martes, noviembre 01, 2011

Lejos de las cabeceras (Diario Milenio/Opinión 01/11/11)

En alguna de las páginas de la primera parte de la nueva novela de Michael Ondaatje es posible leer lo siguiente: “Lo interesante ocurre casi siempre en secreto, en los lugares donde no hay poder. Nada de mucho valor pasa en la cabecera de la mesa, organizada usualmente de acuerdo a una retórica familiar. Los que ya tienen poder tienen que continuar deslizándose en una ruta conocida que han hecho para sí mismos”. Es así como nos queda claro que la mesa, y las posiciones en que distribuyen los comensales alrededor de la mesa, corresponden en mucho a las relaciones tensas y vivas que animan los vínculos humanos más diversos. La mesa del gato, que éste sería la traducción literal al español de The Cat’s Table, el título de esta novela, adquiere un poco más de sentido si recordamos que con esta frase se designa a la mesa que queda, en la estricta jerarquía social de un barco, justo en el extremo opuesto de la mesa del capitán. A la mesa del gato van a parar los vagabundos, los pobres, los sospechosos, los irregulares, los amantes de los libros, los huérfanos, los solos, ese tipo de “extraños” que, al decir del narrador, siempre tendrán la capacidad de “alterar su vida”. La frase es mucho mejor completa: “Siempre serían ese tipo de extraños, en las varias mesas de gato de mi vida, los que terminarían alterándome”.

Y alterar, en este texto, no es un verbo menor. En una larga carta que nunca llega al remitente deseado, una vieja escritora rememora una primera relación sexual y amorosa utilizando precisamente ese verbo: “Pensé que me amaba porque me estaba alterando”. Así mismo, el narrador, preguntándose años después sobre la importancia que una larga travesía en barco pudo haber tenido para una prima, dice: “¿Se había convertido en una adulta debido a lo que había pasado en ese viaje? No lo sabía. Nunca sabría cuanto la habría alterado a ella”. En un tono más benigno, pero igualmente revelador, otro personaje reflexiona sobre la huella de ciertas cicatrices en el cuerpo y en la vida: “[e]l corte en la carne. ¿Lo ves? Uno se sobrepone con el tiempo. Uno aprende a alterar su vida”.

Del latín alterare, de alter, otro, dice el diccionario de la Real Academia, señalando lo que parece interesarle a Ondaajte de este verbo. El cambio de la esencia o forma de algo, sí, pero siempre en relación a la huella del otro. Perturbar, trastornar, inquietar, sí, pero junto a o a causa de otro. Enojar o excitar. Estropear, dañar y descomponer también, y también con otros.  Si alguien me preguntara de qué se trata esta novela, tendría que decir lo que acabo de anotar en estos tres párrafos: de los cambios relacionales que experimenta un grupo de tres niños en un viaje en barco que va de Sri Lanka a Londres. De la manera en que los extraños que convergen en la mesa de los desheredados alteran las vidas de los unos y de los otros en 21 días sobre el mar. De las experiencias, casi todas ellas ilegales (“cada día teníamos que hacer al menos algo prohibido”) o ilegibles (“¿Fui testigo de algo que pasaba bajo la superficie de los acontecimientos de esa noche?”), que viven tres niños en un viaje de 21 días en barco, del que saldrán convertidos, a sabiendas de sí mismos o no, en los adultos que serán. De la manera en que uno de ellos al menos, el de nombre compartido con el autor de la novela, los recuerda y los busca o se deja encontrar por ellos a lo largo de los años (“¿Y por cuánto tiempo significaríamos algo para los otros?”). De cómo un prisionero logró obtener, por fin y de manera peligrosa, su libertad. The Cat’s Table es esto y, como toda novela que se precie de serlo, es mucho más.

Aunque la novela inicia con el proceso de embarque, en el cual el personaje principal, el “Mynah” (nombre de un ave) apenas si se despide de su familia porque desconoce en general la importancia o la duración del viaje, hasta llegar 21 días después al desembarque en que un “Michael” es recibido por su madre, la novela tiene poco de desarrollo lineal. Un narrador adulto observa de cerca y con gran curiosidad al niño que atraviesa el océano, pero no se deja limitar por el punto de vista del infante. De vez en cuando, y con poca explicación de por medio, el memorioso tomará los desvíos que son ya un sello de la casa Ondaatje, para llevar al lector hacia un pasado menos remoto donde un encuentro ha acontecido o donde una historia es alterada una vez más. En lo que parecería ser una declaración de principios de la novela pero que en la novela se refiere a una función de cine, se lee esto: “No sabemos más que lo que los personajes saben de sí mismos. No debemos sentirnos seguros o ciertos de sus motivos; no podemos despreciarlos. Creo en esto”. Y, aunque tratándose de otra cosa, esta otra frase produce un eco similar: “Siempre hay una historia delante de ti. Apenas existente. Sólo es de manera gradual que te pegas a ella y la alimentas”.

“A algunos eventos les lleva toda una vida revelar su daño o su influencia”, declara el narrador mientras reflexiona sobre las razones que lo llevaron a casarse, años después, con la hermana de Ramadhin, uno de sus dos amigos en ese viaje, el delicado del corazón, el cuidadoso que, sin embargo, termina muriendo antes que los otros dos. “A algunos eventos les toma toda una vida revelar su daño o su influencia. Ahora veo que me casé con Massi para estar cerca de una comunidad de mi infancia en la me sentía a salvo y que, ahora me doy cuenta, todavía deseaba”. No es sino hasta años después igualmente que, viendo las pinturas que exhibe Cassius, el tercer amigo, en una galería de Londres, el narrador se da cuenta de que “Lo que veía ahora en la galería era el exacto ángulo de visión que Cassius y yo teníamos aquella noche, desde el barandal, mirando hacia abajo a los hombres que trabajaban esos charcos de luz. Un ángulo de 45 grados, más o menos. Estaba otra vez en el barandal, viendo, que es lo donde Cassius se encontraba también, emocionalmente, al hacer estas pinturas. Adiós, les decíamos. Adiós”.

Y de esto también se trata la novela. De lo que se ve a la distancia, con comprensión o añoranza. De lo que se va, a veces para siempre. Pero sobre todo de lo que se queda, alterado pero permanente, en el centro de la memoria que es el cuerpo.

La frontera y sus caras, a través de Crosthwaite-(Sexenio-Puebla 18/10/11)

Había oído hablar de Luis Humberto Crosthwaite gracias a Ignacio Padilla: excelente narrador, hay que leerlo. Luego Pedro Ángel Palou me dijo lo mismo respecto a su calidad narrativa, después me percaté que en su libro El último campeonato mundial, Crosthwaite aparece descrito de la siguiente forma: “Traicionero escritor tijuanense, amigo de quien esto escribe hasta el 28 de octubre del aciago año de…No quiere escribir no quiere. Ídolo de dos personajes femeninos de la literatura clásica: Beatriz e Isolda. Lo peor de todo es que dio un aventón al autor y corrector de esta novela, y cuenta buenos chistes”.

Y efectivamente, busqué libros suyos y no encontraba, se había, quizá, desaparecido del espacio literario. Por ahí del 2006, cuando solía dar mi vuelta por algunas librerías del Centro Histórico de Puebla, encontré en descuento Instrucciones para cruzar la frontera; fue el primer libro por el cual conocí –literariamente- a Luis Humberto Crosthwaite. Dicho libro estaba editado por Joaquín Mortiz, sello perteneciente a Planeta. Al leer éste libro de Luis Humberto me enfrenté por primera ocasión a una narrativa ágil y corta. Me agradó, recuerdo haberlo leído en menos de un día. Era un libro que me atrapó hasta llegar al fin. Aquí nació mi inquietud por seguir leyendo y conocerlo.

Justo cuando empecé a reseñar libros para esta columna y entrar en contacto con Tusquets editores -como por arte de magia-, reapareció Crosthwaite con Aparta de mí este cáliz y posteriormente Tijuana: crimen y olvido. Libros que devoré y disfruté.

Tijuana: crimen y olvido, fue el libro que dio un excelente motivo para traerlo a Puebla a presentar dicho libro y por fin conocerlo. Al término de la presentación de tal libro, Luis Humberto me regaló la re-edición de Instrucciones para cruzar la frontera, ahora dentro la colección Fábula de Tusquets.

Muchas re-ediciones suelen tener breves cambios y no ofrecer tanto al lector. En cambio, Instrucciones para cruzar la frontera es distinta a la primera edición. De la primera versión se quitan: Y le digo que no, y me dice que sí y Zapatistas en la playa. Y en la segunda edición se agregan: Corriendo hacia el fuego; Plumita consentida, plumita de mi vida; El ritmo que hay en sus pestañas; Ambiente de fiesta en la playa; además de integrar, a modo de Bonus track: Misa fronteriza. Cambios que enriquecen más esta nueva edición y muestran a un Crosthwaite más maduro e irreverente, pero sobre todo a un autor que no deja de experimentar y arriesgar; virtud que muy pocos escritores tienen.

En este libro, Crosthwaite es capaz de combinar con crudeza y humor la realidad de la frontera. Instrucciones para cruzar la frontera, son una serie de relatos que se impactarán en la imaginación del lector, cual certera bala, que en lugar de ocasionar una muerte, incita a poner a trabajar el cerebro; así como a sentir indignación y pena por toda la clase de suertes que algunos mexicanos tienen que librar para cruzar la frontera.

Un libro imperdible.

lunes, octubre 31, 2011

Morir a la Gadafi (Diario Milenio/Opinión 31/10/11)

Al playboy de la familia Gadafi no lo mató una turba. Ejecutado por los milicianos, Mutassim encendió su último cigarro mientras por una vez oía la verdad.

1. Me lo dijo Jack Daniel’s

Una botella de Moët & Chandon tamaño Nabucodonosor —equivalente a 20 botellas de 750 ml— se vende en 2 mil dólares, dentro de una bonita caja de madera que a su modo subraya la ocasión memorable del descorche. ¿Y cómo no iba a ser digna de recordarse la suerte de acudir a una fiesta de Mutassim Gadafi, donde esos 15 litros de champaña solían llover sobre los jubilosos invitados? No es que fuera un secreto. Cualquier libio podía asistir por YouTube a los fiestones del playboy de los Gadafi. No contrata uno a Beyonce o a Mariah Carey esperando que nadie vaya a enterarse. ¿O de qué mejor tema esperaría que hablaran los pasmados invitados en los días y semanas siguientes? Por otra parte, nada gusta al mal gusto tanto como exhibirse delante de quien pueda, y de paso mostrar que puede más que muchos. ¿Qué son unas decenas de litros de champaña para quien vuela cada Navidad de Trípoli a la isla caribeña de San Bartolomé abordo de su Boeing privado con una extensa corte de vividores?

Mutassim prefería el Jack Daniel’s diluido en Coca-Cola. Así brindó con una de sus incontables novias —la modelo holandesa Talitha van Zon, que huyó de Libia en barco proclamando que los rebeldes se proponían quemarla viva— por la victoria que consideraba inminente, una semana antes de la caída de Trípoli. Al igual que su padre, era de la opinión de que los insurgentes no pasaban de ser un puñado de ratas. “No hablo con adolescentes”, le había respondido a uno de sus captores, minutos antes de caer cadáver y ser fotografiado con un hueco sanguinolento a la altura de la garganta, capaz de por sí solo provocar un alud planetario de especulaciones. “Alza la cara y bebe agua, se acabaron los días de lujo”, le había dicho el soldado, entre varios insultos y amenazas que a Mutassim Gadafi nadie le había soltado en sus treinta y tres años de vida opulentísima.

2. ¿Dónde están los lambiscones?

En los pocos instantes filmados de sus últimas horas de vida, Mutassim aparece fumándose un cigarro, consciente acaso de que lo más probable es que sea el último. Ahí mismo, ensangrentado, revisándose las pequeñas heridas que le constelan los brazos y el torso, el hijo sibarita del coronel es un príncipe desdeñoso y ensimismado. Desde donde él está, sus captores no existen. Son, con mucho, las sombras amargas de un revés decisivo pero inaprehensible. Desgreñado, con la barba crecida, el Asesor de Seguridad Nacional está más ocupado en limpiarse la sangre que en prestar atención a los milicianos que parlotean en torno suyo. “¡Ya verás pronto, perro!”, lo amenaza uno de ellos, pero difícilmente acepta Mutassim más compañía que sus pensamientos. Por una vez, no obstante, escucha la verdad. ¿Cuántas mentiras tuvo que haber oído de sirvientes, amigos, socios y matarifes, ninguno de los cuales habría osado mostrarle realidad cruda alguna a un Gadafi, habida cuenta pública del precio que acostumbra cobrar esa familia por un solo causal de ofuscación?

Hoy que se multiplican los internautas interesados por las tumultuosas imágenes de la muerte del mandamás libio, no faltan los videos dedicados a la vida suntuosa de la familia. Entre cajas de Cristal y Blue Label, la cámara recorre el piano blanco, los jacuzzis y el mobiliario digno de una boutique de autor en Copenhague. Ello, más los fiestones en el Caribe y los muertos hallados en mazmorras y tumbas clandestinas, permite a los curiosos armarse cada uno su documental, con las dosis exactas de cada ingrediente para colmar al morbo sin saturarlo. Volvamos, pues, a la imagen del playboy que sangra, fuma y piensa. Podría escribirse un tupido tratado misantrópico desde el lugar de Mutassim Gadafi. Está solo, pero no mucho más de lo que ha estado el resto de su vida, habituado a vivir entre incondicionales y aduladores. Muy tarde se ha enterado de que hasta sus amigos le mentían por sistema, aunque adentro supiera que uno como él no puede hacer amigos, y si los hace es para devorárselos.

3. La verdad empalada

Hasta donde se sabe, los ídolos de Mutassim Gadafi eran tres: Adolf Hitler, Fidel Castro y Hugo Chávez. Como ellos, se juzgaba bien informado, si no incluso el mejor informado después de su padre. ¿Pero cómo iba el padre a figurarse que había libios deseosos de clavarle una estaca en el culo, y para colmo filmar el momento y subirlo a la red? Un dictador que agoniza ensartado, cacheteado y pateado por la turba tiene que haber perdido más de una brújula. Tras cuarenta y dos años de vivir la irrealidad de un poder absoluto y protagónico, salpicado de narcisismo, megalomanía y crueldad extrema, nada hay más complicado que pretender saber qué opinión tienen de uno sus subordinados, tanto los que conspiran a sus espaldas como aquellos que intrigan a sus órdenes; por no hablar de millones de súbditos que temen por su vida al escuchar su nombre.

“No hay placer más profundo en este mundo que empalar a un tirano moribundo”, opinaría un anónimo hincha de los linchadores en uno de esos foros donde la gente dice lo que le viene en gana, especialmente si es una burrada que en otra parte no podría soltar. Nada que pueda ser comprendido desde la soledad de un Gadafi, y para muestra basta el testimonio de los sirvientes de Aníbal, que comparte con su esposa, la modelo libanesa Aline Skaf, la fama de golpearlos y maltratarlos a niveles de tortura por una mínima desobediencia, amén de rara vez pagarles sueldo. Antes de terminar con la sesión, conviene echar un ojo al video donde aparece una infeliz mujer con la cabeza totalmente quemada por el agua hirviendo que le echó encima Aline Skaf de Gadafi. ¿Qué tan solo en la vida está quién trata así a la nana de sus hijos? No más solo que Mutassim Gadafi, con el último cigarro en la boca. No más solo que un viejo fanfarrón planetario con una estaca dentro del esfinter. No más solo que el fondo de una botella de Moët & Chandon de quince litros, regados por el piso en el nombre de la irrealidad.