lunes, diciembre 12, 2011

Aquel primer gafete (Diario Milenio/Opinión 12/12/11)

Pereza de especialista

Hasta donde recuerdo —y es seguro que miento, esas cosas se olvidan—, la última vez que escribí sobre un disco estaba en otro siglo y tenía una montaña de ellos enfrente. Todos regalados, casi siempre en montón, de modo que tenerlos ahí delante no era, como pasó al principio, la perspectiva de un banquete lujuriante, sino algo similar a un deber engorroso. Como si esa montaña de discos nuevos fuese un ciento de exámenes en espera de ser calificados, a sabiendas no sólo de que había tiempo menos que suficiente para enterarse de su contenido, ya no digamos interesarse por él, sino encima, y sobre todo, que el calificador estaba lejos de tocar decentemente un instrumento, y esa sola carencia lo descalificaba para otorgar a un producto musical más calificación que la sentimental. Nadie ignora, por cierto, cuan caprichosos y autoritarios pueden llegar a ser los sentimientos, de por sí desdeñosos ante lo demasiado familiar y ávidos de todo cuanto luce más allá de su alcance.

Cierto es que pocos deleites hay tan suculentos para el aficionado como el de hacerse parte de la función que admira, pero vale advertir que el gusto dura poco, una vez que se agotan las fichas de la mística. Imposible olvidar aquella sensación de privilegio extremo que lo cautivó a uno durante la noche mágica de su primer gafete. Hasta que un día el gafete se vuelve, como el coche, un mero requisito de trabajo, que a menudo confina al portador a asistir al concierto desde un palco repleto de espectadores que no se divierten, y si lo hacen se obligan a disimularlo, en el nombre de su estatura crítica. Si alguna vez el portador se vio envidiado por los fanáticos, desde ese palco triste aprenderá a envidiarlos, y con el tiempo simpatizará con ellos desde alguna distancia profiláctica, pues le toca asimismo juzgar a ese público del que hace tanto tiempo dejó de formar parte.

Las olas del deseo

Uno de los auténticos privilegios del culto al gafete consiste en la prerrogativa intermitente de acercarse a personas y personajes de los que aprende cosas invaluables. Philip Glass —durante un tiempo músico de noche y taxista de día— me pidió alguna vez que imaginara la vida atormentada del especialista, que está obligado a ir adonde los demás van por placer, a un ritmo de trabajo esclavizante que atrofia los sentidos aun del más entusiasta. ¿Quién goza cinco, seis conciertos por semana, a lo largo de años de aplicar los rigores del intelecto ahí donde los demás prefieren ser juguete de sus emociones? Entre palcos, camerinos, zonas VIP y pasillos iluminados como baños públicos, la mística se esfuma y en su lugar se impone la simulación. Si antes, en la butaca, era uno dichoso, ahora es oficialmente feliz. Así debe creerlo, y si acaso lo duda puede empezar por preguntarse cuánto le costarían todos sus privilegios, suponiendo que todos tuvieran un precio. De esta dicha aritmética deberá extraer fuerzas para seguir pensándose envidiable y creer que ese monte de discos sin estrenar es un botín que invita a relamerse los tímpanos.

Quienes han obtenido ya miles de canciones gratuitas en formato MP3 saben probablemente de lo que hablo: la adicción a lo fácil y lo gratuito adelgaza el volumen del deseo. A más de una década de aquellos últimos discos regalados, miro el buró y confieso que hay dos montañas de discos sin abrir. La diferencia es que éstos están junto a la cama, y eso porque no caben en el botiquín. Los he comprado todos como quien pone fichas en el tapete verde, no pocas veces presa de acuciantes punzadas en el codo, sólo que tengo tiempo de sobra para que la ruleta gire y gire. Ya sé que se amontonan los placeres pendientes, pero así es el oleaje del deseo. Por su naturaleza veleidosa, los antojos suelen llegar desordenadamente, pues nada en sus dominios huele a compromiso. Son la parte más libre de nosotros y les importa un pito lo que se espere de ellos. Ahora mismo que pergeño estas líneas a lomos del nuevo álbum de Chico Buarque, no me ha dado la gana revisar su alineación de músicos. Y eso que llevo dos semanas oyéndolo. Debería decir: gozándolo sin freno. Con su permiso, no soy especialista.

Palabras sin gafete

No me es fácil hablar de Chico Buarque porque pasa que es uno de esos temas en tal medida íntimos que temo carecer ya no nada más de objetividad, sino de hecho sentido de la realidad. Escucharlo por días y semanas, sin siquiera cambiar de disco porque uno se ha mudado a vivir en esa colección de canciones, transforma en cotidiano lo sobrenatural, y viceversa. Es decir que deja uno de saber si lo que escucha es en sí maravilloso o sólo una ventana que hace ver así al mundo. Pero claro, estas cosas pueden decirse igual de cualquier otro afecto, si al fin hablan más de uno que del tema. Antes, cuando había logrado la dudosa proeza de convertir el gozo en trabajo serial, me ocupaba de conocer de cerca, según yo, la causa del placer a ser narrado. Y ahora que ese placer no es sino una dichosa pieza del paisaje, asumo mi papel de vicioso irredento: no me interesa más que el puro efecto.

Pasar de aficionado a especialista no implica mucho más que conseguir un par de gafetes de prensa y seguir la corriente hacia el palco callado. Hay bebidas gratuitas y área especial de estacionamiento; y hay gente que se pasa dos semanas hablando de una noche como aquélla. Luego les da por irse entremezclando en el recuerdo, pero uno está obligado a manejar los datos con soltura, si no con el aplomo de un divo de la trivia, mientras al otro lado los aficionados sacan jugo a la noche como les da la gana, y siempre que es preciso se exceden como y cuanto se les antoja, sin que se enteren todos sus colegas. ¿Y no es cierto que de esto se trataba la música, antes de que llegara aquel primer gafete? Perdón que no hable más de Chico Buarque, pero ha sido difícil recobrar el papel de aficionado. Adiós, palabras necias. Que se escuche la música.

martes, diciembre 06, 2011

La historia del amor-(Sexenio-Puebla 29/11/11)

Se dice que el amor es el ingrediente principal en todas las historias contadas por el hombre.

El amor como motor del mundo.

El mundo como un todo amoroso.

El amor el ausente cuando nace una guerra.

No hay novela que no contenga una historia de amor.

No existe poema que no refleje un acto amoroso.

Se divulga que el mejor resumen de la Biblia es: amor al prójimo, al otro.

Algunos más, aseguran que se han invertido siglos para explicar cómo ama un hombre a una mujer y viceversa.

Todo ello hace pensar que hablar de amor es sencillo, que cualquiera podría responder con facilidad a la pregunta ¿por qué me amas? o ¿cómo sabes que me amas?; etc.

Lo anterior es la novela del amor, aquí los personajes son secundarios; lo que importa es rastrear al amor.

Más bien, a Cristina Rivera Garza le interesa saber por qué se puede describir al amor, cuando éste ha terminado y eso qué significa.

Amor como un sueño del que tarde o temprano se despertará.

Desear que nunca termine y misterio por saber cómo empezó todo, eso también es el amor.

Amor como un acto efectuado entre dos personas, dos desconocidos conocidos, y después -tal vez- sean dos conocidos desconocidos.

El amor como un juego de espejos, donde se refleja lo que quieres ver.

¿Y si el amor no existiera, si tan sólo fueran palabras?

¿Y si el amor sí existe, pero termina cuando busca explicarse?

¿Si el amor es todo lo anterior y el desamor también?

Lo anterior de Cristina Rivera Garza es una novela sorprendente, donde las palabras se vuelven el papel central. No hay novela de ella que no atrape, que no deje con la sensación de más cucharadas de ficción; pero también no hay novela de ella que no deje al lector con una sensación de locura.

Una novela de escepticismos donde no importan los nombres, ni el sexo; tan sólo interesa saber qué pasa con el amor.

El amor como protagonista de un presente (lo que se vive) o de un posible futuro (lo que se espera), que corre el riesgo de convertirse en pasado (lo anterior).

Hic sunt leones (Diario Milenio/Opinión 06/12/11)

Había ido al parque para ver las nubes. No lo hacía a menudo. De hecho, no lo hacía casi nunca y mucho menos entre semana. Pero atravesaba una de esas crisis veraniegas que lo dejan a uno con poca energía, muchas dudas, y ese característico sabor agridulce sobre la lengua. Sumido en un dilema sin nombre, sin rostro, me puse ropa de ejercicio para camuflagear mis verdaderas intenciones y, una vez en el parque, lo único que hice fue recostarme sobre el pasto, boca arriba. Las nubes eran de un blanco casi iridiscente a esa hora de la mañana.

-Son bonitas, ¿verdad? -me preguntó una muchacha de pantalón de mezclilla y camiseta holgada. Su interrupción me molestó. No había ido al parque para buscar compañía y mucho menos plática.

-Sí -le dije, cortante, dándole a entender que esa era mi última palabra. Ella no entendió el mensaje y, en lugar de seguirse de largo, se sentó a mi lado. Abrió su mochila de explorador y sacó una cajetilla de cigarros.

-No fumo -le informé cuando me ofreció uno de sus tabacos.

-Hace bien -comentó a la distraída-. ¿Cree que llueva hoy?

No le respondí lo que pasaba por mi mente y cerré los ojos. Así estuve largo rato, poniendo atención a los ruidos del tráfico y al murmullo lejano de gente caminando de prisa. Mientras tanto pensé en la oficina oscura donde pasaba gran parte de mis días garabateando números y memorándums. Luego, sin poder evitarlo, pensé en la mujer energética que había dejado nuestra cama matrimonial a tempranas horas, dispuesta a conquistar al mundo con la voz firme y sus pasos largos. No escuché ningún pájaro en el parque, ningún otro ruido animal. Sólo me decidí a abrir los ojos cuando supuse que la muchacha de la interrupción ya se había marchado.

-¡Pero si sigues aquí! -exclamé con sincera sorpresa cuando levanté los párpados.

-Pues dónde más iba a estar -me contestó como si de verdad no hubiera otro sitio en el mundo para ella. Después sonrió con un mohín amplio, ligero. Bajo un flequillo desigual, sus ojos negros me miraron abiertamente, con calma. La confianza de su gesto me asustó. Por un momento pensé en Miriam, la niña terca que Truman Capote inventó en uno de sus cuentos. ¿Qué tal si se pegaba a mi vida y ya nunca desaparecía? Me acordé también de las ladronzuelas urbanas que ciertas canciones de moda han inmortalizado, pero la muchacha no era tan hermosa ni tampoco parecía interesada en aventuras eróticas. Luego pensé en las lolitas de Hollywood, seguidas por las mujeres fatales y las vampiras. Un aire de amenaza nubló mi día. Fue entonces que quise escapar, pero el peso de mi cuerpo me mantuvo exactamente donde estaba: sobre el pasto, boca arriba, en posición de crucificado.

Ella se recostó junto a mí.

-Ésa parece un barco -dijo, señalando una nube con su cigarro encendido. No era cierto pero, inmovilizado por el miedo como me encontraba, no osé contradecirla.

-Y ésa, la de más allá, ¿la ve? Ésa tiene forma de león -continuó sin tomar en cuenta mi silencio. Para entonces ya había olvidado el dilema que me llevó al parque y una angustia nueva, diferente me invadió por completo. Hic sunt leones. La frase llegó entera a mi cerebro y ahí se deslizó con una lentitud pasmosa. En los mapas antiguos, recordé, esa oración indicaba territorios inexplorados.Terraincognita. Los ecos de las palabras juntas retumbaron dentro de mi cráneo. Con el ruido dentro de mi cuerpo, me volví a verla una vez más. La posición de su cuerpo, sus palabras, hasta el cigarrillo entre sus dedos parecía normal. Era sólo una muchacha, tal vez una estudiante con algo de tiempo extra o una desempleada sin mucha preocupación por el futuro. En cualquier caso, no había explicación racional para mi súbita inmovilidad y tampoco para el sudor frío que empezaba a cubrir mi frente. Un cosquilleo absurdo en mi mano derecha capturó mi atención y, cuando logré divisarla con el rabillo del ojo, me di cuenta que había una hilera de hormigas atravesándome como a una montaña en medio el camino, un obstáculo más. Entonces volví a cerrar los ojos deseando con toda el alma que la muchacha tan sólo fuera una alucinación, una de esas imágenes que aparecen y desaparecen sin dejar mayor huella. Deseando que el parque fuera imaginario. Deseando que lloviera.

-Tienes miedo ¿verdad? -me preguntó finalmente sin dejar de observar las nubes-. Es normal -añadió después de un rato de silencio.

-¿Qué es normal? -inquirí con voz malhumorada, ya dentro del terror. Era la primara vez que yo le preguntaba algo. Al mismo tiempo intentaba mover los brazos sin conseguirlo.

-Cuando la gente se vuelve loca, ya ves, así pasa -comentó como si se estuviera refiriendo a un resfriado-. Cada quien tiene su manera.

La observé una vez más y no volví a encontrar nada excéntrico en ella. Traté de decir algo gracioso o algo complejo, pero cuando abrí la boca sólo pude balbucear algo sin sentido.

-No te preocupes -insistió-. Es normal.

Me tocó el hombro derecho y me vio con una misericordia tibia y llana. Parecía que ella me entendía mejor que yo. Luego volvió la cara al cielo y empezó a incorporarse.

-Va a llover muy pronto hoy -aseguró. Traté de mover un brazo para detenerla pero no lo logré. Lo único que pude hacer fue seguirla con la mirada hasta que su cuerpo desapareció entre las frondas de los árboles. Volví a cerrar los ojos. Añoré como nunca antes el espacio oscuro de mi oficina, el hueco tibio dentro de la cama, la mujer de energías múltiples con quien la compartía. Las cosas que se habían quedado atrás, perdidas para siempre. Entonces una gota fría se deslizó por mi cuello. Hic sunt leones. Más al rato le siguió una tormenta sin rayos y sin truenos.

lunes, diciembre 05, 2011

Devuélvanme mi acento (Diario Milenio/Opinión 05/12/11)

Camino sin señales

Hasta donde recuerdo, revisé tantas veces aquel primer artículo que me sentía tranquilo frente al ojo del jefe de redacción. Encontraría tal vez algún vicio sintáctico, pero nunca una falta de ortografía, me jacté mientras lo miraba recorrer cada línea sin levantar el lápiz, hasta que se detuvo en la palabra fue. Decía “fué”, que es como había yo aprendido a escribirla, pero mi corrector fue despiadado. “Esa ya sólo la acentúan los viejitos”, me hizo un guiño sonriente y tachó para siempre aquel acento, pues desde esa ocasión nunca más volví a usarlo. Es cierto que al principio me daba la impresión de que faltaba énfasis, cual si el “fue” sin acento pareciese menos definitivo, pero al cabo de algunos cuantos usos el acento perdido se reveló como era: superfluo y redundante. No caben dos sentidos en la palabra fue, ni el acento prosódico cae en lau. Y lo mismo sucede con fui: el acento en la i le va como un bombín encima de la cachucha.

No soy especialista, sino usuario frecuente. Como todos los niños, detesté los acentos mientras no supe cómo y dónde ponerlos. Parecía muy difícil, al principio, tanto que más de uno contrajo esa costumbre gañanesca de escribir solamente con mayúsculas, y que equivale a hablar a grito pelado, pero conforme el idioma fue requiriendo de usos más sofisticados descubrimos que aquellos tildes quisquillosos brindaban un servicio inigualable a la hora de emplear palabras nuevas o leer en voz alta, por ejemplo, pues fungían como señalamientos providenciales a la hora de pronunciar y enfatizar. Por más que uno conozca las palabras en sus varios sentidos y crea tener un cerebro veloz para desentrañar los entuertos verbales, un texto en español que no contiene acentos se parece a un camino rico en bifurcaciones pero vacío de señalamientos. Quien no conozca de antemano esas líneas y pretenda leerlas en voz alta sin un previo repaso, estará condenado a tropezar indefinidamente.

El tilde rescatista

Se equivoca quien piensa que el acento es algo así como una exquisitez francamente opcional, cuando su uso no es menos necesario que el de los barandales en las escaleras o los estribos en los autobuses. Cierto que es un recurso algo elegante, pero asimismo cumple una función social, pues garantiza a quien sabe leer que sabrá pronunciar, por el mismo boleto. Si al aprender inglés uno comete cientos de errores vergonzosos en la pronunciación (¿alguien se ha dado cuenta, por ejemplo, del favor que le haría un acento en la o a la palabra orchestra?), el español se vale de diéresis y acentos para evitarnos tales papelones. Gracias a ellos, la ignorancia se transparenta menos, y de pronto con ella la extranjería, que a los ojos del discriminador equivale al pecado original. ¿Y no es cierto, además, que basta con saber poner el énfasis en algunos acentos para que la lectura monótona y tediosa se transforme en arenga, confesión, juramento, súplica, amenaza, declaración, sarcasmo, sugerencia, exigencia? ¿No define el acento la música del texto?

Hoy, no obstante, de todos los acentos me preocupa sólo uno. Y me preocupa tanto porque aquí mismo, en la línea anterior, habría dado igual escribir “solo uno”. Peor todavía, ese acento esencial que hace la diferencia entre la soledad y la unicidad es hoy día un señalado anacronismo, además de una falta de ortografía. Semana tras semana, en este mismo espacio, tengo que decidir entre escribir de acuerdo a mis necesidades y las de la gramática vigente, nada más se me ofrece usar esa palabra: sólo. Envidio de repente a los angloparlantes que tan bien se la llevan con el only y el lonely, que serán más corrientes pero al menos no tienen nada que perder. Regatearle el acento a la palabra “sólo” es lanzarla desnuda a los dominios de la ambigüedad. Nunca será lo mismo decir que Perengano llega únicamente por la noche que afirmar que ha llegado a solas por la noche, pero si para ello contamos nada más con la palabra solo y no existe un acento para ayudarnos, lo probable es que gane la confusión. ¿Que debe uno entender, así las cosas, cuando escucha que Perengano llega solo por la noche? ¿Parecería extraño si además nos dijeran que viene en compañía de su familia, o que piensa quedarse una semana? ¿Y qué decir de aquél que afirma que “hablará solo por esta ocasión”? ¿Nadie tiene un acento que le rescate del malentendido?

Only me

“Solo” es sólo un ejemplo del absurdo. O también, si se quiere, un solo ejemplo. Parecería lo mismo, pero es tan diferente como dos mismas notas en escalas vecinas. Cambia el matiz, y con él la intención. La falta del acento le resta claridad a la idea, de forma que al final de la oración el flujo se interrumpe para hacer deducciones apresuradas: ocurrencia fatal cuando se lee en voz alta buscando alguna cierta entonación dramática, y la falta de algún acento indispensable provoca una lectura accidentada que rompe abruptamente con el hechizo. Y todo porque no hubo cerca un viejito aferrado que plantara el acento donde más falta hacía.

No ignoro que estas líneas tienen perdido el juicio de antemano. Si hasta hoy he conseguido que algunos de mis textos lleguen hasta la imprenta infiltrados de al menos uno de esos acentos polizontes, más temprano que tarde se multiplicarán las manos y las máquinas resueltas a sacarme a empujones de mi necedad. Una cosa, no obstante, es verse despojado arbitrariamente de una función vital y otra muy diferente callar y obedecer. Como usuario frecuente del idioma español, tiendo a abusar de términos como ese “sólo” que hoy se mira tan solo sin el acento que le daba carácter, y es así que me opongo a la barbarie de dispensar lo que es indispensable, por más que haya quien piense que un entuerto como éste cabría sólo en un asilo para ancianos. Sólo, he dicho, por más que esté mal dicho. Y si efectivamente llego a anciano, me recrearé pensando que me he quedado solo con mi acento, pues nadie más lo pone. Sólo yo.

martes, noviembre 29, 2011

Hasta siempre, querido, Daniel Sada-(Sexenio-Puebla 22/11/11)

Con motivo del reciente fallecimiento de Daniel Sada, dejo una reseña que hice de “Casi nunca”. Un pequeño y sencillo homenaje al escritor del desierto.

Casi nunca de Daniel Sada, galardonada con el Premio Herralde de Novela, es una novela por demás entretenida.

Casi nunca, narra los periplos amorosos de un agrónomo coahuilense que trabaja en Oaxaca: Demetrio Sordo, que en las primeras escenas se deja ver como un individuo que disfruta del sexo sin compromiso. Visitante frecuente de algún burdel de Oaxaca donde conocerá a Mireya con la cual poco a poco, o después de muchos “meter, sacar; meter, sacar”, pasando por encima de un aumento constante en la renta de Mireya por parte de la madrota, se irá enamorando irremediablemente. Al mismo tiempo que Demetrio juega al asunto de “meter, sacar” con Mireya, tiene que emprender un viaje a Coahuila para ver a su madre Telma, con quien asistirá a una boda en Sacramento -poblado donde vive Zulema, prima de Demetrio, quien tiene intenciones de presentarle a alguna jovencita con la cual se pueda entender y así buscar un casamiento-. Aquí es donde hace acto de aparición Renata, con la que aceptará sin más ni menos comenzar un compromiso amoroso. Iniciando así el verdadero periplo amoroso de Demetrio, un cuasi triángulo amoroso, más bien sexoso. Por un lado Mireya lo sigue recibiendo con las piernas bien abiertas, pero planeando algún día muy próximo huir del burdel, para refugiarse en los brazos de Demetrio. Mientras que del otro lado está Renata, una mujer decente, de buenas costumbres que ha prometido esperar a Demetrio el tiempo que sea necesario para unirse en matrimonio y ahora sí darle vuelo a la hilacha y jugar a “meter, sacar; meter sacar” con él; en vía de mientras deberá conformarse con tan sólo tomarle la mano cuando nadie los ve. Es preciso aclarar que la situación con Renata es terrorífica, pues ella vive en Sacramento y Demetrio sigue en Oaxaca trabajando, de vez en cuando le dan una semana de vacaciones, la cual utilizará para ir a verla, dicho viaje dura 3 días, razón por la cual sólo puede disfrutar de un día para lograr tomarle la mano a Renata. Pasado el tiempo, el sexo con Mireya empieza a ser incomodo, pues ya tiene brisas de incluir un compromiso: el de huir del burdel para refugiarse en alguna casa decente en brazos de su amado Demetrio, a quien le agenciará un hijo. Huyen juntos con todos los ahorros de Demetrio, sin embargo en alguna parte del camino éste huye. Viaja a Sacramento donde trabajará hasta hartarse de atender unos ranchos y desesperarse de no poder formalizar un casamiento con Renata. A Demetrio le urge jugar al “meter, sacar; meter, sacar”. Hasta que un día, harto de nada, se anima a darle un beso en la mano a Renata con riesgo de perderla.

Pocos escritores como Daniel Sada pueden presumir de tener un estilo perfectamente definido. Siempre recurriendo a una voz que nos cuenta todo -casi de forma imperativa-, que nos va diciendo cómo pasan las cosas, al mismo tiempo que le agrega un poco de humor sarcástico. Con base en estructuras complicadas, debido a su puntuación, Sada lleva a sus lectores por donde quiere y como quiere, a través de un narrador que no teme jugar con el lenguaje y con los personajes.

Una novela que divertirá a cualquiera y que se basa -un poco- en la historia de cómo es que se conocieron sus padres.

lunes, noviembre 28, 2011

Quién pudiera ser profeta (Diario Milenio/Opinión 28/11/11)

Cinco siglos no es nada

Hará unos pocos días que recibí un mensaje con una petición tan fantasiosa que invitaba al sarcasmo despiadado. Mi remitente estaba recolectando algunas opiniones en torno al porvenir del libro y la lectura, a partir de una sola pregunta: ¿cuál será el panorama editorial de aquí a quinientos años?Pensé, primero, en responderle que de acuerdo con mis cálculos más escrupulosos, el mundo va a acabarse en cuatro siglos, pero temí que me tomara en serio, si antes no había tenido el menor reparo en pedirme la clase de profecía que sólo un absoluto charlatán habría pretendido considerar. Y sin embargo ocurre a cada rato: la gente hace preguntas que no aceptan respuesta inteligente, como no sea un chiste a la medida de su ingenuidad, pero no falta quien se sienta lo bastante intuitivo para dar su opinión al respecto, con tal de no aceptar que carece de la menor idea. Todos los días se topa uno con encuestas y entrevistas donde los cuestionados alzan la voz para que nadie crea que son ignorantes: empeño a todas luces contraproducente que exhibe otras carencias aún más vergonzosas, como la del sentido elemental de la realidad.

Los profetas, no obstante, suelen gozar de una credibilidad que ya quisieran los especialistas. Por lo demás, en un mundo invadido por el miedo al ridículo, que al propio tiempo es su cliente mayor, si algo nos sobra son especialistas. Si como tanto dicen los supuestos embajadores de la tolerancia, todo es siempre cuestión de opinión, debe entenderse que inclusive los dichos más gaznápiros merecen ser tomados por sesudos, así sea por mera cortesía o pura hipocresía, que viene a ser lo mismo. El hecho es que al final ninguno nos salvamos, pues entre más absurda es la pregunta menos se halla uno listo para ella, y en un descuido ya está abriendo la boca para lucirse con una idiotez. Respondemos, en estas ocasiones, no tanto para proveer información, como para tratar de quedar bien. Es decir, por horror al qué dirán, y luego ya es muy tarde para recular porque resulta que nos tomaron en serio, y hasta nos preguntamos, entre la vanidad y la picardía, si de pura chiripa le habremos atinado y ahora toca aceptar los halagos correspondientes.

Se solicita gurú

¿Y tú cómo haces para estar tan guapo?, preguntó cierto día una amiguita cábula a un tontarrón que en vez de seguirle la broma se aplicó a describirle todos los ejercicios y cuidados que posibilitaban sulook apolíneo, mientras los que ahí estábamos hacíamos heroicos esfuerzos por no dejar salir las risotadas. Y eso es lo peor del caso: nada incomoda tanto a la vergüenza ajena como manifestarse, así que quienes alzan la voz en estos casos son los usuales bembos y lambiscones que darán al bocón la certeza bastante para escupir sandeces sin medida. Pues si la estupidez no ha tenido jamás el disgusto de ser presentada con la prudencia, mal podría pedirse a quien se ha permitido caer en su hechizo que mida sus palabras, si ya se ve que otros han llegado muy lejos persistiendo en la charlatanería.

No se puede negar que algunos, entre tantos profetas de ocasión, son no sólo ingeniosos, sino a veces geniales. Supe de uno que va de reunión en reunión, exhibiendo un talante misticoide que suele despertar entre sus numerosas adeptas instantáneas un curioso apetito esotérico. Maestro, le llaman ellas, nada más enterarse de que su exótica especialidad consiste en la lectura del pezón. Según cuentan, el hombre puede ver el porvenir y el alma de su paciente con sólo revisarle el pectoral y asomarse a sus íntimos secretos. Ignoro si al gurú le basta con uno de los pezones, o si acaso requiere de los dos para poder hacer una lectura precisa e inspirada; en todo caso me quito el sombrero, si ya entrados en quiromancias no parece un exceso ir por ahí leyendo los rincones privados que a uno se le antojen, y acaso entonces será lo más normal presumir que uno sabe leer la vulva como nadie en el mundo, merced a algún secreto de origen ancestral y a no dudar exótico. Con permiso, señora, se lanzará el vivales, necesito mucha concentración.

Todos somos Kalimán

Suelen ser tan graciosos los charlatanes que a menudo caemos en la trampa de creerlos perfectamente inofensivos. Alguna vez, en sus primeros años de provocador —cuando sólo debían aguantar el rigor de sus peroratas los demás inquilinos de la casa de huéspedes donde vivía— el joven Adolf Hitler recibió de un vecino claridoso un comentario a la medida de sus méritos: ¿por casualidad alguien se cagó en tu cerebro y no te has dado cuenta? Infelizmente, el Palurdo de Linz ignoró aquel comentario tan sensato y siguió hacia adelante, contra baba y mareo. Y ahí esta el resultado. Pocos años después, no quedaba un valiente capaz de cuando menos interrumpir al farsante, ya transformado en sembrador de odio e inmunizado contra las advertencias del sentido común. ¿Quién, que se embriague con sus propias palabras, por idiotas que sean y asquerosas que suenen, va a requerir de algún sentido común?

Tampoco es cierto que los charlatanes sean excepcionales, si casi todo el mundo hemos estado alguna vez en sus calcetines, así fuera en los años escolares. No hay más que asomarse a las noticias del día para encontrarlos por centenares. Y es que son persistentes, ya saben que el talento es desdeñable cuando se tiene dura la cachaza y ninguna opinión pesa más que la propia. Pueden soportar burlas y humillaciones, al principio, en la certeza de que llegará la hora de pasar la factura por aquellos desdenes y en adelante acostumbrarse a los elogios, que no por más baratos habrán de resultar menos cuantiosos. ¿Y no son mayoría arrolladora los charlatanes que terminan mandando o gobernando, y en tanto eso tomando decisiones que nos afectan irremisiblemente? ¿De quién se ríe pues uno cuando se burla de ellos? ¿Qué es peor, ser un paleto o verse sometido a los caprichos de los paletos? Pensándolo de nuevo, debería quizás iniciarme en la chamba de predecir futuros inminentes y dar lectura a los pezones fatídicos. Un poquito de arrojo, una capa, un turbante: no faltaría más.

martes, noviembre 22, 2011

En tiempos de necropolítica (Diario Milenio/Opinión 22/11/11)

Cuando Luz María Dávila, la madre de dos de los adolescentes que fueron masacrados en enero del 2010 en Ciudad Juárez, increpó al Presidente, el Presidente, de acuerdo a todas las descripciones, se limitó a “asentir con la cabeza”. Luego de su primera intervención, aquella donde la mujer de Salvarcar le negara tanto la bienvenida como la mano al Presidente, aquella donde la trabajadora de la maquila le pidiera al Presidente que, en cuanto tal y cumpliendo con las responsabilidades de su cargo, hiciera algo, Felipe Calderón se limitó a enunciar un “por supuesto”, que la señora Dávila no tardaría en rebatir de nueva cuenta. Mientras esto pasaba, el Presidente la miraba, esto de cuerdo a la misma Luz María, “como diciendo: ‘Ya cállese, señora. Ya váyase’”. Incapaz de salir de protocolo, incapaz de extender un gesto de empatía o de mostrar alguna emoción, Calderón se limitó a ser testigo de su retirada. El Presidente actuaba, en efecto, como un hombre de Estado, es decir, como un hombre de razón. Después de todo, de acuerdo a ciertos paradigmas de la modernidad, “la razón es la verdad del sujeto y la política es el ejercicio de la razón en la esfera pública”.

Pero las emociones, al decir de la teórica Sarah Ahmed, no son algo que el sujeto tenga de manera privada, es decir, no son lo contrario de la esfera pública. Es a través de las emociones, argumenta enThe Cultural Politics of Emotion, “a través de la manera en que respondemos a los objetos y a los otros, que producimos las superficies y las fronteras (del sujeto)”. Porque las emociones son causadas por el contacto que tenemos con los objetos, en lugar de ser causadas meramente por ellos, reconocer el papel de las emociones en la vida social —en esa tan afamada esfera pública— nos permitiría entender, entre otras cosas, por qué y de qué manera los sujetos se enganchan a, o batallan contra, las estructuras de las que forman parte.

Ahmed critica así esa división aparentemente natural que contrapone la razón del Estado y sus diversas, aunque limitadas o altamente codificadas, expresiones en la vida pública, y el mundo privado de las emociones definidas así, y a priori, como irracionales o, por lo menos, como prácticas que se encuentran en los mundos privados que yacen más allá de la razón. Esta división no pasaría de ser una mera entelequia teórica si no tomáramos en cuenta que en los Estados contemporáneos, tal como lo argumenta Achille Mbembe en “Necropolítica”, el artículo que publicó en Public Culture en 2003, “la última expresión de la soberanía reside en el poder y la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir”. “Ejercer la soberanía”, añade, “es ejercer el control sobre la mortalidad y definir a la vida como una manifestación de ese poder”. Si alguna vez la categoría de biopoder, acuñada por Michel Foucault, nos ayudó a entender “el dominio de la vida sobre el cual el poder ha tomado el control”;

Mbembe contrapone ahora el concepto de necropoder, es decir, “el dominio de la muerte sobre el cual el poder ha tomado el control”.

Habrá que reconocer, argumenta Mbembe, que las guerras modernas se caracterizaron alguna vez por el establecimiento de estados de emergencia y la organización de conflictos bélicos con fin de dominar territorios. No así las máquinas de guerra actuales. “Este nuevo momento es de movilidad global. Una característica importante de la movilidad global es que ni las operaciones militares ni el ejercicio del ‘derecho a matar’ son ya el monopolio de los Estados; y el ‘ejército regular’ ya no es, por tanto, la única forma de llevar a cabo estas funciones”. En tiempos de la necropolítica, las máquinas de guerra responden más a las nociones de espacio —desterritorializado, en segmentos— de los nómadas que a la de los sedentarios. Ya sea en una relación de autonomía o de incorporación con respecto al Estado, estas máquinas de guerra toman prestados elementos de los ejércitos regulares pero también añaden sus propios miembros. Ante todo, la máquina de guerra adquiere múltiples funciones, desde la organización política hasta la de las operaciones mercantiles. De hecho, el Estado, en estas circunstancias, puede convertirse, de suyo, en una máquina de guerra. Aunque los casos que le permiten a Mbeba llegar a estas conclusiones son los de ciertos Estados africanos de fines de siglo XX y, más concretamente, el caso de Palestina, muchas de las descripciones —desde las características de las máquinas de guerra hasta la transformación del Estado en una máquina de guerra— podrían aplicarse sin mayor violencia al Estado mexicano durante el sexenio de Felipe Calderón —un sexenio que Jesús Silva-Herzog Marquez atinadamente ha nombrado como el sexenio de la muerte.

Si esto es cierto —y, puesto que lo cito, es que así lo creo— nunca ha sido más importante, ni más políticamente relevante, el cuestionamiento de la división artificial entre la razón del Estado en la esfera pública y las emociones “privadas” de la población. En tiempos de necropoder, cuando el poder es, sobre todo, el dominio que el poder ha ganado sobre la muerte, hay que insistir vigorosamente en el potencial político de la emoción, entendida ésta a la manera de Ahmed: en su dimensión de contacto y de crítica y de liberación. Mientras las distintas máquinas de guerra insisten —ya desde el Estado o con la vinculación corrupta de agencias del Estado— en la depredación y el desmembramiento, en la ganancia y la autoridad, como muestras de su “razón”, resulta más importante que nunca extender los brazos que todavía tenemos —a los que todavía tenemos brazos— para producir así, en el cuerpo, la bienvenida del otro. Ese gesto del que fue incapaz el Presidente de la muerte, el Presidente de una máquina de guerra ahora fuera de control, nos corresponde, sin duda, a la ciudadanía. Y esa es la lectura que quiero proponer tanto de los abrazos o los besos que el poeta y el activista político Javier Sicilia ha prodigado en su recorrido por la paz a lo largo y ancho del país, como de la así llamada “república amorosa” mencionada en el discurso con el que López Obrador se convirtió en el candidato de la izquierda para las elecciones del 2012.

El curioso caso de un enfermo de insensibilidad-(Sexenio-Puebla 15/11/11)

En días tan aciagos como los que México está viviendo, donde las miles de víctimas, por culpa de la guerra contra el narcotráfico emprendida por Felipe Calderón. Es puntual hacerse una pregunta: ¿existe la posibilidad de perder la sensibilidad?

Ricardo Menéndez Salmón -filósofo y novelista nacido en Guijón-, parte de ésa posibilidad para darle cuerpo a La ofensa (Seix Barral, 2007) novela que ha sido bien recibida por la crítica española y ha sido punta de lanza para el autor en otro tipo de mercados como el latinoamericano.

A lo largo de 142 páginas, el lector se enfrentará a la historia de un joven sastre alemán: Kurt Crüwell, que por azares del destino ha sido testigo de una cruel matanza en la Bretaña francesa. Acción que dará origen a un suceso raro, poco común: la pérdida de sensibilidad. Punto de origen para dar paso a un sinfín de circunstancias: la estancia en el hospital de Notre Dame de Rocamadour, donde intentarán curar su extraña enfermedad; posteriormente el protagonista aparecerá viviendo en Londres bajo otro nombre y nacionalidad diferente, con el objetivo de algún día poder borrar de su memoria aquél hecho que lo marcó, se sabe enfermo y quiere sobrellevar dicho malestar. Sin embargo, el narrador de esta historia recordará al lector que olvidar es un hecho imposible, pues la muerte y la memoria existen para regresarnos a la realidad. Una realidad que para Kurt se llama: Segunda Guerra Mundial y se apellida: Nazismo.

Una novela breve, donde el autor opta por la precisión para contar una historia que por su temática se antoja pesada y riesgosa, debido a que ya existen muchos novelas escritas bajo la temática del nazismo. Empero, esta historia sirve de pretexto para abordar un tema importantísimo: la fragilidad del ser.

La Ofensa es una novela imperdible y agradable para el lector.

Para los mexicanos - La Ofensa-, pareciera ser una advertencia. Corremos el riesgo de enfermarnos de insensibilidad, si no reaccionamos a tiempo. Así como vamos, la noticia será saber cuántos mexicanos siguen vivos y no cuántos están muriendo.

lunes, noviembre 21, 2011

Las alas en la espalda (Diario Milenio/Opinión 21/11/11)

Maniobra y turbulencia

Hay días en los que a uno le enferma volar, tanto así que en mitad de algún susto fugaz se pregunta hasta dónde podría evitarlo. Hace unas pocas horas, recién amanecía, el avión daba tumbos entre las nubes, casi al final de un vuelo nocturno entre Belem y Río de Janeiro; la clase de momento en el que nadie todavía osa gritar, pero cada uno se pesca febrilmente de los descansabrazos cual si viniera en una Montaña Rusa. Pésimo día, maldije, para abrigar esta calaña de temores, si llegaría apenas a la segunda escala de un viaje dividido en cuatro vuelos más o menos al hilo. Afortunadamente, quedaba el día entero para dejar atrás la paranoia, mientras llegaba la hora de abordar el siguiente aparato. Un día entero en la playa, ni modo de negarlo, sería una gozosa compensación entre dos travesías nocturnas con escalas en medio de la madrugada. Uno sueña, de niño, con aventuras aún más largas y accidentadas, pues entonces los sueños no suelen agotarnos ni molernos los huesos y el sosiego.

Ipanema y Leblon no son lo que prometen cuando el día está nublado. Una vez al volante del Fiat recién rentado, me consolé pensando que una mañana entre discos y libros tampoco era para despreciarse. Encontrar novedades de Seu Jorge, Chico Buarque, Ana Carolina, Paula Lima, además de ese clásico instantáneo que es el concierto de Caetano Veloso y María Gadú, vale ya por la escala y el día completo. Por no hablar del estante repleto de los versos de Carlos Drummond de Andrade, entre tantos vibrantes hallazgos mañaneros. Sería el mediodía cuando, de vuelta a la intemperie, la resolana me hizo abrigar esperanzas. De Barra da Tijuca a Leblon mediarían quizás veinticinco minutos, y si había mucho tráfico podía hacer un alto en la playa de São Conrado, donde podría pescar el sol durante el poco tiempo en que se asomara, y con algo de suerte disfrutar de un ansiado coyotito en la arena. Una hora de sueño playero tendría que valer por cuando menos tres en el avión.

Despegue a la carrera

Mentía, por supuesto, con ese plan insulso. Aun si los periódicos de días recientes dieron cuenta del arribo triunfal de la policía carioca a las favelas de Vidigal y Rocinha, una y otra vecinas de São Conrado, la idea de dormir a solas en la playa sería una invitación abierta a presuntos malandros circundantes: AAA. Turista incauto solicita bandidos . Por otra parte, el sol había vuelto a meterse, pero llegando a la citada playa distinguíase ya, en lo alto del bosque de Tijuca, la envidiable presencia de ciertas aves recurrentes. Pájaros coloridos con las alas abiertas, planeando lentamente hacia la playa. Pájaros cosquilleantes, a decir verdad, si de sólo mirarlos ya empezaba a tragarme las palabrejas necias de la mañana. Pensándolo de nuevo, ¿a quién, que haya nacido sin alas, no le seduce la idea de verse de repente flotando entre las nubes? ¿No era cierto que toda esa faramalla de la siesta tenía que ver con la comezón vieja de estar en São Conrado y metamorfosearse en uno de esos pájaros, así fuera por diez gloriosos minutos?

¿Sabes correr?, preguntó el instructor, casi sarcástico. Con eso es suficiente, sonrió, metió primera y aceleró, en camino hacia lo alto del bosque. Cuando menos pensé, ya estábamos delante de la plataforma. Luego de asegurarse de poner cada cuerda del papalote en su sitio, me recordó el consejo esencial para quien va a enfrentarse a las alturas: No mires hacia abajo . Dicho esto pegamos la carrera, se nos acabó el piso y en un instante estábamos volando. ¿O flotando? ¿O cayendo? ¿O ascendiendo? Vaya el diablo a saber. De pronto era como si todas las sensaciones se agolparan en una plenitud sin nombre ni pasado. Muy poco se parece el vuelo en ala delta al descenso dichoso del paracaidista que ya ha sobrevivido a la caída libre; o al paseo comodino del ultraligero, con el motor haciendo casi todo el trabajo. El acto de planear por las alturas, gozar del viento helado como de una caricia celestial en mitad de un paisaje que por sí mismo invita a soltar alaridos de alegría en su estado más puro, no se parece más que a aquellos sueños infantiles donde podía uno ir y venir abordo de una prodigiosa alfombra mágica. ¿Quién sería el amargado que una vez nos mintió que tal no era sino una fantasía irrealizable, para echarle una bien ganada trompetilla?

Aterrizaje dudoso

Da hasta tristeza acercarse a la playa. No en balde los frecuentadores de las nubes suelen pasar la vida padeciendo nostalgia por aquellas alturas donde el mundo parece abarcable, y de hecho abrazable. Nada más tocar tierra, soltarse las amarras, dar los primeros pasos hacia afuera del papalote, experimenta uno la sensación -ésta sí familiar para los primerizos reincidentes- de una victoria íntima exultante, todavía mojada de adrenalina. Como si alguien adentro continuara volando con alas propias y en adelante ya no hiciera falta más que abrirlas para unirse al destino audaz del viento.

Oscurecía ya cuando una mala nueva, caída del cielo por correo electrónico, me devolvió de golpe a la tierra. Varias horas atrás, quizá cuando abordaba yo el avión en Belem, se había ido para siempre Daniel Sada. Despega uno del suelo sin la certeza clara de que cuando aterrice las cosas seguirán tal como las dejó. El funeral, leí, sería en pocas horas; para entonces ya estaría volando, aunque nunca tan rápido para hacer el amago de alcanzar al querido Daniel en su despegue.

Me quité los zapatos y dejé el coche atrás. En un rato tendría que emprender el camino al aeropuerto, quedaba poco menos de una hora para dar una vuelta por Ipanema y recordar la tarde en que anduve sin rumbo con Daniel por las calles de Guadalajara. Platicando de todo y de nada. Riéndonos de repente. Entendiéndonos más allá de lo esperado. A ver qué día nos vemos en el DF, ofrecimos. No sirve arrepentirse por lo que no se hizo, concluí mientras mojaba los dos pies en la espuma de la última ola. Mejor sentir el agua, como hace rato el viento, y creer porque quiero que ese súbito frío es un gesto de adiós al que se ha ido volando como si cualquier cosa. Va por ti, pues, Daniel, que no todos los días se abren las alas.