sábado, marzo 12, 2011

Sé latín (Diario Milenio 08/03/11)

Rosario Castellanos tuvo el buen tino de sobreponer una pluralidad de voces jocosas, ilegítimas, femeninas, pretenciosas, hilarantes, a una historia mexicana rígida, varonil, solemne y oficialista


I. LA RISA CASTELLANA

Debo confesar, por principio de cuentas, que a mí me gusta la risa castellana. Esa filosa ironía carente de autocomplacencia que caracteriza, por ejemplo, el poema que ella intituló “Auto-retrato”, o la desparpajada hilaridad que provocan las presencias paródicas de mujeres míticas, mexicanas y no, incluidas en la farsa que escribió cuando ya era embajadora de México en Israel: El eterno femenino. Como a las escritoras en general, a Rosario Castellanos se le ha acusado con cierta sospechosa frecuencia de ser demasiado sensata en sus ensayos, demasiado azotada en cuestión de amores, y demasiado severa en sus juicios. Se le ha acusado, en otras palabras, de escribir buenos ensayos, de componer poemas de contenido amoroso, y de tener ideas sobre el mundo que la rodeaba. Se le ha acusado, todavía en otras palabras, de saber latín (metafóricamente y no). Se le ha acusado, y cualquier lector más o menos despistado de la obra de Castellanos lo sabe bien, falsamente. No hay más que asomarse a algunos de los textos de Álbum de familia, varios de sus poemas más últimos, y la farsa que no llegó a publicar en vida para saber que, a la manera de Bajtín, Castellanos se sirvió del humor para revertir de manera crítica y lúdica ciertos mitos genéricos y también raciales de la sociedad mexicana de medio siglo. Sabía dolerse, como lo han hecho otros y otras debido, digámoslo con tranquilidad, a las imperfecciones del mundo en que vivía y, si no me equivoco, en que todavía vivimos, pero también, o tal vez precisamente por eso, sabía reírse. Docta, sabihonda, autocrítica, creyéndose-más-poco-de-lo-que-era, Castellanos tuvo el buen tino de llevar a cabo un ambicioso proyecto en la fase última de su vida: el de sobreponer una pluralidad de voces jocosas, ilegítimas, femeninas, pretenciosas, sarcásticas, hilarantes, a una historia mexicana rígida, varonil, solemne, severa y oficialista.

II. SABER LATÍN Y REÍRSE MUCHO

Es tan sabida la segunda parte del dicho, tan transparente, tan obvia, tan implacable, que nadie en su sano juicio tendrá por qué decir en voz alta que mujer que sabe latín, ni se casa ni tiene buen fin. Heme aquí pues, diciéndolo en voz alta, desacatando el silencio y mostrando, una vez más, un juicio un tanto cuanto poco sano. Como muchas, oí la primera parte de la frase cuando era niña pero, como pocas, vivía en un medio en que la segunda parte no era ni obvia ni transparente ni mucho menos implacable. Tuve, quiero decir, que preguntar. No recuerdo a ciencia cierta quién me dio la respuesta, pero sí recuerdo que fue demasiado tarde. Leía ya con una adicción que no me ha dejado hasta este momento y pensar, que era imaginar y evocar y avizorar y criticar y citar, me resultaba ya sumamente placentero. Cuando esa voz que, sospechosamente, no recuerdo, me hizo saber que el peligro consistía en no casarme y en no tener buen fin, estallé en algo que ahora denominaría sin titubeo alguno como una Risa Castellana. No me importó entonces como no me importa, después de dos matrimonios, ahora. Aunque lo del buen fin todavía está en debate (supongo que el último veredicto no debe llegar sino hasta que deje de respirar) debo confesar que, a pesar de saber latín (metafóricamente, claro está), me la paso bastante bien.

Digo esto porque el dicho, según entiendo, pervive. Porque otras, las que empiezan a encerrarse en sus cuartos para pasar largas horas perversas leyendo libros o las que ya se sacan 10 en las escuelas, todavía escuchan, según me dicen, tanto la primera como la segunda parte del dicho. Lo digo porque, francamente, dicho sea con toda honestidad, el famoso dicho no es cierto. Lo digo en voz alta, mostrando mi acostumbrada falta de juicio, porque, como lo dijo precisamente Rosario Castellanos en aquel umbral que nunca cruzó, debe haber otra forma humana y libre de ser —una forma humana y libre de ser en que el saber y el placer no constituyan opciones excluyentes.

III. EL EXTRAÑO CASO DEL HOMBRE CULTO Y LA MUJER LIBRESCA

La situación, aunque común, no deja de ser inquietante.

Un hombre y una mujer leen. Leen mucho. Hablan sobre lo que leen todo el tiempo, de manera obsesiva, apasionada, beligerante. Discuten lo leído y lo por leer. Arman líos sobre un párrafo, una oración, una letra. El hombre y la mujer escriben.

Ergo: El hombre es un individuo culto. La mujer es una tipa libresca. El hombre es ambicioso, emprendedor, visionario. La tipa, además de libresca, es pretenciosa. El hombre es crítico, arrojado, atrevido. La tipa, además de libresca y pretenciosa, es histérica. El hombre es interextual, metatextual, transtextual. La pobre tipa libresca y pretenciosa, además de histérica sólo vive rodeada de libros. El hombre es mordaz, sarcástico, crítico. La tipa pobrecita aquella pretenciosa e histérica y podrida en libros tiene, de repente, una que otra puntada, pero todo eso la hace light. El hombre es un poeta. La tipa, ya lo decía la segunda parte del dicho, es una poetiza.

IV. EL ETERNO FEMENINO BIS

Los que leyeron El eterno femenino saben que por ahí desfila Eva, quien se decide a comer la famosa manzana porque la alternativa era una vida absolutamente aburrida con un Adán más bien asustadizo; La Malinche, más astuta y manipuladora de lo que Cortés y todos sus hijos bastardos, al decir de Paz por supuesto, habrían querido o imaginado; y hasta una Rosario de la Peña que desdice o cuestiona punto por punto el “Nocturno” que le dedicó Manuel Acuña. Este acto de ventrilocuismo histórico, tan en boga en nuestros posmodernos y paródicos tiempos, le permitió a la Risa Castellana subvertir estereotipos y cuestionar mitos del pasado. Supongo que los habitantes del futuro harán algo similar con lo que sucede hoy. Alguien tendrá que describir, jocosamente, la manera en que Gloria Trevi se convirtió en una mártir de Mex-América, por ejemplo; y alguien más pasticherá a Ana Guevara y toda la ambigüedad genérica del caso o nos hará pensar en algo más con la versión mexicana, y aumentada, del tatcherismo colonial encarnada ni más ni menos que en lo que era entonces la primera dama. La lista crecerá, sin duda alguna. Pero ya entrados en gastos, válgame dios, ¿para qué esperarse hasta el futuro y no empezar el mismísimo día de hoy?

V. LO QUE ME HABRÍA GUSTADO

En autorretrato, Castellanos se define como una señora que, entre otras cosas, ve hacia un parque pero no cruza la calle para caminar en él o para respirar otros aires. Pienso en eso. Pienso en lo mucho que me habría gustado que lo hiciera.

lunes, marzo 07, 2011

El ratero involuntario (Diario Milenio/Opinión 07/03/11)

Saqueos, linchamientos y pogromos tienen la misma excusa que los consumidores de libros pirateados. Medio mundo lo hace, nos aseguran


1. ¿Quién decías que eras?

Tenía dieciséis años cuando dejé de ver a mi amigo Igor. Habíamos compartido aulas durante unos pocos años y apenas si recuerdo nuestras conversaciones, pues lo que más hacíamos era reírnos. Qué importa ya de qué, si de todas maneras lo tengo más presente chillando de la risa, cuando no revolcándose en el piso por un dichoso dolor de caballo. No fue extraño, por tanto, que en un reciente encuentro nos saludáramos aparatosamente, ni tampoco que luego no habláramos de casi nada, porque tal vez no había de qué hablar, tras veintitantos años de desconocernos. Supe, no obstante, que Igor vive de las finanzas, y a mi vez lo enteré de mi modus vivendi. Desde entonces me envía correos electrónicos que en ocasiones me hacen volver a preguntarme de qué diablos hablábamos en aquellos años. Una amistad extraña tuvo que ser la nuestra, he concluido la última vez, luego de recibir un e-mail infumable con el que hasta la fecha no sé qué hacer.

“UN REGALO QUE LO DISFRUTEN”, anunciaba el mensaje, en letras rojas, tan lejos de sintaxis y puntuación como de la civilizada gentileza de las letras minúsculas. Como si el remitente original —ya no mi amigo Igor, sino el departamento de servicios de una empresa de orientación vocacional colombiana, según descubrí luego, intrigado por el origen del regalo de 6.2 megabytes que acompañaba al e-mail— se empeñara en gritar la buena nueva. Nada menos que treinta archivos en formato pdf, cuyo contenido se anunciaba desde el asunto mismo del mensaje: FW: 30 LIBROS DIGITALES DE GARCIA MARQUEZ.

2. Compartiendo el botín

Uno por uno, los fui abriendo presa de un estupor indeciso entre desazón, pavor y rabia, entre otros sentimientos asociados a grandes siniestros, como el incendio de una biblioteca o la inundación de la propia casa. Mientras me sacudía la sombra del fatalismo, descubrí que Cien años de soledad mide 1’253,177 bytes, El otoño del patriarca 551,234 y Crónica de una muerte anunciada 266,313. Nada que no se pueda reenviar al otro lado del mundo, o a incontables de lugares del mundo, en el tiempo que toma estornudar. Y no obstante un trabajo laborioso, habría que ver cuánto tiempo debieron aplicarse los maleantes que digitalizaron todos esos libros, a adivinar por qué y para qué. Las siguientes dos horas las invertí dando vueltas al modo ideal de responder al mensaje de Igor.

“¿Qué me dirías si yo te propusiera un sistema infalible e indetectable para vender información confidencial al mejor postor?” “¿Ayudarías a un vecino a saquear la casa de otro?” “¿Cómo reaccionarías si cayera en tu buzón la fotografía de una mujer a la que admiras, desnuda y amarrada, con una invitación a unirte a la pandilla de estupradores?” “¿Desde cuando, por cierto, tú y yo robamos juntos?” Al final me rendí. Me incomodaba verme predicando, y ni siquiera sabía cómo hablarle al virtual desconocido que no halló impedimento en compartir conmigo lo que no era regalo, sino mero botín. ¿No le dije muy claro, el día del encuentro, a qué concretamente me dedico? ¿No tenía que haberle parecido inconveniente que fuera justamente un narrador de historias, que como es de entenderse vive de escribirlas, quien recibiese aquel paquete de libros robados? ¿Querría prevenirme, por casualidad? Pensándolo de nuevo, llegué a la conclusión de que Igor no debió de haberse molestado en darle ni una vuelta al asunto. Habrá pensado que a sus destinatarios les gusta la lectura y por lo tanto les interesaría el paquete, y que en caso contrario lo borrarían. Y ya, ¿verdad? A otra cosa. ¿Quién tiene tiempo, al fin, para pensar en la naturaleza de lo que hace, y todavía menos en sus consecuencias?

3. ¿Ligereza o cara dura?

Como sucede con los videojuegos, donde uno mata y muere miles de veces sin sufrir un rasguño, las computadoras suelen ofrecer una ingrávida sensación de impunidad. Si un disco duro no pesa un gramo más por el hecho hasta hoy inimputable de contener miles de libros y canciones robados, tampoco el dueño experimenta sólo por eso un peso en la conciencia. Por el contrario, le aligera la vida saber que no ha tenido que gastar un centavo en todos esos bienes digitales que tampoco le importa gran cosa perder, pues hace tanto tiempo da por hecha su gratuidad que ha dejado de concederles un valor de cambio. Están ahí, como el aire y los árboles. Nadie se va a la cárcel por arrancarle una manzana a un árbol, ni por beber el agua de la lluvia. Y he aquí que en el mundo inconsecuente del hurto digital la gente tiende a creer —peor aún, a asumir sin pensar— que el trabajo ajeno es patrimonio de la humanidad, por el solo poder de su procesador.

Leer un libro o disfrutar una canción es un poco meterse en el coco de su autor. Entenderse en el fondo, de repente. Amistarse a lo lejos, una vez que el autor consigue conmover a quien mira o escucha, a fuerza de mostrarle sus zonas más sensibles y quién sabe si no sus ardores recónditos. ¿Qué clase de gañán tiene uno que ser para robarle a aquel con quien ha conseguido entenderse y compartir, tal cual reza el poema, el olvidado asombro de estar vivos? ¿Cómo le explico a ese pelmazo de Igor que enviarme treinta textos pirateados de García Márquez equivale a confiarme que se metió a la casa de su autor más querido y lo amarró en el piso para robarle? No quiero ser dramático ni truculento, pero por más que me hablen de los códigos inviolables del libro electrónico, no alcanzo a ver más que una fila infinita de autores amarrados en el piso y saqueados por turbas de felones impunes que no se sienten menos personas de bien por hacer lo que medio mundo hace, con la excusa de que es intangible.

Ahora que lo recuerdo, había un chiste que Igor gozaba repitiendo. ¿Tienes fotos de tu mamá encuerada? ¿No? ¡Te vendo unas! Pensándolo mejor, me gustaría responderle preguntando si acaso reenviaría unas fotos de su mamá encuerada. Digo, para mandárselas.