martes, agosto 25, 2009

La cita

Diario Milenio-México (25/08/09)
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La investigación ocupó todas sus energías durante siete meses, pero cuando finalmente dio con ella sintió que le había costado toda una vida. Leyó periódicos y visitó zoológicos, se presentó con padecimientos fingidos ante distinto tipo de psiquiatras y de veterinarios, y se hospedó en innumerables hoteles. Al final, cuando paró el taxi y le indicó que lo llevara al Cosmos estaba casi cierto de que ahí la encontraría. Se daba un margen de error de 1 por ciento. Al empleado del hotel le dejó saber que le gustaría un cuarto amplio, de preferencia en los pisos altos, “para tener una mejor vista a toda la ciudad”, se excusó, y como era temporada baja no tuvo problema en obtenerlo. Fue justo un poco después de las seis de la tarde que se instaló en su recinto.
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Notó el aroma casi desde que abrió la puerta, pero se contuvo. Cuando el botones dejó la habitación, desdobló su ropa con parsimonia y la colgó en los ganchos de madera. Colocó los objetos de uso personal en el baño: el peine, las cremas, la brocha para la rasura. Luego volvió sobre sus pasos y se instaló frente a la ventana. La ciudad, en efecto, a sus pies. El viento de la tarde. Las nubes ralas. Un auto de bomberos avanzaba a toda prisa por una calle estrecha pero como la habitación estaba a prueba de sonidos no pudo escuchar la sirena. Ulises nuevo. A lo lejos, como si se tratara de diminutos muñecos de plástico, muchos hombres caminaban sobre las aceras. Hombres de traje y hombres en jeans. Hombres en harapos. Hombres con cabello y hombres calvos. Hombres con muletas y hombres que se deslizaban como anguilas entre la muchedumbre de hombres. El suspiro que emitió, discreto pero contundente, parecía pertenecerle a un hombre enamorado. Acaso lo fuera.
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Lo último que hizo ese día fue extraer sus papeles del portafolios y colocarlos, en riguroso orden, sobre el escritorio de la habitación. Los hojeó de principio a fin como si no los hubiera visto antes. Había de todo ahí: notas garabateadas a lápiz y recortes de periódicos amarillentos; copias de lo que daba la impresión de ser libros viejos y páginas recién impresas; sobres con estampillas foráneas y recetas antiguas. Un collage era todo aquello. Una colección de pistas o de deseos. Estaba a punto de terminar su actividad cuando alguien tocó a la puerta. Dio un respingo. Un latigazo de electricidad resbaló por su columna vertebral. Parecía salir de una larga parálisis cuando por fin se incorporó y se dirigió a la puerta. Antes de decir cualquier cosa se asomó por la mirilla. No había nadie ahí. Cuando la abrió con sigilo lo confirmó: ahí sólo se extendía el pasillo con su mullida alfombra escarlata y sus paredes tapizadas en papel de oro viejo. La luz tenue que emanaba de los candelabros sólo acentuaba la soledad absoluta del pasadizo. En la punta de sus zapatos, justo como lo presentía, estaba el sobre cerrado, blanco y rectangular, que contrastaba con los diseños geométricos y el color de la alfombra. Lo abrió antes de cerrar la puerta: Aléjese. Váyase de este lugar. Pronto ya no tendrá manera de escapar. El investigador sonreía cuando cerraba la puerta tras de sí. Un hombre satisfecho.
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Fue después de recibir el mensaje que alzó el teléfono y pidió la cena en su habitación. Venado en salsa de manzanas negras. Conejo con alcachofas y endivias. Paté de hígado de cenzontle en rodajas de pan de centeno. Compota de ciruelas. Champán. Mientras esperaba sacó las herramientas de su segunda maleta y las fue colocando una a una sobre el peinador. Un taladro. Un desarmador. Unas pinzas. Un serrucho. Una cinta métrica. Un martillo. Un mazo. Unos clavos. Unos tornillos. Un pequeño ejército avanzando en línea recta. Cuando llegó la cena los introdujo en desorden y a toda prisa en la misma maleta.
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-¿Así que nos visita por primera vez? -preguntó el muchacho mientras quitaba las campanas de cristal de los platos, dejando que un aroma entre dulzón y viejo inundara la habitación.
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El investigador le dijo que así era, en efecto.
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-Hizo una selección peculiar -abundó el mesero, viendo de reojo los platos de la cena. Le sonrió entonces. La sonrisa le produjo el mismo efecto sobre la columna vertebral: un rumor de hormigas apresuradas sobre los huesos. Era, justo entonces, una estatua. Un pedazo de piedra venido de tiempo atrás. Algo arrancado de la eternidad. Iba a decirle algo cuando el hombre joven le dio la espalda. La alfombra apagó el ruido de sus pasos. El ruido de la noche. Entonces empezó su tarea.
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Extrajo una vez más las herramientas de su maleta y con el taladro en la mano derecha se dirigió al clóset. No tardó mucho en despejar la ropa que había colgado apenas un rato antes. Con las manos sobre la madera, tanteando sus huecos con los nudillos apretados, dio con el lugar de la incisión. Iba a utilizar el mazo cuando se dio cuenta que había tornillos nuevos en las esquinas del panel de la caoba. Fue por el desarmador. Cuando se dio cuenta de que necesitaba el otro, regresó por el desarmador de estrella. Las gotas de sudor sobre las sienes le daban la apariencia de ser un hombre apresurado. Poco a poco, el panel cedió. Antes de separarlo por completo de la pared, antes de introducir la cabeza por el orificio, se limpió el sudor con un pañuelo blanco. Luego se hincó y, luego, inclinó el torso. Con ayuda de los codos se deslizó hacia el otro lado del clóset.
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Pensó que los datos obtenidos en tantos meses de investigación lo habrían preparado para cualquier cosa, pero no fue así. Nunca es así. La imaginación tiene, siempre, sus límites. Había pensado que la jaula sería grande, como lo era, pero no que tendría el glamour ancestral de un camerino. Había imaginado que ella estaría encorvada, como lo había leído en tantos diarios, en franca actitud pre-humana, pero no que lo haría mientras se oscilaba lenta, oh, tan lentamente, de un columpio hecho de metales finos. Había pensado en su mirada cientos de veces, recortando su propia figura en las pupilas oscuras de la última mujer, pero nada lo había preparado para la monótona tristeza del momento. Ella le sonrió, como antes el mesero. Y, cuando le indicó con las yemas de los dedos unidos sobre la boca, que tenía hambre, él regresó por el pasadizo para ir trayendo uno a uno los platos de la cena.
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Luego sólo se entretuvo viéndola comer mientras él degustaba trago a trago la botella de champán.
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-Pensé que no existías -le dijo.
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-Así es -le contestó ella con una voz apenas acostumbrada al habla.

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