miércoles, agosto 24, 2011

Allí te comerán las turicatas /I (Diario Milenio-Opinión 23/08/11)

Habíamos ido a ese pueblo remoto en la cima de una montaña para visitar, en efecto, un antiguo monasterio del siglo XVI

Había soñado que alguien tocaba a la puerta y se presentaba con una pequeña tarjeta donde se alcanzaba a ver el dibujo de un monociclo. Era de noche. Justo en ese momento un par de autos con los faros encendidos atravesaba el jardín de árboles frutales. De las limusinas bajaban una serie de hombres delgados que, de inmediato, se montaban en sus monociclos. Pronto estaban ya moviéndose dentro de una coreografía que no dejaba de tener su encanto. Una serenata, entendía yo por fin, sonriendo. Una serenata en monociclos.

Eso le alcancé a decir, susurrando, en medio de la noche, justo cuando me despertó el ruido que provo caba la lluvia al tocar el techo. Luego me volví a dormir. Cuando logré despertar otra vez, la cama estaba vacía. Una nota en su lugar: Bajé al monasterio.

Habíamos ido a ese pueblo remoto en la cima de una montaña para visitar, en efecto, un antiguo monasterio del siglo XVI. Las ruinas de un monasterio, sería más preciso decir. Todo se reducía, tal como lo habíamos visto el tarde anterior, a unas cuantas paredes de adobe, un par de cuartos con algunas reliquias de piedra y madera. Una noria ya seca en el centro de un patio. Algunas flores. Pero el lugar, lejano de todo y rodeado de pinos, tenía su magnetismo. Un raro encanto. Pude entender a la perfección que se levantara temprano y que cerrara con mucho cuidado la puerta de la habitación que habíamos rentado con tal de ir de regreso a ese sitio. Supuse que querría tomar fotografías o hacer los dibujos del caso. Tal vez solo quería admirar las ruinas a solas, rodearse de su silencio. Las parejas que han pasado mucho tiempo cerca suelen comportarse así. Por eso dejé pasar un rato antes de vestirme y tomar café y salir en la misma dirección. Por eso me estiré con gusto y, al enfrentar el paisaje, me sonreí. El aire de la sierra sobre la cara. Las manos dentro de los bolsillos. El ruido de las botas al caer sobre el pastizal seco, amarillo. Pensaba en todo eso mientras avanzaba por la vereda terriza que terminaba, eso lo habíamos comprobado el día anterior, justo ante las pesadas puertas del monasterio.

Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.

No supe en qué momento me perdí. Primero llegó la niebla a cubrirlo todo y, luego, de inmediato casi, la vereda desapareció bajo mis pies. A momentos me resultaba casi imposible ver la punta de las botas. Si seguí avanzando fue porque no se me ocurrió hacer otra cosa. Uno nunca sabe en realidad qué cosa hacer exactamente entre la niebla. Cuando por fin pasó, cuando abrió su manto y pude distinguir algo otra vez, el paisaje no había cambiado. Ahí estaba la línea de montañas y, más allá, la más remota lejanía. Los pinos seguían señalando algún punto del cielo. Los pájaros, que parecían tordos, volaban y cantaban al mismo tiempo. Lo que no alcanzaba a divisar, lo que ya no estaba por ningún lugar, era el monasterio al que me dirigía. Caminé todavía más, como si todavía me encontrara bajo la niebla, confiando en que pronto retomaría la vereda. Caminé al mismo paso veloz, primero con la boca cerrada, aspirando y exhalando por la nariz pero, al cabo de un rato, el corazón latiendo con prisa a causa de la altura, no tuve más remedio que abrir los labios. Resoplar es un verbo atroz. Por un momento pensé que me echaría a llorar o que caería de rodillas sobre el pastizal o que vomitaría a causa del esfuerzo. Iba a gritar su nombre cuando divisé una casucha a lo lejos. Era una cabaña de cuya chimenea emergía un humo blancuzco que me recordó mi estado de agotamiento. Incluso así, extenuada y miedosa, tuve fuerzas para correr. Ir es siempre ir a un encuentro. No dudé en tocar a la puerta. Supuse que ahí me dirían cómo regresar al monasterio o al poblado de donde había partido no hacía mucho. Supuse tantas cosas. Pero la mujer que abrió la puerta me miró con espanto y, luego, cuando se recuperó, dijo unas palabras que no entendí. Yo repetí mi nombre y extendí la mano. Aprisa, con una emoción que apenas podía controlar, le describí mi situación. Ella guardó silencio al inicio y, luego, mirándome con lo que parecía ser una paciencia infinita, volvió a decir algo que fui incapaz de comprender. Fue ella la que se dio cuenta primero que no hablábamos la misma lengua. Fue ella la que colocó su mano derecha sobre mi hombro mientras volvía la cabeza hacia en interior del recinto y se dirigía a un hombre que pronto estuvo también bajo el dintel de la puerta. Sus palabras me resultaron igualmente indescifrables. De todos modos, con ayuda de señas, me invitaron a entrar. Y entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer. Fue entonces que noté que ambos iban desnudos.

—¿Pero cómo es que no tienen frío? —fue lo único que alcancé a balbucir antes de que ella colocara un vaso de leche sobre la mesa que era, apenas lo notaba entonces, una puerta. Dudé en tomarlo, pero ella me conminó a hacerlo. Cuando me resistí, colocó el vaso bajo mis labios y gruñó algo. El hombre nos miraba con atención desde su puesto frente a la chimenea. Un par de avecillas entraron por el agujero del techo y, luego de posarse momentáneamente sobre una escoba, salieron otra vez, en silencio. No sabía donde estaba y tenía miedo. Miedo y curiosidad. Miedo y un cansancio mayúsculo. Miedo y ganas de entender qué hacían ese hombre y esa mujer desnudos, dentro de una cabaña medio derruida que estaba cerca de un monasterio rodeado de bosque y de la lejanía. No sabía donde estaba y el miedo me obligaba a revisar con todo cuidado el contorno destrozado del interior de la cabaña. Una nuez. Una nuez seca o vacía.

Supuse que ellos tendrían sus preguntas también. Al menos ella. En todo caso fue ella la que se sentó frente a mí al otro lado de la mesa y, mientras volteaba de cuando en cuando, con aparente nerviosismo, hacia el lugar donde ya no estaba el hombre, se puso a hablar. Por las señas y el tono de la voz entendí que quería que viera las manchas sobre su cuerpo, especialmente sobre la cara. Parecía que entenderlo, o que al menos aparentara que lo entendía, era de alguna relevancia para ella. Llegó incluso a tomar mi mano y dirigirla hasta su mentón para que comprobara que ahí había algo. Hubo un momento en que colocó su cabeza sobre la mesa para que pudiera ver mejor lo que, de cualquier manera, no distinguía. Entonces moví el rostro de arriba hacia abajo, admitiéndolo, confirmando que ahí había algo, y entonces ella se calmó. Su charla continuó pero en un tono distinto ahora. De algo se quejaba, eso me quedaba claro. Se señalaba los senos y, luego, dirigía la mirada a su pubis mientras abría las piernas. Algo decía en voz muy baja que le causaba un temblor apenas perceptible en los labios. Algo le producía las lágrimas chiquitas que luego le escurrían por las mejillas huecas. Debía tener hambre o tener muchos años. Fue el instinto, supongo, el que arrojó mi mano hacia la de ella, tocándola. Pocas veces había estado tan desorientada en mi vida. El miedo del inicio había dado lugar a un miedo distinto. Sentía frío, en efecto, y el cansancio, que no había amainado con la casa y la leche y la plática, me jalaba hacia el piso. Estar exhausta es esto, pensé, tener raíces.

—¿Desde cuándo estás aquí? —le pregunté a sabiendas de que no obtendría respuesta—. ¿Quién es ese hombre? —insistí—. ¿Te tiene aquí a la fuerza?

(CONTINUARÁ)

martes, agosto 23, 2011

Llovizna, entre la tradición y la modernidad (Sexenio-Puebla 15/08/11)

Edson Lechuga, en términos editoriales es un autor joven, pues apenas hace un año la editorial Montesinos nos hacía llegar su opera prima: Luz de luciérnagas, una de las pocas -por no decir únicas-, novelas que hablan del fatídico temblor de 1985. Llovizna es su segundo libro, instaurado en el género del cuento; empero debido a su redondez temática, los cuentos aquí reunidos parecieran capítulos de una novela.

Pareciera que Edson Lechuga asume sin problema alguno, en Llovizna, el papel de Dios-escritor, y a pesar de que a sus personajes les otorga el derecho del libre albedrío, al final los lleva a su inclemente final: la muerte; ya que en algunos casos ésta es un castigo, en otros una salida para encontrar la felicidad y en algunos sólo significa el cierre de un ciclo. Lo emocionante y novedoso, es que los personajes de estos cuentos no buscan redención o perdón, más bien ofrecen una explicación con el afán de ser comprendidos, y quizá, así, Dios-escritor justifica el por qué están muertos, casi muertos o castigados. Y que como bien dice, en la cuarta de forros del libro, Pablo Raphael, Llovizna son cuentos que parecieran pertenecer a la tradición oral; quizá porque buscan dejar una huella, una lección, donde busca recordarle al lector que: a cada acción corresponde una reacción.

Al igual que en Luz de luciérnagas, los cuentos de Edson Lechuga no pierden el tiempo en largas y monótonas descripciones; al contrario, éstos gozan de una admirable precisión tanto lingüística como narrativa; logrando así imágenes perfectas (casi cinematográficas) que crean en el lector la sensación de estar presente cuál testigo fiel de los hechos o por qué no, ser uno de los personajes.

Llovizna, un libro de cuentos ampliamente recomendable que atrapará al lector y que viene a demostrar cómo se puede mezclar lo tradicional (la herencia rulfiana) con lo moderno, sin sacrificar la originalidad.

Y con este segundo libro, a Edson Lechuga ya debe considerársele entre los escritores poblanos con más fuerza narrativa y cosas por aportar, al lado de Pedro Ángel Palou, Eduardo Montagner, Jaime Mesa, así como de nuestra poblana por adopción: Iris García.

lunes, agosto 22, 2011

¡Atrás, regenerado! (Diario Milenio-Opinión 22/08/11)

Al poder corruptor del “degenerado” suele oponérsele la sed de poder del regenerador, listo para arreglar lo que no estaba roto.

1. ¿Quién es el degenerado?

“De condición mental y moral anormal o depravada, acompañada por lo común de peculiares estigmas físicos”, sentencia el diccionario en torno al sustantivo degenerado. ¿Qué es entonces una condición depravada? Aquí la Real Academia Española es aún más escueta, pues nos dice que un depravado es aquél que se halla “demasiado viciado en las costumbres”. Es decir que cuando alguien nos llama degenerado, en realidad no expresa gran cosa de nosotros y es probable que diga más de sí mismo. Especialmente si, como es de temerse, quien nos denuesta es unregenerado.

Nadie sabe el poder que tienen los fantasmas del regenerado, pero sus sombras son en tal modo notorias y chocarreras que él las ve en todas partes y quiere prevenirnos al respecto. “He estado ahí”, se dice, convencido de que nadie como él puede identificarlas y acusar sus estragos en el mínimo indicio. George W. Bush, tal vez el más famoso de los regenerados, se enorgullecía de no tomar una copa de alcohol “ni siquiera en Navidad”. Una conducta rara por donde se le mire. Tan sólo imaginemos la cantidad de moros con tranchete que es capaz de encontrar en los rincones más insospechados un individuo cuya conducta diaria es sospechosamente similar a la de un delincuente en libertad condicional. No muy lejos de Bush, el cantante José José opinó alguna vez que toda la cultura de las drogas era en gran parte culpa de los Beatles. ¿En qué delirium tremens habrá sido testigo el cantante excesivo por excelencia de tan demoledora revelación? ¿Sería quizás en el duro transcurso del síndrome de abstinencia? ¿Tendría que ver en ello alguno de sus incontables juramentos y golpes de pecho, una vez que salía del agujero y se hacía el propósito de nunca más rodar de acá para allá? En todo caso, el ejemplo de ciertos regenerados es por sí mismo un elemento disuasivo. Nadie quiere acabar como un regenerado regenerador.

2. Los fantasmas del zombi

“Hacer que alguien abandone una conducta o unos hábitos reprobables para llevar una vida moral y físicamente ordenada”, ilustra el diccionario sobre regenerar: verbo rico en connotaciones positivas, y no obstante cargado de otras más bien temibles, cuando no espeluznantes. Pues en la mayoría de los casos lo que llega a curarse no es la enfermedad, sino apenas sus síntomas conspicuos, y ello tal vez explique la tiesura de esos regenerados capaces de plantar la señal de la cruz frente a una botella de cerveza o un billete de lotería, y acto seguido hacer severas advertencias sobre el particular. Si los creímos zombis sólo porque se habían enseñado a reprimir sus instintos menos presentables, no estaría de más tomar en cuenta que inclusive los zombis, y sobre todo ellos, son ricos en demonios y se pasan la vida toreándolos. Un empeño seguramente colosal que asimismo merece compasión, si bien tampoco tanta para dar por bueno el papel de regenerador que para sí reclama el regenerado. La sola idea de verse padeciendo un tratamiento de ortopedia moral a manos de un cruzado puritano suena ya de por sí degenerada.

Imaginemos una campaña de regeneración moral llevada a cabo por antiguos criminales. Una idea loable, por supuesto, si es que los implicados pueden contar su historia frente a otros criminales que acaso tendrán tiempo para reflexionar y pensarán también en corregirse. Fuera de ahí, me permito dudar que un asaltante arrepentido pueda brindar consejos a quienes jamás hemos pensado en asaltar. Menos aún meternos en cintura, por chuecas que parezcan nuestras costumbres a sus ojos de beata espeluznada. Por mi parte, diré que me he excedido cuantas veces se me ha dado la gana, y otras he contenido mis impulsos cuando creí que estaba cerca de no poder volver a ser quien era. Puede uno perder la vergüenza y al día siguiente verla de regreso, pero dejar allí la libertad parece un sacrificio inaceptable. Nada causa más miedo en el puritano que el ejercicio de la libertad, tal vez porque ya sabe que es la más grande aliada de sus fantasmas.

3. Del muro al moro

Movimiento Universitario de Renovadora Orientación, solía llamarse un grupo paramilitar de ultraderecha cuyos miembros buscaban regenerar a México bajo ciertos preceptos en teoría evangélicos. “Gracias a Dios soy blanco”, rezaban por su parte algunas camisetas de sus colegas del Ku Klux Klan. Afortunadamente, el asquerosamente célebre MURO terminó aterrizando en el basurero histórico que le correspondía, pero de ahí a pensar que esa ponzoña al cabo se extinguió hay un trecho poblado de candor. La exaltación del regenerador no siempre necesita de banderas para sobrevivir, y de hecho las cambia siempre que se le ofrece. A nadie debería extrañar toparse con las huellas de los regeneradores profesionales allí donde se supone que actúan sus antípodas, si con tanta frecuencia los polos que se dicen irreconciliables suelen tener fronteras difusas entre sí. ¿Cómo explicar, si no, el nacimiento en pleno siglo XXI de un Movimiento de Regeneración Nacional que se llama de izquierda y le gusta venderse con el bonito nombre de Morena?

Debe de ser terrible cargar con un pasado autocrático y combatir con dichos todo aquello que se ha apoyado en los hechos. No quiero imaginar la cantidad de monstruos y fantasmas que persiguen al regenerador iluminado que muy discretamente incita a sus creyentes a dar gracias a Dios por ser morenos, y en tanto eso también mayoría. Pero he aquí que no todos necesitamos que nos regeneren, y de hecho habemos varios que estamos hartos de ese mesianismo barato y mentiroso cuyas solas maneras dictatoriales apuntan hacia una honda recaída en los vicios que le dieron origen. No dudo que el señor al que vimos en la televisión embolsándose fajos de billetes producto de un chantaje escandaloso quiera regenerarse y ver la luz, pero de ahí a que venga a regenerarnos media tanta distancia como la que separa a unos huaraches de unos tenis Vuitton. “De jóvenes son putas y cuando viejas beatas”, reza el proverbio. No se trata de una sentencia moralista, pero si he de opinar diré que encuentro a ciertos regeneradores “demasiado viciados en las costumbres”.