jueves, agosto 27, 2009

El internet, mal usado-Pedro Ángel Palou

1. La Internet es una web, una red y un útero. En ella se refugian los mediocres, en él flotan los fetos de los imbéciles.
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2. Hay algo de infantil en las identidades de los cibernautas. O al menos de perpetua adolescencia. Pellicer decía: Tengo veintitrés años y creo que el mundo empezó conmigo. Podríamos ampliarlo ahora: tengo entre catorce y treinta y cinco años y creo que el mundo sólo existe dentro de los límites de la red. Y, por supuesto, nació conmigo.
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3. Un ¿ser? oculto tras el anonimato de la red puede insultar a alguien con nombre y apellidos que habita en el mundo real. Los insultos, las descalificaciones, el ataque son siempre de lo más vil. Descalifico para existir, al menos virtualmente. El otro, el vituperado, jamás puede devolver el insulto. Si acaso, poner la otra mejilla.
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4. El Internet y sus comisarios son la nueva Cosa Nostra. De su totalitarismo y su adhesión ciega al insulto y la diatriba depende que el “Anónimo de las 10:46”, por ejemplo, no sea insultado a su vez por discrepar mínimamente de la voz del consenso. Por eso es estúpido participar en un foro: nadie escucha allí los argumentos de los otros. Es una especie de uniforme coro griego en el que la Voz colectiva silencia el pensamiento individual.
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5. En el Internet –y no en la prensa, como creían Nieztche y Kart Krauss- es donde ha triunfado de una vez y para siempre el nihilismo rampante. Bienvenidos a su morada digital.
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6. Matriz congenital de los retrasados mentales y su religión hecha de consenso. Algunos periodistas de hotel, diplomados en periodismo de cocina utilizan la red como su fuente de ¡información!, y lo allí vomitado pasa a sus páginas de tinta con las que, de cualquier manera, las abuelitas arreglan el piso de las jaulas de sus periquitos australianos. Dicho cristiano: la mierda vuelve siempre a la mierda.
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7. Lo que no entienden quienes así actúan es que forman parte de una metaconspiración de la que son, a la vez, sicarios y victimas. A la sombra del fascismo que combaten y, curiosamente, pregonan. Decía Windham Lewis que en un mundo donde los imbéciles son reyes queda un resquicio de esperanza. Al menos.
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8. ¿Cómo estar vivos en un mundo así, donde los aprendices de periodismo universitario convertidos en jueces morales dictaron ya sus sentencias y sus Fatwas neo-islamistas? Si las palabras han sido prostituidas por esos mismos profesores que les enseñaron a balbucear, si el pensamiento ha sido uniformizado por sus blogs y sus videos en You Tube. El ser se transfigura sólo por la destrucción de las cosas que la literatura puede operar. Un mecanismo explosivo así, la escritura, un arma de destrucción masiva contra la nueva ciudad del sentido común: el Internet.
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9. Los situacionistas, con Guy Debord a la cabeza y su Sociedad del Espectáculo, criticaron en los sesentas la vida separada que se había vuelto la vida cotidiana, ¿qué dirían ahora de la vida separadísima que representa la vida virtual de los pobres cibernautas adiestrados por sus maestros del pensamiento uniforme a ya no pensar sino en términos de negro y blanco. ¡Muera la ambigüedad!, les dijeron. Y mataron la literatura en ellos, puesto que la literatura es la tierra del matiz.
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10. Masa vociferante de pequeños extrotskistas y sus nuevos giñoles, rejuvenecidos por My Space y Facebook. ¡Oh, Diosa fortuna!
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11. El Internet es una falsa democracia, la demowikicracia, donde las correcciones y enmiendas son dictadas por el árbitro del mercado.
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12. El Internet es una máquina antiliteraria a la que hace falta dinamitar desde adentro. Se necesita una buena cantidad de uranio.
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13. Un escritor es en cambio ese no lugar, esa ninguna parte en la que toda libertad se consume.
14. Un escritor porta en él, siempre que sea digno de ese nombre, su parte contraria. Sobre todo si escribe novelas.
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15. Lo único que le importa al escritor es tener un lector –aunque sea uno- cuando él ya haya muerto y no estorbe la persona que escribió el libro. Un lector que tiemble de miedo, de ternura, de terror incluso ante las páginas escritas. Uno que sienta la desesperanza y actúe en consecuencia.
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16. Esquizocrítica transficcional, línea de fuga, como quería Deleuze, la escritura verdadera. La escritura como recuento de los recuentos de la destrucción. Nada más y nada menos.
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17. Un escritor es una voz que da voz a los muertos, preferentemente a sus escritores muertos.
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18. Toda teoría de la literatura seria sólo puede ser escrita desde la práctica y desde una teoría del mundo que se va haciendo, progresivamente, o regresivamente según sea el caso, con la obra. La ficción como contra-mundo.
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19. Combatir la magia negra del devenir-mundo de la mercancía con la ciencia gnóstica que es la novela.
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20. La novela como turbina mental para el escritor y como maquina de guerra contra el mundo. Para el lector como un dispositivo frágil, explosivo: una estratagema de destrucción de lo que, oh paradoja, lo virtual ha convertido en real.

miércoles, agosto 26, 2009

Un poema, uno.

A María del Carmen

Si sólo pudieses acercarte,
venir a este sollozo que sufre y permanece.
Si sólo pudieses, desde lejos,
mirar este desierto,
esta calma sin manos, este cuerpo
yacente, sin piernas, debatiéndose.

Si solamente pudieras oírme,
si acaso, sólo, pudieras oír cómo te amo
sin alas, sin agua, sin labios
cómo te amo, ¡sí, sólo cómo te amo!

Per tú desconoces mi existencia
y vas perdiéndote en mi propio desamparo.
Tú desconoces el paisaje que levanta
cada una de estas miradas rotas.

Y vives en una casa sin puerta ni ventanas
y no me oyes llorar cuando atardece
y no adviertes la sangre que mancha tu vestido.

Juan Eduardo Cirlot
Oda a Ígor Strawinsky y otros versos (1944)
dentro del libro de poema En la llama (Siruela, 2005)

"Todo por una chica"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 26/08/09)

Dígame romántico, querido lector, pero últimamente he creído que algunos autores llegan a la vida de uno en el momento más adecuado y de formas inusuales e inesperadas.
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Hace un par de años vi la película “Un gran chico” (About a boy), protagonizada por Hugh Grant y Toni Collette, y me gustó tanto que no descansé hasta conseguir el DVD. Cuando volví a revivirla –hace aproximadamente 3 meses- me percaté, observando detalladamente en los créditos traseros de la caja, que estaba basada en una novela del mismo nombre y Hornby era el autor. Mi siguiente objetivo fue conseguir la novela editada por Anagrama, sin embargo “Todo por una chica” (Anagrama, 2009) se cruzo en mi camino y exigió ser leída, gritaba: “léeme por un carajo” y ante tal súplica accedí.
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Sam, un chico de dieciséis años, cuenta la historia, su historia, con un poco de ironía, sarcasmo y extrema soltura. Sam, hijo de padres divorciados, vive con su madre de treinta y dos quien aun busca el amor y pasa su tiempo libre comparándose con artistas y deportistas que se aproximan a su edad. Nuestro protagonista es como todos los adolescentes un poco retraído pero con una sola pasión: el skate, lo demás se puede pudrir. A diferencia de muchos efebos Sam casi no tiene amigos, sólo colegas de juego; empero cuenta con un gran confidente: Toni Hawk (el Pelé del skate), que no es más que un poster dónde tal personaje aparece retratado y descansa en el reverso de la puerta de su cuarto. Un día, su mamá lo obliga a ir a una fiesta y es ahí donde conocerá a Alicia una bella chica que le cambiará la vida por completo. Cada consejo que Sam necesite tanto para conquistar a Alicia como en la vida diaria, Toni Hawk se lo otorgará por medio de su libro “Hawk: Occupation: Skateboarder”. Éstos consejos fungirán como verdades absolutas para Sam, como si proviniesen de la mismísima Biblia.
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“Todo por una chica” retrata fielmente la vida de un adolescente adentrando al lector a la vida de Sam, una vida que extrañamente pasa a convertirse en nuestra. Con Sam volvemos a sufrir, reír, cuestionar, aprender, aprehender todo aquello que a los dieciséis años era capaz de robarnos el hambre, el sueño y la tranquilidad. Ésta es una novela de iniciación, pero también de educación sentimental, pues sabe fotografiar una etapa tan complicada y maravillosa de la vida como lo es la adolescencia, además de que recurre tanto a sucesos recientes: 11-S, la guerra contra los talibanes; como a personajes de la vida pop actual y por si fuera poco, utiliza expresiones tan presentes que pareciera que un amigo de mi hermana es quien cuenta su historia. A pesar de que “Todo por una chica” plantea la vida de un adolescente que en el camino va aprendiendo la necesidad de no correr antes de saber caminar, Hornby nunca recurre a la falsa moralina ni busca censurar a la adolescencia, al contrario, invitada a cada lector a reflexionar sobre la vida misma y a entender que sabiendo actuar en el momento todo tiene una solución, sin necesidad de que la felicidad se sacrifique y el futuro cambien de manera drástica.

martes, agosto 25, 2009

La cita

Diario Milenio-México (25/08/09)
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La investigación ocupó todas sus energías durante siete meses, pero cuando finalmente dio con ella sintió que le había costado toda una vida. Leyó periódicos y visitó zoológicos, se presentó con padecimientos fingidos ante distinto tipo de psiquiatras y de veterinarios, y se hospedó en innumerables hoteles. Al final, cuando paró el taxi y le indicó que lo llevara al Cosmos estaba casi cierto de que ahí la encontraría. Se daba un margen de error de 1 por ciento. Al empleado del hotel le dejó saber que le gustaría un cuarto amplio, de preferencia en los pisos altos, “para tener una mejor vista a toda la ciudad”, se excusó, y como era temporada baja no tuvo problema en obtenerlo. Fue justo un poco después de las seis de la tarde que se instaló en su recinto.
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Notó el aroma casi desde que abrió la puerta, pero se contuvo. Cuando el botones dejó la habitación, desdobló su ropa con parsimonia y la colgó en los ganchos de madera. Colocó los objetos de uso personal en el baño: el peine, las cremas, la brocha para la rasura. Luego volvió sobre sus pasos y se instaló frente a la ventana. La ciudad, en efecto, a sus pies. El viento de la tarde. Las nubes ralas. Un auto de bomberos avanzaba a toda prisa por una calle estrecha pero como la habitación estaba a prueba de sonidos no pudo escuchar la sirena. Ulises nuevo. A lo lejos, como si se tratara de diminutos muñecos de plástico, muchos hombres caminaban sobre las aceras. Hombres de traje y hombres en jeans. Hombres en harapos. Hombres con cabello y hombres calvos. Hombres con muletas y hombres que se deslizaban como anguilas entre la muchedumbre de hombres. El suspiro que emitió, discreto pero contundente, parecía pertenecerle a un hombre enamorado. Acaso lo fuera.
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Lo último que hizo ese día fue extraer sus papeles del portafolios y colocarlos, en riguroso orden, sobre el escritorio de la habitación. Los hojeó de principio a fin como si no los hubiera visto antes. Había de todo ahí: notas garabateadas a lápiz y recortes de periódicos amarillentos; copias de lo que daba la impresión de ser libros viejos y páginas recién impresas; sobres con estampillas foráneas y recetas antiguas. Un collage era todo aquello. Una colección de pistas o de deseos. Estaba a punto de terminar su actividad cuando alguien tocó a la puerta. Dio un respingo. Un latigazo de electricidad resbaló por su columna vertebral. Parecía salir de una larga parálisis cuando por fin se incorporó y se dirigió a la puerta. Antes de decir cualquier cosa se asomó por la mirilla. No había nadie ahí. Cuando la abrió con sigilo lo confirmó: ahí sólo se extendía el pasillo con su mullida alfombra escarlata y sus paredes tapizadas en papel de oro viejo. La luz tenue que emanaba de los candelabros sólo acentuaba la soledad absoluta del pasadizo. En la punta de sus zapatos, justo como lo presentía, estaba el sobre cerrado, blanco y rectangular, que contrastaba con los diseños geométricos y el color de la alfombra. Lo abrió antes de cerrar la puerta: Aléjese. Váyase de este lugar. Pronto ya no tendrá manera de escapar. El investigador sonreía cuando cerraba la puerta tras de sí. Un hombre satisfecho.
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Fue después de recibir el mensaje que alzó el teléfono y pidió la cena en su habitación. Venado en salsa de manzanas negras. Conejo con alcachofas y endivias. Paté de hígado de cenzontle en rodajas de pan de centeno. Compota de ciruelas. Champán. Mientras esperaba sacó las herramientas de su segunda maleta y las fue colocando una a una sobre el peinador. Un taladro. Un desarmador. Unas pinzas. Un serrucho. Una cinta métrica. Un martillo. Un mazo. Unos clavos. Unos tornillos. Un pequeño ejército avanzando en línea recta. Cuando llegó la cena los introdujo en desorden y a toda prisa en la misma maleta.
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-¿Así que nos visita por primera vez? -preguntó el muchacho mientras quitaba las campanas de cristal de los platos, dejando que un aroma entre dulzón y viejo inundara la habitación.
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El investigador le dijo que así era, en efecto.
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-Hizo una selección peculiar -abundó el mesero, viendo de reojo los platos de la cena. Le sonrió entonces. La sonrisa le produjo el mismo efecto sobre la columna vertebral: un rumor de hormigas apresuradas sobre los huesos. Era, justo entonces, una estatua. Un pedazo de piedra venido de tiempo atrás. Algo arrancado de la eternidad. Iba a decirle algo cuando el hombre joven le dio la espalda. La alfombra apagó el ruido de sus pasos. El ruido de la noche. Entonces empezó su tarea.
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Extrajo una vez más las herramientas de su maleta y con el taladro en la mano derecha se dirigió al clóset. No tardó mucho en despejar la ropa que había colgado apenas un rato antes. Con las manos sobre la madera, tanteando sus huecos con los nudillos apretados, dio con el lugar de la incisión. Iba a utilizar el mazo cuando se dio cuenta que había tornillos nuevos en las esquinas del panel de la caoba. Fue por el desarmador. Cuando se dio cuenta de que necesitaba el otro, regresó por el desarmador de estrella. Las gotas de sudor sobre las sienes le daban la apariencia de ser un hombre apresurado. Poco a poco, el panel cedió. Antes de separarlo por completo de la pared, antes de introducir la cabeza por el orificio, se limpió el sudor con un pañuelo blanco. Luego se hincó y, luego, inclinó el torso. Con ayuda de los codos se deslizó hacia el otro lado del clóset.
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Pensó que los datos obtenidos en tantos meses de investigación lo habrían preparado para cualquier cosa, pero no fue así. Nunca es así. La imaginación tiene, siempre, sus límites. Había pensado que la jaula sería grande, como lo era, pero no que tendría el glamour ancestral de un camerino. Había imaginado que ella estaría encorvada, como lo había leído en tantos diarios, en franca actitud pre-humana, pero no que lo haría mientras se oscilaba lenta, oh, tan lentamente, de un columpio hecho de metales finos. Había pensado en su mirada cientos de veces, recortando su propia figura en las pupilas oscuras de la última mujer, pero nada lo había preparado para la monótona tristeza del momento. Ella le sonrió, como antes el mesero. Y, cuando le indicó con las yemas de los dedos unidos sobre la boca, que tenía hambre, él regresó por el pasadizo para ir trayendo uno a uno los platos de la cena.
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Luego sólo se entretuvo viéndola comer mientras él degustaba trago a trago la botella de champán.
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-Pensé que no existías -le dijo.
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-Así es -le contestó ella con una voz apenas acostumbrada al habla.

lunes, agosto 24, 2009

Breves, los epitafios

Diario Milenio-México (24/08/09)
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Paradojas digitales
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Hay por ahí —cree uno, a la defensiva— un resabio de dignidad en resistirse al paso del progreso cuando éste no termina de convencer. Pero lo que en principio es excepción no tarda en propagarse y convertirse en regla. Poseer una computadora personal era, veinte años atrás, privilegio rayano en vanagloria. Hoy día, carecer de una —o el colmo: no saber manejarla— provoca en los demás una combinación de lástima y azoro. Lo mismo pasa con los celulares y está muy cerca de ocurrir con los facebooks. ¿Cómo puede cualquiera sobrevivir sin uno? ¿Cómo es que no respondo los e-mail al instante, o cuando menos al día siguiente, y apago el celular si se me da la gana? ¿He de aceptar la dictadura del progreso, cuando estoy poco cierto de que éste sea tal, y hasta a veces me temo que sea retroceso?
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Entiende uno que contra el progreso tendrá siempre la guerra perdida, pero ello no es bastante para rendirse en nombre del progresismo. De entrada, no hay consenso en el término. Demasiados, entre quienes se llaman aliados de progreso, suelen ser más retrógrados que un cristero estalinista. Y hay, por contra, anticuados recalcitrantes cuyas ideas resaltan por osadas y frescas, allí donde la regla consiste en esperar que la computadora piense en lugar de uno. Para quien de por sí se pasma ante el trabajo de un narrador como Javier Marías, enterarse que ha traducido Tristram Shandy y escrito tantos miles de cuartillas con esa calidad y sin computadora tendría que semejar hazaña aparte. Como hoy nos lo parece la idea de cabalgar de Puebla a Veracruz o escribir una carta de quince cuartillas —traduzco: veintisiete mil trescientos caracteres, con espacios—, afanes ambos más bien estrambóticos para los que ya nadie tiene tiempo. Nunca antes en su historia la humanidad se había ahorrado tantas horas, ni había dispuesto de tan pocos minutos.
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Sólo la premura dura
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Es justamente en el transcurso de Tristram Shandy donde Lawrence Sterne se pregunta por qué la narración de un solo día de vida no puede merecer el espacio de una enorme novela. O hasta varias, si así fuese preciso. Ya con esa advertencia, los lectores asisten azorados a la consecución de la bribonada: quien se ha dicho dispuesto a relatar entera su existencia no pasará del día de sy alumbramiento. ¿Qué le costaba a ese señor Sterne, opinará más de uno entre los progresistas perezosos, extenderse hasta el fin de su infancia y resumirlo todo en tres mil caracteres? Que si se ve con calma ya son demasiados, pues el tiempo escasea, los blogs se multiplican y hay quien aún espera que leamos libros. ¿Cómo es que no hay paciencia para nuestra impaciencia?
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Ahora, con su permiso y a pesar de las prisas imperantes, necesito apretar el botón de pausa. Me es francamente incómodo ir adelante con estas líneas sin confesar que me sangra la lengua. Me la he estado mordiendo desde el primer párrafo y es cierto que después de un par de días sin celular ni computadora me miro naufragar en décadas pasadas y ya impresentables. Vamos, la mera idea de tener que mandar un fax me suena poco menos obsoleta que curarme una tisis con sangrías. Por ancha que de pronto parezca la nostalgia, me falta ingenuidad para ubicarme en un mundo de baja definición. Si, como algunos piensan, era aquél y no éste un paraíso, la historia nos demuestra que a lugares así nadie regresa. Progresar es también avanzar hacia el fin. Todavía no se inventa el destino con reversa y el edén siempre estará en otra parte.
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Queda, pues, el cinismo; pero igual hay matices. Si me rindiera al fin al culto a la tecnología, tendría que ofrendar mi profesión. Ser novelista en la era del Twitter es también preguntarse si hay que pedir disculpas por escribir doscientos caracteres seguidos. Se espera que narre uno a borbotones, con la cabeza puesta en la impaciencia ajena, y a cambio de ello ganarse la atención de miles o millones de incondicionales de la nadería intempestiva. Se cree que un texto breve requiere un tiempo corto (!). En el reino de la narrativa espasmódica, un balbuceo adquiere vocación de novela y tres juntos son una trilogía. Circulando, señores, que se hace tarde.
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Don’t tweet me in
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Diría que nada tengo contra las máquinas, si no tuvieran ellas ese prurito de imponerse sobre la voluntad de quien las maneja. Bienvenidas, señoras, pero aquí mando yo. En caso de conflicto, puedo desconectarlas e incluso reemplazarlas. Cierto es que tuve un blog, pero llegado un punto me negué a que fuera él quien me tuviera. Hoy que he comenzado otro, no falta quien opine que me paso de largo con los párrafos, y lo cierto es que encuentro en el reparo motivo suficiente para pasarme más, no solamente porque me da la gana sino también, y esto es lo que interesa, porque el texto lo exige. Pues el texto también es una máquina, y en todo caso elijo alimentarlo y obedecerlo porque ocurre que es mío y no tengo objeción en hacerme suyo. Tampoco tengo prisa, ni me gusta servir los guisos crudos.
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Parecería evidente que a la moda del Twitter y sus 140 caracteres tiránicos le pasará lo mismo que al diskette y el fax. Cualquier día twittear será un verbo anticuado, y sus exégetas unos retrógradas. Pues al fin nada hay más aburrido que repetir ad náuseam lo entretenido. Si medio mundo piensa que estar perpetuamente conectado y habitar una casa de cristal ya no es excepcional sino reglamentario, no me queda otra cosa que responder a la pregunta clásica twittera —“¿Qué estás haciendo ahora?”— con otra interrogante no menos conocida, en sólo 24 caracteres: ¿Qué carajos te importa? Hecha esta salvedad en el nombre de la autodeterminación elemental, procedo a retomar los aparatos y negociar de vuelta con la modernidad. No se puede vivir de espaldas a ella, pero menos aún a espaldas de uno mismo