jueves, enero 28, 2010

El balance de Obama-Pedro Ángel Palou (El Universal/Opinión-28/01/10)

Anoche todo Estados Unidos —y buena parte del mundo— detuvo la marcha para escuchar el primer State of the Union, el discurso ante el Congreso de los Estados Unidos cuya historia se remonta a George Washington.
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Muchos eran los retos que Obama debía cumplir en ese discurso, según los analistas y, más aún, según la gente. Los temas que debía cubrir, además, eran amplios: la economía, Afganistán e Irán, su política –demasiado a la izquierda, según los republicanos- en materia de salud y de trabajo. Se trata, es cierto, de un acto protocolario pero que cumple un profundo papel simbólico. Para mí el reto mayor, sin embargo, no estaba en el discurso, sino en la posibilidad de que Obama recuperara la confianza en un electorado y un enorme grupo de votantes independientes que se sienten frustrados o incluso traicionados un año después y que lo castigaron con la reciente votación en Massachusets. Lo importante era saber si esa confianza podía recuperarse porque el ciudadano crea que al día siguiente Obama iba a empezar a trabajar en los términos de lo hablado. Obama es un excelente orador, pero eso ya no es parte de la expectativa. La verdadera esperanza es que ordene la situación económica, recupere los trabajos perdidos y, curioso o no, que se vea como un líder fuerte frente a la guerra contra el terrorismo que, curiosamente él heredó pero es inevitablemente parte de su agenda.
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Muchos, pues, escuchamos con algo más que atención este primer Estado de la Unión que, curiosamente, es coyuntural (como todos los discursos). En la mañana del miércoles dijo algo interesante como prueba de lo que vendría: “Prefiero ser un buen presidente de un solo periodo que el mediocre presidente de dos periodos”.
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Ese hombre, aparentemente sereno pero prematuramente encanecido entró a un escenario que conoce –dos veces antes estuvo allí ante las dos cámaras- y calmó su nerviosismo saludando amable y lentamente mientras se conducía al podium entre los aplausos. Era una mezcla de Obama y del presidente de los Estados Unidos, si se me permite: de quien ha sido votado y de quien aún es candidato. Esa mezcla le otorga carisma. Su sonrisa lo vuelve humano.
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No es gratuito que hablara de historia, de los 220 años de la costumbre. De los presidentes hablando en medio de la paz y la tranquilidad, pero también en momentos de guerra y depresión. Esas dos palabras traen la historia al presente, a un presente difícil y parecido “de nuevo hemos sido probados y debemos responder”, dijo Obama para empezar a hablar de economía (¡Es la economía, estúpido, había dicho alguna vez Clinton!). Por eso la estadística: uno de cada diez americanos ha perdido el empleo. Y con ello han perdido por lo que ha trabajado duramente. Es algo que conozco, les dijo a quienes lo escuchaban, es por esa lucha que quise ser presidente: el cambio no ha venido rápido.
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La capacidad de empatía de Obama es una de sus marcas. Y ha trabajado ese elemento. Por eso debía defender el bipartisanismo que lo ha caracterizado, la unión que ha predicado. Muchos pensaban que iba a cambiar de táctica. No. Es el hombre que dijo que los estadounidenses quieren un gobierno decente. Y con decencia respondió a sus críticos, de dentro y fuera de su propio partido.
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Esa palabra decencia, la repitió tantas veces como fue necesario. Es la palabra que definirá su política y su papel en la historia. Por decencia, como dijo, aceptó ayudar a los bancos. No por gusto, pero gobierna con lo que es efectivo, no necesariamente lo popular. “Hemos recuperado lo invertido en los bancos y cobraremos una cuota especial a los bancos, una cuota que se devuelva a los contribuyentes”. Es algo que muchos norteamericanos querían escuchar. Por eso habló de inmediato sobre el hecho de cortar impuestos, algo que obviamente los republicanos no aceptaban. Se permitió incluso una y otra vez algo de humor. La base: “circulación” del capital, nada de izquierda.
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Por eso el llamado a una nueva ley sobre empleo, el tema central de 2010. Nada de populismo. Comercio, comercio, comercio.
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Estos datos no serían lo que fueron en el discurso sin los ejemplos con los que Obama salpicaba su retórica. (la solución, utilizar 30 billones del dinero los bancos para el estímulo a la pequeña y mediana empresa, un nuevo estímulo para la pequeña empresa que contrate y obviamente obra pública y estimular a las empresas que usen trabajadores norteamericanos, lo que incluso fue alabado por los republicanos que aplaudían). ¿El Recovery act será el New deal del siglo XXI?, me preguntaba mientras lo oía.
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La segunda parte del discurso era la de un ciudadano más. No esperar, cambiar al sistema, actuar ya. No esperar para no convertirse en segundo o tercer plato mientras otras economías no esperan. El argumento no podía ser más prístino y entendible para todo norteamericano. Reforma financiera, ya. Decencia frente a falta de escrúpulos. Si, reforma pero con innovación. Otra palabra mágica para Obama. Dinero para investigación en energía limpia: y creación de plantas nucleares. Desarrollo en gas y biocombustibles, todo esto ya estaba en su campaña. Y eso no hay que dejar de mencionarlo. Metido en plena crisis no pudo, dijo ahora, pero esta vez no dejará que pase el tiempo sin responder.
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En tercer lugar: exportación. Nuevos mercados agresivamente buscado. El new deal obamiano consiste en producir en Estados Unidos, no en el extranjero. Y para ello hay que invertir en educación, su cuarta prioridad. Obama habla ya de una verdadera reforma educativa inaplazable, revitalizar los comunity collages, la única esperanza de muchos estadounidenses para mejorar su vida y conseguir trabajo. En Estados Unidos nadie debe entrar en bancarrota por estudiar la universidad. Por cierto que cuando habló de tratados de libre comercio hablo de Asia, de Panamá, de Colombia, pero no mencionó a México en ningún momento.
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El siguiente momento del discurso era esencia: la clase media (recordemos que en Estados Unidos nadie se llama clase obrera o popular y que clase media es en realidad el término para la clase menos favorecida).
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Otra vez con humor: dejemos en claro algunas cosas. Y habló obviamente de la reforma de salud. Y habló mal, obviamente, de las aseguradoras. No podía no tomar el tema de reducir el déficit público para que no se distrajera su argumento (y agradeció a Michelle Obama, convirtiendo el tema en asunto familiar). El llamado al bipartisanismo que esa noche lanzó el presidente de la decencia no puede pasarse por alto.
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Y aquí, por razones de espacio me detengo. Me parece que no sólo fue claro, humilde, carismático. Mostró su liderazgo, su fuerza sin soberbia alguna pero puso el dedo en la llaga de lo que hará a partir de ahora, de lo que pedirá a partir de ahora. Y lo dijo claramente. No sólo es mi responsabilidad, el Congreso no puede eludir la suya. Nadie le gritó esta vez: You lie (Mentiste). Nadie podía actuar indecentemente frente a un presidente que ha madurado significativamente en su primer año de gobierno. No hablaré ahora del tema de la seguridad que tocó al final, porque no tengo espacio y porque sale de mi objetivo central (aunque el anuncio de que saldrán las tropas en agosto de 2010 de Iraq no deja de ser excepcional). Hablar de lo que podemos aprender de ciertos actos verdaderamente civiles, republicanos, decentes, en nuestra propia política mexicana que para todos los electores se ha vuelto, hay que decirlo, indecente.
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El presidente de la decencia por eso volvió a poner el énfasis en que sólo el bipartisanismo puede salvar y mover a un país (la democracia no es ponerse de acuerdo, es aprender a negociar), algo que en nuestro propio país, México, es crucial ya. No somos un país parlamentario, seguimos siendo un país presidencial, como los Estados Unidos, pero o nos ponemos de acuerdo en algunos mínimos comunes múltiplos o no creceremos. El ejemplo de Obama nos enseña que se puede gobernar sin herir a los partidos de oposición, aprendiendo a actuar con la oposición, sin ser rehenes, como él mismo dijo, de una situación de campaña permanente en la cual todos los días son días de elección.

martes, enero 26, 2010

Keith Waldrop (Milenio Diario/Opinión 26/01/10)

Como lo reconoce el poeta californiano Michael Palmer, Keith Waldrop es una presencia a la vez vital, imprescindible y semi-secreta en la poesía norteamericana en esta vuelta de siglo. Su trabajo como traductor (sobre todo de poetas franceses, tales como Anne-Marie Albiach, Claude Royet-Journoud, Dominique Fourcade, Jean Grosjean y Paol Keineg) y sus numerosos libros, entre ellos su reciente Estudios trascendentales. Una trilogía, el cual le valió el Premio Nacional en 2009, le han ganado un lugar único. De acuerdo con Waldrop, el collage es su mayor modo de composición. Es “una manera de explorar, no necesariamente la cosa que estoy destruyendo, sino la cosa que estoy tratando de construir a partir de las partes destruidas. Si hubiera un propósito final en lo que hago”, añade, “sería en el disfrute de la composición, una preocupación común tanto a la estética como a la lógica”.
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Publicado en 2004, El sujeto real. Preguntas y conjeturas acerca de Jacob Delafon. Con poemas de muestra no es una novela, pero tampoco es un poema aunque contiene versos y personajes. Van aquí las primeras inciertas páginas de este libro inédito en español.
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Hay poemas que necesitan,
por orquestación,
sólo el viento.
Leos Janacek
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Jacob Delafon lee: “Para tratar la fiebre, corte un escarabajo en dos. Ponga mitad de él en su brazo derecho y la otra mitad en el izquierdo”.
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Él se pregunta por todo esto.
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¿Qué, de hecho, es un escarabajo?—el término lo inquieta.
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Lo busca. Es un escarabajo “nocturno color café pálido que vuela con un fuerte zumbido”.
Todo esto es teórico. Jacob no tiene fiebre.
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Jacob Delafon lee en algún lado que toda la actividad humana avanza a lo largo de dos vectores opuestos: la fuerza centrífuga de la paranoia y la fuerza centrípeta de la histeria.
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Jacob Delafon ha leído acerca del debate entre doctores respecto a si las monjas o las prostitutas son más proclives a la histeria.
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Jacob Delafon localiza la palabra orthoepy, que significa la “correcta pronunciación de las palabras”. La palabra le parece a él impronunciable.
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Jacob Delafon, notando que Parsifal (como su primo Lancelot) es un descendiente de José de Alimatea quien, a su vez, es de la Casa de David —en resumen, que Parsifal es un judío— se pregunta si Wagner estaba al tanto de esto.
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RONRONEO
No te alarmes, yo
no podría estar contento con
lecciones morales y continua
repeticióncomo el sistema solar, yo
no podría sostener en alto mi cabeza,
hacerla
incesantemente
brillar
destinado a las grandes ceremonias,
yo
me consterné al verme a mí mismo
tan
delgado y tan
acabado
(usamos teoría
queriendo decir que es posible
escoger, v.g., por qué soy sólo de la
talla que soy)
un millón de millones, una
fresca y mortificante manera —la
que
gobierna
el movimiento
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Jacob Delafon lee En busca del tiempo perdido.
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En las últimas páginas del último volumen, se da cuenta de que El Pasado ha sido recuperado. El prolífico Mundo (i.e., La Novela) se ha reducido ahora a un solo Personaje.
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Este debe ser, Jacob considera, el mayor texto de la histeria.
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Jacob Delafon se sorprende al leer de los astrónomos antiguos que “desafiaron el tiempo”.
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Más tarde, se da cuenta que era una errata de deificaron.
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El tiempo es algo acerca de lo que Jacob Delafon preferiría no pensar. Pero en efecto le inquieta que mientras el tiempo parece —cambiante imagen de la eternidad—deslizarse alrededor de él en su camino hacia otros lados, al mismo tiempo (“Tiempo”, masculla, “aquí está otra vez”), parece completamente detenido, absolutamente estático, mientras él mismo se hunde, o es hundido, a través de él.
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Si lee que el tiempo inició sólo con la creación —desperdicio-o-vacío o big bang— se pregunta, ¿qué fue primero? y le apabulla cómo algunos suponen que tenemos un nuevo espacio completamente nuevo por cada marca de tiempo transcurrido.
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Le gustaría arrancarse del pasado. Si, es decir, pudiera posponer el futuro.
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Siente el presente como tiempo prestado, un crédito más allá de sus ingresos, una deuda que no tiene esperanza alguna de poder pagar.
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Pagaría lo que fuera para creer que el tiempo se contradice a sí mismo. Daría cualquier cosa por un milagro a tiempo.
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El anhela un intervalo.
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Sueña con un final del tiempo (pero piensa ¿y entonces qué?) y trata de creer, como se ha dicho, que cuando los cuerpos celestes dejen de rotar, entonces su alma dejará de anhelar.
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Jacob Delafon se topa con la noción de los agujeros negros. No le resulta fácil creer en algo tan singular.
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Monsieur Teste utiliza tres nombres de mascota para llamar a su esposa:
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Etre,
Chose,
Oasis.
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Jacob Delafon trata de crear nombres aptos para su novia, Jane Floodcab. Él considera:
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Ver.
Comer.
Coro.
S. O. S.
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Jacob Delafon tiene una pesadilla que se parte en fragmentos, cada fragmento una pesadilla por sí mismo, cada segmento todavía activo, escabulléndose a través de su atribulado sueño.
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Le dicen a Jacob Delafon que, después de morir, no sabremos nada pero que el dolor continuará. Él ve esto con injustificado optimismo.

lunes, enero 25, 2010

Los dos Méxicos-TRIBUNA: JORGE VOLPI (El País 26/01/10)

La democracia mexicana tenía uno de los regímenes laicos más sólidos del planeta. Ahora su derecha pretende devolverle a la Iglesia católica el papel de guardián de las conciencias y árbitro de los asuntos públicos
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Así como España parece no lograr sustraerse a la maldición de hallarse dividida en dos mitades, siempre enfrentadas entre sí -una simplificación burda pero no del todo errónea las identifica como comunistas y católicos-, el México de principios del siglo XXI se acerca peligrosamente a una partición semejante. No se trata de una guerra de ideologías, acaso porque éstas se deslavaron de manera tan drástica en la pasada centuria que ya nadie se atreve a esgrimirlas sin ruborizarse, sino de una confrontación moral, lo cual en nuestra época supone quizá la expresión última de la política.
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Desde la caída del muro de Berlín, las diferencias entre izquierda y derecha se han vuelto cada vez más tenues: las medidas económicas de uno y otro bando apenas se distinguen, e incluso sus políticas sociales han tendido a confundirse entre el populismo y el asistencialismo. Pero existe una drástica excepción: el resurgimiento de la defensa de la "moral pública" -especialmente sexual- en el seno de la derecha. Cuando Malraux afirmó que el siglo XXI sería religioso o no sería, podría haberse referido a esta mutación en el discurso político contemporáneo. Mientras el siglo pasado fue esencialmente laico -o, para decirlo de otro modo, fue la época de mayor retroceso de las iglesias en la historia-, nuestra era posee una honda impronta religiosa: sea el islamismo en Asia y África, el fundamentalismo cristiano en Estados Unidos o la renovada fortaleza de la Iglesia católica en Europa meridional y América Latina, sus obsesiones no sólo han seducido a numerosos grupos de poder, sino que han llegado a convertirse en uno de los centros de la discusión pública.
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Que incluso en Francia, la nación laica por antonomasia, la derecha populista de Nicolas Sarkozy esté intentando darle la vuelta a su propia tradición, resulta por demás preocupante. El llamado "laicismo positivo" no sería, en este caso, más que el escudo para permitir la expansión religiosa; la idea de promover desde el Estado "a todas las religiones" traiciona el verdadero espíritu de la laicidad, cuya vocación es separar por completo a las iglesias -cualesquiera que éstas sean- del Estado, no el de convertir a este último en un promotor de todas ellas en circunstancias de supuesta igualdad.
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Desde mediados del siglo XIX, México se había caracterizado por poseer uno de los regímenes laicos más sólidos del planeta: las Leyes de Reforma separaron al Estado de la Iglesia y confinaron a esta última a la esfera privada de los ciudadanos. Sin duda se les puede achacar una infinita cantidad de defectos a los Gobiernos mexicanos que se sucedieron desde entonces, pero el laicismo es uno de sus pocos logros inequívocos, pues permitió el desarrollo de una sociedad más abierta y menos dependiente de los chantajes ultraterrenos. Pero en 1992, en un intento por conseguir nuevas alianzas, el presidente Carlos Salinas de Gortari decidió reestablecer las relaciones entre México y el Vaticano y, desde ese momento, la Iglesia católica se apresuró a retomar su papel de guardián de las conciencias y comenzó a opinar de manera cada vez más enfática sobre asuntos de interés público.
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El triunfo del Partido Acción Nacional en el 2000 ensanchó aún más su campo de acción. Si bien su fundador, Manuel Gómez Morín, era un católico liberal que confiaba en el Estado laico, el PAN no tardó en volverse un refugio para grupos profundamente conservadores (como ocurre con el PP en España), cercanos a las posiciones más intransigentes de la Iglesia. Ello ha permitido que, si bien a nivel federal el partido mantiene una estrategia más o menos moderada, en muchos Estados el PAN permanece bajo el control de católicos radicales, los cuales no han dudado en impulsar la agenda de la Iglesia en sus gobiernos y congresos.
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Así, mientras la ciudad de México, gobernada por la izquierda de manera ininterrumpida desde 1993, se ha convertido en uno de los mayores bastiones de libertad moral y sexual del planeta -recientemente se aprobó una ley de plazos para el aborto y el matrimonio homosexual con posibilidad de adopción-, en el resto del país, el PAN, aliado de manera escandalosa con el PRI -cuya principal dirigente se precia en público de ser feminista y en privado de apoyar al movimiento gay-, se ha dedicado a aprobar normas que no sólo retroceden frente a legislaciones anteriores, sino que llegan a penalizar de las maneras más severas a las mujeres que abortan, incluso en caso de violación, sólo porque así lo exige la Iglesia. Y, por supuesto, han impedido que el tema del matrimonio homosexual siquiera llegue a tocarse como una posibilidad cercana.
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Como muchas sociedades de origen católico, México en su conjunto sigue siendo una sociedad machista y homófoba, pero en la cual el respeto a las decisiones individuales ha comenzado a ganar cada vez más peso. El reciente caso de un comentarista de televisión que se atrevió a calificar la homosexualidad como una patología dejó entrever algunos de nuestros prejuicios más arraigados: la polémica posterior no sólo dejó en evidencia la intolerancia de los sectores conservadores del país, sino que también dio lugar a las biliosas respuestas de grupos supuestamente progresistas que en ningún momento se detuvieron a defender, como otro valor fundamental de la democracia, la libertad de expresión. Aun así, no hay que soslayar todos los avances: como señaló una encuesta reciente, puede ser que, preguntados de manera expresa, muchos mexicanos se opongan al matrimonio gay; pero, si se les pregunta sobre la discriminación, una amplia mayoría privilegia la libertad individual por encima de cualquier otra consideración.
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Aunque no queramos verlo, ésta es la verdadera guerra que se libra en México: la de quienes se empeñan en limitar la libertad individual -los sectores radicales del PAN, la Iglesia católica y sus aliados-, y quienes, desde la izquierda o la derecha, intentan establecer políticas públicas auténticamente liberales con el fin de protegerla. México se fractura, pues, en dos mitades: de un lado la capital que, más allá de la larga cadena de errores de la izquierda mexicana, se convierte en ejemplo para el mundo, y del otro cada vez más Estados de la República donde se aprueban reformas que, en aras de proteger la vida desde el momento de la concepción, penalizan a las mujeres y discriminan a los homosexuales.
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En México, la democracia ha sufrido un vertiginoso desgaste desde el año 2000, y una de sus consecuencias ha sido ver en nuestra nueva pluralidad un terreno fértil para la reaparición pública de la Iglesia. En una sociedad moderna cualquiera puede expresar sus opiniones -qué duda cabe-, pero ello no implica socavar el laicismo ni abrir debates públicos sobre temas como la libertad individual o los derechos humanos, como llegó a sugerir la dirigente del PAN en el DF.
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Una democracia funcional no implica que todos los asuntos deban resolverse a través de consultas o referéndums -o, en el otro extremo, de marchas y manifestaciones en un sentido o en otro-: estos instrumentos de la democracia directa a veces resultan terriblemente destructivos para la propia democracia, como se ha podido comprobar en Venezuela y otras partes. La libertad individual no puede estar sujeta a debate: el Estado ha de garantizar y proteger los derechos de las mujeres y de las minorías -en este caso, de las minorías sexuales-, lejos de cualquier debate populista. Y debe confinar la discusión a términos científicos y sociales, ajenos ya no a la fe -Cristo jamás dio instrucciones sobre el aborto o el matrimonio homosexual-, sino a la manía secular de una institución, la Iglesia católica, por regir la vida sexual de todas las personas, incluso de aquellas que no comulgan con sus creencias.
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Jorge Volpi es escritor mexicano.

El gallo desobediente (Milenio Diario/Opinión 25/01/10)

Camelia nunca existió
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Hay palabras que al paso de los años van invitando a cierta ternura. Si antes intimidaron a quien pudieron, el tiempo les ha ido creando grietas que al cabo terminaron por su recortar su alcance y entrecomillar su poder. Censura es una de esas palabras. A estas alturas del destape planetario, sólo una tiranía se empeña en imponerla, pero hay tal cantidad de rendijas abiertas y por abrir que vale preguntarse en qué momento la maquinaria empezará a soltar tiros por la culata. ¿Quién va a censurar nada, con internet ahí, sin arriesgarse a que sólo por eso la información temida se multiplique a estándares virales? No deja de hacer gracia que aún quede quien suponga beneficioso castigar con el peso de una ley pueblerina a los autores de esas canciones épicas que narran las historias de famosos traficantes. Vamos, de ahí a pedir una investigación sobre el asesinato de Emilio Varela, no debe ya de haber tanta distancia. Valdría preguntarse si no una ley así terminaría por estimular el feliz desarrollo del género. ¿Quién, que fuese un bandido de renombre, no soñaría con pagarse su propio corrido clandestino? ¿Qué fiesta de malandros no alcanzaría el rango de fiestón apenas resonaran los acordes de la primera épica maldita? ¿Habría retenes para checar los iPods, o traerían bluetooth en las patrullas?
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Con la lógica de los narcocensores, habría que proscribir unas cuantas novelas de Elmer Mendoza, y ya entrados en gastos meter tijera en todo lo relativo al tema. Prensa, televisión, ficción y no-ficción. Pues lo cierto es que traficar narcóticos es un negocio fuera de lo común, y eso basta para que sobren los intrépidos hambreados dispuestos a jugarse pellejo y destino con tal de verse ricos y respetables. Suponen los censores que los niños que crecen rodeados de viciosos y proveedores nunca van a enterarse del negociazo que es comerciar con ciertas golosinas ilegales, si ellos logran sacar el tema de la agenda, como se extirpa un órgano podrido.
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Empecemos por Hollywood
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Dicen los enemigos de los “narcocorridos” —expresión redundante y cacofónica que ignora los poderes narcóticos del alcohol— que éstos ensalzan y hacen admirable la figura del narcotraficante. Puede ser, pero insisto en dudar que siquiera la ausencia de trovas alusivas haría un pelo menos tentador el negocio para quien no concibe otro camino a las riquezas propias y el respeto ajeno, ni está dispuesto a resignarse a menos. Un negocio nocivo e ilegal con semejante margen de utilidad tendría que estar proscrito del planeta, por respeto a su propia supervivencia. ¿Creen tal vez los censores que la riqueza fácil es discreta? ¿Y si el crimen mayor fuese la hipocresía de seguir condenando lo que no existe forma de exterminar por las vías legales, como no sea sacándolo del código penal? ¿Sirven las prohibiciones y condenas para desanimar a los futuros traficantes, allí donde ya el hambre desactivó la alarma del escrúpulo?
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Quien haya frecuentado en los años recientes las ficciones seriales de cadenas como Showtime, Cinemax y HBO difícilmente se escandalizará de asistir a escenas cotidianas donde la marihuana es consumida por mayores y menores de edad, en circunstancias por lo común impunes. Y ojo, amigos censores, no hablamos aquí de épica ni de superhéroes, sino de amas de casa que cualquier día se pachequean en compañía de la vecina, el hermano o la hija adolescente, como si cualquier cosa. Escenas cotidianas, donde la yerba ocupa el lugar antaño reservado a la cerveza, sin que nada parezca fuera de lugar. Ahora imaginemos el escándalo que se armaría de Hollywood a Washington ante la posibilidad de pasarse a cuchillo la famosa Primera Enmienda de su Constitución. ¿Hay siquiera la posibilidad de censurar corridos entre los mexicanos que viven de aquel lado, o acá somos salvajes y precisamos leyes irrespetuosas? ¿Será por esta suerte de destino selvático que encontramos normal la detención de un grupo de músicos por el delito de amenizar una fiesta de narcotraficantes? ¿Y qué esperaba el H. Ministerio Público? ¿Que dijeran que no y se atuvieran a las consecuencias? ¿“Sáquense, pinches narcos corruptores”? ¿Qué ley le impide a nadie cantarle a un delincuente quién sabe si presunto?
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El síntoma no es el mal
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No sabría calcular la cantidad de canciones dedicadas al consumo de alcohol que he cantado, a menudo en estado de exaltación etílica. Mentiría, sin embargo, si le echara la culpa de mis francachelas al ingenio de José Alfredo Jiménez. Fue bueno, al fin, que el disco de Chavela Vargas estuviera aquel día donde tenía que estar para hacernos llorar como huérfanos frescos, y más tarde reírnos como herederos súbitos, como bueno es toparse a medianoche con la voz de Aretha Franklin contando la odisea sentimental de una mujer abrazada al recuerdo en la forma de una botella de Seagram’s. ¿Significa eso que cada vez que escucho canciones semejantes necesito empinarme una botella? Sería tanto como dar por hecho que el gozo de escuchar a Billie Holiday induce al arponazo a los golosos. Hasta donde recuerdo, aquel verso torcido del Tenorio —tan popular en la temprana adolescencia, donde Don Juan mentaba cierta mantequilla para feliz bochorno de Doña Inés— no era tan popular por su legalidad. Uno por esas épocas apuntaba los versitos pelados con la única intención de memorizarlos, y acto seguido destrozaba el papel, ya de por sí canjeable por un viaje sencillo hacia el carajo. ¿O creerán los censores que el corrido es la droga, igual que el mensajero el criminal y el dictador el pueblo?
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Entre ternura y lástima provoca hoy día el intento de evitar que la gente cuente lo que ve. ¿Tengo acaso la culpa de lo que ocurre frente a mi ventana? ¿Soy testigo imputable si abro la boca, o canto, o escribo una historia? ¿Y no son, a todo esto, los delincuentes quienes cobran factura al indiscreto? El que canta, ¿no es cierto? Lejos de ser capaz de calcular el monto del negocio, me pregunto qué pasaría con tantos narcocorridossi éste un día dejara de existir y lo que hoy es delito pagara sus impuestos. Es decir, que será del estornudo una vez que se acabe el catarro.

domingo, enero 24, 2010

De lesbianas póstumas y escaneos CAT-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 24/01/10)

Es una suerte que hable yo inglés. Y no porque sea, como dicen, “la lengua de los negocios” (lo es, pero eso es cosa que me tiene sin cuidado, ya sólo porque me he descubierto un pésimo hombre de negocios) o siquiera porque se trate de un idioma hermoso, en el que se han producido grandes obras literarias (también lo es, y celebro haber podido leer a tantos anglófonos, de Shakespeare a Philip Roth, en su idioma original; también, sin embargo, he disfrutado a Dostoievski, a Goethe y a Dante, a pesar de que no domino sus respectivas lenguas). Lo que me hace, entonces, celebrar mi conocimiento del idioma inglés es algo mucho más sencillo: me permite comprender las películas en esa lengua que pasan por televisión (es decir la mayoría). Visto el estado que guarda el arte del subtitulaje en nuestro país, no es ése un privilegio menor.
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Me explico. Uno de mis canales favoritos es ése que antes solía llevar por nombre Cinecanal Classics y que hoy –a saber por qué– se llama Citystars, ya sólo porque me confieso devoto del cine clásico hollywoodense, que constituye la totalidad de la oferta programática de dicha señal. Hace unos meses, el todavía Cinecanal Classics dio una buena noche The Sun Also Rises, adaptación filmada por Henry King en 1957 de la novela de Ernest Hemingway que, en traducción española, conocemos como Fiesta. Hemingway no es uno de mis escritores favoritos pero he aquí que, de todas sus novelas, la que prefiero es justamente ésta. Como director, King tampoco es uno de mis preferidos pero, a decir verdad, tenía curiosidad por ver qué tal la pegaba Tyrone Power de Jake Barnes, el periodista expatriado al que la guerra ha dejado impotente en todo sentido, y sobre todo a la entonces bellísima Ava Gardner encarnar a Brett Ashley, mitad femme fatale, mitad trágica.
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Para la película, el guionista se inventa un diálogo entre Jake y Brett que no existe en la novela, acaso en aras de subrayar cómo la guerra ha marcado también al personaje femenino. Así, en una secuencia, Power espeta a una Gardner gloriosamente triste un “You used to be gay before” que, de acuerdo a la primera acepción de la palabra gay –la única conocida entonces y la única utilizable en el cine censurado de los años 50–, no puede querer decir sino “Antes eras alegre”. ¿Cómo lo pone el subtitulaje? “Antes eras gay”. Con lo que la heroína de Hemingway adquiere de súbito –sin deberla ni temerla– un pasado lésbico, que la transforma de mujer heterosexual que se debate entre la emancipación y los atavismos de género en machorra reprimida.
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Recordé el dislate hace un par de noches que veía, por Universal Channel, un capítulo de House, esa serie que trata de médicos y, primus inter pares, de uno neurótico pero genial. Yo no estudié medicina pero, nomás por haber sido paciente suficientes veces (no más que cualquier otro), sé que la prueba que mide la acción de las plaquetas se llama tiempo de coagulación y no tiempo de sangrado (traducción literal de bleeding time) y que no existe en español un estudio llamado “escaneo CAT” pero sí uno que responde al nombre de tomografía (o, si se quiere ser preciso y pomposo, tomografía axial computarizada, que eso quieren decir las siglas CAT: computed axial tomography).
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¿Mis deseos para los subtituladores chambones? Un tiempo de sangrado eterno, que los escanee un gato negro y que, una vez muertos, los difamen a propósito de su preferencia sexual. Es lo menos que merecen.