jueves, julio 23, 2009

Retos de la gestión cultural-Pedro Ángel Palou (El Universal/Opinión 23/07/09)

La cultura es el hilo conductor que une el pasado con el futuro porque es lo único que nos explica en toda su dimensión las contradicciones de nuestro presente. Desde esa óptica privilegiada debe discutirse la política cultural —al fin y al cabo una política pública debe dejar de lado la improvisación y la coyuntura para convertirse en el eje estratégico desde el que se planee en materia gubernamental.
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En México hay que ir a fondo, y ya, en la materia. Legislar en primera instancia. Utilizar al INEGI y realizar el primer censo cultural del país. No se pueden tomar decisiones sin información, pero no se puede interpretar la información sin un adecuado análisis cultural.
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Se ha trabajado recientemente —el caso uruguayo es un ejemplo destacado— sobre la perspectiva de que la cultura da trabajo, de que genera desarrollo. Para documentar este argumento se ha recurrido a los índices de PIB generado por la cultura —particularmente por la industria cultura— e incluso a estudios más sofisticados del sector. Sin apartarnos de la veracidad y contundencia de este aserto creemos que la cultura es mucho más que un simple vector de la economía (aunque sin duda uno mucho más importante que el que los propios economistas destacan): es lo que le da sentido a cualquier cifra o a cualquier diagnóstico.
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Las identidades, por más evanescentes o reconstruidas que sean, le dan cuerpo al ser humano, son su memoria y su sentido. El hombre analiza la historia y la hace al mismo tiempo.
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Este país está urgido de políticas culturales regionales que descubran la vocación de cada zona y la potencien, no que repitan las mismas fórmulas (casas de cultura en los 70, institutos de cultura en los 80, consejitos de cultura en los 90 y una mezcla muy gagá de todo lo anterior en la primera década del siglo XXI), porque la cultura ha dejado de ser el bastión de la construcción de una ideología —el Estado revolucionario— para pasar a convertirse en una amalgama de préstamos y en un problema burocrático. A la presidenta del Conaculta no le basta con ser eficiente, le urge imaginar. Le urge creatividad.
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Prioridades de la política cultural estatal o regional deben ser la puesta a punto de la infraestructura cultural, la definición de microrregiones culturales y la identificación de sus fortalezas y de sus puntos débiles, para después pasar a trabajar con la formación artística y de públicos. Al último, no al principio de la pirámide, debe estar el artista porque existen otros lugares alejados del centro del espectro (universidades, institutos, conservatorios, talleres, etcétera) donde el aprendizaje del oficio se va generando lo mismo en las artes plásticas que en las escénicas o la literatura.
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El Estado mexicano ha invertido más en política cultural que ningún otro estado en América Latina y, sin embargo, el embudo cultural reproduce la falta de oportunidades sociales.
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El artista como el universitario es ya un privilegiado en un país con nuestras carencias: hay más talleres de escritura que de lectura en este país, con lo que hay muchos aprendices de escritor que no leen, ni leerán, y que más temprano que tarde dejarán el oficio para buscar otro lugar.
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Parece que en México queremos seguir dando palos de ciego en materia de política cultural. Lo que tanto se criticó —el concepto de animación cultural francés ya allí mismo caduco—: se gastan fortunas en festivales con asistencias mínimas y se ha olvidado que el grueso de la población carece del más mínimo acceso a la cultura. La cultura ni se anima ni se promueve solamente. Mal haría cualquier orden de gobierno en concebirse a sí mismo como una especie de enorme ¡atizador! de la cultura…
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La política cultura requiere que aunque sea por una vez nos pongamos serios. Empecemos a debatir.

Paracaidismo institucional-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 23/07/09)

No soy el ni el primero ni el último de los ciudadanos que lamenta por escrito la costumbre ya casi entrañable de hacer un uso político de la fealdad en el mero corazón del país. El gesto paradigmático de banalización del Zócalo en los últimos años fue la toma a que lo sujetaron los petroleros a principios de los noventa. Lo transformaron durante un buen par de meses en un campo de refugiados de la ONU.
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La llegada al gobierno local de López Obrador convirtió este uso oposicionista en un gesto de gobierno financiado por nuestros impuestos: ni más ni menos que la Plaza de la República –según el escritor chileno José Donoso el único espacio verdaderamente imperial del continente americano- transformada a perpetuidad en un juguete. La pista de hielo más grande y fea del mundo; el sitio más impráctico para una Feria del Libro; el albergue para las carpas deprimentísimas de la exposición Huellas de la historia –que está muy bien, pero estaría mejor en otro predio.
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La plaza que está ahí para recordarnos toda la sangre y todos los impuestos que hemos derramado los mexicanos para poder serlo, sujeta al paracaidismo institucional. El caso no sólo no es único en la historia, está intrínsecamente mezclado con la fundación misma de la ciudad.
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Después de años de batallar contra todo y ganar siempre contrapronóstico, Hernán Cortés tuvo un momento de sosiego casi melancólico. En el otoño de 1521, el extremeño del que nunca se esperó nada y que terminó sometiendo a un imperio, se retiró a Coyoacán a pensar en lo que tenía que hacer después de haber duplicado los territorios de Carlos I. Su carta del 15 de mayo de 1522 dejó un testimonio sorprendentemente culposo sobre ese momento de reflexión en torno a algo que ya nunca nadie más iba a volver a ver: el apogeo de la ciudad que él llamaba –desde el feraz monolingüismo castellano- Temixtitán.
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El que haya vivido un periodo montado en una tormenta –Borges decía que tal vez todos los seres humanos tenemos todas las experiencias humanas- sabe exactamente de qué tipo de melancolías estoy hablando. Esa hora lenta y honesta en que uno se talla la cara y piensa: Ya le partí el cuajo a esto; ¿ahora qué hago con los pedazos?
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La ciudad cayó el 13 de agosto; el 17, ya encerrado en Coyoacán, dio la orden de que le encargaran a Moctezuma su limpieza.
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Inmediatamente después fundó el primer Cabildo, que en una de sus primeras recomendaciones señaló que la capital del nuevo reino debería estar en Coyoacán, Tacuba o Texcoco.
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Es en ese momento en el que Cortés desconfía de las estrategias para lo inmediato que habían estado imponiendo el derrotero de su vida: el modelo de hombre de acción para el resto del futuro, se detuvo y pensó. Hacia finales de septiembre propuso la estrategia simbólica en la que tal vez se haya basado el éxito del dominio de Castilla para los siguientes 300 años. Que la capital del reino que hasta entonces habían improvisado él y sus hombres se asentara en el corazón del antiguo imperio.
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Poco menos de un año después el propio Cortés justifica su decisión ante el rey –defendida a sangre y fuego, como todo en su vida-: la ciudad de México “era cosa tan nombrada y de que tanto caso y memoria siempre se ha fecho” que había que aprovechar las ventajas políticas de esa situación. “Como antes fue señora y principal de todas estas provincias, lo será también de aquí en adelante”.
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Más allá de que la limpieza de Tenochtitlán debió de ser tortuosa; aun si trabajaron en ella todos los supervivientes de su caída, la oposición del Cabildo debió de ser muy recia: Alonso García Bravo no comenzó la traza de la capital hasta fines de diciembre y gracias a que Cortés ya había mandado a sus hombres más leales a sentar sus predios en lo que hacía sólo meses había sido tierra sagrada.
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Aceptémoslo de una vez para ver si así podemos remediarlo: la ciudad de México tal como la conocemos fue fundada por paracaidistas.

Los pobres árboles del zócalo

Diario Milenio-Puebla (23/07/09)
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Recuerdo nítidamente un accidente ocurrido ya hace ya treinta largos años. No sé qué organización cultural invitó a Chava Flores a dar un concierto en el Zócalo de la ciudad. Quizá lo que aquí cuento se pueda rastrear en alguna hemeroteca si es que se registro ese hecho. Por lo pronto sólo puedo confiar en mi memoria.
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Chava Flores (en 1979) cantó y bromeó con el público como era su costumbre, dándole la espalda a la fuente de San Miguel. Ésa es la única ocasión que lo vi en mi vida. Entonces, casi al terminar su participación, se vino abajo la rama de un árbol cayéndole sobre la cabeza a un hombre que estaba muy cerca de mí. Tardaron en darle los primeros auxilios pero jamás indagué, ni a través de la prensa, qué fue lo que a él le ocurrió. En aquel momento no hubo mucha alharaca: se olvidó rápido el asunto.
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Han pasado treinta años y también, por consecuente, varias administraciones del ayuntamiento en Puebla y, hasta hace unas cuantas semanas desde entonces, no se había dado un accidente como el ocurrido el pasado domingo 5 de junio en el que una niña de seis años lamentablemente perdió la vida luego de que un árbol le cayera encima. Según lo he leído en la prensa, los funcionarios del ayuntamiento conocían del peligro.
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Ante lo sucedido la administración actual del ayuntamiento, ha ordenado podar de una buena vez los árboles con el fin de evitar una tragedia más. Sin embargo, no se ha tratado de una simple poda. Estoy de acuerdo con Julio Glockner: ha sido una labor infame, de destrucción sin precedentes, la que se está haciendo sin ningún criterio, al tirar los árboles completos sin mediar quizá un dictamen certero de lo que debe o no debe podarse. Por lo pronto creo se les ha pasado la mano a los trabajadores del ayuntamiento y el zócalo luce ahora, como opina la gente que gusta de pasear por ahí, “pelón”.
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La administración del ayuntamiento ha tomado otras medidas más como la destitución de algunos funcionarios. Laudatorio, pero ya no se puede volver atrás.
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Pobres árboles del Zócalo.
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El ayuntamiento contrató a gente especializada en el tema pero, al igual que Julio Glockner, no estoy tan seguro de que se haya hecho un buen dictamen para determinar qué se debía y que no se debía podar.
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Pobres árboles del zócalo, nunca antes habían sufrido semejante agresión. Luce diferente el panorama, infame, sin sombra. Pero a lo mejor muchos estamos malinterpretando las cosas y esto sólo se deba a la dignificación del Centro Histórico.

1968-1971, Los jefes del rock

miércoles, julio 22, 2009

"El dinero del diablo"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla-22/07/09)

Alrededor de abril, en este mismo diario, una serie de amigos reunimos nuestros artículos en un suplemento -“Virtud y fortuna”- para rendirle homenaje al escritor poblano más reconocido en los últimos años y que para fortuna de nosotros, resulta ser también nuestro amigo: Pedro Ángel Palou. Las flores ahí vertidas ni fueron en vano ni estuvieron de más, fueron sinceras, precisas. El texto con el que participé (“Pedro Ángel Palou: consistencia literaria”), se concentra en algo que encuentro a lo largo de su obra novelística: la consistencia en la voz narrativa-poética.
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A lo largo de la producción de Pedro Ángel uno se puede encontrar con temas variados que van desde lo histórico hasta lo fantástico, teniendo así una falta de linealidad aparente, como alguna vez reclamó el colérico Lemus. La linealidad para algunos la encontró hasta su trilogía de los fracasos históricos: “Zapata”, “Morelos” y “Cuauhtémoc. Sin embargo, en Pedro existe una linealidad que va más allá de lo temático y viene a romper el orden canónico: consistencia en la voz narrativa, esa es su linealidad.
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La novela que me convoca, “El dinero del diablo”, editada por Planeta, (finalista III Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casamérica) es la combinación perfecta de fantasía e Historia, temas que a Palou fascinan y que están hilvanados por voz poética que nos contó la vida de Zapata o nos habló de Magnolia.
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Esta novela está divida en dos momentos: el histórico y, digámoslo de una forma extraña, el ficcional-fantástico-real. Momentos que se intercalan para contar cómo una serie de asesinatos acontecidos en las recámaras del Vaticano desencadenan una investigación efectuada por el detective Gonzaga, quien podría encontrar la respuesta que necesita para resolver el acertijo en los días de 1929, cuando el poder de la Santa Sede crece al amparo de Mussolini y Hitler, al mismo tiempo que de forma extraña Pío XI es sucedido por Pío XII.
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La conjugación de Historia y ficción-fantasía-realidad no es el único acierto de esta novela, está también la perfecta construcción de los personajes como Gonzaga, el detective que además de ser un jesuita rebelde y adinerado, es mal visto por la Iglesia; sin embargo es el más indicado para llevar la investigación, pues goza de una fabulosa distancia. Otro acierto es el manejo de tiempos en cada uno de los momentos; el momento histórico se asemeja a la narración efectuada por algún historiador: siempre hablando en pasado, pero la clase o la conversación con dicho historiador bien pudo haber sucedido ayer u hoy. Por último, el ficcional-fantástico-real: algo que está pasando o tiene poco de haberse realizado, da la sensación de estar ahí, al lado de Gonzaga.
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Una novela, querido amigo, que al leerla lo divertirá al mismo tiempo que podrá tener una postura crítica ante la canonización de Pío XII.

Del exilio y la espera

Tengo miedo de tu exilio,
de la distancia
y del regreso.
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Decíamos que la felicidad
traiciona la escritura,
preferiría no volver a escribir.
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Al ayudarte a partir, sabía en el fondo
que me estaba ayudando a morir.
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Ahora que intento escribir,
presiento que la felicidad
se me va de las manos.
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Las palabras han sido mis aliadas,
pero tengo miedo de la combinación
que puedas tener con ellas.
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Tengo miedo de tu silencio,
de tu regreso
y de las palabras.

martes, julio 21, 2009

El gesto de la actriz

Diario Milenio-México (21/07/09)
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La había visto, es cierto, pero, para ser franca, no la había visto. La recordaba de alguna telenovela en la que una barbilla usualmente erguida y una voz en volumen algo alto la habían ayudado a representar a una prostituta joven y de cierta clase. Creo que la tenía en mis recuerdos entre el adjetivo dramático y el adjetivo estridente. Su rostro también me había dejado huella después de aparecer —acaso demasiado efímeramente— en un par de películas. Pero, a decir verdad, yo a Cecilia Suárez no la había visto hasta que vi, al menos dos veces, las secuencias morosas y magistrales de Párpados Azules, la ópera prima de Ernesto Contreras. Después de esa actuación, una de las más memorables entre las ejecutadas por ese grupo de actrices mexicanas que buscan con afán un lugar propio más allá de la televisión y el cine comercial, me será muy difícil olvidar el espacio íntimo y perturbador de ese rostro. La belleza, en este caso, es lo de menos (aunque nunca está de más). Lo que en verdad cuenta, al menos después de ver Párpados Azules, es que en ese rostro se desdoblan, iluminándolo a voluntad, los gestos de la actriz verdadera. Sutil como el filo de la proverbial navaja. Delicada hasta el colmo de la herida. En posesión del control que, por serlo, se parece tanto al estar a punto (de morir o de vivir, da lo mismo). Abierto, como lo demanda la frase “dar la cara”, pero igualmente vuelto de manera inevitable sobre sí mismo, el rostro de Cecilia Suárez estremece.
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Dicen las varias máquinas de búsqueda en internet que Cecilia Suárez nació el 22 de noviembre de 1971, en Tampico, Tamaulipas, un estado en el que, de acuerdo con La Tuta, uno de los capos líderes del grupo de narcotraficantes conocido como La Familia, “está el mal de toda la república”. Sin afán de contradecir (no vaya a ser la de malas), y tal vez presa de esa aspiración no necesariamente localista (yo también soy de Tamaulipas) de poner todas las cosas en su justa balanza, habrá que recordar que, antes de irse a estudiar actuación a Illinois, y antes de cualquier otra cosa de hecho, la Suárez es de esas broncas tierras del noreste mexicano. Así que algo bueno debe haber, en definitiva, en ese lugar donde se concentra tanto y tan contemporáneo “mal”.
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Ha sido muchas antes pero, en Párpados Azules, Cecilia Suárez es Marina Farfán, una empleada de una empresa de uniformes que aparece primero en la pantalla frente a un mostrador de vidrio, doblando ropa. De movimientos regulares, hombros caídos y actitud ensimismada, la mujer es esa máquina anómala que produce un ruido apenas audible e ineludible a la vez. Esa actitud, entre resignada e invisible, entre mecánica y frágil, es la misma que utiliza cuando el azar le regala de un premio: boletos para dos y estancia por diez días en un hotel con todos los gastos cubiertos. La actriz abre los ojos y sin apenas mover otro músculo del rostro sugiere que hay algo, que hay mucho más, de hecho, detrás la expresión que transforma la cara en una intrigante máscara. Que la timidez de la que hace gala no es signo de indefensión lo deja claro Marina cuando confronta al dueño de la panadería que le escatima el cambio correcto; o cuando, a pesar de los malabares manipuladores de la hermana, se niega a caer en un chantaje a todas luces alevoso; o cuando después de haber recibido un número de teléfono, se decide a marcarlo. “Qué bueno que me hablaste”, le dirá después, en un restaurante y frente a platos de spaghetti, Victor Mina, el otro tímido.
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Más solitaria que tímida, a Marina Farfán le resulta difícil introducirse en, y luego permanecer dentro de los confines de, la conversación. Más silenciosa que inexpresiva, Marina se concentra en detalles nimios del paisaje o de los objetos sin apenas darnos otro tipo de información. ¿Cómo son los mundos a los que su rostro nos anuncia que parte cuando el exterior deja de interesarle? El espectador no lo sabe, es cierto, pero quiere saberlo porque el rostro de la actriz anuncia a través de gestos minúsculos que lo que yace detrás es enorme o misterioso o, en todo caso, irrepetible. Marina Farfán comparte por primera vez un día de campo en plena ciudad con Víctor Mina pero, eludiendo el lugar común del diálogo donde los futuros amantes comparten las historias de su vida, Marina habla escuetamente y luego, cuando le toca el turno de escuchar, prefiere concentrarse en el misterio de los hilos que conforman el mantel. No hay desdén o comentario moral ni en su silencio ni en la magistral fotografía del momento. Al contrario, lo que despierta ese gesto, capturado por la cámara en un gran acercamiento, es curiosidad. ¿Dónde está Marina Farfán cuando está con Víctor Mina en un camellón citadino? Producir esa tensa interrogante —ese inaugural deseo— con un guión minimalista y de la mano de diminutas inflexiones es lo que constituye una verdadera lección de actuación. Sin necesidad de movimientos abruptos y a contracorriente de una cinta que avanza con deliciosa dilación, la actriz da a entender que la velocidad, aquí, es interna. Hay mundos inauditos, mundos de suyos inexpresables, detrás del azul de los párpados. De eso, tal vez por eso, estos dos tímidos se enamoran. El proceso ocurre abierta y morosamente frente a los ojos del espectador y, sin embargo, permanece oculto tras la paradójica apertura del rostro. ¿A qué horas pasó todo? ¿En qué momento el enojo se transformó en propuesta de matrimonio? ¿Dónde se fraguó el sí que Marina Farfán le regala, dentro de una versión posmo del arca de Noé citadino, a Víctor Mina?
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El director no sólo despliega un gran control actoral sino que contribuye con una dirección de cámara que pone en juego el sentido “natural” del tiempo y el sentido “histórico” del espacio. Despojada de la muchedumbre que la distingue con frecuencia, la Ciudad de México emprende aquí un viaje por ese mítico túnel del tiempo del sentido cronológico. Tanto la edad de los departamentos —el diseño de los mosaicos, por ejemplo, le corresponde a la década de los 40— como la inexistencia de los objetos de la tecnología contemporánea —tanto el celular como la computadora brillan por su ausencia en esta cinta— develan un punto melancólico de mediados de siglo XX. Sin embargo, los anuncios del tráfico y las selecciones musicales traen ecos más recientes. Estos empleados cuasikafkianos no son, tampoco, apropiadamente (es decir, estereotipadamente, sobredramatizadamente) pobres. Entre más evoco escenas completas de la película, más me convenzo de que habría sido muy difícil subvertir esos contextos de tiempo y de espacio, utilizando además una trama mínima, sin la contenida y delicada y magistral actuación de la Gran Cecilia Suárez. Salut.

Aquí mi vida medida según una aplicación del Facebook

Alfredo calculó su tiempo de vida, y el resultado fue:
Has nacido en Jueves
Desde que naciste han pasado: 24 años
Desde que naciste han pasado: 293 meses
Desde que naciste han pasado: 8,916 días
Desde que naciste han pasado: 213,985 horas
Desde que naciste han pasado: 12,839,100 minutos
Desde que naciste han pasado: 770,346,058 segundos
Tu corazón ha latido más de 898,737,000 veces!

lunes, julio 20, 2009

Permiso para infringir

Diario Milenio-México (20/07/09)
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El arte de licenciarse
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A los dieciséis años supe que no es lo mismo licencia que permiso. Si quería ejercer como hijo consentido, necesitaba de un permiso provisional para conducir, toda vez que una licencia de manejo sólo podía obtenerla con dieciocho años. La diferencia estaba en que el permiso no garantizaba infracciones, ni era reconocido por las compañías aseguradoras. Ya en la práctica, pues, el documento solamente servía para iniciarse en las lides de la extorsión y el soborno. Se daba uno permiso para sortear la falta de licencia justo en aquellos años en que más infracciones cometía.
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“¿Saben, muchachos, por qué causa infracción seguir a una ambulancia?”, había preguntado el instructor del curso requerido para obtener el permiso de marras. No lo recuerdo bien, pero debo de haber levantado la mano buscando una excepción. “¿No será porque las ambulancias corren a exceso de velocidad?”, respondí preguntando, a lo que el instructor asintió, satisfecho. Ya no quise insistir, me conformé con dar por hecho que era lícito perseguir a la Cruz Roja, mientras no rebasara la velocidad máxima, y por un tiempo me sumé a la infaltable pandilla de buitres que suelen disputarse el primer sitio del raudo cortejo. Un lance de alto riesgo, pues supone ir tan cerca de la sirena que ningún otro carro consiga meterse, y lo bastante lejos para no ir a estrellarse con la ambulancia.
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Uno recuerda sus años azarosos menos por las licencias que le dieron que por aquellas que se tomó, muchas veces no tanto en busca de problemas como tratando de sacudírselos. Ir tras una ambulancia para salir de un embotellamiento es opción atractiva para quienes se miran agobiados por alguna premura desquiciante, que a su vez los faculta para mirarse tan urgidos de una sirena como el herido que va en la ambulancia. Si unos creen que su edad les da licencia, otros llevan por causa una premura fuera de control. No tienen tiempo para pedir permiso.
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Entendamos al raptor
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Se sabe que las causas nobles en la teoría permiten que en la práctica sus seguidores se den ciertas licencias. Pues como tantas causas imperativas, la suya tiene siempre más prisa que paciencia. Hay que ver qué canalla va a estorbar a propósito a una ambulancia, cuya causa es sin duda noble y urgente. El problema es que hoy día son tantas las causas y sus prisas que se ha hecho harto difícil distinguirlas. No podemos saber si detrás de la ambulancia viene un coche repleto de secuestradores. O si tal vez dentro de la ambulancia, previamente tomada por narcotraficantes, viaja una tonelada de cocaína. Imposible enterarse, asimismo, si los maleantes en cuestión tienen o no licencia para hacer lo que hacen; es decir, si lo que los impulsa es la pura ambición o alguna cierta causa permisiva. En cuyo caso no serían maleantes sino combatientes, y así reclamarían licencia para todo.
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El problema de ciertas causas presurosas es que sus impulsores rechazan otros juicios que los propios. No hay quien los fiscalice, pues de entrada se asumen portadores y ejecutores de verdades tan grandes que nada puede anteponerse a ellas. Y son ellas, no ellos, las que les dan licencia de cometer las peores tropelías y asociarse con carne de patíbulo con tal de ir adelante con La Causa. No piensan en sí mismos, nos aclaran, y si somos escépticos seguramente nos darán el trato que se gana quien no deja pasar a una ambulancia.
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Las causas que se juran desinteresadas y se anuncian mesiánicas difícilmente aceptan auditores. Insinuar que algo chueco se mueve en sus entrañas es para sus adeptos una canallada, si ellos mismos jamás se cansan de repetir a quien quiera escucharlos que es muy honroso hacer todo cuanto hacen y estar donde están. Tanto se han pertrechado de coartadas y eufemismos, que saben distinguir entre un secuestrador y otro secuestrador, si pasa que uno de ellos es también combatiente, y por lo tanto tiene licencia.
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El tamañito del crimen
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Me encantaría saber qué esperarían los simpatizantes de las FARC, en el caso de una eventual victoria, de los que hoy se dedican entre otras cosas al secuestro, la extorsión, el narcotráfico y el asesinato. ¿Será que, ya con el poder en las manos, renegarían de los viejos medios y arrestarían a sus antiguos socios y valedores? ¿Para qué, pues, si ya sus bienquerientes se han mostrado de acuerdo en concederles todas las licencias? ¿Quién más que ellos suspira por vivir al amparo de un poder licencioso y prohibir al unísono las disensiones?
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Hay quien dice que es cosa de opinión. Ser abierto a las opiniones ajenas implica, según esto, respetar a quien no las respeta. Basta con que uno opine que un matón no es matón para que lo redima la relatividad —táctica socorrida en las prisiones, donde cada quien hurga buscando su inocencia— y al cabo lo rescate la legitimidad. Traficar, secuestrar, chantajear, financiar candidatos y hacerse de gobiernos secuaces son, según sus apóstoles, actos legítimos y dignos de encomio. Se les mira correr exaltados, furiosos, tras la ambulancia de una causa mayúscula, esgrimiendo las mismas licencias que acostumbran usar los esbirros de las satrapías. Hablan de libertad, pero ya se les queman las habas por tomarle el dictado a su caudillo.
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Dar o darse licencias es trámite sencillo. Lo complicado es luego retirarlas. Una vez que los combatientes del autoritarismo libertario se han permitido todas las crueldades en el nombre de una abstracción a modo, y encima han recibido la sonora aprobación de su hinchada, no parece que aspiren sino a ir adelante con esa permisividad selectiva. Pues los hinchas están en tantas partes que ahora mismo no paran de sucederse las evidencias de complicidad. Una vez que se admite que la causa es más grande que el crimen, nada hay más fácil que perder a éste de vista tras la inmensa figura de aquélla. ¿Crimen? ¿Cual crimen, si aquí está mi licencia?

domingo, julio 19, 2009

Una flor, es una flor.

Que a uno le digan poeta es demasiado, pero que provenga de una mujer que sí es poeta, es belleza pura, flor eterna.
Y eso es lo que hizo Ana en su blog.
Gracias, pues, por la flor inmerecida.