viernes, marzo 20, 2009

Explorador del mundo. (El Universal/Cultura 20/03/09)

Antes de iniciar sus labores en Canal 22, dedica tres horas de la mañana a escribir; ahora trabaja en una nueva novela
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Entre las siete y las diez de la mañana, puntualmente, Jorge Volpi escribe. El cambio en sus horarios —era un escritor nocturno— fue uno de los hábitos que adquirió al volver a México hace poco más de dos años, tras residir en San Sebastián y otras ciudades de Europa.
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Sentado en su oficina de Canal 22 —que dirige desde enero de 2007—, el creador de la serie de novelas Trilogía del Siglo XX admite que la verdadera sacrificada ha sido la lectura: acude a la palabra “dispersa” para definir cómo lee. Aún así no le falta tiempo para mantenerse atento y disfrutar, de manera especial, lo que hacen sus contemporáneos: desde los manuscritos de sus amigos del Crack, hasta las novedades de una editorial joven o, más allá, los recientes premios internacionales, como Là où les tigres sont chez eux, de Jean Marie Blas de Robles, ganador del Médicis, (aún sin publicar en español).
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“Con mis amigos del Crack —Ignacio Padilla, Eloy Urroz, Vicente Herrasti y Pedro Ángel Palou— seguimos intercambiando muy frecuentemente manuscritos. Normalmente intentamos ser muy duros entre nosotros”.
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Nacido en el DF en 1968, Volpi se formó con maristas; en la UNAM estudió Derecho y posteriormente se graduó allí como maestro de Letras Mexicanas. En la Universidad de Salamanca, España, hizo su doctorado en Filología Hispánica. Además de escritor, ha sido maestro en varias universidades, funcionario en el Servicio Exterior Mexicano y columnista de diversos medios.
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Se hizo lector desde muy niño: con no poca frecuencia el asma le obligaba a estar más horas que los demás ante los libros. Como escritor se inició hacia los 12 años: son cerca de dos décadas las que lleva de publicar y han sido más de 15 libros. Un conjunto de volúmenes diversos en cuanto a extensión, géneros narrativos —novela, ensayo, antología—; y temas —ciencia, política, literatura, historia—. Esos asuntos atraviesan los libros En busca de Klingsor, El fin de la locura y No será la tierra, que componen la Trilogía del Siglo XX.
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A la par de libros como éstos, Volpi ha participado en ediciones tan variopintas como una donde casi 70 escritores reflexionaban sobre Edgar Allan Poe —a quien buscaba imitar en sus primeros escritos—, o el inclasificable volumen que creó con Denise Dresser: México, lo que todo ciudadano quisiera (no) saber sobre su patria.
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Como con la lectura —que se permite en el coche, en medio del tráfico de la ciudad— el escritor encuentra el tiempo para el hábito de visitar librerías y tiendas de discos. Una o dos veces por semana destina un par de horas a su estancia en el antiguo cine Bella Época, del Fondo de Cultura Económica.
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De fuera de México recuerda con especial interés las librerías La Central, de Barcelona; la Mollat, en Burdeos; la Strand, en Nueva York, que es una librería de viejo, aunque reconoce ser poco asiduo a las de viejo de la calle Donceles, en el DF.
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“Una de las cosas que más disfruto es leer contraportadas. Es, como dicen, un género —lo han ejercido muy bien desde Juan José Arreola hasta Roberto Calasso—. Me encanta hacerlo, y descubro libros a partir de eso”.
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En sus horas de escritura, hoy Volpi teje una nueva novela corta: Oscuro bosque oscuro, que a finales de año publicará con la editorial Almadía. Con la idea de hacer ese libro —no da muchos detalles para “hacerlo un tanto más misterioso”— leyó todos los cuentos de los hermanos Grimm, aunque no será un libro para niños y sí abordará uno de los temas centrales de su obra: el poder.
“Aunque sigo publicando con Alfaguara, publicaré este libro con Almadía porque Martín Solares es un gran amigo mío, es un gran editor, y creo que es imprescindible que proyectos como Almadía o Sexto Piso continúen desarrollando lo que se perdió en las últimas décadas: editoriales mexicanas independientes, arriesgadas, sólidas, coherentes, capaces de devolver esa iniciativa editorial perdida a partir de los años 70 y 80 cuando prácticamente todas las grandes editoriales latinoamericanas fueron adquiridas en España”.
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Con todo y que gran parte de las lecturas de Jorge Volpi tienen como fin documentar los libros que escribe, el narrador no tiene por costumbre releer: “Tal vez es algo que me viene de niño. Prefiero la novedad. Sólo en casos muy extraños, y desde luego jamás como Carlos Fuentes que relee El Quijote cada año, no tengo un libro que yo lea con cierta meticulosidad cada tanto”.
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Aunque se precia de una complicidad con sus amigos escritores, mexicanos o no, asume que a la hora de escribir, el del escritor es un oficio más solitario que el de cualquier otro creador: “El trabajo literario sigue siendo solitario en doble medida: uno no es un artista que aparezca ante un público, sino que lleva a cabo un trabajo en solitario, pensando, quizás, en un lector imaginario como decía Umberto Eco. Uno tiene que intentar interpretar cómo puede ser ese diálogo con un lector al que nunca se está enfrentando, es una más de las construcciones imaginarias que tiene que llevar a cabo el escritor”.
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No le pone cuerpo a ese lector, sin embargo, sí ha intentado en sus obras más recientes una especie de juego con él: una suerte de trampas, guiños, provocación hacia ciertas reflexiones o dilemas morales.
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“La novela es una forma de explorar el mundo, explorar a los seres humanos, cómo se comportan, de qué manera somos y cómo es también en general la sociedad humana”, explica el escritor.

jueves, marzo 19, 2009

Cadáver crítico

¿La crítica se entiende?, ¿tiene que entenderse? A veces el perdón da pie a la opinión, a la crítica, entender es a veces intrascendente.
Mi abuela necesita tan sólo el perdón, pero claro que la he criticado, lo malo es que por eso no la entendía. Sigo sin entender, sigo criticando. Lo único es que ahora me crítico y aunque no me gusta, a veces me ayuda a entenderme.
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Yo acabando de leer Bestiario hice la cosa más facilona, que fue poner lo que me acordaba. Pero luego lo volví a leer y me salté unas partes bien sabrosas, como que nada más me acordé de lo que habían comentado en la otra clase. Pura faramalla y pose. A la otra escojo un autor menos conocido y escribo lo que me pasó en el día, como si hubiera sido un libro de alguien más.
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De reversa. Las letras vuelven a ser tinta y las ideas regresan a una razón que se desvanece en la materia gris. La crítica ya no es crítica sino una impresión de un texto cuyas letras van del ojo al papel y del papel al tipo de la imprenta y a la pluma que recibe la tinta que es una idea en la materia gris de quien escribe.
Luis Miguel desdobla la hoja y sus letras vuelven al bolígrafo, dobla la hoja y se la da a Sandy…
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En el bar de siempre, av. Siempre muerta número quince, nos reuníamos a intercambiar opiniones o impresiones acerca del placer que nos provocaba la lectura y re-lectura del primer cuento que había escrito Bernardo antes de fallecer. Era un homenaje que le rendíamos.
Un día Roberto soltó una verdad –lo digo, porque parecía seguro al pronunciar su idea-: “lo que hacemos en honor a Bernardo es una crítica literaria. Lo aprendí en clase”.
De repente, el silencio reino y decidimos que era mejor tomar una coca-cola para recordarlo. Lo otro, era ya un ejercicio viejo y aburrido.
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En algún lugar de la infernal Puebla de los ángeles:

Rodrigo Millán
Sandra Palacios
Luis M. Estrada
Alfredo Godínez

"Juan Eduardo Cirlot: su poesía y su grandeza"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 18/03/09)

A Carmen, por su amor y paciencia.
A Pedro Ángel Palou, por Bronwyn.
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Pocos poetas como Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) se dan en el ámbito de la poesía. Mejor dicho, casi ninguno como Cirlot se ha dado. En México se le conoce, quizá, como el autor del “Diccionario de símbolos” (Siruela). Pero pocos hablan de Cirlot como poeta, crítico de arte o músico.
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Intentaré hacer un bosquejo del poeta, a propósito de la reciente edición que Siruela entrega a los seguidores de Cirlot: “Del no mundo”, que abarca la obra poética de Juan Eduardo de 1961 a 1973, exceptuando “Bronwyn” (Siruela), la gran obra poética de Cirlot concebida bajo el augurio del movimiento surrealista, donde el lector que se acerque al ciclo de Bronwyn –personaje que interpreta Rosemary Forsyth en la película “El señor de la guerra” de Franklin Schaffner-, podrá ver cómo Cirlot experimenta con la sonoridad de las letras que conforman el nombre del personaje femenino, cómo crea imágenes poéticas con tan pocas palabras, la brevedad en todo su esplendor. Y desde luego podrá ver la magnificencia poética-amorosa convertida en palabras. Un amor, el de Cirlot a Bronwyn, que se puede tocar, pero que jamás se puede concebir de otra forma que no sea a través de la poesía, pues la dama no le pertenece.
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“En la llama”, (Siruela), antologa aquellos poemas que fueron publicados de 1943-1959, en tiradas cortas y fuera del ámbito comercial de aquella época. Donde la experimentación y toque cirlotiano -como señala la contraportada-, siempre estará alejado de postulados garcilasistas, de la poesía social, pero le acompañara la vanguardia europea que quedó cercenada en España gracias a la guerra civil. En esta etapa poética Cirlot deja ver cómo sus conocimientos sobre simbolismo, música, arte y su acercamiento al surrealismo se han consumado en cada uno de los poemas que escribió en estos años.
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“Del no mundo” contiene una poesía más experimental, más atrevida. Cirlot se atreve a romper las estructuras sintácticas para buscar que las palabras signifiquen otra cosa. Aquí uno se puede topar con un poeta que se preocupa por la existencia, la totalidad, la nada y la muerte. El ritmo y la rima, excesivamente musical siguen apareciendo en estos poemas, así como su juego con las letras de algún nombre, con el fin del que sonido también tenga otro sentido. Como parte de esa preocupación por la existencia, aparecen una serie de aforismos donde el poeta busca responder cuál es el fin de existir en este mundo lleno de deseos que al mismo tiempo son muestra de carencias. Cirlot fue un poeta que, como señala Luis Antonio de Villena en una reseña que hace para “El cultural.es”: “perteneció cronológicamente a la llamada “Primera generación de postguerra” -la de Hierro, Otero, la de García Baena- pero nada tenía que ver con aquellas actitudes plurales, sino era desde su cercanía juvenil al mundo del postismo y a Carlos Edmundo de Ory que al fin lindaba con el surrealismo, una de las grandes fuentes cirlotianas”. Cada uno de los libros ha sido presentado y comentado por sus tres grandes estudiosos: Victoria Cirlot (“Bronwyn”), Enrique Granell (“En la llama”) y Clara Janés (“Del no mundo”).

martes, marzo 17, 2009

El amor acaba

Diario Milenio-México (17/03/09)
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El análisis de 292 juicios de divorcio del siglo XIX, de los cuales 212 (73%) fueron promovidos por mujeres y sólo 61 (20%) por hombres, le da pie a la historiadora Ana Lidia García Peña para argumentar que el divorcio fue desde el inicio un arma de resistencia femenina para escapar del yugo matrimonial, especialmente de la violencia verbal y física que lo caracterizaba. No es éste el caso, añade cautelosa García Peña en su libro El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX mexicano, de heroínas libertarias en busca de cambiarlo todo, sino de mujeres comunes y corrientes, de diversas clases sociales (la gran mayoría de los divorcios decimonónicos le corresponden, por clase, a los grupos medios de la sociedad) que “no buscaron la independencia o ser iguales a los hombres; en realidad, no querían cambiar las relaciones de poder entre los géneros sino que simplemente utilizaron instituciones ya existentes que las protegían, para desobedecer a sus violentos maridos” [92]. Yo no sé que se encierra con exactitud dentro de la palabra “simplemente” en la cita anterior, pero los pocos, por desgracia muy pocos, casos extraídos del expediente y citados de manera literal en el texto de análisis histórico, dejan una materia ominosa sobre el adverbio.
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“Hace doce años”, dice María Rita de la Vega en 1817, “que soy casada con el indicado mi marido y puede decirse que en todos ellos no he tenido un solo día de gusto o de descanso en la pésima vida que paso con él. De día y de noche, esté enferma o sana, me halle grávida o parida, en mi casa o en la ajena, jamás se pasa un periodo de 24 horas en que no me golpee lo menos dos o tres veces, pero esto ¿con qué rigor? Con cintazos, palos, cuartas, reatas, a mordida, bofetadas, pellizcos. No desconoce mi cuerpo ningún género de crueldad o padecimiento porque todos lo ha ejercido en él mi verdugo”.
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“A cada instante acecha mi vida”, dice Dolores Aceituno en 1877, “como últimamente lo hizo que me encerró en un cuarto y después de golpearme con la espada y marro hasta que se cansó, me tomó de los hombros y me echó a la calle. Repetidas veces, mi marido espera las altas horas de la noche en que estregada yo al sueño me toma con sus manos por el cuello y descarga sobre mí puros golpes aun estando grávida, por lo que tengo siete cicatrices en la cabeza”.
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Entre tantas otras, pues, María Rita de la Vega y Dolores Aceituno utilizaron el recurso de la narrativa —detallada y personal, con descripciones puntuales, uno se atrevería a calificarlas de realistas, de sus cuerpos— dentro de un discurso de victimización femenina para, de manera acaso no simple, servirse de las instituciones que existían, al menos oficialmente, para su protección.
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Aún sin pretender la igualdad o buscar la independencia, las mujeres decimonónicas lograrían hacer del divorcio, que hasta 1859 era eclesiástico y desde entonces hasta el 1914 fue civil aunque no vincular, una estrategia de resistencia —un acto digno de llamar la atención especialmente en un medio que, tanto legal como socialmente, insistía en restarles, no aumentarles, derechos. García Peña argumenta, pues, que, hecho por y para hombres, el proceso de individuación que se llevó a cabo a través de la reforma liberal enfatizó la construcción del sujeto masculino, excluyendo del mismo concepto de individuo, y sus derechos, a las mujeres. De ahí que García Peña sostenga que los únicos los beneficiados del reformismo individualista borbónico y liberal hayan sido los hombres.
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Sostener lo anterior no es difícil, quitarle el velo de lo evidente y descubrir, no por debajo, como harían los hermeneutas de la sospecha, sino en la misma construcción de la tautología, los escabrosos medios a través de los cuales esto fue posible, es lo que hace leíble, es decir, disfrutable a El fracaso del amor, uno de los pocos libros académicos de historia que me ha mantenido volviendo sus páginas sin saber a ciencia cierta, que es una manera exquisita de experimentar el asombro, qué me espera a la vuelta de la frase. ¿Qué se descubre cuando se descubre que la ausencia de cualquier mención de violencia doméstica en los códigos civiles del 66, 71 y 84 se registró mientras los juzgados liberales también evitaban, a toda costa, la incorporación de los relatos del maltrato conyugal que esgrimían las esposas al demandar el divorcio?
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Un fenómeno que había sido, y de manera legítima y amplia, de interés público y social durante la época colonial, el maltrato conyugal, tan abrumadoramente presente en los divorcios iniciados por mujeres, se convirtió en un asunto privado y, por lo tanto, mudo, gracias a una reforma liberal que abogó por los derechos y la libertad del individuo. La violencia doméstica, que era una violencia masculina, se privatizó y, además, se estereotipó, como es posible comprobar en cualquier novela o tratado de nuestros próceres liberales, como una patología de los pobres. La privatización de la violencia conyugal, además, implicó la exclusión de las narrativas del conflicto doméstico, casi todas ellas autorizadas y esgrimidas por mujeres, casi todas ellas elaboradas a partir de las inscripciones que la violencia misma dejaba en el cuerpo, de los juzgados liberales, cuyos abogados preferían ceñirse a las fórmulas jurídicas que encubrían, en muchos casos, hasta la causa misma de la petición de divorcio.
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Lo privado, así entonces, al menos en sus orígenes decimonónicos mexicanos, parece ser un parapeto. En honor a la precisión: lo privado es un parapeto que resguarda narrativas femeninas acerca de la violencia masculina. Silenciado, oscurecido, vuelto materia íntima y, luego entonces, materia muda, lo privado, que había sido cosa pública en juzgados coloniales todavía aquejados de manera obsesiva por la culpa y el pecado y la expiación, entrará en su fase subterránea, en su fase secreta, es decir, en su fase femenina. Lo privado, pues, no es, sino que deviene, a través de un impulso liberal, en femenino. Lo femenino no es, sino que deviene, privado.

lunes, marzo 16, 2009

Fábula de viernes 13

Diario Milenio-México (12/03/09)
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El sitial de los dichos
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La noticia de una tragedia aparatosa suele lucir más espectacular cuanto más familiar resulta el escenario. ¿Qué sería de la ciudad de Dallas, ya de por sí escasa de atractivos, sin el nombre y la huella de Lee Harvey Oswald? ¿Quién va a la Zona Cero de Manhattan y se libra de curiosear y morbosear en todas direcciones, de forma que la nueva familiaridad redunde en un encore imaginario del espectáculo nunca mejor fisgado? Campea un aire de fatalidad helénica en esos escenarios de repente siniestros que acaso nos advierten de la fragilidad de todo cuanto lo sostiene a uno aquí, y hay quienes hasta creen —al amparo de la vieja sentencia: no hay camino más seguro que el que acaban de robar— que estar ahí les brinda cierta seguridad, cuando menos en el plano esotérico. Sabrá el diablo qué es lo que gana el paisaje con tan ineludibles conmemoraciones, pero el hecho es que somos ya legión los habitantes del sur de la Ciudad de México que asistimos al rico espectáculo imaginario de una madrugada siniestra: la del último viernes 13, cuando el estudiante de derecho José Luis Romo Trujano arrolló a un policía, lo paseó agazapado en el cofre por un trecho de mil cuatrocientos metros y lo lanzó más tarde contra el camellón donde los paramédicos se toparían ya con un cadáver.
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Thriller en Insurgentes
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Para deleite de los cabalistas, los hechos ocurrieron justamente en el trecho que separa al Monumento a Álvaro Obregón y la estatua del papa Juan Pablo II, y el infeliz borracho de ocasión que conducía la Volkswagen Sportvan de su desgracia estudió hasta ese día en la Universidad Panamericana, que está por cierto en manos del Opus Dei. Quienes de niños jugamos en el parque de Chimalistac no olvidaremos el detalle siniestro de la mano del hombre que cayó balaceado por León Toral, sumergida en formol tras una vitrina al interior del monumento. Por eso ahora nos espeluznamos a detalle y hondura al reconstruir la escena de la madrugada del viernes 13:
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No bien el coche llega al área de control del alcoholímetro, un policía le indica que se orille, el conductor reduce la velocidad, quién sabe si dudando en detenerse o ya buscando el hueco para la huída, pues sucede que trae una de esas pítimas de nevero que hacen saltar todos los dígitos del alcoholímetro. El policía se ubica frente al coche, como suelen hacerlo sus colegas cuando se trata de evitar una fuga, y uno puede inferir que José Luis, nublado por los humos de la bacanal, carece por ahora de la destreza propia del chilango en las sufridas artes de aventar lámina. De ahí que en vez de hacer a un lado a los policías a través de pequeños acelerones y enfrenones, se lance hacia adelante con el ímpetu del outlaw que de pronto lo apuesta todo por evitar un arresto que lo tendría enjaulado hasta la tarde del sábado 14.
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Lo que viene después semeja el desenlace de una road movie cuya última escena, de no ocurrir así, parecería a los ojos de cualquier espectador la típica gringada que hace la trama inverosímil, por no decir grotesca: el Papa deteniendo al pecador. Según se afanarán más tarde policías y testigos en dejar claro, José Luis se dispara de la esquina de Insurgentes y Arenal con el cuerpo del policía Fernando Corona Mercado incrustado en el cofre y el rostro fijo a medio parabrisas. Nada que no le hayamos visto hacer a Bruce Willis, de modo que tal vez la mente del borracho no encuentre esta película del todo extravagante, y así vuele evadiendo semáforos, ya con las consiguientes patrullas detrás, por Miguel Ángel de Quevedo, Vito Alessio Robles, Encanto, Olivo, Hortensia y Francia, donde la fantasía del policía heroico y el forajido en fuga termina no bien se interpone la efigie dorada del Pontífice. Con la estatua quebrada en el suelo y el cuerpo de Fernando tendido sobre el camellón, José Luis es extraído del coche por sus perseguidores más cercanos, que bien pronto lo informan de la muerte del pasajero accidental. Pero el aún beodo se resiste a creerlo. Supone que lo quieren asustar. Se dice y les repite que no es un asesino ni un delincuente, sólo venía de una reunión con sus amigos...
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Difusas moralejas
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Hay en toda esta fábula siniestra piezas que no terminan de encajar. Quien no sea familiar con el caos chilango, encontrará inaudito no sólo que un estudiante de derecho se atreva a echarle el coche encima a un policía sino, el colmo, que éste se le ponga delante para impedirlo. Lucha a muerte: pellejo contra lámina. Lo hemos visto decenas de veces, el de azul es tan macho que se planta ante nuestra defensa, con la torpe arrogancia de quien ignora lo más elemental: todo vehículo de cuatro o más ruedas es un arma arrojadiza en potencia. Aquí la gente se le escapa a los policías porque juega con ellos al gato y al ratón. Ningún ratón con patas alcanzará jamás a un gato con ruedas, y si eso sucediera siempre habría manera de arreglarse. Nos cuesta respetar a los policías porque a todos nos han chantajeado y tememos que vuelva a ocurrir, una vez que por ellos y sus jefes aprendimos lo elásticas que pueden ser las leyes. En términos jurídicos, nos hemos enseñado a ser sus secuaces. Cuando uno se nos planta enfrente, no creemos que tratamos con la autoridad, sino con un malandro que quiere intimidarnos para cobrar la cuota de un apandillamiento fugaz.
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Mal puede un estudiante de derecho ignorar las consecuencias jurídicas de sus actos, aún en medio de la peor papalina, ni por supuesto las ventajas que un sistema de leyes elásticas puede otorgar a sus regateadores. Tampoco ignoraría que los escuadrones del alcoholímetro son técnicamente incorruptibles. Y mientras los jerarcas de la policía culpan de todo a los giros negros que nada tuvieron que ver con la tragedia, la moraleja no apunta hacia las quejas del secretario de Seguridad Pública, que ha aprovechado la ocasión para recordar a los bares su nueva hora de cierre “para evitar tragedias como ésta”, sino justo hacia el peligro contrario: que la mojigatería de nuestros legisladores incremente las reuniones privadas donde el alcohol, por cierto, corre sin diques, pues no hay ni que pagar por los tragos. De una de ésas venía José Luis, que ahora va a pasarse unos lustros liquidando la cuenta por jugar al Bruce Willis aquí cerca, entre Chimalistac y la Florida. En el thriller de horror donde tantos pudimos un día haber estado.

La disparition

Diario Milenio-México (16/03/09)
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Tal es el título de la novela publicada en 1969 por Georges Perec, aquella cuya fama deriva en buena medida de su carácter lipogramático. Me explico: un lipograma es el texto en que se omiten deliberadamente todas las voces que contienen determinada letra, y he aquí que, en La Disparition, Perec no emplea una sola “e”. Así, G.P. nombrará a su protagonista Anton Voyl y lo lanzará a una ominosa trama. Disparition: vacío, adiós, omisión. “¿Hay un animal con un corpus circular, mas no clausurado, acabado por un trazo casi rígido?”; con tal animal, motor para la acción, hallamos lo no hallado, grafía proscrita.
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Para mi apretada sinopsis de la novela me he esmerado en imitar el procedimiento perecquiano, en cultivar un minilipograma marcado por la ausencia de la e. No ha sido fácil. Si pierdo la e pierdo el nombre de Georges, que tiene dos, y el apellido Perec, con otras dos (de ahí mi recurso a la iniciales G.P.). Pierdo también las expresiones “llamarse” y “responder al nombre de”, por lo que Anton Voyl se ve obligado a ser “nombrado”. La trama, sin e, no podrá ser misteriosa y menos enigmática sino apenas (que no meramente) ominosa. Habrá, sí, vacío, adiós y omisión pero —¡ay!— no ausencia. Y mi traducción de la frase “Y a-t-il un animal qui ait un corps fait d’un rond pas tout à fait clos finissant par un trait plutôt droit?” devendrá crípitica al no poder sustituir corps por cuerpo sino por el latinajo corpus, al obligar al círculo a estar “no clausurado” en vez de “no cerrado”, al devenir el trazo que da su forma a la e no “más bien recto” sino “casi rígido”. ¿Por qué me ha costado tanto trabajo? Primero, claro, porque no soy Perec: porque mi pluma, de sí menor, no se ha visto fogueada en el extravagante ejercicio de las limitaciones autoimpuestas. Pero también porque escribo en español y no en francés, y he aquí que el vocabulario de nuestra lengua supone una recurrencia todavía mayor de la letra e.
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La Dispatition tiene tres traducciones inglesas, y si bien una —la de John Lee— es tramposa ya desde el título, que apela a la contracción para escribir Vanish’d!, las otras dos resuelven bien el problema de la elisión de la e en al llamarse A Void (la de Gilbert Adair) o A Vanishing (la de Ian Monk). También hay una española, hecha en comité, que, cosa harto reveladora, opta por eliminar la a en lugar de la e, lo que redunda en un nuevo título —El secuestro— y una mayor facilidad de adaptación a nuestra lengua, ese español que es todo encanto y entendimiento, pendiente y dependiente de la e.
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Conclusión exprés: escribir en español sin e es empresa ya no heroica sino eminentemente errada. Y estúpida.
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Todo esto me vino a la cabeza la semana pasada, cuando mi teléfono celular tuvo a bien (peor: a mal) quedarse sin e. Pulsaba yo el teclado y en la pantalla aparecía ora la q, ora la w, ora la r… pero nada de e, lo que habría de lanzarme a toda suerte de complicaciones a la hora de enviar mensajes de texto, modo privilegiado de la comunicación en estos tiempos fragorosos. “¡Perdón!”, quise decir a mi asistente, asumiéndome jefe consciente de sus errores, pero no pude escribirle sino “Sorry!” antes de añadir un “t djo la grabadora n mi casa sta tard; como vrás, mi tclado s jodió” (huelga decir por qué hube de decretarlo jodido y no meramente echado a perder). Lo peor, sin embargo, vino cuando un amigo, que visitaba en ese momento la exposición Zares, integrada por piezas del Museo del Ermitage, me pidió le recordara cuál era la que más me había gustado. La tragedia estribaba en que se trataba de una caja de rapé, azul, sembrada de diamantes. Problema: sin e, la caja de rapé devenía caja de rap, suerte de boombox más adecuada a Diddy que a Dmitri. Solución: describirla como “una cajita para tabaco, azul con diamants, qu stá n la misma sala dl rtrato d Catalina la Grand” antes de ofrecerle disculpas por mi “catalanismo involuntario”.
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La semana que pasé sin e fue terrible. Fue un tiempo sin esposa Eunice ni abuela Elvira ni madre Teresa (es la mía: no la de Calcuta) ni padre Miguel (mi progenitor, no mi confesor). Sin escritura —nada de ensayo pero tampoco novela, cuento o poesía— y sin algo extático, evanescente, erótico, entrañable o aun hermoso que redimiera esta existencia que ya no era sino vida.
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Gracias, pues, al técnico de Iusacell. Gracias por haber terminado no sólo con la disparition sino también con la desaparición, por haberme devuelto al encantador, eterno, entorno de la e.

Algo más sobre el maltrato a los animales

Diario Milenio-Puebla (12/03/09)
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Como consecuencia de la nota anterior que publiqué en este espacio de Milenio, llegaron a mi buzón electrónico una gran cantidad de mensajes que me dejaron muy sorprendido, porque entendí que hay una gran cantidad de personas que se preocupa por el tema del maltrato a los animales.
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Sé que es difícil que suceda algo (que algo proceda legalmente) en el caso de Jaltenco.
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Entre las misivas que recibí había una que contenía una frase terrible: “¿Si hay quienes matan personas sin cargo de conciencia alguno qué se espera del trato hacia los animales?” Sin embargo y pese a todo, tengo en mis archivos cartas hasta de Yucatán, donde la gente protesta por la gravedad de los hechos de Jaltenco. Varios blogs de amigos subieron el texto y uno que otro comentario que yo mismo envié.
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Encontré en Puebla una sociedad protectora de animales con cuyos miembros estoy en proceso de contactarme y navegando por la Internet me topé con varias direcciones similares en toda la República mexicana.
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Respondí a mis amables lectores lo siguiente, lo reproduzco con las debidas correcciones: “Me alientan a seguir tratando estos temas. Hace tiempo escribí sobre la cruel matanza de las focas en Canadá, imágenes ingratas que transmitió López Dóriga en la televisión. Leí desde siempre, desde que era pequeño, a Carlo Coccioli, italiano radicado en México desde 1953 y quien siempre habló del sufrimiento de los animales. Me indigna cualquier maltrato, venga de quien venga, en contra de los indefensos animales”. Debí agregar aquella frase que es también de Coccioli: “Los animales están más cerca del cielo porque no saben que van a morir.”
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Destaco aquí las generosas palabras de Marielena Hoyo, exdirectora del zoológico de Chapultepec (1983-1997), activista independiente de los derechos de los animales no humanos, miembra honoraria de la Asociación Franciscana y miembra del Consejo Consultivo Ciudadano por los Animales. Marielena Hoyo escribe una nota semanal para Crónica sobre el tema de los animales y, como ella misma lo subraya, sus tribulaciones. Éste es un pequeño extracto de su e-mail: “No sabes qué importante es que personas ajenas al medio, pero con la gran sensibilidad que demostraste, nos ayuden con su opinión”.
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Toda su vida la ha dedicado Marielena Hoyo a la protección de los animales y ha mostrado siempre una gran sensibilidad. La recuerdo perfectamente en las entrevistas que le hicieron para la televisión. Siempre admiré su firme disposición hacia la protección de los animales.
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En una ocasión, en aquel tiempo que podía yo beber una cerveza, no recuerdo si fue en Torreón, un hombre arremetió a patadas contra un perro callejero. Nunca he sabido cómo pude apartarlo, pero lo hice. Días después no me abandonaba una terrible inquietud. La sigo teniendo, creo.