sábado, agosto 07, 2010

Sección Grandes Pensamientos - Nicolás Alvarado

Sección Grandes Pensamientos - Christofer Dominguez

Sección Grandes Pensamientos - Jorge Volpi 2

Sección Grandes Pensamientos - Jorge Volpi

La Generación del crack (4)-Ignacio Padilla.

La Generación del crack (3)-Ignacio Padilla.

La Generación del crack (2)-Ignacio Padilla.

La Generación del crack-Ignacio Padilla.

Entre líneas/El androide y las quimeras - Ignacio Padilla

Colección Sergio Pitol Editor Parte.2

Colección Sergio Pitol Traductor Parte.1

Blanco, blanco, blanco (abarata la vida)-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 06/08/10)

Es menester comenzar por un recado para el editor de mi próximo libro: en tres semanas tomaré mujer y automóvil, shorts y alpargatas, computadora y libros, y me lanzaré a una playa, donde dedicaré 15 días a la redacción intensiva de lo que me falta del manuscrito, interrumpida sólo -y eso de manera esporádica, lo prometo- para dar un par de brazadas en la alberca y un par de abrazadas (que buena falta nos hacen) a mi esposa. Cuento regresar del retiro como caminito de la escuela -con el libro bajo el brazo- y saldar por fin el compromiso contraído hace tres años y tantas veces postergado. Seré un buen chico y terminaré el libro. Seré un buen chico y terminaré el libro. Seré seré seré seré un un un un buen buen buen buen chico chico chico chico y completaré las planas de escritura, aun si para ello deba valerme de trampas, como cuando mi abuela, en la infancia, me imponía correctivos caligráficos y yo, para acabar más pronto con el castigo, prefería escribir cada palabra por columna en vez de cada frase por renglón.
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Se preguntará a estas alturas el lector por qué recurro a este medio (lo que no deja de ser exhibicionista: todo escritor lo es) para hacer acto de contrición ante mi editor. Me explicaré: el dicho editor es, además, columnista de este periódico y, por tanto -sospecho-, lector de él. Y he aquí que estoy por hacer una confesión que ninguna gracia le hará: sin terminar el que le debo, he comenzado otro proyecto de escritura.
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Un amigo y yo hemos decidido ponernos a escribir un guión de cine, con la intención de que él lo dirija. Creo que será un buen guión y después una buena película pero, mientras tanto, es sobre todo una espléndida manera de pasar esas tardes de jueves en que mi mujer me abandona para refugiarse en brazos de su amante, el yoga (tan flexible y tan ágil, tan espiritual y tan new age). Así, desde hace unas semanas, mi amigo y yo tenemos una cita hebdomadaria que nos permite compartir las cosas que a los hombres suele gustarnos compartir. Bebemos whisky. Hablamos de emociones pero rara vez de las propias (y es que las de nuestros personajes no nos amenazan). Celebramos torneos de falsa erudición (la cinta será de ambiente histórico). Y a veces, como hace dos semanas, vemos una película.
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La cinta fue Charada, thriller de 1963 con una Audrey Hepburn esplendorosa y un Cary Grant envidiable. Tan envidiable, de hecho, que mi amigo y yo puntuamos varias veces los diálogos con lamentos por no parecernos más a él. “Todo mundo quiere ser Cary Grant. Incluso yo querría ser Cary Grant” dicen que dijo una vez… el propio Cary Grant. Tenía razón. Anhelamos para nosotros su elegancia y su bonhomía, su arrojo galante y su irritabilidad altanera, sus trajes de franela gris y su estatuto de objeto de los lances lascivos de Grace Kelly o de Eva Marie Saint. Queda, sin embargo, una pregunta: ¿queremos sus canas?
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“Aquí ya era bastante viejo, ¿no?”, inquirió mi amigo, y tuve que corregirlo: el Cary Grant de 59 años que filmara Charada tenía todavía 24 por vivir. No era todavía el Santa Claus de lentes gruesos y cabellera blanca que devendría, sino un galán otoñal con la cabeza salpimentada. ¿Qué Cary Grant es mejor?, me pregunté mientras caminaba rumbo a casa: ¿éste o el de jovial pelo renegrido de sus primeras cintas? Éste, me respondí sin ambages, antes de formularme una nueva pregunta: ¿por qué me entristecen entonces los inicios de mi propio encanecimiento?
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Cierto: la luz del espejo de mi baño es particularmente cruel -soy miope, por lo que así la preciso- y nadie más que yo nota todavía que las nieves del tiempo han comenzado a platear mi sien. “Es normal”, me dijo mi madre, Mrs. Clairol: “yo también empecé a encanecer a los 35”. Y la verdad es que el espejo me dice que un poco de blanco en la cabeza me sienta bien. ¿Por qué me inquieta entonces la perdida de pigmento capilar? Lo ignoro pero acaso pueda encontrar la respuesta en la lectura oblicua que de la literatura publicitaria hago a últimas fechas sin proponérmelo: “Lacia aun con humedad” leí hace poco en un folleto promocional y no pensé en una plancha para el pelo -que resultó ser lo que anunciaba- sino en mi mujer, siempre tan sexy pero de un tiempo a ahora un pelín fatigada. Más o menos por las mismas fechas empecé a canturrear de manera obsesiva cada vez que me rasuro un viejo jingle publicitario: “Blanco, blanco, blanco abarata la vida”.
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Y es que -¡ay!- así es.

martes, agosto 03, 2010

Era / Era (Diario Milenio/Opinión 03/08/10)

Fueron viajes sobre todo. Ese constante moverse o huir. Una larga carretera que, en aquel entonces, parecía no tener fin. No lo tenía.
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Era otra era.
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El contexto: el país, que en definitiva era otro, entraba en los años dorados del así llamado Milagro Mexicano y, mi familia, que se había asentado hacia cuartos de siglo en la esquina más noreste del rumbo, pudo dejar atrás su pasado bucólico, su pasado de agricultores rodeados de capullos de algodón y, luego, de sorgo, para emprender ese viaje hacia la ciudad y la universidad y los libros y, en consecuencia, hacia los otros muchos viajes de ida y de regreso.
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De eso se hace la infancia a veces: viajes de ida y viajes de vuelta. Una ventanilla. La mirada, inquieta.
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Por eso, si me lo preguntas así, tan directamente, te tendría que decir que los sesenta son poco más o menos ese oscilar. Un cochecito loco que parte. Una máquina de tiempo. Una máquina de palabras.
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Porque viajar, bien lo sabes, viajar puede significar cualquier cosa. Algunos viajan sin haber salido nunca. Algunos viajan y en realidad no salen nunca. Otros viajan sin notarlo siquiera. A últimas fechas viajo, por ejemplo, a qué más decirlo, aprisa, usualmente trabajando. Un libro en las manos, por ejemplo. La computadora abierta. El iPhone. Pero antes, en esos viajes de los sesenta, la cosa era distinta. Viajar era, en realidad, irse. Desaparecer. Ya no estoy aquí.
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Todo empezaba así: se checaban las llantas, el aceite, la posición de los espejos. Se lavaba el coche. Mi madre preparaba alimentos sanos —sándwiches con pan de centeno, agua fresca, alguna botella de vino— y los colocaba en una hielera. Ahí, cerca, iban los manteles, las servilletas. Cada quien ocupaba su lugar. Ah, el aroma de la gasolina. El ronroneo del motor. La carretera, abierta.
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Era otra era.
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Habría que señalar que, en las fotos de esa era, todas ellas teñidas de esos tonos pastel que tan bien distinguen los productos Kodak de entonces, el hombre y la mujer que eran mis padres aparecen, sobre todo, como un hombre y una mujer. Un cigarrillo en la boca: ella. Una pipa: él. A veces los dos juntos, en alguna fiesta. A veces con la tía aquella que acababa de regresar de la China y traía noticias de Fidel. A veces con el hawaiano que, a través de matrimonio, se convirtió en tío y trajo noticias de otros imperios. El pelo largo. Las camisas de flores. A veces con el gringo ése que era hippie y, además, mi tío que, siendo blanco, se volvió chicano y disparó, según consta o constaba en expedientes de la FBI, contra un ataque del KKK. Muchas veces en la playa, ahora que lo recuerdo. O en las orillas de los ríos. Un hombre. Una mujer. La pregunta en los ojos siempre: ¿Dónde está el otro lugar?
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Así nos volvimos nómadas.
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Mirar por una ventanilla siempre tiene consecuencias: uno sabe, sin lugar a dudas, que el paisaje se va. Nada es sólido. Nada permanente. No hay contexto. Lo que se queda atrás, con el paso del tiempo, queda, incluso, más atrás. No vale la pena ver por el espejo retrovisor. Ni alargar el brazo. Ni llorar. Todo se escapa.
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Mirar por una ventanilla es desear. Y desear es morderse los labios. Cerrar los ojos. Abrirlos otra vez. En lugar de. La escritura llegó así: en lugar de quedarse, en lugar de amarrarse, en lugar de vivir.
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Era otra era.
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Algunos tenían televisión y la veían. Algunos leían cómics. Algunos coleccionaban huesos o tortugas o muñecos. Los nómadas, por su parte, no podían hacer nada de eso. Las reglas siguen siendo básicas y simples: hay que viajar con equipaje ligero. Hay que elegir bien cada objeto. Entre menos, mejor. Entre menos te ate al mundo que dejas atrás, mejor. Entre menos pese. De ahí el cuaderno de notas. De ahí la imaginación.
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Los zapatos de gamusa.
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La terlenka.
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Los cuadernos Scribe forma francesa, cuadro chico, sin espiral.
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Los lápices mirado, número dos.
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Los incaíbles.
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El azul celeste kodak.
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Los signos de amor y paz.
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Los cinturones anchos.
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Los mosaicos de un verde de mayólica.
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El hormiguero en el patio de atrás de la escuela primaria.
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Los guajolotes salvajes.
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Las maestras en minifalda.
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La barba (de los hombres).
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El largo cabello lacio (de las mujeres).
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Los cigarrillos.
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Las pipas.
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Las ondas de la radio.
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Los suplementos dominicales.
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El príncipe valiente.
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El béisbol.
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La libertad.
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Partíamos, eso es cierto. Partíamos sin despedirnos siquiera. No había cartas que nos conectaran al pasado y apenas algunos tenían número de teléfono. Tabula rasa. Había que reinventarse entonces. Elegir los recuerdos. Había que empezar a formar las frases con las que todo empezaría a acomodarse otra vez, en paz.
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Y los bárbaros se quedaron a cenar.

lunes, agosto 02, 2010

Buen provecho, compañero (Diario Milenio/Opinión 02/08/10)

Hambre de mortaja
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La conocemos bien, pero igual nos perturba y la evitamos. Da pésimos consejos, que en un tris se transmutan en mandatos. No todo el mundo entiende sus motivos y hay quienes abominan de sus recursos, pero una vez que existe no puede subsistir sin manifestarse. Está lejos de ser una virtud, aunque no de poseer ciertas virtudes, como las cardinales, y hacerse de repente compatible con las teologales. No es extraño, por tanto, que sea dada al chantaje y la exageración, cuando no a la arbitrariedad y el abuso, pero a ver quién se atreve a condenar un rasgo de carácter del que nadie está a salvo. Para ser en esencia un defecto, y en general una debilidad, goza por lo común de buena prensa y cierta simpatía con tendencias virales. ¿Quién no entiende un poquito a quien hizo lo que hizo, por terrible que fuera, si se entera que lo hizo por desesperación? ¿Quién va a negarle al demente suicida que se prende fuego en una plaza pública ese santo atenuante, la desesperación? ¿No bastaba la condición de “desesperado” —desperado, según el barbarismo del Far West— para dar a entender que el aludido podía ser capaz de cualquier cosa?
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Quienes en su momento nos carcajeamos de la famosa huelga de hambre del ex presidente Salinas, podíamos creer cualquier cosa menos que tal fuese una auténtica muestra de desesperación. Pues el poder, y aun su sombra o su recuerdo, suele tener vías más expeditas, cuando no escalofriantes, para dar libre cauce a su desesperación. ¿Cómo creer que un hombre de tal manera rico en recursos, que en su momento se había ufanado de no ver ni escuchar a sus detractores y del cual se contaban infinitas leyendas siniestras, iba a apelar al más desesperado de ellos? Antes muerto que continuar así, reza el mensaje tácito del genuino ayunante. De lo cual se desprende que está desesperado y no ve más salida que sacrificarse; incluso hasta la muerte, si fuese necesario. Y uno, que es malicioso, mal puede imaginar cómo es un poderoso muerto de hambre.
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Compañero ejecutor
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Desde la perspectiva de un ayunante preso, casi cualquiera es más poderoso que él, y eso incluye a las ratas y cucarachas presentes. De poder elegir, seguramente protestaría de otra forma, pero el hecho es que ayuna porque no queda otra. Pide ya solamente una de dos: que lo escuchen o acaben de matarlo. Nada que no esté fresco en la memoria tras la muerte de Orlando Zapata Tamayo, luego de una agonía que dejó pocas dudas sobre el tamaño de su desesperación. Se supo entonces de otros desesperados, que para ser oídos en la mazmorra inmunda donde sobreviven tienen que hallar la forma de automutilarse, si solamente infecto o agonizante se sale —así sea camino del quirófano— de un olvidado infierno donde ayunar es poco menos que negarse a comer mierda. En sus confines últimos, la desesperación se parece al cansancio existencial, y su rebeldía íntima consiste en elegir la forma de morirse. Que es como cayó Orlando: con el dedo apuntando hacia el matón.
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Plantarse en huelga de hambre contra una satrapía que otorga a sus secuaces, lacayos y vasallos el entrañable rango de compañeros y niega a los demás el de personas, significa además ser objeto de toda suerte de injurias y calumnias por parte de los fieles al compañerato, del vecino al colega, del columnista al comunicador, del juez al celador, del cocinero al médico. Condenarse a vivir, literalmente, cagado y con el agua lejos. Aunque nunca tan lejos como la familia, pues ya los compañeros han dispuesto que el despreciable gusano en cuestión se pudra en un ergástulo tan distante que su familia sólo pueda visitarlo un par de veces al año. Difícilmente habrá ladrón, asesino o violador que reciba el maltrato del preso de conciencia y sea tantas veces alertado sobre su estatus de delincuente común, amén de numerosos intangibles que hacen de él una suerte de intocable. La mierda de la mierda, dicen los compañeros a todo aquel que quiera o pueda oírlos. De modo que el que amaga con quitarse la vida porque es la última ficha que le queda.
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De dietas y apetitos
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En el México actual, las huelgas de hambre ya no son las mismas, desde que los asiduos al Zócalo capitalino pudieron conocer a los protagonistas de una huelga light. Todos, por cierto, al mando de un hombre rico y poderoso que tiene las mejores relaciones con los compañeratos del continente. Más que una huelga, los médicos hablaron de una suerte de dieta rigurosa, para vergüenza de tantos gorditos que de hoy en adelante lo serán solamente por falta de una causa o una fe. Suena un tanto esotérica la idea de resistirse a la extinción de una compañía que decía proveernos de luz y fuerza, pero como sucede con ciertas compañías, pesa más el recuerdo viejo de sus mezquindades, por no hablar de recientes vandalismos y dietas chantajistas con cargo a la conciencia nacional.
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¿Qué pensaría Mahatma, por citar a otro ilustre ayunante, si viviera para enterarse que sus émulos light combinan la extorsión oscurantista con una larga lista de agresiones, insultos y calumnias? No he olvidado a aquel compañero de escuela que se tomó una foto para su novia con un cuchillo en la mano derecha y la muñeca izquierda chorreando salsa catsup, más la leyenda impresa al reverso: “Mira lo que hago por ti”. Ahora bien, el gaznápiro tenía quince años. La edad en que la desesperación conduce a concebir recursos tan extremos e ineficaces como el suicidio light. Una vez descubierto, el nihilista ligero se defendió apelando ya no a su desesperación, como a su inexperiencia. El cubano Guillermo Fariñas, a quien los poderosos compañeros habrían enchiquerado antes que permitirle promover su huelga de hambre diez minutos en una plaza pública, tiene tanta experiencia en esto del ayuno que su caso ha acabado por ridiculizar a nuestros huelguistas light, cuyos jefes, por cierto, no parecen estar dispuestos a vivir sin ciertas propiedades y fortunas que bien valen la gesta de cuidar la figura desesperadamente. Pues al fin una cosa es hacer dieta y otra, muy diferente, perder los apetitos.