no en otros?

Solía pensar que no se trataba, en sentido estricto, de espacio sino de tiempo, especialmente del así llamado “tiempo libre”. Solía creer que de la posesión de ese bien —de ese recurso, dirían otros— dependería el inicio o continuación o fin del texto. La vida cotidiana me ha enseñado que la posesión, en general, no asegura nada, mucho menos escritura. Y que el “tiempo libre” viene con frecuencia atado a sus propias necesidades, todas ellas singulares. Abundan, por ejemplo, los deprimidos que no atinan a domesticar ese monstruo en que se convierte el tiempo libre; o los hedonistas que, una vez con tiempo libre en las manos, se dedican mejor a disfrutarlo de maneras más sociales. O los cibernéticos, a quienes el tiempo libre se les va en un tuit. El tiempo, libre o no, pues, no garantiza nada.

Queda, pues, el espacio.

Tampoco el espacio doméstico determina el fluir de la escritura. Hubo un tiempo en que creí que sólo podría escribir en ciertas habitaciones, con ciertos instrumentos, en circunstancias ciertas. El café era, en efecto, imprescindible en todas esas ensoñaciones. Y la ventana perfecta. Y el asunto ése de la luz; cierta luz. Todos estos ángulos y estas texturas ayudan, ciertamente. A veces. Como saben los globalizados de hoy, cada vez es más difícil estar ahí, permanecer ahí. Quedarse ahí por el tiempo necesario para escribir lo que se tiene que escribir es casi imposible, vamos.

Un paisaje hermoso o una pieza cómoda, ayudan, de hecho, pero lo saben bien aquellos que, gozando de todas las facilidades, ven sus días transcurrir en el vacío angustiante de la pantalla en blanco o, peor, en la navegación inútil en el ciberespacio.

La vida, dicen otros. La vida en sí, eso es lo que cuenta, lo que le pasa al cuerpo. Ahí. La única cuestión problemática con esto es que, mientras le está pasando algo al cuerpo, no hay manera de estarlo escribiendo. Ditto.

Hay quienes escriben para poner una firma en un territorio: los sedentarios suelen eso. Lo familiar les resulta productivo y, a menudo, alentador. El axioma. Escribir en la misma posición. Escribir donde están todas las herramientas del trabajo. Escribir donde nunca falta nada. Pocas veces he podido escribir así, lo afirmo.

A medida que pasa el tiempo (libre y no) descubro, por ejemplo, que las salas de espera de los aeropuertos y, aún mejor, el estrecho espacio del asiento de un avión, constituyen lugares propicios para la escritura. Justo a un lado de la velocidad, pero esgrimiendo los principios del equipo contrario, que son la lentitud y, sobre todo, la quietud; justo en medio del remolino de la transición y el cambio, pero inmóvil como un asta: así el escriba. Sin identidad. En trance. Hacia la fuga. Pero aunque regreso con acaso demasiada frecuencia a esos lugares, hay que confesar que también se acaban. Hay que aceptar que incluso las salas de espera de los aeropuertos tienen fin.

Después de darle vueltas y con base en datos comprobables me es posible decir que suelo escribir más en los lugares que dejaré pronto. Si el espacio me resulta ajeno y, por lo tanto, me mantiene alerta, mejor. Algo sucede entonces: la curiosidad de los sentidos, supongo. La curiosidad de los sentidos seguida por una especie de alerta generalizada: ese zumbido singular dentro de las orejas que pone a funcionar el mecanismo que produce las palabras y, luego, las oraciones y, eventualmente, los párrafos. La situación se vuelve incluso más propicia para la escritura si hay otra lengua contra o con la que mi pensamiento choque continuamente, en especial si es una lenguaje que no conozco o no practico. Nada como el muro de un lenguaje desconocido para acrecentar la conciencia del lenguaje propio. El sonido antes familiar de las palabras “propias” se vuelve apropiadamente extraño y es entonces, dentro de esa extrañeza, que inicia el tiempo de jugar, que es el tiempo de escribir. Desapropiar es un verbo cruel, pero esencial.

Si sé que no he de quedarme, que también de ahí he de partir, entonces escribo sin pausa/ con la fiebre de lo que está a punto de no ser/ haciendo una apuesta. Se trata, en sentido estricto, de una travesura. Pero es una travesura de la que depende que el mundo, tal y como no lo conozco, tenga también un lugar. La respiración se agita. El cuerpo se abalanza contra el teclado. Las manos vuelan. La cuestión es de vida o de muerte, y en eso no me engaño. Lo que sigue es un cierre fenomenal.

Autogeografía (45)-Pedro Ángel Palou

Que jamás el destino, comprendiéndome mal

Me otorgue la mitad de lo que anhelo

y me niegue el regreso.

Robert Frost.

Somos países enteros, dijo el abuelo un día. El exilio no existe.

Se viaja con uno mismo a cuestas. Aguarda la luz, que es tuya,

me susurró al oído, luego se desvaneció en un hilo de sangre.

No le bastaba ya su forma, pronto iba a ser en otro ser.

Cerró la voz, apagó la mirada tan poco humana ya.

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Tengo ahora la edad en la que él salió de su país

para no volver nunca. Sé de cierto que él era la neblina

verdosa de su Asturias. Sus canciones, sus risas.

Y como él, he partido. Con los míos a cuestas, como

un coro nostálgico. Hemos optado por la nieve y

la montaña y otra vez el silencio. Tal vez el hielo, pienso,

nos apacigüe.

-

Busco la luz, esa que el abuelo prometió un día.

Anhelo la voz total, una que salga de la piel pero sea

más que carne. Que provenga de la tierra pero quizá

de cuando la tierra no era sino sueño de ser polvo.

La mirada nocturna y de crepúsculo. La verdadera.

-

He envejecido, visto canas y otro cuerpo, como un traje

nuevo. Uso gafas, no veo bien los contornos y colores

de las cosas. Sé algunas cosas ya: que uno nunca se conoce

del todo, que los caminos no siempre nos llevan al destino

y que el viaje, cualquier viaje, es un regreso a casa. Al viento.

-

Sé también que no basta el amor, ni la canción o la granada.

Que otros frutos, otra copla y otros humores nos vuelven

menos bestias, más huraños. Y que se está al final solo.

En medio del bosque, su humedad y sus extraños ruidos.

El blanco arce, abedules, la enramada. Toda huida nos conduce

al mismo refugio. Allí un libro, papel, tinta. Las palabras.

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Somos sólo eso: palabras, letras descosidas buscando remiendo.

Sílabas enloquecidas en pos de un ritmo. Rumores y ruidos

nuestros cuerpos necesitados siempre del naufragio.

Hace frío. Sopla el viento. Una ardilla emerge tímida de su árbol.

Respiro hondo, suspiro. Soy otro. Soy ninguno. Soy el mismo.

No han llegado aún los pájaros, no se escucha su canto. El silencio

De las aves es mi otro abrigo. Amanece entre mis venas y tu cuerpo.

Surge al fin la luz, aún tímida. Otra vez nos abrazamos.

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Empieza el deshielo, la montaña se hace de agua, se desvanece

Tal vez nos merezcamos, todos, la alegría de una flor, una tan solo

Y el canto de un petirrojo, que anuncie el inicio de otro día.

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28 de marzo 2011, frente a la Senda Apalachina, en Nueva Inglaterra.

Para amarrarse la lengua (Diario Milenio/Opinión 28/03/11)

La tiranía del lenguaje políticamente correcto sueña con diseñar el antifaz perfecto: una utopía cosmetológica


1. El habla pasteurizada

Piensa antes de hablar, le enseñan a uno desde muy niño. Mide tus palabras, le advierten o amenazan en la adolescencia, si acaso se le ocurre pasarse de franco. Cuidado con lo que dices, se previene más tarde al joven hocicón o al viejo boquiflojo. Lo cierto es que no suele uno hacer caso, y al cabo va aprendiendo a desconfiar de quienes ni de broma abren la boca sin calcular el peso de lo que dirán: gente que jamás dice cosas inconvenientes, ni rebasa los límites de la charla anodina con tal de no arriesgarse a cruzar la frontera de lo que cree que otros creen aceptable. Una actitud común entre políticos y diplomáticos, habituados a lubricar sus puntillosas comunicaciones con un amplio catálogo de eufemismos cosméticos, aunque hoy día asimismo una maña frecuente y, ay, creciente, entre la multitud de censores y soplones en que la hipocresía reinante nos está convirtiendo.

Antiguamente, malhablados y malpensantes solían ensañarse con viejitas y beatas, ante quienes probaban con éxito abusivo y redundante la eficacia de sus blasfemias y patanerías. Casi todos lo hicimos en la adolescencia, pero hoy pasa que beatas y viejitas han sido rebasadas por medio mundo. ¿O no es acaso medio mundo quien pone el grito en el cielo cada vez que trasciende cierto disparate que luce inaceptable a los ojos de la conciencia común? Qué término asqueroso: conciencia común. Si a disparates vamos, me cuesta imaginar alguno más bellaco que aquél que cree posible —y el colmo: deseable— acabar para siempre con los disparates. Entre tantas noticias de políticos y diplomáticos que no obstante su hermética profesión se exhiben aflojando la mandíbula, sorprende que lo de hoy sea morigerar el quehacer de la lengua. Y ya que medio mundo parece estar de acuerdo en tener que expresarse siempre a la defensiva de sí mismos y emprender la ofensiva contra toda franqueza transgresora, nada hay más natural que someterse al yugo impredecible de aquellas minorías acomplejadas y despóticas que se ven al espejo como acreedoras de siglos de agravios pendientes, y en tanto habilitadas para juzgar y condenar al blasfemo según sea el rigor de su resentimiento: batallones de beatas hipersensibles para quienes no hay risa libre de sospecha.

2. El horror a la risa

“¡En la mesa!”, solía reprenderme mi madre cada vez que me daba por contar algún chiste antihigiénico. El problema es que hoy día casi todos los chistes resultan potencialmente antihigiénicos, si justo el ingrediente que los hace graciosos es el que mueve el piso del beaterío. Los amigos de la simulación encuentran en la risa un causal permanente de incomodidad, por cuanto ésta tiene de espontánea y hace vano el esfuerzo del disimulo. Ellos preferirían que nunca terminase la edad de la obediencia, de manera que su sola y solemne tiesura les permita hacer méritos, y entonces reprender a los remisos: costumbres escolares extendidas al ámbito parroquial. Según Milan Kundera, lo que sucede a los inquisidores de la risa es que no han escuchado reír a Dios. Y esto los lleva a la blasfemia obvia y escandalosa de dar por hecho que el Supremo Creador es algo así como un imbécil milenario. ¿Será que ofendo a alguna minoría quisquillosa si opino que la ausencia absoluta de sentido del humor señala un muy probable raciocinio tullido?

Justo porque el humor —y asimismo su hermana, la ironía— es un guiño directo a la inteligencia, nadie quiere tener que explicar un chiste. Se espera del que escucha que realice una cierta gimnasia mental, desentrañe de golpe la confusión y llegue sin ayuda a la risotada, pues ya se teme uno que de lo contrario le hará sentirse torpe y acaso avergonzado. Ahora bien, los riesgos son mayores. Si el chiste no es muy bueno, o el narrador no se esmera en contarlo, o peca de insensible y agresivo, no habrá risa sincera que lo premie y será el de la voz quien se sienta un pelmazo. En cualquier situación, el humor nos expone, y eventualmente también nos exhibe. ¿Y no para eso está el poder redentor de la risa, que al contagiarse teje complicidades, pues bien se sabe que quien se ríe, se lleva?

3. Hábitos carcelarios

Nada me aburre más que ir a dar a una charla de cartón. Enroque obligatorio, dicta el reglamento. Nunca ha sido la vida tan larga y generosa para gastársela en tamañas baratijas, aunque a veces no hay forma de eludirlas. Ese quehacer ingrato de colgarle a la lengua un comisario que vigile su higiene en todo momento no remite a la idea de un mundo ideal, sino a otro de esos ergástulos infames donde cualquier palabra mal medida puede traer consecuencias fatales al bocón. Es ciertamente muy decorativo que en una mesa todos midan sus palabras, de modo que la gente se conozca por lo que según dicen tienen de iguales. Es decir, que jamás sepa nadie con quién estuvo: el lenguaje afectado e incoloro como antifaz, medalla y uniforme. Yo sólo me pregunto si no habrá por ahí una fórmula menos inverosímil para disimular la irrupción de una amenazadora manada de mustios.

“¿Pero qué hacer entonces con los provocadores?”, dirán no sin motivo las sensibilidades alertas, aburridas o quizás indignadas por los chistes canallas y malos (aún peor ésto que aquello, si más daño hace la estupidez que la perfidia) que las lenguas autonombradas incorrectas repiten sin asomo de gracia ni vergüenza. Francamente, me inclino por gozar del privilegio de mirar a los hijos de puta sin antifaz. Cuando, hace pocos días, un aficionado lanzó un plátano al futbolista brasileño Neymar, que acababa de anotar sendos goles a la selección escocesa, no logró convencernos de que el interpelado fuese un chango, pero probó que él era un imbécil peligroso. Gente que con frecuencia termina por linchar o ser linchada. ¿Es lícito prohibir a la gente mezquina y estúpida que exhiba sus miserias y nos prevenga así contra daños mayores? ¿Obligarlos a todos a hablar con sensatez y no mostrar sino valores y virtudes? A este paso, va a haber que reescribir el Manual de Carreño e insertarlo en el Código Penal.