sábado, junio 05, 2010

Los libros electrónicos-Pedro Ángel Palou (Revista Poder y Negocios-lunes 31/05/10)

Creo en los libros, por eso me encanta el Kindle. En los últimos meses –sobre todo desde el lanzamiento del último gadget de Steve Jobs, el iPad se ha reavivado la polémica sobre el futuro del libro impreso y el papel de los eBooks en el mundo de los lectores del futuro. Hay los apocalípticos: el libro va a desaparecer, el mercado nos obligará a leer lo que quiera, es una gran tragedia cultural. Hay los integrados: no hay nada mejor que el nuevo libro, que democratizará la lectura para siempre, es un gran triunfo de la lectura.

Ni una cosa ni la otra. El libro no desaparecerá como tal (ni siquiera el libro impreso), pero hay que entender que de lo que se trata aquí es de un simple cambio de soporte. No tenemos, por ahora, un nuevo libro. Sólo tenemos en un lector electrónico –Sony Reader, Kindle, Nuck, iPad– la posibilidad de leer libros y cargarlos en un formato más cómodo.

Los lectores electrónicos, sin embargo, no lograrán en el corto plazo el mismo efecto que para el consumo y disfrute de la música tiene el iPod, verdadera revolución en el consumo y la circulación musical. El libro, por un lado no puede fragmentarse sin perder su esencia, no puede haber el single, tiene que leérselo todo (aunque esto no opera, obviamente, para los cuentos, o los pequeños artículos periodísticos). Pero ya conozco personas que hacen en su Kindle las siguientes actividades: leen el periódico por la mañana (que ha sido descargado automáticamente en su aparato), consultan varios blogs a los que están suscritos, reciben de la misma manera los números nuevos de sus revistas favoritas, leen y corrigen allí sus documentos en PDF y, además, leen libros.

Al aparecer el iPad algunos dijeron que se trataba de un iPhone con esteroides. Nada que ver, Jobs descubrió más bien a ese potencial nicho de consumidores y les creó un aparatito que tendrá un éxito sin precedentes y que tampoco destronará al Kindle (cuyas virtudes, además de la amplísima, casi infinita, biblioteca de Amazon, son la tinta electrónica que no cansa los ojos y la enorme duración de su batería: casi una semana sin sincronizar, sólo leyendo). Ya no se puede preguntar qué libro te llevarías a la isla desierta. Ahora podrás escoger qué aparato y con qué recargador solar de pilas.

Lo mejor, sin embargo, está por venir. El nuevo Ulysses se escribirá en hipertexto. Y no sabemos, ni siquiera intuimos, su formato. Será un libro que no será libro, ahora sí. Quizá con video, absolutamente interactivo, lleno de posibilidades de elección. El lector será –como en el Cristóbal Nonato de Fuentes– en realidad un elector. Hoy ya se empieza una twit-literatura (hecha en el formato del Twitter; en nuestro país Cristina Rivera Garza es una excepcional exploradora de las bondades de este nuevo género literario o paraliterario).

Yo tengo ya casi 400 libros en mi Kindle. He leído poesía (el último de John Ashberry, por ejemplo), ensayo (estoy con la reflexión sobre la femineidad y la máscara de William Vollman ahora, pero me he sumergido en libros de reflexión de más de 1,000 páginas); cuentos, novelas (en mi Kindle leí Invisible de Paul Auster, o Last Night on the Twisted River de John Irving). No salgo sin él. Me acompaña en todos los viajes, al café.

Me he suscrito recientemente a El Universal y me llega el Times Literary Supplement. He firmado la edición para iPad de mi novela Como quien se desangra, y por vez primera obtendré 30 y no 10% de las regalías de cada descarga, lo que no está nada mal. Todavía no he corregido un texto ni leído un PDF, pero he incorporado del todo el adminículo a mi vida. Hoy apenas es 1.5% del mercado del libro el que descarga contenidos y los lee en un aparato electrónico. Todavía falta un gran trecho por recorrer. No soy ni un apocalíptico ni un integrado. Creo que la tecnología puede acercarnos a las cosas. Creo firmemente en que no hay que rehuir a la tecnología, hay que sacarle provecho. Un sector conservador siempre ha dicho –con cada nuevo invento, la pluma fuente, el bolígrafo, la máquina de escribir, la computadora– que ahora sí se terminará nuestra relación natural con la escritura o la lectura. Nada más falso. Marshal MacLuhan se equivocó del todo: ésta no es la era de la imagen. Es la era de la letra, más que nunca. Hay adolescentes que han leído ya más que todos mis compañeros de escuela.Twittean, leen Facebook , chatean, consultan el internet por horas, navegan y surfean y agregan a la Wikipedia. Son ellos mismos una wikivida en construcción. Y, además, leen novelas enormes –casi del tamaño de Guerra y paz–, como las de Harry Potter, las de Stephanie Meyer, las de Percy B. Jackson y un sinfín de etcéteras.

Dejemos el discurso reaccionario que repite: estábamos mejor cuando estábamos peor… La tecnología del libro electrónico ha llegado para quedarse, ¡enhorabuena! Como dice Alessandro Baricco: somos mutantes –todos–, bárbaros de una nueva cultura planetaria que accede a las cosas con un clic.

No hay por qué alarmarse.

Así escribo-Cristina Rivera Garza (revista Nexos 01/06/10)

Tendida como bandida

a) Pequeño tratado contra las sillas y breve historia de la escritura vertical:

Escribir sentada ya fue. Las sillas, como bien lo decía Jimmie Durham, son espías del Estado; mecanismos contra el natural nomadismo del cuerpo. Hace mucho que no me inclino frente a un escritorio; tampoco frente a un altar; menos frente a la real ésa. Sentarse y escribir son actos antitéticos: el primero le apuesta al sedentarismo, que es el otro nombre del statu quo, y el segundo a la provocación que es toda crítica. Las frases “estar sentado” y “estar sedado” sólo difieren en una letra, y debe ser por algo. Era Vasconcelos, si mal no recuerdo, quien clamaba por una escritura de a pie, con todas las connotaciones estéticas y políticas del caso. Hemingway aducía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Eduardo Mendoza escribe de pie y con pluma. Todo eso es cierto y hay más, claro. Pero también es cierto, aunque más pedestre, admitir que hace poco me di cuenta que no poseo un escritorio. Entre mis ires y venires, entre estancias cada vez más cortas en cada vez más sitios, en efecto, me olvidé de adquirir un escritorio. Confesión tristísima: soy escritora, por decirlo de algún modo, de cama.

b) Tendida como bandida:

Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden que algunos han descrito como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la Chac Mool, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que me han atendido se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de espalda que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y blogeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La laptop en plexo.

c) La cosa del pasado:

No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí van a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.

d) Sobre ruedas:

No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es una de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del coctel al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en ella la laptop y alguna taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar alguno que otro libro o la taza de café que sólo con incomodidad se tolera sobre la superficie. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas.

Cristina Rivera Garza. Poeta, ensayista y narradora. Entre sus libros: La muerte me da, Nadie me verá llorar y Ningún reloj cuenta esto.

viernes, junio 04, 2010

"De qué hablamos cuando hablamos de cultura"-Pedro Ángel Palou(Diario El Columnista 02/06/10)

En al menos dos de mis anteriores entregas he mencionado que en Puebla urge replantear el matrimonio turismo-cultura como uno de los ejes del desarrollo económico. La semana pasada incluso propuse la fusión de las dos secretarías del ramo. Me han escrito muchos comentarios que exigen de mi parte precisión en la materia porque, temen los lectores, tal propuesta implique una disminución del presupuesto, las funciones y la importancia de la Secretaría de Cultura en particular. Me parece del todo adecuado, entonces, abundar en la materia.

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En Puebla –en 1985- se funda la primera Secretaría de Cultura del país y el decreto que la crea ha sido modelo en la creación de otros ministerios del ramo a lo largo y ancho del país. A partir de entonces, con diversas suertes en Puebla se ha revalorado el papel de la cultura en las políticas públicas del estado. Los ejes centrales de su quehacer giran en torno a la protección del patrimonio histórico tangible e inmaterial (de los edificios a las tradiciones, se entiende), el fomento y la difusión de las artes, el estímulo a la creación artística y la iniciación a las artes. Es por eso que propongo, entiéndase, no la fusión entre secretarías para ahorrar recursos o adelgazar la burocracia (siempre que se hacen recortes se empieza, tristemente, por la cultura), sino que la nueva dependencia –que deberá ser de Cultura y Turismo, no a la inversa pues el turismo no es sino la venta del potencial de un lugar y el agregar valor a los bienes existentes, nuevamente de lo tangible a lo inmaterial pero igualmente valioso (la gastronomía, los bordados, el ónix, por poner algunos ejemplos menores). Dos subsecretarías, una de Cultura y otra de Turismo bajo una misma cabeza. Pero se trata de dotar de recursos materiales, financieros y humanos a un ministerio clave de la economía de Puebla. Se trata de insistir: la cultura da trabajo, podemos vivir de esa industria sin chimeneas que son, por un lado nuestros pueblos y sus historias y de la otra industria, la cultural que enriquece diariamente un espacio y hace que el visitante tenga razones para quedarse.

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Y quedarse en Puebla debe ser el lema de cualquier trabajo serio sobre turismo en nuestra entidad ya que la gran tragedia es que nuestros visitantes nos toman como lugar de paso (para ir a Oaxaca, a Veracruz, para regresar al Distrito Federal) y si bien nos va comen sobre todo en la ciudad capital. Necesitamos un turismo que se quede los fines de semana, que consuma en Puebla y deje sus divisas y pesos. Necesitamos un turismo que venga a investigar a nuestras bibliotecas novohispanas y a los archivos históricos, que viva nuestros museos y pernocte. Necesitamos un turismo de la tercera edad –en Europa hay turoperadores que se dedican específicamente a este sector que hoy, por ejemplo, va a los hostales y hoteles ecológicos de Michoacán donde encuentra desde leche deslactosada hasta un médico de guardia de la comunidad. Por cierto, con la nueva infraestructura hospitalaria de Puebla podemos pensar en un tipo de turismo que viene a curarse, que trae a su familia. Podemos pensar en un tipo futuro de hospital: aquel ambulatorio geriátrico que permita que en una ciudad o un estado seguro, tranquilo y cómodo vivan jubilados y pensionados (nacionales y extranjeros, como en su momento ocurrió con San Miguel de Allende).

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Y no otra es la razón del patrimonio. Se trata de una herencia, un legado. Para que tenga sentido debe usarse. Si un joven hereda una casa y no puede habitarla o rentarla terminará por permitir que se caiga a pedazos. Lo mismo ocurre con Puebla. El Centro Histórico de nuestra ciudad capital es un ejemplo señero. Urge un plan general que, por un lado, coloque paradores turísticos para los autobuses. Francisco Vélez Pliego ha presentado una y otra vez propuestas concretas al respecto que lo mismo implica usar Analco o San José para esos fines que la peatonización de calles los fines de semana y un programa de rescate de vivienda media. Hay que incluir un sueño del antiguo rector de nuestra máxima casa de estudios, Alfonso Vélez, de una Universidad de la tercera edad en San Luis Rey. Se trata de un proyecto tremendamente factible donde profesores jubilados dan clases de licenciatura a jubilados que nunca se titularon. Si a eso le sumamos un Museo de la Ciudad realmente interesante y con una propuesta museográfica moderna tendremos un enorme potencial. En todos los hoteles de Puebla debería haber folletos con recorridos específicos (museos, exconventos, iglesias, mercados, etc.). Pero esto sólo ocurrirá si cambiamos e integramos las políticas turísticas a las culturales.

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Y a las educativas, por supuesto. Ya lo he dicho: que todos los niños de Puebla en quinto año de primaria lleven un libro de texto gratuito en Actividades Artísticas: El arte y la cultura de Puebla. Un libro con visitas guiadas, ejercicios que haga de las nuevas generaciones las de los poblanos más comprometidos con su historia, más apasionados con su estado. Que los mejores niños escriban entonces, composiciones a mano que se entreguen en los hoteles: “Querido visitante”, y le propongan un lugar, y se lo describan con sus palabras. “Ojalá visites La Capilla del Rosario, es un lugar mágico, etc.” Que sean ellos quienes inviten al visitante a vivir y a gozar Puebla. La política educativa que no tome en cuenta quiénes somos y que no forme a sus ciudadanos en ese contexto está obviamente propiciando la migración. Hace una semana Carlos Fuentes dijo, sin empacho, que es terrible pensar en los millones de mexicanos –treinta millones de niños y jóvenes, mencionó- cuyo único futuro es volverse narcotraficantes o irse a trabajar a los Estados Unidos. Nunca más certero el diagnóstico. Un lugar próspero y rico incita a sus hijos a quedarse, les da trabajo.

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Que no sea, pues, una idea, el pretexto para deshacer lo que ya cinco sexenios en materia de política cultural han hecho en Puebla. Al contrario, se trata de fortalecer al sector, otorgarle su verdadera autonomía y su centralidad en las políticas públicas del estado (todavía hay quien cree, a estas alturas, que la cultura consiste en organizar bailables y montar esas espantosas coreografías que inventaron los maestros de primaria, las poesías corales cuyo único objetivo es insolar niños y propiciar su odio permanente por la literatura).

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Seamos serios, así sea por una única vez.

"El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 02/06/10)

Murakami, según un texto escrito por Javier Munguía en su blog: “es uno de los novelistas más osados y originales de los últimos tiempos” (http://javiermunguia.blogspot.com). De Kafka -citando a Munguía, que a su vez cita a Eco-, puede asegurarse que su obra es “abierta por excelencia: ninguna de las muchas interpretaciones que de ella se han hecho han agotado sus posibilidades; más bien permanece inagotable y abierta en cuanto `ambigua´, ya que se ha sustituido en ella un mundo ordenado de acuerdo a leyes universalmente reconocidas por un mundo fundado en la ambigüedad, tanto en el sentido negativo de falta de centros de orientación como en el sentido positivo de una continua revisión de los valores y las certezas”. Palabras que aplican para describir de la misma forma la obra de Murakami, según Munguía, pues no sólo es el alumno más aventajado de Kafka sino su admirador más confeso de dicho autor.

Aunque “El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas” es una obra que originalmente fue publicada en 1985, llega al habla hispana gracias a la traducción que Lourdes Porta Fuentes hace de la novela para la casa editorial que alberga a Murakami: Tusquets.

“El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas” es una novela que se desarrolla en dos planos o mundos alternos. Un despiadado país de las maravillas y El fin del mundo.

En el primero, el lector se topará con que el narrador-protagonista es un informático contratado de manera misteriosa por un científico deschavetado, para dedicarse a trabajar en un programa que determinará el futuro del mundo. Historia desarrollada en Tokio, veremos al protagonista sobrellevar su vida en un ir y venir de hechos siniestros, turbios y chuscos. El trabajo que desempeña el narrador-protagonista es tan importante que el Sistema, los Semióticos y los Tinieblos, serán los enemigos contra los que deberá enfrentarse y evitar que por nada en el mundo se enteren del trabajo que desarrolla al lado del científico loco.

En el segundo espacio narrativo, el lector conocerá un mundo extraño, al cual se ingresa desprendiéndose de la sombra, esa misma que nos persigue en el andar; conforme pasan los días se va percatando que los recuerdos, también se van consumiendo. Al empezar a relacionarse con unos cuantos habitantes se percata de que todos han perdido el corazón, todo lo que solían ser para convertirse en unos seres autómatas que trabajan, comen, caminan, duermen y se relacionan por el simple hecho de hacerlo, sin sentimiento de por medio, pues eso es un defecto. Sólo aquellos seres que no pudieron desprenderse de su sombra de forma adecuada, transitan por un bosque inmenso, solitarios, vagabundos y abandonados a su suerte. Este mundo se resume a un lugar amurallado, sin aparente salida, siempre vigilado por un celador enorme y unas bestias raras: unicornios que sucumbirán invariablemente cada invierno.

Una novela compleja, nada sencilla; pero a quien se acerque lo dejará con un buen sabor de boca. Novela de largo aliento y de final sorprendente.

martes, junio 01, 2010

Juan Rulfo en Campo Alaska (Diario Milenio/Opinión 01/06/10)

He mencionado ya que, de aquella impactante primera visita de febrero de 2009, recordaba la textura y tamaño de las argollas que brotaban del piso y las paredes. Creo haber evocado el ruido de las ráfagas del viento también; el aroma de los piñoneros. No mencioné, sin embargo, que las fotografías que colgaban de las paredes altas y blancas de una de las dos salas que componían el Museo de Sitio de Campo Alaska también fueron memorables. No todas, eso es cierto. Algunas. Siete de las 23 fotografías en exhibición me hicieron detenerme en seco y respirar hondo. Las vi una y otra vez, y con el correr de los meses, regresé a verlas incluso en más ocasiones porque me pasó con esas imágenes lo mismo que cuando observé por primera vez el entrañable, frágil retrato de un Efraín Hernández delgado y tremendamente solo en medio de una meseta de maíz con el Popocatépetl de fondo: a primera vista imaginé que esa imagen era de Juan Rulfo. La información acerca del retrato de Hernández me la confirmó de inmediato Alejandro Toledo, un crítico literario y estudioso de este escritor, en cuyo criterio confío por completo. Adscribir la autoría de algunas de las fotografías que colgaban de las paredes del Museo de Sitio Campo Alaska a Juan Rulfo me tomó, sin embargo, más tiempo. Nadie, por principio de cuentas sabía que uno de los primeros viajes que emprendió Rulfo como representante de ventas de la Goodrich Euskadi lo llevó, antes que a cualquier otro sitio, al extremo noroeste del país. Cuando regresé al archivo local para investigar si el ingeniero taciturno había hecho alguna anotación al respecto, supe la respuesta casi de inmediato: No. A diferencia del nombre de Max Ernst, que aparecía en un par de ocasiones en las hojas cuadriculadas partidas a la mitad, el de Rulfo brillaba por su ausencia. Las fotografías, sin embargo, no me dejaron en paz. Y una intuición es una intuición. Regresé, he dicho ya, y con el permiso de los vigilantes, revolví cajones y hurgué entre papeles viejos. Los vigilantes del Museo de Sitio no hicieron más que encogerse de hombros cuando, comparando los retratos que tenía en la mano con siete que colgaban de las paredes blancas, los interrogué.

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—Pero se nota que es una misma lente aquí, ¿no es cierto? —dije al final de una parca conversación, ya un tanto frustrada.

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—Si usted lo dice —fue la última respuesta que pude obtener.

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Si yo lo digo. Repetí la frase una y otra vez mientras manejaba. Primero en voz baja, luego, en voz alta y firme. Al final lo grité: Sí, yo lo digo.

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Había tenido la precaución de tomar fotografías de las fotografías, cosa que me facilitaron los vigilantes, acomodando escritorios y mesas en ese cuartito que hacía las veces de archivo olvidado, oficina privada y comedor para empleados. El proceso no duró mucho tiempo: tomé 48 fotografías de las 48 fotografías que aparecieron después de husmear archiveros y abrir carpetas cerradas por muchos años. Esa es mi única evidencia: el número. Juan Rulfo tomó 48 fotografías de su visita a Campo Alaska en 1948. Si lo digo yo.

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Las imágenes destacaban, como una gran mayoría de las tomadas por el autor jalisciense, el proceso de degradación de los objetos materiales, fueran éstos edificaciones o cosas cotidianas como muebles o juguetes. El contraste de la luz era dramático y parco a la vez. Acaso dramático debido a que era parco. La transición del gris al negro o al blanco se llevaba a cabo de manera veloz, dentro del lapso de un pestañeo o un guiño. Lo que me llamó la atención esta vez, lo que no pude dejar de asociar a la historia escrita en un rollo de caja registradora que, por cierto, había extraído subrepticiamente del Archivo Local, fueron las fotografías de las personas. Sus rostros. Sus dientes partidos. Escuetas, las imágenes. Frontales, los ángulos. Golpes más que encuadres.

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A Rulfo debió haberle llamado la atención su gesto. Imagino que se dirigía de Tijuana a Mexicali cuando le dio hambre y alguien le recomendó que se bajara del autobús en La Rumorosa. El habría confundido el nombre de las montañas con el nombre del pueblo al inicio, pero al final entendería. Eventualmente. Una leve sonrisa. La inclinación apenas de la cabeza. La última población antes de entrar a la sierra y no saber. Los piñoneros. Las rocas, inconmensurables. La absoluta sensación de orfandad. Cuando entró al restaurantito que se encontraba a un lado de la estación no se imaginó que la conversación con otro comensal lo llevaría a caminar el par de kilómetros que los separaban de Campo Alaska. La palabra manicomio, sin duda, le habría interesado. La idea de que ahí, en medio de la nada, pudiera existir algo así. Un pabellón. Todavía. Le dio entonces el último trago a un café recalentado, encargó su maleta con la dueña del lugar y se ajustó el sombrero.

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—Vamos —dijo.

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Y fue.

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No tomó fotografías de los hombres y de las mujeres que, en harapos, avanzaban sin dirección alguna dentro de la gran sala del edificio o permanecían inmóviles muy cerca de las ventanas. No tomó fotografías de las heces, de los platos sucios, de las sábanas rotas. No retrató sus bocas abiertas hacia el cielo. Sus manos, implorando. Una vez que estuvo dentro del edificio, sólo se detuvo con interés junto al hombre que, de espaldas a todo eso, se inclinaba frente a una mesa que hacía las veces de escritorio. El ruido de la máquina de escribir se confundía con los murmullos de los locos. Era obvio que el hombre estaba concentrado en su actividad. Los ojos emergían en el centro del recuadro, pero la mirada no se elevaba para enfrentar la lente, sino que se dirigía hacia abajo. Una leve caída. Los labios apretados uno contra el otro, como si su labor requiriera un esfuerzo físico enorme. Si la vista del espectador seguía el ángulo de visión del personaje del retrato, entonces descendía hasta toparse con la cubierta negra, de apariencia pesada, de una vieja máquina de escribir.

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El tamaño de la máquina, además, contrastaba de manera más bien cómica, de manera más bien triste, con el estrecho rollo de papel que, después de caer en cascada, formando rizos ondulantes, se acumulaba tras de sí. De esa manera conocí al Autor de la historia de esa mujer que quería ser otra. La historia de la mujer que quería ser amada como otra lo había sido, lejos, en otro sitio. La historia de una mujer que deseaba orillar a un hombre hasta el fin del mundo, donde se encontraban.

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Al final, cuando se alejaba, Rulfo no pudo evitarlo. Se detuvo y miró hacia atrás. Desde el onceavo mes de 1948 vio las ruinas que yo observé a inicios de 2009. Luego se caló el sombrero.

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—Vamos —dijo.

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Y fue.

lunes, mayo 31, 2010

La peste del arte honesto (Diario Milenio/Opinión 31/05/10)

Aclaración no pedida

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¿Qué exactamente es un artista honesto? ¿Es en su caso la honestidad un requisito, un mérito, un valor agregado? ¿Hay que hacerle saber a medio mundo que lo que uno pergeña es asimismo honesto a toda prueba? Un par de días atrás hablaba con mi amigo José Manuel Aguilera sobre este tema de la honestidad a ultranza, hoy día tan socorrido entre quienes suponen que un poema, una canción o una pieza teatral serán más disfrutables si parecen honestos y además lo son. Con una mueca larga y socarrona, José Manuel jugaba a imaginarse declarando que es un guitarrista honesto, aunque sin bien a bien imaginar cómo sería uno deshonesto. ¿Haría trampas a la hora de tocar su instrumento? ¿Se lo habría robado, a lo mejor? ¿Quién ha sido el primer inquisidor en sugerir que el arte y el artista tienen que ser honestos, cuando no está ni claro en qué consistiría lo contrario?

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Corrían los años cuarenta cuando la propaganda del candidato presidencial Miguel Alemán Valdés incluía una palabra clave justo bajo su nombre: “Honestidad”. Sesenta años más tarde, las paredes de ciudades y pueblos desplegaban la frase “Honestidad valiente”. Incapaz todavía de imaginar cómo haría en su caso la honestidad cobarde para no ser tachada de deshonesta, me llama la atención que al paso de las décadas los políticos sigan ofreciendo como virtud lo que tendría que ser requisito. Por más que la rapiña y la falta de escrúpulos resulten la regla, y a lo mejor también por esa causa, parece temerario darle trabajo a un tipo que se presenta diciendo que es honesto. Que es casi tanto como decir soy muy inteligente, soy el más simpático, soy el mejor de todos los que conozco. Quienes se atreven a así describirse lo hacen con el convencimiento suficiente para no darse cuenta de los escepticismos que despiertan, y de seguro sin calcular las críticas y hasta carcajadas a que darán motivo, a sus espaldas. No es de extrañar que algunos precavidos suelan llevar la mano a la cartera no bien escuchan que alguien se dice honesto.

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Las virtudes de Bambi

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No deja de ser cierto que en varios ámbitos o gremios o territorios, la deshonestidad alcanza a ser la regla, y ello hace tan valiosas las excepciones como cuantiosas las imposturas. Pues si lo que hay es hambre de honestidad, difícilmente tarda la demanda en verse rebasada por la oferta. Pronto no solamente los políticos, administradores, fabricantes y prestadores de servicios —aquellos cuyo turbios procederes serían causa de público menoscabo— ambicionan hacerse con la fama de honestos, cual si ésta fuese un activo fijo, sino que en todas partes nos alcanza la cantaleta de la honestidad: una suerte de fiebre confesional cuyo efecto epidémico compele hasta a los gremios ajenos al asunto a decirnos que están vacunados, así a nadie le importe ni le afecte, ni por supuesto pueda verificarse. El director nos dice que su película es muy honesta, cual si ya esa virtud inescrutable la hiciese digna de ser vista y aplaudida. ¿O debemos creer que se merece un premio por no haber hecho un plagio de otro guión, digamos?

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Hablar de una canción, o una novela, o una danza honesta parece un disparate tan cumplido como elogiar la honestidad de un venado. ¿Alguien conoce a algún venado deshonesto? ¿Una vaca, tal vez? E incluso si así fuera, ¿sería otra su estampa, o menos los nutrientes de la leche? ¿Diríamos que es leche deshonesta? No bien insisto en subrayar el término, me llega un tufo clerical detrás, según el cual para que una obra de arte pueda esperar a ser así considerada, tiene su creador que pasar una especie de examen de aptitudes morales, donde cada una de sus carencias o demasías presuntas será dada por hecha en su trabajo y cargada a su cuenta de legitimidad. ¿Cómo evitar, en este orden de cosas, que a los réprobos se les estigmatice y se cuelen por miles los impostores, con la sola coartada de que ellos y sus obras son Muy Honestos?

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Miénteme una eternidad

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“Un escritor conformista es con seguridad un mal escritor, y muy probablemente es un bandido”, escribió alguna vez García Márquez, separando de golpe el agua y el aceite, pues al final hay de bandidos a bandidos. Nadie ha dicho, por cierto, que un bandido no pueda escribir bien, o que la rebeldía contra el siempre imperante conformismo no sea susceptible de empujar al autor al bandidaje. ¿Qué opinarían en su momento los acreedores de ese tal Fiódor Mijáilo-vich, cuya morosidad proverbial lo llevó a concebir artimañas tan cínicas —y horror: deshonestas—como escribir novelas a toda prisa para saldar sus deudas de juego? Como lector, no obstante, me tienen sin cuidado los desvelos a que el tahúr petersburgués condenara a sus fieros acreedores, y por lo ya leído y disfrutado me temo que soy cómplice agradecido y al propio tiempo juez benevolente, pues una vez con el libro en las manos antes perdona uno el bandidaje presunto que la mala escritura evidente. Verdad de Perogrullo es que la calidad de pura lana virgen no acredita la conducta intachable del borrego.

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Me da grima la idea de leer una novela honesta, que de ser concebible resultaría un bodrio y un despropósito, si tal como su nombre lo define la ficción se sostiene en el engaño y el autor busca todo menos transparentarse. ¿Y qué tal una canción honesta? Es decir sin encantos, ni retruécanos, ni todos esos trucos seductores de que suelen valerse los músicos para hacerse escuchar y preferir. Cada vez que un artista se refiere a sus obras como honestas, me da por preguntarme si además de eso son cualquier otra cosa. Parece, francamente, que lo que busca nuestro protagonista es comprarse dos pesos de legitimidad. En el peor de los casos, subirá al escenario a conmovernos con el puro espectáculo de su capa abierta, esperando tal vez que ese ingrediente chungo supla las evidentes carencias del trabajo; en el mejor, habrá perdido el tiempo. Uno es lector o espectador o escucha para ser seducido y engañado mediante los mejores artificios. Pobres de esos artistas que lo asumen a uno fiscal o inquisidor, y no un mortal ansioso de quimeras que le hagan soportable tanta verdad idiota y encima de eso cruda. Puesto en pocas palabras: favor de confesarse en otra ventanilla.