jueves, marzo 05, 2009

"La palabra sencilla, como poesía transparente y precisa"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 04/03/09)

“Textofilia” hace su aparición en el ruedo de la edición y la publicación de obras con “Poemas de la mano izquierda” de Luis M. Verdejo, uno de los libros que recientemente salió a la venta.
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La edición sin duda es preciosa, sencilla, muy bien lograda.
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Una portada que asemeja o ilustra a los Bambús. Asunto que no resulta gratuito pues a lo largo del poemario el autor hace constante referencia a ellos.
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El poemario está conformado por cuatro divisiones o partes: Pintores, Frescura, Estas cosas también y Elegías.
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En cada una de ellas, el lector asiste a un diálogo poético muy intenso y sabroso.
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Sin usar tantas palabras rebuscadas, Luis M. Verdejo construye un poemario bien logrado. Recurre al uso exacto de imágenes que buscan exigir al lector utilice su imaginación. Un ejemplo puede ser “es terrible saber que:”, poema que aparece dentro de Frescura: la frescura/ la frescura/ la gota de agua/ de lluvia/ llena de luz/ en la hoja e la higuera/ o en un hoja/ más grande/ de planta/ que no conozco/ la frescura de luz/ ya no estará/ cuando nos volvamos/ (si es que nos volvemos)/ a ver// ella/ no estará ya// ya no.
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La imposibilidad de saber que todo en esta vida suele o parecer ser efímero: los bellos paisajes, las personas que se aman, la naturaleza, al placer de tocar y saborear una fruta, pero también la ubicación del ser con todo lo que le rodea; sentimientos que plasma con asombrosa maestría Luis M. Verdejo.
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Un poeta que además se dedica al arte plástica. Ha realizado algunas exposiciones como: “Infancias botánicas” junto al japonés Hosumi Masafumi y “Dos de barro” al lado de la escultora Jimena Granados. Actualmente cura la maestría en pintura en la Academia de San Carlos. Estos estudios influyen en que logre crear con poesía que sin duda, parece un cuadro de pintura. Un poeta que dialoga con los pintores y anhela ser parte de los trazos de pintores como Van Gogh o Cézzane. Pintores abre con un poema titulado “Vicent”: si existen los campos/ encendidos/ de Van Gogh/ si están en algún sitio/ quisiera/ caminar en ellos/ adentrarme en su aire/ en su luz// y si existen/ plenos de viento/ de mareas/ ¿existes tú también, / Van Gogh?/ ¿estás/ eres todavía?
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La poesía y la pintura, son las únicas maneras de plasmar la belleza del mundo. Quizá una de las pocas vías que existen para buscar un diálogo con las generaciones venideras. Una constancia de presencia es este poemario.
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Habría que agradecerle al poeta la frescura con que construye cada poema y plante cada tema, pues viene a demostrar que no se necesita recurrir a las palabras rebuscadas para construir poesía.

El libro fuera de sí

Diario Milenio-México (03/03/09)
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Desconfío de los libros que se dejan leer rápidamente. Sucede más o menos así: el lector selecciona el libro por la recomendación de un amigo o por la atractiva portada o por la fuerza del primer párrafo o por el prestigio de la autoría de sus páginas. El lector, en todo caso y por razones múltiples aunque no obvias, toma el libro, poseyéndolo. El lector, en algún momento (seguramente no el menos pensado), se sienta y abre, no sin cierta parsimonia, sus hojas. De ser posible, el lector huele sus páginas, embebido, y pasa las yemas de los dedos sobre las letras impresas como si de verdad no pudiera ver nada. Mano de súbito ciego. El lector empieza. Y ahí, justo en ese instante, se da inicio un vertiginoso viaje en un tobogán de letras que no terminará sino dos o cinco horas después. El lector no se levanta para comer o contestar el teléfono o ir al baño. Lo que es peor: el lector no interrumpe la lectura ni para hacerse del lápiz con el que subrayará, es decir, con el que re-escribirá, el libro que lee.
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¿Una lectura ideal? Lo dudo. ¿Un buen libro? A veces. ¿Un libro fácil de leer y digerible? Seguramente.
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Tres confesiones en un párrafo minúsculo: Sospecho del libro que se lee de “una sentada” y que me pide, como un amante celoso, una atención única y, además, pasiva. Sospecho del libro que, aspirando a borrar al mundo que hace posible su lectura, cree que puede sustituirlo. Sospecho del libro que inicia sin otro objetivo más que el de llegar a su fin.
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Mi lectura ideal es de otra factura. Veamos. Tomo el libro e inicio una lectura atropellada y zigzagueante. De hecho, es tan atropellada y zigzagueante esa lectura que casi parece no dar inicio. Creo que puedo leerlo sin lápiz pero pronto entiendo que eso no será posible. Interrumpo la lectura, busco el proverbial lápiz que nunca encuentro, veo el cielo, pienso en el libro dentro del mundo del libro y fuera del mundo del libro. El libro, lo sé bien desde ese instante, me saca de quicio: es demasiado esto o muy poco lo otro, en todo caso lo aviento contra la pared. Juro que no volveré a abrir sus páginas. Salgo. Afuera no hago otra cosa más que pensar en el libro —en su escritura que es un obstáculo, en su estructura que me asquea o me asombra o las dos cosas juntas, en todos y cada uno de los elementos que me imposibilitan bajar por sus páginas como si estuviera en un tobogán. Oscuro, tal vez; seguramente denso. Ilegible. Cosa hechas de páginas crudas. Pienso, quiero decir, en todas y cada una de las cosas que me obligan a pensar en ese libro y no en cualquier otra cosa. Un par de horas después lo tomo de nueva cuenta. No sólo lo subrayo una y otra vez —una vez por el acuerdo, otra vez por el desacuerdo— sino que también escribo pequeños mensajes inentendibles en sus márgenes. Se trata de pequeñas misivas para el otro lector que alguna vez, pasados ya los años, seré. Es ahí, en ese momento, que empiezo a pensar en otro libro —el mío. El producto de esta lectura se convertirá, eso creo en el aquí y ahora de mi apasionamiento, en un próximo libro. La convicción es tanta que, sin reparar en detalles, sin darme cuenta de lo absurdo de la situación, inicio la escritura de ese otro engendro en las últimas páginas, usualmente vacías, del libro leído. Son palabras hechizas, garabateadas a toda velocidad, urgentes. Escribirlas es una forma de no acabar. Colocarlas ahí, al final, es una forma de posponer el final.
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Pero a medida que se acerca el final, cuando ya quedan sólo quince o diez páginas por leer, empiezo a sufrir —es un pesar absurdo, como todo en esta lectura, pero es real— y, por eso, interrumpo la lectura una vez más. La postergo. Cierro el libro y lo coloco, como si se tratara de un objeto doméstico, y no de un animal con rabia, sobre alguna repisa de color azul. Salgo. Afuera me comporto como si no pasara nada, como si no estuviera yo viviendo dentro de las páginas de un libro. Hablo. Sonrío incluso. Cuento chistes o me intereso por el drama de los otros. Hasta puede que piense en el clima o en mis obligaciones cotidianas. Hasta puede que vaya a fiestas o saque a pasear el perro del vecino. Todo o cualquier cosa con tal de no cerrar sus páginas. Todo, o casi cualquier cosa, con tal de seguir dentro. Pero las cierro. Eventualmente todo libro debe cerrarse. Cuando lo hago, me consuela saber que lleva consigo, a través de los subrayados y los ilegibles mensajes en sus márgenes, mi marca. Y que yo, en un justo intercambio de cicatrices, me llevo la suya. Es, ahora, en todo caso, un libro mío. Se trata, a final y a principio de cuentas, de un libro mío. Un libro apropiado. Un libro fuera de sí. Un libro conmigo.
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¿Una lectura ideal? Lo dudo. ¿Un buen libro? Con mucha frecuencia. ¿Un libro fácil de leer y digerible? Nunca.
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El libro no ayuda a descubrir el secreto que hay en el lector; el libro, cuando es libro, produce ese secreto en el lector.
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El libro no es una revelación (de lo que ya estaba ahí) sino un encubrimiento (de lo que está en-proceso-de-estar-ahí).
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El libro no expresa; el libro produce.
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Un final: El libro que me gusta es un libro con otro tipo de velocidad.

lunes, marzo 02, 2009

El revés del estandarte


Diario Milenio-México (02/03/09)
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Era un tipo tan de izquierdas, tan de izquierdas, que una noche dio vuelta y apareció por el otro lado.”
Toni Martínez
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Extremos y razones
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“No es lo mismo.” “Tampoco es para tanto.” “Una cosa es una cosa y otra cosa es otra.” Tiene que ser sencillo, para quien ha hecho ya carrera y patrimonio diciendo defender los derechos ajenos, dar la pelea por los propios privilegios. Finalmente la extrema izquierda y la extrema derecha están lo suficientemente próximas para compartir armas, mañas, municiones y papel higiénico. Está claro que no pueden vivir la una sin la otra, tanto así que se inventan cuando es preciso, y de paso se cumplen el favor mutuo de magnificarse. Es cosa cotidiana que a sus representantes más conspicuos se les descubra con divertida frecuencia refocilándose en alguna práctica que los suyos condenan desde sendos púlpitos, comúnmente inflamados de indignación. No menos común es resultar inmerecidamente obsequiado con esos argumentos rocambolescos según los cuáles ellos pueden permitirse trampas y desacatos que son imperdonables en sus enemigos. En cuentas resumidas, el privilegio pertenece a quien, según su propio juicio, tiene Mucha Razón.
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A ver. Tengo la sensación de haber visto la misma película. Un militar que hereda a su hermano un poder absoluto de medio siglo no es un dictador si según él le asiste La Razón. ¿En qué cuartel siniestro habría cabido una certeza así? Ya nada más el puro convencimiento de que a uno tiene toda la razón y el otro nada de ella remite no sólo a la más rancia idea del autoritarismo, sino de la ignorancia y la estupidez. Lo que antes se llamaba fascismo, y ahora no tiene nombre porque es de izquierda y cuenta con derechos especiales. Los que antes se llamaban privilegios. Oficialmente, aparte, los fascistas son de derecha. Y esto nos deja en un entuerto mayor, pues vemos que un fascista derechista, valga la demasía, no tiene más que llamarse izquierdista para hacer de sus privilegios derechos y lanzarse a las calles a echarnos en la cara kilos de Su Razón. Si no te gusta, serás tú el fascista.
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En el altar del odio
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Hoy día, Ernesto Cardenal acusa de fascista a Daniel Ortega, quien a su vez ha integrado su propia Lista Oficial de Fascistas —como lo manda el género, pintoresca, insidiosa y paranoica—. Curiosamente, Cardenal afirma que hoy día en Latinoamérica no existe una dictadura evidente y prolongada. Cura al fin, medio siglo de barbas le parecerá poco. O será que una cosa es pelearse con jerarquías menores del infierno y otra plantarle cara al mismísimo Mefisto. Pero en fin, me confundo. Veo alas y trinches, no sé cuál sea de quién. ¿En qué iglesia pasa hoy lista el poeta, cuando su némesis está íntimamente aliado con secuaces de la talla de Chávez, Ahmadineyad y los siempre aclamados hermanos Castro? Debe de ser fuente de gran zozobra tener que solapar a los mejores amigos de tus enemigos sólo para evitarte el trance de caer de la gracia del compañero Yahvé, pero al cabo sólo el poeta sabe qué tal le iría en Managua sin la bendición del Señor de las Barbas, de cuya prédica es oveja fiel y sumisa. “Gran genio de la oratoria”, le ha llamado por escrito, escatimando apenas las mayúsculas.
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Muchos en el lugar del padre Cardenal tampoco pueden ver dictadores evidentes, y menos prolongados. Hay algo que se mete entre los párpados una vez que se tiene toda la razón, o se cree en las palabras de quien dice tenerla y en tanto se detesta a los que no la tienen, ni por supuesto la merecerían. No se es original a la hora de odiar, se empieza y se termina replicando el estilo de los clásicos. Ya nos dirá quien odia sin duda ni pausa como hace para no copiar a sus maestros y acabar convertido en algún adefesio similar, pero el problema llega más lejos. El odio es pegajoso, como la necedad. No es difícil saltar un día de la cama y descubrirse contagiado por la cizaña reinante. Si ese juego llegara a funcionar, acabaríamos todos acusándonos con sobrada razón de fascistas.
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Prédica y escopeta
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Hay por supuesto cantidad de matices que permiten diferenciar entre socialismo nacionalista y nacional-socialismo. Nada que no consiga disimular en tres patadas uno de esos funámbulos ambisiniestros cuyo radicalismo no está a discusión, y en realidad no hay nada que lo esté porque los radicales no discuten. ¿Quién que posea el 100% de la razón se va a sentar a razonar con nadie, si lo que le urge es darse a predicarla? No deja de zumbar en el oído el hecho que aquellos que más ciertos están de poseer esta razón rica en salvoconductos son quienes menos aceptan razonar. Como si la razón no fuese ya un medio, sino el fin último. Se llega a La Razón y allí se vive para siempre dichoso. Una idea derechista, por cierto. Y ojo: de las más empalagosas.
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Hace un par de semanas que el juez Baltazar Garzón, verdugo planetario de fascistas incautos, fue atrapado con el ministro de justicia cazando sin permiso. Hoy día el ministro se ha quedado sin trabajo, mientras el juez soporta el fuego a mansalva de la derecha en pleno, cuyos halcones lo tildan de extremista. ¿Garzón de extrema izquierda, como los terroristas a los que persigue? Sólo un fascista histérico sostendría esa burrada. Pero ahí está nuestro héroe, cazando sin permiso como cualquier etarra fugitivo. Acabando con ciervos, conejos, pájaros, jabalíes y otros seres que para su desgracia no tienen los abogados de Pinochet, ni las coartadas de los abertzales, ni el peso y la fortuna de los falangistas. De manera que si alguien se pregunta quién paga por los casos que el juez pierde, ya puede ir a buscarlos en la mira de su escopeta, que es territorio libre de justicia. Lo ha dicho Ray Loriga en muy pocas palabras: Cuando la izquierda caza y la derecha llora, ¿en qué creer?

Lucky star

Diario Milenio-México (02/03/09)
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Eunice y Susana ya no eran esas chicas que, llegada la hora, guardaban los esténciles con textos de Habermas y de Lukacs en la misma mochila de la que sacaban mallas y leotardos para correr a la clase de danza contemporánea. De entrada, ahora no podían verse sino los fines de semana. Y, acaso en virtud del fragor laboral, preferían dedicar su tiempo libre a actividades algo más reposadas, como ir al Palacio de Hierro a elegir un televisor para la nueva casa de Susana.
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Ahí estaban las amigas, rodeadas de Sonys y de Panasonics, de Zeniths y de Zondas, cuyos atributos y costos explicaba el dependiente. Susana quería conocer la opinión de su amiga, preguntarle si las bondades del sistema Trinitron valdrían la diferencia sustancial en el precio, pero no pudo hacerlo: al girarse para dirigirse a Eunice no la encontró a su lado. ¿Se habría distraído mirando un vestido? Una pesquisa sumaria habría de derribar de un plumazo tal hipótesis: lo que Eunice veía, a apenas un pasillo de distancia, era la tele.
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Parpadeaba en la pantalla una imagen en frenético movimiento que la joven escrutaba con deleite rayano en el pasmo. Habida cuenta de los gustos comunes a ambas amigas, uno habría imaginado que se trataba de Callas o de Baryshnikov. Nada de eso. Había música, sí, pero más redolente de la discoteca que de la sala de conciertos. También había baile, y de primer orden, pero con un vocabulario en todo ajeno al que las amigas habían intentado dominar años atrás.
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En un limbo blanco, una rubia coqueta ejecutaba cabriolas sicalípticas. Daba intrincados saltitos, anudando sus pies como si jugara rayuela. Se alargaba en el suelo con lasciva displicencia antes de tornar sobre su propio eje y ponerse de pie en un solo movimiento. Era hermosa, sí, pero de una belleza común. Y su vestimenta se antojaba de plano adolescente. Lo notable, entonces, era su plasticidad: el arco profundo y perfecto de su espalda, el quiebre a un tiempo lúbrico y preciso de su cadera. También su contagiosa joie de vivre, su desparpajada sensualidad.
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—Es una cantante nueva —acotó el solícito dependiente. Se llama Madonna.
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—No sé si cante —terció Eunice, emergente de su trance. Pero baila como pocas que haya visto yo.
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Susana se alzó de hombros y extendió al vendedor su tarjeta de crédito.
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Eunice habría de contarme esta anécdota poco después de iniciado nuestro amor, cuando apenas descubríamos nuestras coincidencias y, entre ellas, la admiración por Madonna. Fue entonces que le conté que, en efecto, antes que cantante, Madonna era una bailarina profesional con las mejores credenciales: las de la escuela de Martha Graham. Si la chica había dejado su Michigan natal para aventurarse a un Manhattan hostil, había sido para estudiar con Pearl Lang, otrora primera bailarina de la compañía de Graham y para entonces directora del American Dance Center, fundado en complicidad con Alvin Ailey.
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Recordé esto el viernes pasado, al enterarme de la muerte, a los 87 años, de quien resulta a la fecha poco conocida por el gran público, a no ser en tanto nota a pie de página en la historia de una leyenda de la danza o en la de una leyenda del pop. Recordar me ha llevado a investigar y, gracias a internet, a ver a Lang bailar. Así, he descubierto a una artista notabilísima, no sólo dueña de su propio cuerpo y de la técnica de Graham —toda ángulos imposibles y talante trágico— sino también de una capacidad de empatía emocional indispensable a todo gran creador escénico. La veo encarnar a una mujer habitada por el espíritu de su amante muerto —la coreografía se llama La poseída— y, aunque por lo general insensible a la danza, percibo su dolor, su locura, su escisión. Lo que no veo (no todavía) es qué pueden tener en común sus bailes tortuosos con los muy gozosos, golosos de Madonna.
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En preparación de este texto interrogo a Eunice: ¿qué fue lo que tanto le impresionó al ver bailar a Madonna?
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—Su técnica es buena pero eso es lo de menos: lo que hace de Madonna una gran bailarina es que siempre logra dibujar a la perfección un personaje
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Me viene entonces a la cabeza una cita sobre Pearl Lang leída horas antes: “Sus coreografías tratan de algo: no son vacuos despliegues aeróbicos con fondo musical estridente”.
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Es entonces que percibo con claridad la influencia. Es entonces que comprendo que Madonna, suertuda, tuvo una estrella de la suerte. Y que esa estrella lleva el nombre refulgente de Pearl Lang.