lunes, abril 08, 2013

Los nuevos rústicos (Milenio Diario/Opinión 08/04/12)


Medio mundo se queja por la dificultad que entraña entenderse con las nuevas tecnologías, hasta que un día lo logran y zas: desaparecen. No es que no los veamos, sino que están presentes sin estar. Y lo de menos es si estaban con nosotros, pues ya se ve que tienen asuntos que atender y es inútil tratar de distraerles. Da vergüenza, además, si no les tiene uno mucha confianza, entrometerse de cualquier manera. Esto es, sin faltar a las buenas maneras; o a lo que queda de ellas, una vez que acabé de comer solo mientras mi rufianesca compañía sostenía 4 conversaciones telefónicas al hilo, enviaba 11 whatsapps, redactaba 6 tuits, respondía cuatro e-mails y otros tantos recados en el Facebook. “¿Qué me decías, por cierto?”, volverá fugazmente de su pantallita, se entiende que por pura cortesía.
El problema no es solo que la gente no lee los instructivos, sino que entre sus páginas no figura un control de daños emocionales. Uno acaba aprendiendo a manejar el artero artilugio tras valerse de ingenio, instinto, curiosidad, paciencia y demás ingredientes indispensables para crear, nutrir y engordar otra de esas monomanías implacables contra las que no existe cortesía que valga. Pues si ya cada quién se enseñó a manejar el gadget por su cuenta, cada uno tendrá su idea particular de cómo, cuándo y dónde darle uso, y ello incluye los protocolos sociales (aun y en especial si brillan por su ausencia).
Nadie nos ha educado para usar un teléfono inteligente, aparatos de suyo majaderos a los que nuestra madre no tuvo tiempo para meter en cintura y ahora son algo así como el centro nervioso de la vida social. Cada vez que ignoramos o somos ignorados por sus intromisiones infinitas, la conversación se hace un poco más chata. O vulgar, o epidérmica, o casual. Inclusive cuando no contestamos, queda algún sedimento de inquietud que impide concentrarse al cien por ciento en lo que uno escuchaba o elaboraba. ¿Para qué llamarían?, me importuno en silencio, preguntándome ya si no valdría la pena enviar un mensajito...
“Nada hay más repugnante que la exageración de la etiqueta”, sentenciaba Manuel Carreño en su célebre Manual de urbanidad y buenas maneras. Casi todos nos hemos pitorreado a costillas de ese libro anacrónico y paternalista, no porque seamos groseros y palurdos, sino porque creemos en el instinto básico que sin reglas ni cláusulas nos permite saber que no está bien sonarse con las cortinas. Pero los tiempos cambian y los modales rara vez se actualizan. Hoy lo que más repugna no es la exageración, sino la desaparición de la etiqueta. Esto es, peor todavía, surelativización. Si cada uno tiene sus reglas y excepciones, no habrá al cabo ni rastro de cortesía. Y no hablo de la forma de usar los cubiertos, sino de la decencia más elemental, que consiste en brindar al tiempo ajeno paridad con el propio. ¿O hay acaso más cruda grosería que hacer sentir al otro que mis horas valen más que las suyas?
Las pantallas comparten un defecto de origen: son de por sí celosas y absorbentes, exigen abstracción y difuminan el sentido del tiempo. Por ellas nos hacemos esperar un largo rato, que no obstante parece casi nada bajo su sortilegio; y al propio tiempo estamos dispuestos a esperarlas más que la mayoría de los mortales. Ahora mismo me sentaría a llorar si pudiera hacer cuentas del tiempo que he pasado inmóvil como un zombi delante de una barra que avanza entre izquierda y derecha de la pantalla. Como si esos segundos o minutos u horas obligaran a hacer pausa en la vida y hubiera que trabarse, mientras tanto: un trámite mimético por el cual el cerebro hace suyos los límites de la máquina.
Los nuevos aparatos arriban al mercado precedidos por las expectativas que antaño despertaban los príncipes azules. Se espera que nos traigan amigos y negocios, que nos mantengan y nos entretengan, que mitiguen la soledad y el frenesí, que sean ahorrativos y adictivos, que sirvan de barrera protectora frente a cualquier atisbo de intromisión en nuestro sacrosanto ensimismamiento. ¿No es claro que prefiero atender al juguete que estorba pero acompaña y no a quien me acompaña pero también me estorba? No lo digo, y al fin ni falta que hace. Me consuelo pensando que a estas alturas todos somos iguales.
Somos los nuevos rústicos. Hemos sido educados en la convivencia y reeducados en el aislamiento. Más que en reglas, creemos en excepciones. En todo caso el pelado es el otro, y lo será cualquiera que nos interrumpa. Y a fin de cuentas los otros no existen, a menos que aparezcan en la pantallita y ya solo por eso sean como nosotros.

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