lunes, marzo 02, 2009

Lucky star

Diario Milenio-México (02/03/09)
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Eunice y Susana ya no eran esas chicas que, llegada la hora, guardaban los esténciles con textos de Habermas y de Lukacs en la misma mochila de la que sacaban mallas y leotardos para correr a la clase de danza contemporánea. De entrada, ahora no podían verse sino los fines de semana. Y, acaso en virtud del fragor laboral, preferían dedicar su tiempo libre a actividades algo más reposadas, como ir al Palacio de Hierro a elegir un televisor para la nueva casa de Susana.
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Ahí estaban las amigas, rodeadas de Sonys y de Panasonics, de Zeniths y de Zondas, cuyos atributos y costos explicaba el dependiente. Susana quería conocer la opinión de su amiga, preguntarle si las bondades del sistema Trinitron valdrían la diferencia sustancial en el precio, pero no pudo hacerlo: al girarse para dirigirse a Eunice no la encontró a su lado. ¿Se habría distraído mirando un vestido? Una pesquisa sumaria habría de derribar de un plumazo tal hipótesis: lo que Eunice veía, a apenas un pasillo de distancia, era la tele.
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Parpadeaba en la pantalla una imagen en frenético movimiento que la joven escrutaba con deleite rayano en el pasmo. Habida cuenta de los gustos comunes a ambas amigas, uno habría imaginado que se trataba de Callas o de Baryshnikov. Nada de eso. Había música, sí, pero más redolente de la discoteca que de la sala de conciertos. También había baile, y de primer orden, pero con un vocabulario en todo ajeno al que las amigas habían intentado dominar años atrás.
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En un limbo blanco, una rubia coqueta ejecutaba cabriolas sicalípticas. Daba intrincados saltitos, anudando sus pies como si jugara rayuela. Se alargaba en el suelo con lasciva displicencia antes de tornar sobre su propio eje y ponerse de pie en un solo movimiento. Era hermosa, sí, pero de una belleza común. Y su vestimenta se antojaba de plano adolescente. Lo notable, entonces, era su plasticidad: el arco profundo y perfecto de su espalda, el quiebre a un tiempo lúbrico y preciso de su cadera. También su contagiosa joie de vivre, su desparpajada sensualidad.
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—Es una cantante nueva —acotó el solícito dependiente. Se llama Madonna.
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—No sé si cante —terció Eunice, emergente de su trance. Pero baila como pocas que haya visto yo.
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Susana se alzó de hombros y extendió al vendedor su tarjeta de crédito.
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Eunice habría de contarme esta anécdota poco después de iniciado nuestro amor, cuando apenas descubríamos nuestras coincidencias y, entre ellas, la admiración por Madonna. Fue entonces que le conté que, en efecto, antes que cantante, Madonna era una bailarina profesional con las mejores credenciales: las de la escuela de Martha Graham. Si la chica había dejado su Michigan natal para aventurarse a un Manhattan hostil, había sido para estudiar con Pearl Lang, otrora primera bailarina de la compañía de Graham y para entonces directora del American Dance Center, fundado en complicidad con Alvin Ailey.
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Recordé esto el viernes pasado, al enterarme de la muerte, a los 87 años, de quien resulta a la fecha poco conocida por el gran público, a no ser en tanto nota a pie de página en la historia de una leyenda de la danza o en la de una leyenda del pop. Recordar me ha llevado a investigar y, gracias a internet, a ver a Lang bailar. Así, he descubierto a una artista notabilísima, no sólo dueña de su propio cuerpo y de la técnica de Graham —toda ángulos imposibles y talante trágico— sino también de una capacidad de empatía emocional indispensable a todo gran creador escénico. La veo encarnar a una mujer habitada por el espíritu de su amante muerto —la coreografía se llama La poseída— y, aunque por lo general insensible a la danza, percibo su dolor, su locura, su escisión. Lo que no veo (no todavía) es qué pueden tener en común sus bailes tortuosos con los muy gozosos, golosos de Madonna.
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En preparación de este texto interrogo a Eunice: ¿qué fue lo que tanto le impresionó al ver bailar a Madonna?
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—Su técnica es buena pero eso es lo de menos: lo que hace de Madonna una gran bailarina es que siempre logra dibujar a la perfección un personaje
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Me viene entonces a la cabeza una cita sobre Pearl Lang leída horas antes: “Sus coreografías tratan de algo: no son vacuos despliegues aeróbicos con fondo musical estridente”.
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Es entonces que percibo con claridad la influencia. Es entonces que comprendo que Madonna, suertuda, tuvo una estrella de la suerte. Y que esa estrella lleva el nombre refulgente de Pearl Lang.

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