martes, mayo 22, 2012

Contra la simulación (Diario Milenio/Opinión 22/05/12)


Resulta sintomático que el terreno de la discusión de la primera gesta electoral de la era digital en México se haya dividido tan drásticamente entre el poder de la televisión y el poder de las redes sociales, especialmente Twitter. Vivimos, después de todo, a decir del teórico y activista italiano Berardi Bifo, en tiempos del semiocapitalismo posindustrial, un periodo en el que el valor de las mercancías no depende ya más del trabajo real invertido en su manufacturación, sino más bien del intercambio lingüístico dentro del cual esta producción se lleva a cabo. Argumenta Bifo, el legendario gestor del anarco-obrerismo y autor de Después del futuro, que atrás quedó ya el modelo burgués cuyo proceso de acumulación capitalista involucraba una relación física y territorial entre el trabajo y el valor. Atrás ese mundo que se dividía entre el proletariado y los capitalistas. Ahora, en un momento en que el capital financiero y a producción económica funcionan en esferas separadas, el conflicto mayor se establece entre el congnateriado —trabajadores intelectuales que producen mercancías semióticas de acuerdo a un sistema de disponibilidad permanente— y la clase administradora, cuya única habilidad es la competencia, de preferencia letal. Es en ese contexto que el lenguaje, “gracias al cual creamos mundos compartidos, formulamos declaraciones ambiguas, elaboramos metáforas, simulamos eventos, o simplemente mentimos”, ha tomado precedencia sobre cualquier otra forma de producción de valor. Y Twitter es, eso ya lo había argumentado hace bastante tiempo, un laboratorio contemporáneo de nuestro lenguaje.

Pero el lenguaje no es una calle de un solo sentido. Lejos de ser una mera herramienta de representación, el lenguaje se ha convertido en la mayor fuente de acumulación capitalista: “espectáculo y especulación se confunden debido a la naturaleza intrínsecamente inflacionaria (metafórica) del lenguaje. La red de producción semiótica es un juego de espejos que inevitablemente lleva a una crisis de sobreproducción”. De acuerdo con Bifo, pues, cuando la relación entre el trabajo y el valor se rompe, cuando el capital financiero poco tiene que ver con la economía real, se crea un vacío que llena la más pura violencia o, de plano, la simulación. México tiene una relación espectacular con esa violencia, pero ahora, a la luz de las marchas que atravesaron el país contra la mentira, el engaño y el fraude, lo que nos toca discutir es su relación con la simulación.

Seguramente los miles y miles que el pasado 19 de mayo participaron en las distintas marchas contra Enrique Peña Nieto, el candidato no sólo de un partido político sino de un conglomerado televisivo, no tuvieron que leer a Bifo para saber que, en los tiempos que corren, manifestarse contra la mentira y el engaño y el fraude es mucho más que una posición moralista o secundaria o ingenua. Los miles y miles de jóvenes que dejaron las pantallas para retomar el espacio público de sus ciudades saben bien que cuando el valor de las mercancías depende de la simulación se ha roto ya una relación básica entre el valor y el trabajo que invita a la desregularización neoliberal que, entre otras cosas, le ha abierto las puertas a la violencia catastrófica que lleva, al menos en México, poco más de 50 mil víctimas.

Cada forma de dominio produce, sin duda, sus formas de contradominio —no necesariamente caracterizadas por la oposición rígida tanto como por el flujo posidentatario, horizontal y relacional, en constante circulación. Resulta de suyo interesante que, en plena era posindustrial, el poder alguna vez indiscutible de la televisión no sea contestado por neoluditas nostálgicos, sino por los activos usuarios de redes sociales, aquellos que han abrazado las nuevas tecnologías digitales con entusiasmo. El uso horizontal de las redes sociales ha permitido, después de todo, que un sinnúmero de ciudadanos tengan acceso a la producción y diseminación de información. Lejos de ser los pasivos participantes de una fragmentaria red celular que invita a la reproducción acrítica del sistema, los usuarios de estas redes, especialmente los más jóvenes, han entendido que el lenguaje, ciertamente, puede contribuir a fenómenos de simulación que terminan incrementando el papel de la mentira y el engaño y el fraude en nuestra vida social, pero también, por esos mismos medios, puede circular exponencialmente para contribuir a la formación de prácticas críticas que van de la pantalla a la calle sin contradicción alguna de por medio.

Berardi Bifo termina su Después del futuro con una nota más bien desanimada: el agotamiento y la pasividad como formas de subjetividad en la era digital. Pero eso era a fines del XX. Los jóvenes de México van demostrando a inicios del XXI que entre la pantalla y la calle hay tantas conexiones como las que seamos capaces de crear, especialmente en y a través de ese laboratorio contemporáneo del lenguaje que es Twitter.

El maestro y su martini (Diario Milenio/Opinión 21/05/12)


Las primeras tres veces que lo vi, debí hacerlo en cuclillas, y no obstante consciente de mi buena fortuna porque al menos estaba delante de aquel hombre que hablaba como actor a una audiencia que parecía en trance. Me recuerdo ahí, de pinta, explicando a una guapa compañera y secuaz por qué una sola conferencia de Carlos Fuentes tenía que valer por al menos 50 clases como la que (bostezo) transcurría a esa misma hora sin nosotros. ¿O es que a alguna otra clase habríamos asistido sonrientes y en cuclillas, cual si el hombre que hablaba no fuese ya escritor sino hipnotista?

“Te vas a morir de hambre…”, suele ser la advertencia que recibe quien a temprana edad amenaza con dedicar su vida a hacer novelas. Allá enfrente, no obstante, había un novelista sarcástico, dramático, musical, socarrón o elocuente, según se lo exigiera la trama del discurso, que amén de estar bien lejos de morirse de hambre por haber decidido ser lo que era, contaba de la noche en que cenó en París junto a Maria Callas y le habló como a un mito encarnado. ¿Cómo no constatar en aquel narrador apasionado que canturreaba un aria de La Traviata e imitaba una voz de bruja vieja con tal de electrizar la realidad y dar a la ficción un vuelo enloquecido, que vivir para y de escribir novelas era, más que posible, necesario?

“Novelista sin novela”, llamó alguna vez Fuentes a un polemista infortunado, y no pude evitar que el epíteto me rompiera instantáneamente el corazón. Que es lo que debe hacer un acicate, si se espera que cumpla con su misión. Durante años, llevé esa espina enterrada como quien se ha tatuado un alacrán y sabe que no puede morirse sin honrar cierto viejo compromiso. Cuando al fin la primera novela estuvo lista, me dije con alivio emocionado que nunca más sería un novelista sin novela y fue como si el mismo autor del acicate viniera a liberarme de su alcance.

Narrar es dar por hecha la buena estrella, y fue así que narrando conocí la generosidad reincidente del que hasta entonces era maestro en la distancia, y con ella uno de esos afectos que crece en los adentros del discípulo, disfrazado de simple admiración. Habituado a beberme sus palabras, una vez frente a él restringí cuanto pude las mías, que en tales circunstancias me parecían poco interesantes, como no fuera para, de descuido en descuido, interrogarlo. ¿Con qué pluma escribía? ¿En qué papel? ¿A qué horas? Supongo que entendía que esas dudas eran menos casuales de lo que aparentaban: lo recuerdo sonriendo complacido ante mi boca abierta cuando citó la carta que le escribió Camus, y un instante más tarde subrayando con mirada de pícaro que éste de novelista es el mejor oficio del mundo.

“¿Te gusta mucho el tenis? ¿Vas al torneo de Wimbledon?”, me disparó una vez, no bien me vio llegar a una cena directo de un partido de Roger Federer, cargado de papeles con cifras y estadísticas. Ya con el acicate en su lugar, cubierto de vergüenza narrativa, le respondí que nunca había estado en Wimbledon. Fue por eso que tres años más tarde, ya en Londres, a mitad del torneo, le llamé por teléfono. Tenía que decirle que mi presencia allí era en parte su responsabilidad, con suerte nos veríamos un rato, si él y Silvia estaban en la ciudad.

Cuando llegué a la cita, las nueve de la noche, Nadal jugaba el cuarto set contra Del Potro y Carlos Fuentes aguardaba ya frente una mesa del restaurante La Famiglia. “Silvia está en una entrevista con Antonio Skármeta, ya no tardan”, sonrió, alzó los hombros y llenó mi copa de vino. Venía del bar del hotel Mandarin Oriental, donde amén de probar “el mejor martini de la ciudad” le gustaba sentarse a observar a la concurrencia, aun si más de uno lo tomaba por loco (esto último lo decía divertido, como si confesara una fechoría).

No sabría contar de qué tanto hablaríamos, a lo largo de aquella espera insospechada, pero al cabo de un par de intensas horas tenía la sensación de haber contado mi vida entera y conocido tantos pequeños episodios de la suya que aquel narrador mítico a quien solía mirar en cuclillas me resultaba como nunca entrañable. Desde entonces hasta hoy lo miro siempre ahí, martini en mano, observando a hurtadillas en un bar londinense, con los ojos voraces de quien no se perdona una distracción y una sutil sonrisa socarrona. Es Carlos, mi maestro, ¿cómo iba a confundirlo?