miércoles, febrero 09, 2011

"Contra el consumismo inútil"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 09/02/11)

Se viene el día de los enamorados y como cada año, me dan ganas de salir con un rifle o una cerbatana para reventar todos y cada uno de los globos que andarán por la calle.


Tampoco faltarán las innumerables parejas que se creerán poetas y le armarán unas cuentas palabritas rimadas a su pareja en turno. Los más sinceros, le robarán las palabras a un verdadero poeta. Otros gastarán lo que nunca durante un año, para demostrarle a su pareja que sí la aman.


El amor, en estos tiempos, es equivalente al número de regalos que se den los amantes. Así cada una de las celebraciones: la del niño, de la madre, del padre, del maestro, etc. ¡Y vaya que funciona!


Somos consumistas, más que humanistas o creyentes en alguna religión. Sin embargo, dentro de esta cultura de consumo, a esos supuestos creyentes les gusta demostrar que sí pertenecen a alguna religión comprando cuanta imagen religiosa se topa en su camino, para cargarla en su cartera; los más descarados convierten su casa en un templo. Y así con cada una de las pasiones o creencias humanas.


¡Qué tristeza!


Y más decepcionante es saber, los resultados que hace no mucho dio a conocer el CONACULTA.


De 5 millones 383 mil 133 habitantes que hay en Puebla. Sólo el 56 por ciento de la población ha visitado alguna vez una biblioteca; 1 millón 412 mil 875 personas ha estado en una liberaría o biblioteca; mientras 46 mil 72 dijeron no recordar; 3 millones 259 mil 595 habitantes nunca han ido a una exposición de artes plásticas (dibujo, grabado, escultura, pintura, arquitectura); 560 mil 543 personas, han estado en alguna exposición de artes plásticas; 1 millón 885 mil 113 personas han estado en algún museo y la misma cantidad nunca ha estado en uno; en el teatro un 28 por ciento de la población ha ido (por lo menos una vez); en contraparte con el 72 por ciento que nunca ha estado en uno. Esos datos los compartió la redacción del Periódico Digital de Puebla, no quiero saber cuál será el resultado con las presentaciones de libros.


Quizá habría que poner fuerte hincapié en el día internacional del libro o del museo, para que la gente consuma, al menos la poblana.


Está claro que en México, Xalapa, Oaxaca, Morelia o Guadalajara la gente sí ve a la Cultura como algo primordial; ahí sus Ferias del Libro ampliamente exitosas.


Un paso, tal vez, es lo que está haciendo el Consejo de la Comunicación a nivel nacional, la pregunta es: ¿lograrán que la gente compre un libro para regalar en cualquiera de esos días, en lugar de obsequiar tanta cosa inútil, que seguramente acabarán en la basura?


No sé, esperemos.


Sigo creyendo que la mejor solución sería prohibirle a la gente educarse y leer, porque vaya que eso es también exitoso. Ahí tienen el alcohol o los cigarros, cada que se puede le aumenta el precio, los llenan de anuncios cuyas leyendas tienen que ver con muerte, enfermedades y la gente los sigue consumiendo, sin importar su precio.


En serio, preferiría que un amigo o mi novia me regalará un libro, un disco, una entrada al teatro, a algún concierto, cuyo mensaje fuera: porqué me importas, quiero que amplíes tu cultura; y no un globo o un chocolate o una taza, que en realidad no dice nada, pues son cosas efímeras, que algún día, se desinflarán, se acabarán de tres mordidas o se romperán.

martes, febrero 08, 2011

Mi paso por tránscrito (Diario Milenio/Opinión 08/02/11)

La escena se repite con una frecuencia escandalosa aunque, en honor a la verdad, cada vez incorpora ligeras variaciones que la vuelven interesante o, al menos, reconocible como repetición variada de algo más. El guión básico de la escena incluye a dos hablantes que participan de un diálogo cotidiano cuyo flujo se ve interrumpido por la aparición de El Acento. Para un espectador ajeno al contexto de los dos hablantes, debería ser claro que ambos tienen acento —es decir, ambos enuncian palabras con un tono de voz y un ritmo y una velocidad peculiares—. Para un espectador más cercano al contexto donde se produce el diálogo entre los dos hablantes, sin embargo, es claro que uno de ellos tiene un acento que, en su semejanza con el habla de los muchos alrededor, se ha vuelto transparente y, por lo tanto, pasa desapercibido, mientras que el acento del segundo hablante va marcado por señas de volumen, ritmo y dicción que lo resaltan como distinto. Este diálogo se nota más cuando se lleva a cabo entre hablantes de dos idiomas diferentes, aunque también suele desarrollarse entre hablantes de una lengua en común. Veamos.

Hablante 1: Enuncia algo.

Hablante 2: No entiende lo enunciado y, luego entonces, detiene el diálogo a través de una interjección.

http://es.wikipedia.org/wiki/Interjección]

Hablante 1: Reacciona ante la interjección y, luego entonces, repite de manera veloz, acaso sin pensar en el hecho, el algo enunciado con anterioridad. A esa anterioridad desde ahora la llamaremos el origen o lo original.

Hablante 2: No entiende lo enunciado y, luego entonces, pide expresa y literalmente su repetición.

Hablante 1: Repite el algo enunciado originalmente pero ahora a una velocidad muy lenta.

Hablante 2: No entiende y, luego entonces, pide que se deletree lo enunciado.

[1.intr. Pronunciar separadamente las letras de cada sílaba, las sílabas de cada palabra y luego la palabra entera; p. ej., b, o, bo, c, a, ca; boca. 2.tr. Pronunciar aislada y separadamente las letras de una o más palabras. 3.tr. Adivinar, interpretar lo oscuro y dificultoso de entender.]

Hablante 1: Deletrea el algo enunciado en el origen. Imagen: los gestos enaltecidos de los labios, la incorporación de las cejas o las manos en el proceso de intercambio.

Hablante 2: Guarda silencio, escucha cada una de las letras enunciadas, las ve literalmente pasar frente a sus ojos mientras se introducen con gran lentitud dentro de sus oídos. Lee, eso queda claro. Lee así y, entonces, sólo entonces, responde.

Hablante 1: Continúa la conversación original hasta que la escena, que es esta escena, se repita una vez más.

CONFESIÓN TRISTÍSIMA: Tengo acento, eso es cierto. Es más: tengo dos acentos, al menos. Nada de lo que cuento aquí tendría mucho sentido si el proceso de migración que me llevó de México a Estados Unidos hace ya algunos años no hubiera marcado mis hábitos de enunciación en las dos lenguas que utilizo de manera preponderante para platicar, trabajar, crear. Nunca intenté no tener un acento, pero tampoco imaginé que con el paso del tiempo adquiriría dos. No sé, ahora, qué sería tener una vida no acentuada. No sé cómo me sentiría si mi manera de hablar no pusiera a todos en alerta: ella no es de aquí. Tengo ya pocos recuerdos de cuando mi acento se confundía con la así llamada normalidad. Como lo explica Yoko Tawada en un texto todavía sin traducción publicada pero cuyo título correspondería, según dicen, al vocablo Exofonía, “seguir los acentos propios y lo que éstos traen puede convertirse en una cuestión de creación literaria”.

[la referencia al texto sin traducción la tomé de “Language in Migration: Miltilingualism and Exophonic Writing in the New Poetics”, en Unoriginal Genius. Poetry by other means in the new Century, de Marjorie Perloff]

De su paso del japonés al alemán, lengua ésta última en la que también ha escrito poesía y novelas, Tawada dice, y aquí traduzco del inglés: “La gente dice que mis oraciones en alemán son muy claras y fáciles de oír, pero que todavía “no son comunes” y, en cierto modo, están desviadas. No me extraña, porque las oraciones son el resultado que yo como un cuerpo individual he absorbido y acumulado al vivir en un mundo multilingüe… El ser humano de hoy es el sitio donde co-existen diferentes lenguajes en mutua transformación y no tiene sentido cancelar esa co-habitación o suprimir la distorsión resultante”.

Volvamos a la escena original. Sabemos que algo ha sucedido entre Hablante 1 y Hablante 2 porque la conversación, cuya naturaleza es fluir, se ha detenido. Seguramente un elemento extraño o no reconocido como una repetición de algo más ha sido incorporado a la conversación y eso ha propiciado el reparo. El paso de una orilla a otra suele ser, en efecto, lento. Hablante 1 y Hablante 2 han atravesado acaso algo. Preguntémonos: ¿por qué el Hablante 1 al no entender algo tiene la necesidad de oírlo en el modo del deletreo? ¿Qué significa en realidad pronunciar las letras, como lo define la RAE, “aislada y separadamente”? Aún más, ¿cómo es que deletrear también es “adivinar, interpretar lo oscuro y dificultoso de entender”?

La última vez que participé de una escena como la que describo me di cuenta de algo que antes, con toda seguridad porque es obvio, me había pasado desapercibido. Mientras veía a mi interlocutor haciendo un esfuerzo casi palpable por ver las letras que deletreaba en su idioma “aislada y separadamente” supe que no me estaba oyendo sino que leía lo dicho. Deletrear es una manera de lectura en el aire. El interlocutor aquél estaba, en efecto, transcribiendo mi habla. Mientras yo deletreaba, el interlocutor transformaba el sonido de mi voz en silenciada letra asegurándose q ue en el paso de la oralidad a la grafía disminuyera el efecto de la distorsión. Cuando lo consiguió, cuando fue finalmente capaz de entender y, luego entonces, de participar activamente en la continuación del diálogo, la cara de felicidad no estaba en modo alguno relacionado al contenido del intercambio sino al exitoso proceso de transcripción.

Pensé en ese momento que ambos éramos practicantes de una lengua en franco proceso de anti-extinción: el tránscrito.

[http://es.wikipedia.org/wiki/Sánscrito]

Así es, se trata de una lengua ceremonial utilizada sobre todo por lectores de pantallas multilingües afectos a los hábitos del copypaste y la yuxtaposición para quienes el oído y las funciones de la oralidad constituyen un riesgo o, con mayor frecuencia, un más allá del que es posible no regresar jamás. Es, en algunos casos, el último reducto de la página silenciosa, convirtiéndose, también con algo de frecuencia, en el estandarte del ojo contra el oído. Se practica en la Tundra Ciberiana, por supuesto.

SEGUNDA CONFESIÓN TRISTÍSIMA: yo sólo sé que quiero escribir un libro en tránscrito.

lunes, febrero 07, 2011

El silencio imposible (Diario Milenio/Opinión 07/02/11)

Para la hora del balcón


La gran ingenuidad de quien nos tiraniza está en creer que cuenta con nuestra discreción. ¡Sólo eso me faltaba!, se dice uno, vibrante de indignación nada más sopesar la posibilidad de abonar su silencio a la cuenta moral del maleficiario. Es difícil no hallar en quien se entrega al privilegio inalienable de escribir sus memorias un cierto regodeo en la certeza, con suerte recóndita, de que línea tras línea imparte justicia. ¿O es que quienes le hicieron algún daño esperan que los premie con su discreción? Y aun si decide hacerlo —callar, en-bien-de-todos— podrá igual regodearse dando por hecho que es un juez magnánimo.

No son raros los casos en que el autor de unas memorias discretísimas se solaza después desnudando en privado —como quien hace objeto a sus oyentes de una prebenda muy afortunada— las líneas pudibundas que le dieron prestigio de discreto. Ahora bien, las memorias suelen ser infrecuentes, y aún entre las que se escriben y terminan resultan incontables las ilegibles, y muy contadas las que se publican. Inclusive cuando alcanzan la fama, la mayoría se entera por los despachos de las agencias de noticias. Sin haber ni tocado el libro en cuestión, una legión se dice al tanto del asunto y no cree que haga falta ya leerlo. Entre tanta infoyendo y viniendo, nada hay más devaluado que la vieja figura del chismoso, cuya función es día a día rebasada por millones de millones de palabras en competencia por nuestra atención. ¿Cómo evitar entonces que entre la gritería sobresalgan las quejas ocurridas a coro? ¿No es por medio de chismes cruzados y paralelos que atamos los cabitos y damos las sospechas por certezas?

Imaginemos que un sistema de espionaje captura cada una de las informaciones que se generan sobre nosotros, incluyendo verdades, calumnias e inclusive opiniones de conocidos y desconocidos. Habría coincidencias, por supuesto, más de una abrumadora. La idea es terrorífica para cualquiera. Tiene que serlo, aparte, en forma progresiva según lo sea el largo de cada cola, y eso ayuda a explicar el nerviosismo de algunos tiranos respecto al libre flujo de la información. A tamañas alturas del torneo, aún les gustaría que nadie sino ellos pudiese decidir cómo y cuándo salir al balcón.

Cuidado con el cuágulo


Cuando en toda Alemania sucedió el pogromo conocido más tarde como Noche de los cristales rotos, la culpabilidad del partido nazi aparecía evidente ante la falta de otra organización facultada para orquestar todos aquellos linchamientos y abusos simultáneos a nivel nacional. Pero como tampoco había fuerza más moderna y mejor coordinada que la de los propagandistas nazis, la indiscreción de los murmuradores no solía ir muy lejos sin toparse con las narices del estado policiaco, ahí donde a la piedad se le entendía como tara congénita. De entonces para acá, no ha habido tiranía cuya eficacia no haya echado mano de los sabios consejos del viejo tío Adolfo. ¿Quién dijo, sin embargo, que los clásicos viven para siempre? ¿Qué haría uncontrol freak como Joseph Goebbels si debiera enfrentarse en estos tiempos a blogueros, twitteros y usuarios de teléfonos celulares, cada uno invadiendo al mismo tiempo las competencias de su ministerio? ¿Se haría de asesores chinos, cubanos e iranís, o sería quizás su proveedor? ¿Qué puede hacer el que hasta ayer decía la última palabra una vez que el manual ha caducado y ya cualquiera puede alzar la voz?

Es un poco más fácil tapar dos oídos pequeños que una boca grande, y ya ni hablar de cubrir a los tres. De ahí que al fin cada uno de esos empeños resulte útil solamente al efecto contrario del buscado. Es decir, servicial a la causa enemiga. Por alguna razón no sé si emparentable con la lógica misma de los fluidos, allí donde los flujos se interrumpen lo probable es que surja un cuello de botella, y de esa congestión nazcan desbordamientos aún menos controlables que el flujo que se quiso detener. Por más, pues, que los altos mandos iranís se feliciten porque encuentran semejanzas entre su revolución de 1979 y la revuelta de los jóvenes egipcios en 2011, insiste en asomárseles un pánico neurótico que ya los indiscretos pagan con toda suerte de vejaciones. ¿Qué van a hacer sus huestes contrainformáticas si se enfrentan a un flujo de información capaz de organizarles en unas cuantas horas una revuelta en cada plaza pública?

La bocaza del miedo


Una de las medidas a medias exitosas contra la indiscreción de los tiranizados consiste en aceitarle los goznes al patíbulo. Solamente en enero de 2011, según se informa, han sido ahorcados “entre 66 y 83” condenados a muerte; una cifra aún más espeluznante si se le opone a los 300 ahorcados de 2010 entero, pero de todas formas ineficaz si lo que se pretende es que el miedo, morboso como es, se conserve cien por ciento discreto. Es decir que hay por fuerza una filtración, dos, cuatro, doce, cien: miles de indiscreciones que en cosa de minutos se harán cientos de miles, no ya tanto a despecho de los obstáculos como precisamente a causa de ellos. ¿Qué deleite le queda a la indiscreción, como no sea el de hacer lo que no debe?

Me gustaría creer que entre flujos, reflujos y contraflujos la información termina convertida en veneno para las satrapías, toda vez que delata sus tripas putrefactas y hace una exhibición de su fragilidad, pero igual es sabido que las multitudes no solamente pueden equivocarse, sino que son imbéciles por defecto. Especialmente si han salido a la calle con ganas de quebrar unos cuantos cristales, síntoma muy común entre quienes se hartaron de ser tiranizados y ahora ya no hay manera de taparles la boca, los oídos ni los ojos, si hace ya un largo rato que ellos mismos se tapan la nariz.

Corren tiempos difíciles para ciertos estados capataces, y sopla acaso un cierto viento fresco en las ventanas de los calumniadores. La idea de imponer el silencio a quien sea comienza a parecer una ridiculez, vista desde lo hondo de un sentido común cada día más sentido y común, y de paso menos supersticioso gracias al flujo libre o libertario o libertino de la información. El mundo entero está escribiendo sus memorias: nunca la discreción se cotizó tan bajo.