jueves, julio 21, 2011

El sí de Yoko Ono (Diario Milenio/Opinión 20/07/11)

Del otro lado de la ventana está Yoko Ono sobre una escalera de caracol sosteniendo la palabra Sí en la mano derecha, y una lupa en la mano izquierda.

Hay varias cosas que colocaré aquí: Una alberca luminosa, por ejemplo. Mira. Es una alberca azul de grandes dimensiones que está dentro de un balneario que se construyó en 1930 cerca de una costa. Poseo el cartel que lo comprueba. Esta es una escalera de caracol hecha de hierro, sinuosa y angosta, sí. Desvencijada. Ruidosa. Su último escalón da a una ventana. Del otro lado de la ventana está Yoko Ono sobre una escalera de caracol sosteniendo la palabra Sí en la mano derecha, y una lupa en la mano izquierda. Es para que veas mejor, dice la lupa sin que nadie le pregunte nada. Así es como nos damos cuenta de que no es una lupa sino un lobo. En algún lado de esta escena hay una enredadera. No la vemos, eso es cierto, pero podemos aspirar su aroma. La clorofila es a veces así.

Abajo de la escalera de caracol hay otra escalera, pero ésta es de piedra. Viejas rocas. Grafito o malaquita, da lo mismo. Abajo de las piedras se yergue un teatro diminuto. Dentro del teatro, justo sobre el escenario, colocaré a un hombre de tirantes y sombrero panamá (estoy segura de que tiene dos rodillas) y a una pequeña bailarina con un vestido de tul y una diadema de insectos.

Este es el momento en que se encienden las luces. Hay murmullos. Alguien tose.

Habitantes de la casa del verano (esto lo dice una voz).

Ex-habitantes de la intemperie del otoño y de la intemperie del invierno y de la intemperie de la primavera (continúa la misma voz: grave, limpia, masculina).

Ex-intempéricos (pareciera que lo repite aunque en realidad lo dice por primera vez).

Las luces han cambiado de color y de intensidad ahora mismo. Los murmullos se expanden por la platea. Alguien tose todavía. A esto en otros lugares se le conoce como silencio.

Habitantes del siglo XIX y del siglo XXI (continúa el eco a través de varios altavoces).

Hombres y mujeres capaces de hablar en oraciones completas y cláusulas dependientes y vagones repletos de acentos.

Queridos astronautas atados a objetos flotantes que miran sin cesar una libélula mientras imaginan una cueva.

Todos los que se llaman Cuerpo de Té de Regaliz y de Menta.

Es hora de que sepan esto: Estamos a un lado de la alberca luminosa, bajo una escalera de caracol que da a una ventana por la que es posible ver el sí de Yoko Ono, y bajo una escalera de piedra sobre la que, según cálculos, se han posado algunos cientos de millones de zapatos muy viejos, para presenciar, que es otra manera de decir comulgar, con una pequeña obra de teatro.

Habitantes del verano (y aquí la voz alza la voz) toda conversación es un drama, eso se sabe. O una comedia.

Ex-intempéricos, habitantes del siglo XIX con dos rodillas y una escafandra, miren:

(y justo aquí haré aparecer el sonido de un remo o de varios remos sobre las aguas tranquilas de algo que todavía no decido si es un río o una laguna o uno de los cuatro océanos)

Este es el momento en que la bailarina avanza por el escenario dando de vueltas, una y otra vez, y otra vez y otra vez con su corto vestido de tul y su diadema. Los brazos en alto. Las piernas más resueltas. La actividad continúa sin cambio alguno hasta que, exhausta, sudorosa (el ambiente, de hecho, ha dejado de oler a clorofila para oler a sudor, un olor punzante que entra por las fosas nasales y se clava luego en los huesos), recargada ya contra los talones de los zapatos de charol del hombre de tirantes que ha puesto atención a toda la escena, sudando también, acaso exhausto de antemano, toma conciencia de lo que ha escrito con las piernas a lo largo de la pista:

DEJEN QUE TODO MUNDO EN LA CIUDAD PIENSE EN LA PALABRA SÍ POR AL MENOS 30 MINUTOS AL MISMO TIEMPO. HÁGANLO CON FRECUENCIA.*

Este es el momento en que los hago levantar los brazos y flexionar los codos y golpear una palma de la mano contra la otra. Ahora se miran, embelesados. Ahora dicen, aunque en realidad murmuran: El verano nunca había sido tan largo.

La voz, masculina y clara, regresa por los altavoces del teatro: Habitantes de las escaleras y de las piscinas luminosas (incluso aquellos disfrazados de agentes ultrasecretos o de campesinos rusos o de mujeres con trece meses de embarazo), astronautas que miran el paisaje terrestre con esa larga, oh tan dúctil, con esa atroz melancolía, todos los que se llaman Cuerpo de Vapor de Agua que Hierve, esto ha sido, en efecto, una instrucción.

Y aquí es cuando se apagan las luces y una cortina de terciopelo rojo cae con un pesado ruido sobre el escenario. Ahora un helicóptero arroja papeletas de cartón sobre una ciudad de grafito que ha estado desierta por al menos 121 años. Las papeletas contienen la palabra: Respira. Las palabras: Esto es un abrazo. ¿Es eso un bosque de taiga? Está bien, aquello es un bosque de taiga. ¿Hay alguien sobre el borde del trampolín más alto que, inmóvil, observa las aguas que brillan allá abajo? Sí, en efecto, hay alguien allá arriba, estático.

Justo en este instante haré que los relojes digan la verdad.

Ahora es cuando sonrío.

Y, sí, alguien tose.

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*Yoko Ono, fragmento de “Let´s Piece I”, Spring 1960.

martes, julio 19, 2011

Los ingrávidos-(Sexenio-Puebla 12/07/11)

Pocos autores considerados como críticos y/o reseñistas tienen buenos resultados al enfrentarse a trabajar una novela o un cuento.

Valeria Luiselli se ha desempeñado como libretista del New York City Ballet, además de editora, guionista y articulista para diversos periódicos y revista de alto prestigio. Recientemente se anexa una nueva faceta a su biografía: la de escritora de ficción.

Papeles Falsos (Sexto Piso, 2010) fue su primer libro, el cual ha recibido buenos comentarios y a pesar de tener tintes de ensayo; dialoga con la novela y goza de un estilo muy poético.

Bajo este mismo sello editorial, Valeria Luiselli ha publicado su primera novela: Los ingrávidos.

A lo largo de 143 páginas, el lector podrá leer una novela donde convergen dos historias: la de una joven mujer, la narradora, quien añora su vida pasada en New York, donde además de dedicarse a editar, era perseguida por el fantasma de Gilberto Owen. La otra voz, es la de un Gilberto Owen, quien cercano a la muerte recuerda sus años de juventud. Ambos narradores añoran su pasado, se desapegan de su presente y se buscan durante sus viajes en el subterráneo.

Una novela cuya consistencia, va desde el título de la novela. Pues los protagonistas de esta novela son entes sueltos y ligeros como la niebla; están ahí, quizá porque no tienen de otra. A diferencias de los fantasmas, los personajes de esta novela no pueden desaparecer completamente, porque afuera hay un mundo que no los quiere soltar.

Novela fragmentaria que convive con la poesía; donde si uno no tiene cuidado y se aligera; tal vez se convierta en uno de los fantasmas que habitan en este libro.

Valeria Luiselli es una joven narradora; que escribe como habla y piensa, muy segura de lo que quiere lograr a la hora de escribir.

Los ingrávidos, probablemente, es una de esas novelas que sobrevivirán a su época, pues lograr atrapar al lector y si tomamos las propuestas de Italo Calvino como guía; la novela de Luiselli cumple con muchas de esas propuestas.

Quien se acerqué a esta novela, se llevará una rica y grata sorpresa.

Obsoletos de origen (Diario Milenio/Opinión 19/07/11)

Vivimos acechados por un sinnúmero de caducidades aceleradas e inminentes, ahí donde el adelanto es el germen del desperdicio


1. El hambre no caduca


“No se va a arrepentir”, me dijo aquella tarde de derroche el vendedor de refrigeradores. Pocos minutos antes, me había sonsacado a comprar uno que, según decía, me duraría por muchos años. ¿Cuántos serían muchos? ¿Diez, quince, veinte, treinta? En todo caso, ya han transcurrido cuatro. Sin ser un vejestorio, el artefacto debe de haberse depreciado más allá de cincuenta por ciento. Lo que llaman un aparatoseminuevo. Es seguro que hoy día se cuentan por decenas los refrigeradores que lo superan en una o más funciones, pero justo es también decir que le he agarrado cierto apego. Esto último lo tengo por fin claro desde que regresé de un viaje largo en el cual rara vez pude encontrar un refresco bien frío. Iba de tienda en tienda, tocando muestras en cada hielera. Entrebuscaba atrás, donde daba por hecho que latas y botellas tendrían que estar más frías, pero apenas notaba la diferencia. Y he aquí que al reencontrarme con mi añorado refri descubro que además de varios refrescos heladísimos, guardaba cinco frascos de yogurt de los que mi memoria no tenía registro. Presa de un mal presagio fruto de prontas cuentas de calendas, encontré en cada frasco una leyenda tan obscena como descorazonadora: CAD 04abr11. Pasaba de tres meses desde que esos yogurts eran imbebibles.


2. Prodigios desechables


A algunos todavía nos asombra, y de repente nos insubordina, la velocidad de la obsolescencia. Buena parte de los clientes de aparatos electrónicos salimos de la tienda cargando mercancía nueva y obsoleta. Por más que la costumbre nos adiestra en la dura disciplina de mantener abajo las expectativas, resulta complicado aceptar que se vive entre objetos efímeros: prodigios tecnológicos cuyo pronto destino es el basurero. Chatarra reluciente a la que hasta anteayer admirábamos, aunque ya a lomos del cinismo impertérrito que prohíbe los apegos a mediano plazo. Ahora bien, si en los tiempos que corren no hay bólido más raudo que la obsolescencia, difícilmente quedan nociones claras sobre el tamaño actual de los plazos. Parecería que los antaño cortos no califican ni para medianos. De hecho, son medianos sólo aquellos que no son inmediatos. Y de los largos no hay que esperar mucho, que en un descuido se hacen cortísimos.


En otros tiempos, cuando alguien se gastaba la ligereza de comprarse un Rolls Royce, pretextaba que había realizado una inversión para toda la vida. Uno sabía entonces que las cosas valían más por su expectativa de duración que por la novedad de sus funciones. Campeaba todavía la ilusión de que los verdaderos objetos de valor estaban hechos para disfrutarse hasta el último día de nuestra existencia. Se hablaba mal, incluso, de aquellos herederos utilitarios que no tenían empacho en malbaratar los objetos preciados del difunto. Ahora, hasta donde sé, el problema de los que heredan bienes en especie ya no es encontrar cómo malbaratarlos, sino dónde tirarlos, toda vez que hace tiempo son obsoletos y daría hasta vergüenza tratar de venderlos. Cables, adaptadores, baterías, manuales, conexiones, pantallas, accesorios: nada que valga un peso, triques amontonables cuya presencia absurda testifica el azoro del dueño por la depreciación de esos haberes que han dejado de serlo para volverse lastres impresentables.


3. Esos plazos traicioneros


Es también la velocidad de la obsolescencia lo que agrega una cierta ternura lastimera al recuerdo de tiempos que parecen recientes, pero el actual galope los hace ver borrosos y distantes. ¿Alguien aún recuerda, por ejemplo, cuándo fue la última vez que escuchó a un vendedor emplear el término escalable para vender una computadora? Por entonces campeaba, entre los compradores de buena fe, la certidumbre de que la máquina valía más si ofrecía la posibilidad de ir poniéndola al día con futuros adelantos, en lugar de tener que comprar una nueva. Muy pocos lo intentaban, sólo para enterarse de que la pretendida actualización no era sino una forma de ponerle muletas a un aparato cuya utilidad práctica seguiría en declive acelerado. Tan sólo imaginemos que a estas alturas del campeonato nos topamos con el siguiente aviso clasificado: AAA. Vendo o permuto computadora 386, escalable a 486, con cd rom y entrada para diskette y floppy. ¿Y no es cierto que quince años atrás este anuncio ya habría movido a ternurita?


Si he de medir el tiempo de acuerdo con los inventos y adelantos registrados en una y otra época, estoy ahora más lejos de 1980 de lo que mis abuelos lo estuvieron del siglo XVIII. El paso de cinco años en los tiempos que corren —nunca antes mejor dicho— da la idea de una pequeña eternidad, que sin embargo pasa como una ráfaga. ¿Y cuántas de esas ráfagas caben al interior de una sola vida? Si me preguntan qué es un corto plazo, diré que más o menos equivale al tiempo en que se espera respondamos a un correo electrónico. En ese orden de cosas, el mediano plazo puede no ser más largo que la vida de una mosca. Y en cuanto al largo plazo, temo que es comparable con el número de días que le toma a un yogurt terminar de podrirse en el refri. Pero no. Me equivoco. Exagero. Eso ya es mucho tiempo. La eternidad, quizás.