sábado, febrero 28, 2009

Opinión-Soufflé poético por Israe León O’farril (La Jornada de Oriente (24/02/09)

La poesía suele ser un tema espinoso, sobre todo cuando lo tocamos en ciertos círculos, concretamente en aquellos donde se duda de la virilidad de aquel a quien dice gustarle. Como he comentado en otras ocasiones, la poesía para muchos es una cuestión de mariquitas o de ñoños que no pueden conquistar al público femenino con la simple presencia masculina, paquete de por medio; a la vez, suele confundirse con líneas cursis que se recitan a adolescentes inflamadas de hormonas, líneas salidas generalmente de telenovelas más cursis aun, si es que eso es posible. Incluso pueden ser obtenidas enviando “poema al 71111”, integrando la maravillosa tecnología a la destrucción de la verdadera poesía. Recuerdo que alguien mencionó por ahí cuando pregunté por algún poeta del momento que Arjona era un excelente ejemplo.
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La poesía ha de enfrentar otro problema fundamental: la incomprensión. Cuántos de nosotros nos hemos encontrado totalmente confundidos y patidifusos ante las elucubraciones de un escritor que seguramente se dio una cruzada entre solventes, hierba y peyote, especialmente cuando nos adentramos a la poesía contemporánea, donde priva el verso libre sobre la métrica y rima. Resulta cada vez más difícil diferenciar entre poesía o masturbación mental. De cualquier manera, la poesía no debe buscar ser clara, no ha de encantar a almas simples que no busquen complicaciones. Ha de ser pulso de época, enfrentarse al ser y sus circunstancias para dotarle de voz; y dicha voz dista de ser asible por medios mortales y por supuesto no es mensurable por métodos científicos, por más que los lingüistas así lo digan. Por cierto, uno no se mete a leer un libro de poesía de un tirón, sino que se deja cautivar sutilmente por algunas líneas, y ha de leerse y leerse para poder realmente extractar todo el jugo de las palabras, de los ritmos, de los juegos. En este momento he de confesar que soy un lector púber de poesía, empecé quizá demasiado tarde. No obstante, me parece que ese descubrir ha sido, por decir lo menos, en extremo agradable.
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Por supuesto, entrarle a la poesía requiere sacrificio personal y en ocasiones, literalmente cometer suicidio social, pelearse con los padres, hermanos y novias superficiales... requiere en pocas palabras lanzarse a un mundo fuera de lo normal.
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Decía un amigo boricua y excelente poeta que si una línea de un poema nos gustaba, entonces la poesía completa había cumplido con su cometido. Me parece un punto de partida genial. Sin embargo, para todos aquellos que decidan emprender su entrada a la poesía, puedo recomendar una receta fundamental.
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Quizá se pudiera empezar con una leve pizca de Sabines, que a la par de ser rico en expresión, es bajo en metáforas complejas que nos provoquen un infarto por coagulación poética. Más adelante, pudiéramos añadir un tanto más de Benedetti, ligero y entrañable como pocos, además de que no aumenta esa llantita incómoda en el costado del intelecto. Revuelva suavemente con un puñito de Lorca, Alberti, Cernuda y aderece al gusto con Neruda... tendrá un leve sabor surrealista que bien se queda en el paladar.
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Acto seguido, cernir un poco de Villaurrutia sobre una base de Novo, mezclar copiosamente con Pellicer y matizar con un tanto de Maples Arce, hornear media hora hasta dorar. El resultado tendrá un buqué vanguardista, con gusto a conflicto y pinta individualista. Lo contemporáneo le dará un ligero toque moderno y ciertamente escurridizo, difícil de atrapar.
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Ya que estamos en eso, igual y le entramos con dos cucharadas de Taboada para conseguir un auténtico sentido oriental al guiso; y si se prefiere, incluso un poco más de Baudelaire, Rimbaud, Valéry, para dotarlo con algo de deliciosa malicia que nunca viene mal.
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Como postre, y excelente preámbulo al escarceo del ayuntamiento carnal posterior a la cena, bien se pueden paladear unos toques de Girondo, que a fuerza de simpleza, nos explota en la boca como una pléyade de sensaciones diversas. Pudiera sugerir un barroquísimo vino para acompañar la cena con algo de la décima musa, o quizá un tanto de Lezama, pero me dan harta güeva, además de que igual perdemos el subsecuente encuentro carnal. Mejor le entramos al mismo Sabines cosecha del 51.
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En fin, la poesía, como hemos dicho bien puede cambiarnos la existencia cuando aflojamos el cuerpo y los sentidos. Vivimos en un mundo tan soezmente material y pragmático, que aspectos tan etéreos nos parecen inútiles, vanos. Y aunque hay que tragar y cuentas que pagar, la poesía puede ser un excelente escape para no pensar en el abono de la colcha. Después de todo, igual y hasta un poco de sexo nos consigue. Si eso no les es suficiente, entonces mídanse el pulso, probablemente ya han muerto.

Algunas décimas populares para Sergio Pitol en sus 75 años (Diario Milenio/Laberinto (28/02/09)

Qué privilegio haber sido de Pitol contemporáneo, dice Pacheco en los versos que escribió para celebrar al autor de No hay tal lugar.
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1
Ya pocos toman en cuenta
Aquellos años veloces,
Grises, radiantes y atroces
Que llamamos los cincuenta.
Quizá la memoria inventa
Y su incógnito crisol
Le da una luz de farol
A una época más que muerta.
Pero si el ayer despierta
Es por magia de Pitol.
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2
Medio siglo de escribir
Sobre Sergio, es demasiado.
Entiéndase, ya he agotado
Lo que tengo que decir.
Así, voy a recurrir,
Sin miedo y de corazón,
A una forma de expresión
Que en otras manos es luz:
Décimas de Veracruz,
Que ojalá suenen a son.
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3
El ingenio del Potrero
Vio la infancia de Pitol.
Hoy nunca se pone el Sol
En su mapa de viajero.
Su mundo es el orbe entero.
De él se adueñó por lectura
Y su brillante escritura
Lo vuelve de muchos modos
El paraíso de todos
Los que entren en su aventura.
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4
Qué privilegio haber sido
De Pitol contemporáneo.
Es como un don simultáneo
Aquel de haber compartido
Algo de lo que ha ceñido
Como materia en su obra.
Nada en ella está de sobra,
Todo conecta con todo
Y encuentra exacto acomodo
La risa con la zozobra.
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En las Obras reunidas V de Sergio Pitol (Puebla, 1933) del FCE, tomo de ensayos aparecidos originalmente en Adicción a los ingleses, La casa de la tribu y El mago de Viena —este último con el que le otorgan el Premio Cervantes 2005—, se incluyen seis coplas de José Emilio Pacheco a manera de epílogo, y que fueron leídas por Rosa Beltrán en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes el 30 de marzo de 2008, en el homenaje que se le rindió a Pitol por sus 75 años, donde también le fue entregada la Medalla de Oro de Bellas Artes.
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Sobre el quinto tomo, con el que se concluye la recopilación de la obra de Pitol, se comenta que el autor se muestra en sus textos “diverso y excéntrico, pues cada uno de los ensayos incluidos en este volumen esclarecen el camino del lector apasionado que es, del viajero incansable por geografías literarias poco frecuentadas: Rusia, Polonia, China, Hungría, y las zonas marginales de las lenguas literarias clásicas”.
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José Emilio Pacheco

Ensayo-Mazatlán mentir

Diario Milenio/Laberinto-México (28/02/09)
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El juego del engaño que Volpi utiliza en el libro Mentiras contagiosas rige el siguiente texto donde recuerda a la generación del crack y el surgimiento de su vocación.
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Son las once siete de la mañana —lo sé porque el secretario de acuerdos me trae un documento para firma, en un descuido vacío la taza encima y, al alzar la vista, reparo en las impertinentes manecillas del reloj en la pared de enfrente— cuando suena la chillante versión electrónica de la Marcha eslava de Chaikovski que hace un par de días descargué en mi celular. No reconozco el número: empieza con un misterioso 6 y eso, en mi profesión, resulta preocupante. Una gentil voz femenina me ordena: “Le llamamos de Mazatlán, esté usted listo a las doce treinta porque volveremos a llamarlo”, y cuelga sin más. Imagino lo peor. Mazatlán. Siento un escalofrío. Observo la foto de mi esposa —de acuerdo, ex esposa— y de mis tres hijas, y suspiro. ¿Qué hacer en un caso como éste? Desconozco si el manual de procedimientos señala algún protocolo, y me quedo paralizado. En esta profesión uno escucha tantas historias. Una llamada anónima. Y luego… No tiemblo —detesto el melodrama— pero el sudor empapa mi camisa. Me limito a esperar a que las manecillas del reloj —esa circunferencia de cifras y de angustia— desgasten los minutos. Podría decir que el curso de mi vida transcurre ante mí en un relámpago, como en las películas, pero no sería exacto: veo las orejas de Happy, el apático beagle que acompañó mi infancia; recuerdo la admonición constante de mi padre: “la verdad te hará libre”; recito los veinticinco primeros artículos del Código de Procedimientos Penales del Distrito Federal —¿por qué justo esos?—; lamento el día en que mis hijas me anunciaron a coro que se irían a vivir a Michigan con su madre; reniego de mi reciente ascenso y no logro borrar de mi vista el rostro malencarado del Tuercas mientras balbucea su declaración preliminar.
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A las doce treinta en punto reaparece la Marcha eslava. Se me pone la carne de gallina. Mazatlán. Con esa fría puntualidad norteña. Contesto. La gentil voz femenina me dice que a continuación me hablará el director del Instituto. ¿Instituto? No entiendo nada. “Jorge Volpi”, asevera, más que preguntarme. “Sí”, contesto tímidamente. “¡Felicidades! —estalla entonces—, se ha hecho usted acreedor al Premio Mazatlán de Literatura”. Sigo sin entender, pero guardo silencio. ¿Qué clase de amenaza es esta? “¿De literatura?”, musito. “¿Sabe usted por qué lo ha ganado?”, me pregunta el director con voz flemática. Quizás allí radica lo oscuro. “No”, confieso. “Por su libro Mentiras contagiosas”. “Mentiras contagiosas”, repito. “Felicidades, hombre. Ya nos comunicaremos con usted para fijar los detalles, pero por lo pronto enhorabuena”, y cuelga.
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Mazatlán. Libro. ¿Una broma? ¿Una sofisticada advertencia? ¿Alguien trata de decirme algo? Todo parece un sinsentido. Porque, si bien en la adolescencia llegué a acariciar la idea de convertirme en escritor, yo nunca he escrito un libro. Y menos uno que tenga el ominoso título de Mentiras contagiosas. La educación que me proporcionó mi padre, un orgulloso general del ejército, tenía una divisa fundamental entre las mil normas que debíamos poner en práctica cada día: “nunca mientas”. Mi hermana Rosalba y yo podíamos incumplir cualquier orden, menos esta: desafiarla equivalía a semanas de ostracismo familiar y a una culpa que era como una cama de clavos. Por años no me atreví a mentir, y menos a intentar esa apología de lo falso que es la escritura. A diferencia de otros niños, detestaba los cuentos infantiles y las películas de Disney porque no se apegaban a la sacrosanta realidad; para satisfacción paterna, prefería leer los periódicos, refugios contra el engaño y la manipulación (eso creía). De niño quería ser científico justo para poseer certezas indudables; luego, cuando mis profesores de física se empeñaron en arruinar esta expectativa, me decanté por la historia: soñaba con ser medievalista y dedicarme a desenterrar castillos y armaduras.
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Sólo en la adolescencia tuve un lapso de rebeldía: en la escuela católica donde me habían confinado encontré de pronto a un joven tan extraño como yo mismo: se llamaba Eloy y se dedicaba a escribir frenéticos poemas desde los diez años. Su temperamento atrabiliario terminó por fascinarme: nos hicimos inseparables, par de inadaptados en medio de aquellas hordas que soñaban con ser futbolistas o ingenieros. Un buen día me dijo: “Mira esta convocatoria, es para el concurso de cuento de la escuela, tenemos que participar”. No era una pregunta. Me dijo que ese mismo premio lo había ganado Carlos Fuentes en los cuarenta, como si ese nombre significase algo para mí. Por alguna razón le hice caso. Por las noches, a escondidas del general, pergeñé la historia de un campesino mexicano cuyas desventuras eran también, simbólicamente, las de la patria. Los jurados debían ser ciegos, o el nivel intelectual de los demás participantes similar al de un simio, porque obtuve el tercer lugar. Eloy quedó en quinto. Un tal Ignacio quedó en primero. Mentiría, y no quiero hacerlo, si dijera que no me hinché de orgullo. Por un segundo —no, por unos meses— fantaseé con la idea de convertirme en escritor. Tramar cuentos y novelas. Incluso un libro de ensayos. Pero luego pensé en el general y, como si se tratase de una enfermedad que de pronto hubiese remitido, recuperé la cordura. Qué idea tan insensata: dedicar la vida a las mentiras. No podía traicionarlo así. Al término del año, Eloy abandonó la escuela —reprobó todas las materias menos Literatura— y yo decidí estudiar Derecho en la UNAM. A la mitad de la carrera encontré un trabajo en la Dirección Jurídica del Distrito Federal —¡ahora recuerdo que mi jefe era mazatleco!—, me consagré en cuerpo y alma a las leyes —y a la verdad— y nunca más volví a la literatura: a la fecha incluso soy un lector más bien reticente. ¿Cómo iba yo, pues, a ganar un premio literario con un libro titulado —insisto— Mentiras contagiosas?
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Pasada la conmoción, asumí el malentendido. Nada más que eso. Alguien marcó un número equivocado, pronto encontrarían al verdadero ganador. No ocurrió así: al día siguiente, mientras escribía un acta de consignación, mi secretaria me dijo que tenía a una periodista en la línea.
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“¿Qué siente? —me preguntó de sopetón y, antes de que pudiera responder algo, añadió—: ¿Y qué opina de lo que dice ese periódico de Sinaloa?” Otra vez no entendía nada. “Prefiero no hacer comentarios”, exclamé, ufano, como si me refiriera a uno de los casos que veo a diario; ella pareció satisfecha, y colgó. A los pocos minutos, otros periodistas. Repetí lo mismo. Y luego, otra vez, el director del Instituto. “Lo esperamos el domingo, su vuelo está arreglado”.
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Sólo entonces se me ocurrió buscar en internet. Google. “Mentiras contagiosas”. Apareció una portada —una bella foto de Lola Álvarez Bravo— y, sí, sí, mi nombre inscrito en ella. Un caso de homonimia, por supuesto. Mi apellido, de origen italiano, es poco común en México, pero todo es posible. Volví a Internet. Wikipedia. “Jorge Volpi”. Apareció una ficha: en efecto, existía otro Jorge Volpi. Escritor mexicano. Perteneciente a una cosa llamada “grupo del Crack” (tendría que fijarme bien en eso). Y a continuación, horror de horrores, más coincidencias: también nació en julio de 1968, el mismo año que yo, aunque con diferencia de un día; también estudió en una escuela católica; también ganó el tercer lugar en un concurso de cuento en la preparatoria. Pero después de eso, tranquilizadoramente, él escribió más de diez libros… Y yo ninguno.
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Extraño, me dije de nuevo, pero cosas más raras se han visto. Todo se aclararía en su momento. No ocurrió así: el viernes recibí mi boleto de Aeroméxico para venir a Mazatlán. Pensé en llamarle al director del Instituto y aclarar el error. Estuve a punto de hacerlo, lo juro. Pero no pude. Lo siento, no pude. Lo confieso aquí, ahora, ante todos ustedes. Vine a Mazatlán a recibir un premio por un libro que yo no escribí. He traicionado al general y, lo que es peor, he traicionado mi vida al servicio de la verdad. Asumo públicamente las consecuencias: la mentira me ha contaminado. Nada puedo hacer al respecto. Pienso en el otro Volpi, el auténtico autor de este libro: lamento haber usurpado su lugar. Pero ustedes tienen que entenderme: sus mentiras me han otorgado, por un momento, otra vida. Me han arrancado de mis propias mentiras. Me han salvado. No se enfaden, por favor. No llamen a la policía. No me juzguen. Antes permítanme decir, simplemente, lo orgulloso que estoy de haber ganado este premio. Y de haber venido a Mazatlán. Se trata —nunca mejor dicho— de un honor inmerecido.
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De verdad, muchas gracias.
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Jorge Volpi

El horror de la ficción

Diario Milenio-Puebla (26/02/09)
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En algunas de mis anteriores colaboraciones he dicho que desde hace muchos años nos hemos habituado (o nos han habituado, más exactamente) a presenciar la violencia cotidiana sin que ésta nos deje el mínimo sentimiento de culpabilidad. Tenemos ante nosotros una gran cantidad de notas que narran hechos sangrientos, y nosotros recurrimos a las bromas quizá como un último escaño de los mecanismos defensivos.
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Circula en la red un caso que me ha dejado pensativo y mirando hacia arriba, hacia las estrellas. No es muy creíble, porque me ha llegado anónimamente y en todos los casos (como sucede con las leyendas) han cambiado el lugar de los acontecimientos. Las notas de la red no dan nombres ni hay un estado que se haya pronunciado de manera oficial. No hay nada, sólo la terrible historia que pudo ser escrita, aun sin los parámetros de la verosimilitud, por una anónima mente truculenta.
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Narra la nota de la Internet que hace pocos días en el entronque de la carretera Colima-Jalisco (un e-mail más dice en Nuevo Laredo) un camión congelador propiedad de una fábrica de paletas (otro e-mail agrega que era de una fábrica de alimentos enlatados) chocó contra el auto de una señora, a quien se le ofreció un pago extraordinariamente más alto a los daños causados por el percance. Sin embargo ella no aceptó y llamó al seguro, a los peritos y a la policía.
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El conductor del camión (otro e-mail más afirma que era una camioneta) se sube hasta donde está el volante, pone los seguros y luego se da un tiro en la cabeza. Al revisar el camión (o la camioneta, para el caso es lo mismo), se descubre que en el congelador hay diez cadáveres de niños sin órganos. Se dice que las autoridades detuvieron todo tipo de información para no causar pánico.
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Ahora la misma versión circula en Ameca, Jalisco y ha causado un aterrador miedo entre los habitantes, que comienzan a creer que sus hijos serán robados de las escuelas y que se han visto autos sin placas rondando las calles, etcétera. Todo como en las mejores leyendas. Se pide precaución en el cuidado de los niños en las escuelas y en los hospitales.
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Lo que no encaja muy bien en esta historia son un par de argumentos: ¿Por qué la señora no se deja de embrollos y no acepta la cantidad ofrecida por el conductor del camión para irse tranquilamente a su casa? ¿Qué le hubiera costado al mismo conductor darse a la fuga, ya que el camión no estaba inservible?
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Son preguntas para Columbo. He buscado en páginas electrónicas algo que me pueda ilustrar el caso y no hay nada, absolutamente nada. A fuerza de repetirse una versión, llega a creerse. Estas versiones son síntomas de los malos tiempos. El e-mail termina: “No dudes en reenviar este mensaje, salva a un niño”. El horror como ficción en las páginas de la Internet.

Del minutario

Diario Milenio-Puebla (19/02/09)
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La excelencia de los minutarios es que en poco espacio pueden entrar varios temas. Estuve hace unos días en Morelia, Michoacán. Me invitaron de parte del Instituto de Cultura a la entrega del premio “Eréndira” a la trayectoria literaria de cuarenta años a mi amigo y casi hermano, el poeta Gaspar Aguilera Díaz, quien ha hecho tanto por la cultura purépecha. La ciudad es patrullada por la policía federal; me imagino que luego de los lamentables hechos del 15 de septiembre de 2008, ahí se ha reforzado la vigilancia.
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Estoy viendo la televisión y es muy probable que hace veinte años no me hubiera dolido tanto la cabeza, ni me hubiera preocupado ante el desolador panorama que los analistas políticos presentan para el futuro del país. Me produce vértigo y náuseas lo que veo aquí, tan cerca de mí.
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Pero ante el miedo a la crisis, siempre hay recursos: se obtiene un récord más a las páginas de Guinness para México: casi cuarenta mil parejas se besaron en el zócalo del DF el pasado día del amor y la amistad. Hubo, según las crónicas, tolerancia a hacia las distintas preferencias sexuales.
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Muchos son los que hablan de una crisis inevitable y nadie sabe a ciencia cierta qué es, sólo se presienten sus efectos. Lo que a mí me queda claro es que la gran mayoría de mexicanos no la hemos provocado. Veo en el mismo programa que ha muerto una mujer bombera, la primera que muere en un siniestro. Declaran los responsables que se trató de accidente, como cuando se sube un auto a la banqueta y mata súbitamente a alguien. Sin embargo, se agrega que el equipo de bomberos es muy deficiente. Lo creo.
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¿Nos vamos a acostumbrar definitivamente a la violencia cotidiana?
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Aconsejan los trabajadores de la salud mental que no se piense en eso. Para qué, si sólo se produce daño uno mismo. “Váyase el cine,” aconsejan, “camine cortas distancias y deje en casa los problemas que mañana encontrará quizá un empleo”. Y dice López-Dóriga, lo pregunta dos veces: ¿usted sabe cuántos besos caben en el zócalo? A mí me duele tanto la cabeza que no me detengo a calcularlo. Mejor trato de dormir.
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Escucho luego las noticias en la radio, en “Panorama informativo”. Es lo mismo: pocas opciones ofrecen los expertos que saque del bache al mundo. Me acordé de Mafalda cuando mira a un globo terráqueo sobre una cama de hospital al tiempo que piensa “es verdad, ahora sí estás enfermo”. La violencia se ha vuelto cotidiana, por más que los comunicadores traten de esconderla.
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Nada será igual de aquí a los pocos minutos que ya están corriendo. Yo por lo pronto creo en el futuro de la humanidad. Felicidades Gaspar Aguilera, disfruta de tu reconocimiento. Se lo merece tu calidad humana y tu labor de poeta.

"De quimeras y algo más"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 25/02/09)

“El androide y las quimeras”, editado por Páginas de espuma, reciente entrega de Ignacio Padilla, es el segundo volumen de la tetralogía de cuentos: Micropedia.
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Al libro lo conforman dos partes: “El androide en nueve tiempos” y “Quimeras de tres orillas”.
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La primera parte contiene los cuentos: “Las Furias de Menlo Park”, “Romanza de la niña y el pterodáctilo”, “Las tres Alicias”, “Pacto de caballeros”, “Las entrañas del Turco”, “Guía de ruso para principiantes”, “Antes del hambre de las hienas”, “Viaje al centro de una chistera” y “Of Mice and Girls”.
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Mientras que la segunda parte está compuesta por tres cuentos: “Galatea en Brighton”, “Miranda en Chalons”, “Circe en Galápagos”.
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Los doce relatos, según cuenta Padilla, en las referencias que aparecen en la parte final del libro, tienen una base teórica. A Ignacio sólo le correspondió armar las historias que cada texto exigía.
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Los cuentos presentados por el ganador del Premio Juan Rulfo 2008 -por su cuento Los anacrónicos-, coinciden en su brevedad, pero también por la maestría con la que atrapa a sus lectores, casi de manera inexplicable.
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Soy un lector lento. Pensaba leer este libro con calma, un cuento por día, pero cuando empecé a leerlo, me di cuenta, de pronto, que ya había terminado de leer la primera parte en un abrir y cerrar de ojos.
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A Ignacio Padilla lo caracteriza el manejo de un lenguaje amplio y cuidadoso. Esta no es la excepción. El lector que se topará con un libro que mezcla el estilo borgiano (lo fantástico) con el cortazariano (por aquello de la contundencia aplicada en cada final).
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Padilla construye un mundo tan real que no parece fantástico. He ahí el don de la verosimilitud. El hecho de imaginarse al autor de las dos Alicias: en el país de las maravillas y a través del espejo, en sus últimos días, desesperado por recomponer su libro y dar paso a una tercera versión de Alicia, es relatado por Ignacio de una manera agraciada que termine creyendo que lo leído era una crónica, cuyo único fin era dar veracidad al acontecimiento.
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Como bien dice la contraportada del libro, este libro es un catálogo de muñecas, androides, quimeras, de igual forma, creo, de obsesiones y descubrimientos que terminan en: la destrucción y la fatalidad.Cuentos concisos y precisos. Leves y exactos. Redondos. Bellos y envolventes. Una lectura que estoy seguro a más de uno hará pensar y pasar un rato ameno, provechoso.

martes, febrero 24, 2009

La imposible soledad del mexicano

Diario Milenio-México (24/02/09)
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Apesar de lo que se haya argumentado en aquel famoso ensayo escrito justo a la mitad del siglo XX, tengo la impresión de que el mexicano está estructuralmente imposibilitado para estar solo. La explicación no radica en ningún entramado cuasi metafísico con fecha de origen en la conquista del continente ni en algún complejo psicologista teñido con datos del novohispano. No le debemos esa artera imposibilidad tampoco a la modernidad, o la falta de modernidad, a la que se le achacan tantas cosas en estos tiempos. La razón, me parece, es más práctica y, como se dice, más prosaica, y le corresponde, además, al presente. En una sociedad donde casi todo funciona como puede, y no como debe, uno siempre acabará necesitando, como bien lo decía aquella canción de los Beatles, de la ayuda de sus amigos. Para lo cual hace falta, por principio de cuentas, tener amigos —un complejísimo proceso que, como todo mundo sabe, precisa de un uso bastante improductivo, aunque también bastante placentero, del tiempo que, en esos otros países donde todo funciona como debe y no como puede, simplemente no existe.
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Para ejemplo basta el mítico botón. Si el Mexicano (así con la mayúscula M esencialista) algún día pretende, emulando a cierta película estadounidense, encerrarse en su propio laberinto acompañado únicamente de su computadora, no faltará el súbito corte de luz que acabará (porque en su falta de planeación ese Mexicano no se habrá hecho de un regulador de voltaje) con su disco duro, razón por la cual tendrá que salir de su habitáculo para lidiar (sin posibilidad alguna de éxito) con el vendedor de computadoras y, luego, con el amigo aquel que conoce a un amigo que, a su vez, tiene un conocido experto en este tipo de percances. Si por alguna milagrosa razón, no hubiera corte de luz en esa zona, no faltaría de cualquier manera el husmear (es uno de los derechos humanos en la ciudad de los muchos) ya discreto o indiscreto de la vecina o, de plano, el toquido sobre la puerta, de preferencia a deshoras, del vecino ése que invitó a sus cuates al depa pero se olvidó del descorchador. He ahí el meollo del asunto: ese Mexicano no puede estar solo.
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Pero sigamos con el ejemplo. Supongamos que ese Mexicano que desea contra toda posibilidad real vivir en la más absoluta de las soledades tiene que pagar, como cualquier otro mexicano, la luz (puesto que de otra manera no logrará su cometido de estar encerrado en su laberinto con su computadora). Como es bien sabido, pagar por los servicios básicos es un sofisticado proceso que, en su gran mayoría, requiere de la presencia física del contribuyente. Así entonces, a menos que ese Mexicano tenga un ejército de mensajeros rescatando y pagando recibos de esto y de lo otro en distintos bancos y comercios de la ciudad (lo cual, de hecho, implicaría un contacto bastante organizado con sus subordinados), ese Mexicano tendrá que desplazarse por las calles de la ciudad hasta formar parte de las colas que tienden a organizarse por el más endeble de los motivos. ¿Y qué sucede en las colas de las más diversas ciudades mexicanas? La gente habla, por supuesto. La gente pregunta o le espeta al silencioso que busca afanosamente su propia soledad la historia en turno. La gente se le acerca y, sin respetar los 4 u 8 metros de distancia personal, le toca el codo o le roza el hombro mientras le invita un cafecito —aguado, sí, pero caliente— porque la mañana, ya ve usted, se puso fría y así nomás no se puede vivir. Ahora que si a ese Mexicano le han cortado la luz... Y si a ese Mexicano se le ocurre, en pleno uso de sus facultades, enfermarse…
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Los laberintos nacionales no están hechos de pasillos huecos por donde resuenan los ecos de las voces aisladas. Ese ruidito incómodo. Ese constante rechinar. El poder que se ejerce desde arriba sin afán alguno de reconocer como ciudadanas a las voces que emergen de todos los puntos del territorio de lo social vive, en efecto, en el centro de su propio laberinto de la soledad. El poder que se mira a sí mismo verse (y se encuentra además hermoso) vive, en efecto, en un laberinto hecho de espejos propios. Su propia saciedad. Los verticales, los unívocos, los que sí tiene para mandar a otros a que paguen la luz, pues, pueden gozar o sufrir, según les venga en gana, de esa soledad que los otros, los muchos otros que, por ser muchos, en realidad somos los unos, estamos estructuralmente imposibilitados a tocar. Si el Poder toca la puerta y la Mexicana que se esconde dentro contesta, en un prurito de humildad, “no hay nadie”, seguramente es porque sabe que pronto le cortarán la luz. Presas de la cacofonía o de la imprecación o del relajo, las voces que se multiplican por las paredes porosas y escindidas de esos laberintos llenos de gente le pertenecen por igual a la queja y a la animadversión. Tal vez no sería descabellado pensar que también le han pertenecido a una soterrada conversación que pocos, dentro de sus propios laberintos, se han aprestado a escuchar.

El sueño de ser otro

Diario Milenio-México (23/02/09)
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1 De la sangre al espíritu
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Alguna vez ha dicho Javier Bardem que su sueño de actor sería llegar a viejo y reunir en una sola habitación a cuanto personaje ha interpretado, esperando que fueran todos tan diferentes que no pudieran entenderse entre sí. Para los detractores del actor, que ya sólo por serlo tienen ante sí una labor titánica e ingrata, semejante declaración es constancia sobrada de megalomanía, pero lo cierto es que hasta hoy nadie le ha visto a Bardem dos personajes afines. Inquisidor, sicario, desempleado, escritor, policía, Village People, cuadrapléjico, con cada uno se ha inventado de nuevo y es seguro que entre ellos jamás se han dirigido la palabra; si han de estar juntos es para formar parte de una tribu imposible, su Village People personal. Todo lo cual, parece, no acaba de ser grato a los ojos de aquellos entre sus detractores que lo son con mayor virulencia porque se consideran parte de su tribu.
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Pierde el tiempo quien busca explicaciones razonables a los celos tribales, fruto de alguna mezcla emponzoñada de envidia, despecho, frustración y revancha, entre otros pestilentes ingredientes. Vale más, para el caso, apreciar a esta expresión folclórica del rencor por la riqueza de su aportación. Escuchar en las calles de Madrid denuestos repetidos contra un actor de la calidad de Javier Bardem parece francamente estrambótico, aunque seguramente menos de lo que se verá de aquí a unos años, cuando sus malquerientes se miren finalmente obligados a frenar el mezquino regateo y benévolamente le perdonen la vida. ¿Cómo certificar que uno hace bien las cosas, sino mediante el generoso juicio reprobatorio de los guardianes del espíritu tribal? ¿No es verdad que lo que estas personas más aprecian y esperan es la repetición prosaica y desvergonzada de lo que antes ya vieron y disfrutaron? ¿Cómo se atreve Bardem a ser otro, y otro, y otro, con la correspondiente dificultad para volverlo símbolo de nada o ejemplo para nadie? ¿Qué le cuesta ser lo bastante humilde para aburrirse un poco mientras sus detractores se divierten? Me queda la impresión de que si un día Bardem les diera gusto, por esa sola causa lo crucificarían. Lo menos fotogénico de los celos tribales no es que les falte causa, sino que acepten una u otra cualquiera con tal de seguir vivos y calientes.
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Videntes y autodidactas

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Uno de los aspectos en teoría entrañables del sentimiento de tribu tiene que ver con el convencimiento de que se pertenece a ella en cualquier circunstancia, pero pasa que tanta coincidencia de vísceras dificulta advertir que la entidad tribal carece, entre otras cosas, de cuerpo y opinión, y puede ser tan grande o tan pequeña como resuelvan quienes se expresan en su nombre. Un grupo de exaltados, una camarilla, una banda de asesinos. Cualquiera puede hablar en nombre de la tribu y echar pestes de quien juzga que ha traicionado su espíritu. Pues quienes interpretan el sentir de la tribu encuentran que la suya es ánima quisquillosa. Qué trabajo sabroso debe de ser ese de encontrarle alma a los conceptos y dialogar con ella de tú a tú. Invocar, por ejemplo, ya no al abuelo ni al marido difuntos, sino al Espíritu de la Mexicanidad. ¿Quién necesita un médium para esa chamba, si ya a todos nos consta que dicho fantasmón habla hasta por los codos que tampoco tiene? ¿Cómo quieren que uno le pague algún respeto al tal espíritu, cuando éste tiene la costumbre de elegir por voceros a los más ignorantes, insidiosos y falsos entre sus lamesuelas?
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No es, por supuesto, un mal exclusivo de mexicanos y españoles, y quizá forme parte de la razón de ser de toda tribu. No se espera que se abran las tribus por gusto, ni que sus miembros más talentosos asciendan más allá de lo tolerable. Cierta vez, un amigo australiano se gastó un par de horas intentando explicarme por qué los australianos que conquistaban el mercado norteamericano dejaban para siempre de ser australianos. De los Bee Gees a Nicole Kidman, pasando por Paul Hogan y cualquier otro actor que haya interpretado en Hollywood a un connacional suyo, le parecían todos gringos inconfundibles. Nada muy diferente decían los brasileños de Tom Jobim, que vivía habituado a la reverencia de todas las tribus y el desdén de la propia.
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Nostalgia por el otro
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Pergeño estos renglones luego de ver la entrega de los Independent Spirit Awards, un ritual refrescante que se ahorra en pompa y mal gusto lo que invierte en ingenio y espontaneidad. Razones más que buenas para que sea completamente opacado por la gala del Óscar, cuyo más grande mérito consiste en asumir como universal una entrega de premios estrictamente local, con la epidemia de agoreros consecuente: orgullosos no tanto de entender de cine, como de predecir los resultados de acuerdo con el espíritu de la academia que los juzga. Un espíritu ñoño, si he de dar mi opinión en torno al tema abstracto por excelencia. Medio mundo se ufana de conocer el espíritu de los que llama suyos, hasta el punto de poder advertir en qué momento dejan de ser suyos y deben ser sumados a una lista de traidores que crece cada vez que un miembro de la tribu tiene el atrevimiento de crecer por su cuenta. ¿Pues qué se cree?, tiemblan de indignación los administradores del espíritu tribal, honroso cargo para el que cada quién se designa a sí mismo, no faltaba más.
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Si el Óscar agasaja mayoritariamente a los afortunados establecidos, el cine independiente se celebra a sí mismo asumiendo su perpetua escasez de presupuesto como una condición más pasional que heroica. Sin conocer los límites de cada tribu a la que alguna vez he pertenecido, celebro en el momento los premios a Penélope Cruz, Charlie Kaufman y Mickey Rourke, nombres que pertenecen a todas las tribus y a ninguna. Ser uno, y otro, y otro, le guste o no al gurú de la tribu. Qué envidia, Javier Bardem. Salud por ese club de perfectos extraños.

Cartesiana

Diario Milenio-México (23/02/09)
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La Periodista y yo coincidimos como presentadores de un libro. Aunque nunca nos habíamos topado cara a cara hasta entonces, yo tenía noticias suficientes de quién era ella y ella creía saber a la perfección quién era yo, de ahí que me recibiera con un “Qué bien que hayas logrado un espacio cultural en Televisa; lo único que me preocupa es ¿cómo vives con la autocensura?”. En vano hube de explicarle que, a lo largo de casi dos años que llevo trabajando en dicha televisora, nunca he sido víctima y ni siquiera testigo de episodios de censura, ya infligida desde dentro, ya desde fuera. Y digo en vano porque no hubo manera de convencerla de ello. (Acaso valga consignar aquí que La Periodista trabaja en La Jornada).
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Minutos después presentábamos ya el libro y ella aprovechaba cada oportunidad para digresiones pasionarias en las que enarbolaba una agenda a todas luces política y, sobre todo, para hacer mofa, a mi juicio paranoide, de la empresa en la que trabajo y de lo que ésta, a su entender, representa. Me declaro culpable: no pude sino contestarle con la expresión de mis fuertes reservas a propósito de su visión y de la del medio en que colabora. La cosa terminó (casi) en pleito, para deleite de la concurrencia morbosa y gozosa y de la representante de la editorial, feliz de haber brindado al público un buen espectáculo y de haber postulado el libro presentado como capaz de generar consensos en virtud de su calidad, incluso entre personas tan opuestas como La Periodista y yo.
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Cuando menos entretuvimos. (El entripado quién me lo quita).
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El sábado pasado vi una película que me gustó mucho. Trata de un cura, que puede o no ser compasivo, que puede o no ser generosísimo, que puede o no ser inmoral, que puede o no ser pederasta. Su némesis es una monja, que puede o no ser un monstruo de oscurantismo y de conservadurismo, que puede o no ser una mentirosa a su vez inmoral (y por tanto puede o no ser una traidora a los principios de la fe que con tanto celo profesa), que puede o no ser una heroína, que puede o no ser la salvadora de generaciones de niños por venir.
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La acción esta ambientada en 1964. El cura y la monja trabajan en una escuela religiosa en la que, gracias a una beca, acaba de matricularse un primer alumno negro. El cura es particularmente amable con este alumno negro: se erige no sólo en su único amigo en ese entorno hostil y nuevo sino en una suerte de figura paterna, fuente de escucha y orientación cuando, en casa, su propio padre no le prodiga sino gritos y golpes. Un día, el alumno negro es llamado al cubículo del cura y regresa a clase en actitud de desazón y con aliento alcohólico. Sin más información que ésa, la monja se convence de que el cura ha abusado sexualmente del niño. Acosa y después acusa al cura, pero no logra extraerle una confesión y menos una renuncia. Habla con la madre del niño pero ésta, consciente de la homosexualidad incipiente de su hijo, de las palizas que le propina su padre por ello, de lo solo y desamparado que está el niño y de que su permanencia en la escuela parecería su única vía para salir de la pobreza, le manifiesta su beneplácito por la relación de éste con el cura, sea ésta de naturaleza sexual o no: al menos alguien lo atiende y lo escucha. Pese a ello, la monja cree su deber alejar al cura de la escuela: así, urde una mentira para atemorizarlo y logra que pida su cambio a otra congregación. Al final, el cura es transferido a otra escuela, más prestigiada, más poblada. Al final, la monja rompe en llanto. ¿Ha sido injusta o justa con el cura? ¿Ha salvado o condenado al alumno negro? ¿Ha faltado a sus votos con su mentira? ¿Ha puesto en riesgo ahora a más niños? Lo único cierto es que sus certezas se tambalean. Ahora duda.
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-Ceno con El Escritor. Le narro mi encuentro con La Periodista, anticipando su simpatía conmigo. He aquí, sin embargo, que El Escritor y La Periodista también son amigos. Y que, si bien El Escritor no comparte sus ideas, tiene afecto por ella y el mayor de los respetos por su trabajo. (En ello tiene razón: La Periodista es solemne, sí, pero también seria.) Así, no puede evitar lanzarme una pregunta azorada:
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— ¿Pero por qué te cae tan mal?
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Antes de responder, me tomo unos segundos para meditar mi respuesta (la pregunta lo amerita):
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—Porque me cuestan mucho trabajo las personas que tienen certezas.
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Sólo entonces accede El Escritor a brindar conmigo.