martes, abril 09, 2013

¡A beber palabras!-(Sexenio-Puebla 04/04/13)


La columna pasada –so pretexto de Abismo de Ana Belén Barradas- escribí acerca de las nuevas voces poblanas que han ido emergiendo en los últimos años.

Si a Pedro Ángel Palou le debo, en gran medida, mi acercamiento a muchos de los autores que han pasado por mis manos y hoy son parte de mi biblioteca personal. A Jaime Mesa le agradezco mi aproximación a esas prosas poblanas que exigían lectores y encontraron espacio en la antología narrativa Piezas cambiantes. Una de esas voces es la de Eduardo Sabugal. A raíz de esa antología vinieron una serie de ediciones donde Arturo Ordorica, Juan Carlos Reyes y Sabugal tuvieron la oportunidad de publicar su primer libro de cuentos.

Sabugal es uno de esos pocos autores que goza del cine, la música, la cultura popular, da clases, conduce programas de radio, degusta la buena bebida, goza de viajar, ejerce la crítica literaria y cinéfila; empero permanece alejado del “mundo literario”, rara vez se le verá como parte del público en las presentaciones de libros. Tampoco es un autor que se haya cocinado en los tradicionales talleres literarios. Sabugal es un escritor de cepa, de los hechos a la antigua y todo eso está plasmado en su prosa. Por eso leerlo es toda una aventura y dar una opinión literaria sobre su obra se antoja muy insolente.

Sabugal juega a ser Dios mientras escribe y lo deja muy claro en Liquidaciones.

A  los personajes de estos cuentos, les otorga el libre albedrío  necesario para que se entreguen al placer, lo disfruten y como cruel ironía paguen –posteriormente- una condena líquida. Dime qué tan amplio es tu deseo y te diré cuán tan alta será tu condena; pero también dime qué bebes y te describiré quién y cómo eres; parece reflexionar Sabugal en esta colección de cuentos.

Vino, pulque, té, leche, café y whisky son los protagonistas de Liquidaciones, pero también la propuesta estética de este libro; pues cada cuento pretende adueñarse de los efectos y las propiedades de las bebidas y convertirlas en palabras.

La narrativa de Sabugal es la más poblana de todas, ya que su manejo variado de técnicas narrativas, sus amplias y detalladas descripciones y su juego con las estructuras le dan un barroquismo narrativo a Liquidaciones, sin dejar a un lado esa universalidad tan apreciada recientemente.

Un libro que puede atrapar o ahuyentar al lector, pero que al final deja una grata sensación.

lunes, abril 08, 2013

Los nuevos rústicos (Milenio Diario/Opinión 08/04/12)


Medio mundo se queja por la dificultad que entraña entenderse con las nuevas tecnologías, hasta que un día lo logran y zas: desaparecen. No es que no los veamos, sino que están presentes sin estar. Y lo de menos es si estaban con nosotros, pues ya se ve que tienen asuntos que atender y es inútil tratar de distraerles. Da vergüenza, además, si no les tiene uno mucha confianza, entrometerse de cualquier manera. Esto es, sin faltar a las buenas maneras; o a lo que queda de ellas, una vez que acabé de comer solo mientras mi rufianesca compañía sostenía 4 conversaciones telefónicas al hilo, enviaba 11 whatsapps, redactaba 6 tuits, respondía cuatro e-mails y otros tantos recados en el Facebook. “¿Qué me decías, por cierto?”, volverá fugazmente de su pantallita, se entiende que por pura cortesía.
El problema no es solo que la gente no lee los instructivos, sino que entre sus páginas no figura un control de daños emocionales. Uno acaba aprendiendo a manejar el artero artilugio tras valerse de ingenio, instinto, curiosidad, paciencia y demás ingredientes indispensables para crear, nutrir y engordar otra de esas monomanías implacables contra las que no existe cortesía que valga. Pues si ya cada quién se enseñó a manejar el gadget por su cuenta, cada uno tendrá su idea particular de cómo, cuándo y dónde darle uso, y ello incluye los protocolos sociales (aun y en especial si brillan por su ausencia).
Nadie nos ha educado para usar un teléfono inteligente, aparatos de suyo majaderos a los que nuestra madre no tuvo tiempo para meter en cintura y ahora son algo así como el centro nervioso de la vida social. Cada vez que ignoramos o somos ignorados por sus intromisiones infinitas, la conversación se hace un poco más chata. O vulgar, o epidérmica, o casual. Inclusive cuando no contestamos, queda algún sedimento de inquietud que impide concentrarse al cien por ciento en lo que uno escuchaba o elaboraba. ¿Para qué llamarían?, me importuno en silencio, preguntándome ya si no valdría la pena enviar un mensajito...
“Nada hay más repugnante que la exageración de la etiqueta”, sentenciaba Manuel Carreño en su célebre Manual de urbanidad y buenas maneras. Casi todos nos hemos pitorreado a costillas de ese libro anacrónico y paternalista, no porque seamos groseros y palurdos, sino porque creemos en el instinto básico que sin reglas ni cláusulas nos permite saber que no está bien sonarse con las cortinas. Pero los tiempos cambian y los modales rara vez se actualizan. Hoy lo que más repugna no es la exageración, sino la desaparición de la etiqueta. Esto es, peor todavía, surelativización. Si cada uno tiene sus reglas y excepciones, no habrá al cabo ni rastro de cortesía. Y no hablo de la forma de usar los cubiertos, sino de la decencia más elemental, que consiste en brindar al tiempo ajeno paridad con el propio. ¿O hay acaso más cruda grosería que hacer sentir al otro que mis horas valen más que las suyas?
Las pantallas comparten un defecto de origen: son de por sí celosas y absorbentes, exigen abstracción y difuminan el sentido del tiempo. Por ellas nos hacemos esperar un largo rato, que no obstante parece casi nada bajo su sortilegio; y al propio tiempo estamos dispuestos a esperarlas más que la mayoría de los mortales. Ahora mismo me sentaría a llorar si pudiera hacer cuentas del tiempo que he pasado inmóvil como un zombi delante de una barra que avanza entre izquierda y derecha de la pantalla. Como si esos segundos o minutos u horas obligaran a hacer pausa en la vida y hubiera que trabarse, mientras tanto: un trámite mimético por el cual el cerebro hace suyos los límites de la máquina.
Los nuevos aparatos arriban al mercado precedidos por las expectativas que antaño despertaban los príncipes azules. Se espera que nos traigan amigos y negocios, que nos mantengan y nos entretengan, que mitiguen la soledad y el frenesí, que sean ahorrativos y adictivos, que sirvan de barrera protectora frente a cualquier atisbo de intromisión en nuestro sacrosanto ensimismamiento. ¿No es claro que prefiero atender al juguete que estorba pero acompaña y no a quien me acompaña pero también me estorba? No lo digo, y al fin ni falta que hace. Me consuelo pensando que a estas alturas todos somos iguales.
Somos los nuevos rústicos. Hemos sido educados en la convivencia y reeducados en el aislamiento. Más que en reglas, creemos en excepciones. En todo caso el pelado es el otro, y lo será cualquiera que nos interrumpa. Y a fin de cuentas los otros no existen, a menos que aparezcan en la pantallita y ya solo por eso sean como nosotros.

Un portento de velocidad (Milenio Diario/Opinión 02/04/13)


En el futuro, cuando ya no quede ni rastro de este viaje, cuando ésta sea sólo otra carretera más y el cielo, este mismo cielo, se haya extinguido del todo, quedará una nota. Unas cuantas palabras apenas. Un puñado de letras.

Dirá: “Realiza el recorrido de la primera carrera panamericana de autos—desde Ciudad Juárez hasta el Ocotal en la frontera con Guatemala—; reparte la guía turística de la Goodrich-Euzkadi entre los comités estatales de seguridad”.

Alguien las leerá; esas palabras. Y las anotará en un cuaderno, como si anotarlas en un cuaderno de alguna manera les diera mayor solidez, lo que algunos llaman, y llamarán entonces todavía, estoy seguro, mayor realidad. Como si el escribirlas de propia mano les diera peso, eso quiero decir. El peso del cuerpo, inclinado sobre la mesa o el escritorio. El peso de la mano alrededor del lápiz, empuñando. Y las llevará consigo, esas palabras, en un bolsillo o en algún otro lugar cerca del esqueleto, para irlas digiriendo o saboreando. Para irlas entendiendo, se dice, cuando en realidad se quiere decir: para irlas imaginando. Uno necesita tiempo para imaginar. Sólo eso. La primera carrera panamericana, lo sabrá pronto, se celebró en 1950. El 5 de mayo de 1950, para ser más exactos. Un portento de velocidad. Desde Ciudad Juárez a Chihuahua, de Chihuahua a Durango, de Durango a León, de León a la Ciudad de México, de la Ciudad de México a Puebla, de Puebla a Oaxaca, de Oaxaca a Tuxtla Gutiérrez, de Tuxtla Gutiérrez al Octal, en efecto. De frontera a frontera. De punta a punta de ¿qué? Pues de punta a punta de un país. Un poco más de tres mil kilómetros en cinco días de velocidad y polvo, curvas, aplausos, fotografías. Un portento de velocidad. ¿Cuánto se puede callar en cinco días por carretera? En cinco días por carretera se puede callar uno una eternidad.

 ¿Me imaginará con la mirada fija a través del parabrisas, los dedos alrededor del volante, el brazo izquierdo recargado sobre el espacio de la ventanilla abierta? ¿Imaginará el aire que hace trizas el humo que sale de la punta roja del cigarrillo? ¿Sabrá que nunca uso corbata? Uno maneja así en la carretera: alerta y desprevenido a un tiempo. Uno coloca los ojos a medias en el horizonte y a medias en el camino, y luego arranca. Las llaves, el ruido de las llaves. El asiento abullonado. El clutch. Los cambios. Primera. Luego, segunda. Adiós, Ciudad Juárez. El tiempo es su enemigo: el coche, su aliado; el camino, su problema.

¿Es una mujer? ¿Será una mujer la que me imagine así, en el futuro? Acaso. Usted ha de pensar que le estoy dando de vueltas a una misma idea. Y así es, señor. Seguramente me imaginará pensando ¿qué? Mejor: imaginar. Mejor aún: ensoñar. Soñar despierto. Este es mi mensaje para quien, desde el futuro, sea hombre o sea mujer, me describa viajando por el asfalto de la carretera panamericana unos cuantos días de junio de 1951: no pensaba en nada. Soñaba despierto. Una misma idea, así es. Señor.

Pero no te voy a decir lo que ensoñaba. No; eso no. Eso es cosa mía. 

Lo que es cosa tuya es lo que puedes imaginar. Ojalá que sí lo digas. Ojalá que sí menciones la paradoja. O que la inventes: voy en auto. Soy un experto en el manejo del automóvil, como lo dirá después Clara, mi esposa, en alguna entrevista. Voy por el camino donde el Oldsmobile, donde el Chyrsler, donde el Ford. Voy por donde, el año que entra, el Ferrari también. El Mercedes. ¿Me entiendes bien? No hay ningún burro por aquí. Traigo la mirada a medias en el horizonte y a medias en el camino, sí, que ése es el problema. El camino. Mi problema. Porque si en algo estamos de acuerdo es que el tiempo es el enemigo, cómo de qué no. Y el aliado, el mío al menos, es este coche. Pasó a más de 120 kilómetros en esa curva. Voy abriendo camino, en efecto. ¿Lo ve usted claramente, desde el futuro, lo ves bien? Pedregoso. Desteñido. Taimado. ¿A usted le gustaría tomar una curva a esa velocidad? 

El país iba así. A toda velocidad. Como alma que lleva el diablo, se dice, y se dirá.

Voy pensando, para que te lo sepas, que hace bien poco acaba de salir un cuento mío en la revistaAmérica, en el número 66. Y voy pensando que acabo de leer ese nombre, el nombre de Dolores Preciado, en libro de Olivia Zúñiga que acaba de sacar Et Caetera en Guadalajara. Retrato de una niña triste. Sí, Olivia es la misma que escribió sobre Mathias Goeritz. La abyecta fatiga/ del yo,/ que tantas veces/ acompaña. Esa mismita. La palabra pedregoso, en eso voy pensando. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, en eso voy pensando. La palabra desteñido.

Pero todas son puras mentiras. Debe ser mi talante taimado, qué va. Porque a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa no es lo que uno piense sino lo que uno no sabe ni siquiera que pasa por la cabeza. Eso es ensoñar, ¿qué no?

Me sentía desgastado como una piedra bajo un torrente, pues llevaba cinco años de trabajar catorce horas diarias, sin descanso, sin domingos, ni días feriados… Recalé en la fábrica, iba a cambiar las llantas, cosa que hacía cada 20 o 30 kilómetros… De paso se me ocurrió pedir… que le instalaran radio al automóvil… Aquello no sólo resultó imposible sino infamante… Hubiera usted visto usted a esos cabrones, hijos de la industria pesada, ir todos a tallar las llantas para calcular su desgaste. Ya para ese momento había tomado una decisión: mandarlos a la chingada.

Uno ve por la ventanilla, así. Uno ensueña. Uno dice: un viaje más y los mando bien lejos de aquí, hijos de la industria pesada. Es mentira que uno tenga que esperar al último segundo, ése en el que según dicen uno ve su vida completa, como en el cine. Es mentira, se lo aseguro. Uno también la ve aquí, sobre la carretera. No desde el inicio hasta el fin, que nunca pasa nada así. Uno ve cachitos. Pedazos. Como el flash de la fotografías. ¿Cómo se llama eso que se ve al final del camino y no es una luz? Como espejismos, así mismo.

Por eso yo le aconsejo a esa mujer del futuro que, cuando se pregunte si tomará esa curva a 120 kilómetros, diga que sí. Tome esa curva. Apriete el acelerador y vea las nubes. Ensoñar es un verbo. Entonces tome la siguiente.

[Las itálicas son, en orden de aparición: Juan Antonio Asencio, "Juan Rulfo: Un extraño en la tierra", citado en Roberto García Bonilla, Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo (México: CONACULTA, 2008, 123), 123; voz de la filmación "II Carrera Panamericana (1951): http://www.youtube.com/watch?v=CcA42xUWMLU; líneas de "Luvina"; Roberto García Bonilla, Un tiempo suspendido, 128.]