martes, agosto 28, 2012

De generales y hombres libres-(Sexenio-Puebla 07/08/12)

Hace unos meses Puebla bombardeó a todo el país con motivo del festejo del 150 aniversario de la batalla del 5 de mayo de 1862. Los principales eventos se transmitieron a nivel nacional. Puebla echó la casa por la ventana.

Sin embargo, nulo fue el espacio dedicado a la literatura. Hubo ediciones de libros, pero todos de corte histórico; ninguno de corte literario. Algo extraño, pues el siglo XIX se distinguió por tener una literatura combativa, ahí están Vicente Riva Palacio, Manuel Payno, Ignacio Ramírez “El nigromante”; etc. Habiendo tanto de dónde rascar, la literatura fue el género abandonado en estos festejos.

El Colegio de Puebla, a cargo de Miguel Maldonado, hizo un gran esfuerzo por conjugar algo de ambas. Ediciones bellas encargadas a Jean Meyer alrededor del 5 de mayo, así como la edición de libros especiales como: Los libres no reconocen rivales de Paco Ignacio Taibo II; obra que posteriormente es publicada por el sello Planeta, casi a la par de El general orejón ese del mismo autor. Ambos libros son de corte histórico, pero con una riqueza literaria en su narración.

Los libres no reconocen rivales es un gran repaso sobre todos los acontecimientos que originaron la invasión francesa. No pierde el tiempo en detalles innecesarios y describe lo básico para comprender todo lo que rodeó al 5 de mayo de 1862. Taibo II se dedica a ponerle nombre a cada uno de los héroes y villanos, así como a romper mitos. Explica las traiciones existentes entre el bando de los liberales y el de los conservadores, plasma la simpatía que los poblanos mostraban hacía los franceses y las expresiones que dicha simpatía le generaban a Zaragoza, describe con precisión lo sucedido durante el 5 de mayo y da su punto de vista sobre el por qué esta fecha es memorable y digna de ser festejo nacional. Libro que da lugar por vez primera a los serranos de Puebla.

El general orejón ese trata sobre uno de los generales más importantes del siglo XIX, pero también de los más olvidados: Mariano Escobedo. Una biografía novelada o una novela biográfica; pero jamás una biografía a secas. Aquí Taibo II narra cada uno de los actos heroicos –muchos en él- y de los obstáculos librados que fueron forjando a Escobedo. Este libro busca darle un lugar adecuado a Mariano Escobedo, pues el discurso oficial lo tiene olvidado y tan sólo es uno más de entre todos los generales, a pesar de estar al nivel o por encima de Negrete, González y Díaz.

Dos libros que gozan con una amplia bibliografía consultada por el autor, pero sobre todo son dos obras que harán reflexionar al lector sobre el papel que jugaron algunos personajes históricos durante esa época.

El discurso manejado en cada uno de los libros es ameno, muy digerible; lo que los hace accesible tanto a niños, como a jóvenes y adultos. Libros que deberían formar parte de las lecturas obligadas en las clases de Historia de México, pues ofrecen versiones más apegadas a la realidad que las aparecidas en los libros de texto.

Quizá, dos obras necesarias para estos días oscuros que vive México.

lunes, agosto 27, 2012

¿Para quién lees? (Diario Milenio/Opinión 21/08/12)


Hay preguntas que, refiriéndose a uno, solo puede contestar, en sentido estricto, otro. Se trata de preguntas solo en apariencia sencillas que, de hecho, respondemos sin reparo alguno día con día. ¿De dónde eres? ¿Para quién escribes? ¿Cuál es tu casa? Son preguntas que, al enfatizar nuestra condición como seres relacionales, nos obligan a escuchar la respuesta de otros y a guardar silencio, en franca actitud de espanto o de humildad.
Hace algún tiempo, elaborando algunas ideas acerca de la posición de la escritura en un mundo globalizado, la poeta y narradora canadiense Anne Michaels empezaba por plantearse algunas preguntas, y la decisión es de suyo interesante, sobre la manera en que los hábitos de lectura globalizada podrían afectar y, en su momento, transformar las ideas y prácticas de una literatura local y/o nacional: “¿Qué significará una literatura nacional para una sociedad que lee sin dificultad globalmente, absorbiendo novelas en línea y bajando al instante nuevas traducciones de nuevos libros?”. La respuesta, que no proporciona en “Leer el Fausto en coreano”, le da pie, sin embargo, para conectar ciertas prácticas de lectura y la escritura con otros tantos cuestionamientos acerca de la relación de pertenencia que se establece, a veces de forma injustamente unívoca, entre lugar y autor. Veamos: “A pesar de la facilidad con la que cruzamos fronteras y nos introducimos en las experiencias de los otros, algunas verdades no cambiarán: el amor nos encuentra donde quiera que estemos, un niño nace solo en un lugar, el sitio donde enterramos a nuestros muertos se vuelve sagrado; estos lugares no nos pertenecen, nosotros pertenecemos a ellos. ¿Y, metafóricamente, dónde se entierra a un escritor? En un libro; en un lector. No enterrar en términos de inmortalidad, sino en términos de crear un terreno común. Un escritor puede nacer en un lugar y escribir en otro —lo que importa es ¿quién lo clama como propio? El lector, que bien puede vivir en otro tiempo y en otro espacio. Solo en este sentido, tal vez, la globalización no puede considerarse una nueva idea”.
Así, de acuerdo con la autora de Piezas fugitivas, una novela que no me canso de recomendar a diestra y siniestra desde hace ya años, la pregunta sobre la pertenencia, solo simple o unidireccional en apariencia, sería mejor dirigírsela (¿arrojársela?) al lugar y no a la persona. La respuesta más honesta al “¿de dónde eres?” sería, luego entonces, “del lugar que me clame como propia”. ¿Y cuántos estaríamos dispuestos a esperar la respuesta en respetuoso, tolerante, reflexivo silencio? En todo caso, la respuesta, en vida, bien podría ser singular o plural, en efecto. En sentido literal y a fin de cuentas, sin embargo, el lugar que nos clama como propios, el lugar que rechaza toda presencia de ajenidad, solo es uno: la tumba. “Cuando no es posible enterrar a los muertos en un lugar que los recuerde”, concluía Michaels, “alguna veces la literatura es la única tumba que les podemos dar. Y la tumba es el único lugar que el migrante puede clamar como propio en su país adoptado; un lugar, irónicamente, para los vivos”.
Una estrategia similar habría de usarse cuando uno trata de contestar, a veces con poco reparo y menos pudor, otra pregunta relacional: ¿Para quién escribe?
Hace no tanto, mientras diferenciaba entre libros propiamente literarios y los así llamados best sellers, el autor argentino César Aira incluía una noción que, no por obvia, pasa como percibida. Decía que, a diferencia de los libros que involucran un proceso de exploración (de experimentación, decía de manera literal), no exentos del desvarío cuando no del más franco extravío (“ese peculiar cuestionamiento de la significación al que llamamos literatura”), un best seller era un “sueño realizado”. El escritor de best sellers sabe lo que escribe y, por saberlo a ciencia cierta, de principio a fin y, además, verazmente, encuentra su punto final de recepción, que es la compra. Más que para explorar, un best seller se lee para confirmar el estado de las cosas, y de las palabras que designan a las cosas. Es de presumirse, luego entonces, que el escritor de best sellers no solo sabe lo que escribe sino también, acaso sobre todo, sabe para quién escribe. Porque no se trata de un asunto relacional sino de control y, aún más, de mercado, el autor de best sellers sabe que se dirige a los gustos y prácticas de lectura de tal o cual sector de la población, cuyos datos le puede brindar, aquí sí sin reparo alguno, la encuesta más reciente.
La situación se complica, y se vuelve más interesante, si la pregunta relacional se contesta de modo relacional: Se escribe para invocar el lector que producirá la relación que promete el texto. Se escribe, luego entonces, para producir o instigar o conminar a ese lector que, en sentido estricto, todavía no existe. Se trata, tal vez, de una apuesta. O de una travesura. O de una imposibilidad.
Para ponerlo todo en modo annemichalesleeafaustoencoreano acaso tendríamos que preguntar a su vez: Y tú, ¿para quién lees?

Querido Tiradero (Diario Milenio/Opinión 28/08/12)


Hasta donde recuerdo, El Tiradero siempre estuvo ahí. En un principio eran juguetes, cuentos, estampas, boletos, dibujos y otros chunches que, niño al fin, sentía lástima de echar a la basura. “¡Todo guardas, caray, pareces rata!”, se quejaba mi madre, pues solo en mis dominios había fracasado su plan de tolerancia cero contra la porquería. Tras años de ganar tolerancia hogareña, El Tiradero fue diversificándose. Revistas, libros, discos, cuadernos, cables, aparatos, manuales, controles, herramientas perdidas y kilos de basura mal disfrazada de memorabilia, unos encima de otros como en una gran tómbola.
De mudanza en mudanza, El Tiradero se fue haciendo más amplio y auspicioso, de modo que no solo abarcaba completa una habitación, sino que iba invadiendo las demás, como una enfermedad oportunista. Madre, sí, solo hay una, y eso lo tienen claro lo desmadres, que en su ausencia tienden a ser pandilla. “¡Maldito tiradero!”, suele uno farfullar de cuando en cuando, como quien culpa de la gripe al estornudo, pero al final se rinde al poder corruptor de la costumbre. “¡Un día de éstos tengo que escombrar aquí!”, se justifica ante los visitantes, como si solo en medio de ese trance pudiera ver su caos a través de unos ojos imparciales. O como si quisiera prevenir comentarios del tipo “si así tiene la casa, cómo tendrá el cerebro...”.
Cierto que hubo opiniones comprensivas, como aquélla que me tildara de “coleccionista”, cuando no era sino amontonador. Otros, menos amables, arriesgaron diagnósticos tan bochornosos como ese del “anal retentivo” que no hizo mejor cosa que estreñirme otro poco la conciencia. ¿Y no es ahí, por cierto, donde sienta sus reales la oficina matriz del Tiradero, S.A.? Si Neil Armstrong cobró celebridad por un viaje a la luna, otros pagamos renta por el trip de vivir en esas suburbiales latitudes, mientras en torno nuestro se amontona un paisaje disfuncional que nos condena a seguir en la luna. ¿Quién va a querer aterrizar en medio del Tiradero, Inc., si ello implica enterrarse en un gran laberinto de cuya entraña puede emerger cualquier cosa, reptiles, roedores y alacranes incluidos?
“¿Cómo tendré el cerebro?”, termina uno también por preguntarse, si bien de pronto lo hace por narcisismo vil. Como si solamente el Santo Tiradero pudiera hacer que yo fuera yo, cuando lo único cierto es que al cabo lo soy a pesar suyo. Verdad es, asimismo, que encontrar un objeto extraviado entre las varias sedes del desmadre en un tiempo menor a quince minutos me daba un raro orgullo empecinado: “¿Ya ves cómo sí sé dónde tengo las cosas?”. Y eso que nadie entró en mi disco duro.
El gran inconveniente de vivir en la luna es que las rentas nunca dejan de subir y los caseros suelen ser implacables a la hora de cobrarse, como solía decirse, a lo chino. Pues en mitad del amontonamiento, difícilmente sabe uno lo que tiene, y menos todavía lo que le falta. En general y en particular. En cuerpo y alma. Podría hacer memoria y recordar en qué momento, incluso con qué objetos fue invadiendo el desmadre cada recámara; lo que sí no recuerdo es dónde estaba y cómo me distraje cuando se me instaló en la cabeza. Tampoco sabe uno cómo es que terminó convertido en rehén. En todo caso, iba llegando la hora de aterrizar en plena capital del Tiradero. Muy temprano, en silencio, igual que un batallón de paracaidistas.
Nunca entendí por qué mi madre era implacable con las huellas del recuerdo, hasta que me enfrenté al Tiradero. La vi destruir fotografías preciosas de sus años de soltera y echarlas sin piedad a la basura, con tal de no ofrecerle cuartel a tiradero alguno, así fuera en cajones organizados con rigor militar. Con esa misma táctica, eché en cuestión de horas al Tiradero fuera de la recámara principal. ¿Cómo es que cancelé todo ese espacio en tributo a la hueva de cada día? Pero mientras aquí se imponía latolerancia cero, ya El Tiradero se atrincheraba en las otras recámaras, reforzado por la presencia reciente de objetos exiliados en montón. Qué difícil resulta no tomar prisioneros.
Releo lo ya escrito y confirmo que no logré evitar el tufo de rehab domiciliario, cuando lo que intentaba en un principio era abundar en torno a los diversos monstruos que es preciso enfrentar antes de decidirse a escribir novela. Sucede, sin embargo, que los míos están acechando allá afuera, y yo para vencerlos no tengo sino un par de franelas, una aspiradora y un relato tramposo que ya da por extinto al caos imperante: estrategia y terapia en un solo paquete. Sé que suena a autoayuda, pero es pura teoría literaria: sin monstruos arrasados no hay novela posible ni vida tolerable.