sábado, febrero 28, 2009

Ensayo-Mazatlán mentir

Diario Milenio/Laberinto-México (28/02/09)
---
El juego del engaño que Volpi utiliza en el libro Mentiras contagiosas rige el siguiente texto donde recuerda a la generación del crack y el surgimiento de su vocación.
--
Son las once siete de la mañana —lo sé porque el secretario de acuerdos me trae un documento para firma, en un descuido vacío la taza encima y, al alzar la vista, reparo en las impertinentes manecillas del reloj en la pared de enfrente— cuando suena la chillante versión electrónica de la Marcha eslava de Chaikovski que hace un par de días descargué en mi celular. No reconozco el número: empieza con un misterioso 6 y eso, en mi profesión, resulta preocupante. Una gentil voz femenina me ordena: “Le llamamos de Mazatlán, esté usted listo a las doce treinta porque volveremos a llamarlo”, y cuelga sin más. Imagino lo peor. Mazatlán. Siento un escalofrío. Observo la foto de mi esposa —de acuerdo, ex esposa— y de mis tres hijas, y suspiro. ¿Qué hacer en un caso como éste? Desconozco si el manual de procedimientos señala algún protocolo, y me quedo paralizado. En esta profesión uno escucha tantas historias. Una llamada anónima. Y luego… No tiemblo —detesto el melodrama— pero el sudor empapa mi camisa. Me limito a esperar a que las manecillas del reloj —esa circunferencia de cifras y de angustia— desgasten los minutos. Podría decir que el curso de mi vida transcurre ante mí en un relámpago, como en las películas, pero no sería exacto: veo las orejas de Happy, el apático beagle que acompañó mi infancia; recuerdo la admonición constante de mi padre: “la verdad te hará libre”; recito los veinticinco primeros artículos del Código de Procedimientos Penales del Distrito Federal —¿por qué justo esos?—; lamento el día en que mis hijas me anunciaron a coro que se irían a vivir a Michigan con su madre; reniego de mi reciente ascenso y no logro borrar de mi vista el rostro malencarado del Tuercas mientras balbucea su declaración preliminar.
-
A las doce treinta en punto reaparece la Marcha eslava. Se me pone la carne de gallina. Mazatlán. Con esa fría puntualidad norteña. Contesto. La gentil voz femenina me dice que a continuación me hablará el director del Instituto. ¿Instituto? No entiendo nada. “Jorge Volpi”, asevera, más que preguntarme. “Sí”, contesto tímidamente. “¡Felicidades! —estalla entonces—, se ha hecho usted acreedor al Premio Mazatlán de Literatura”. Sigo sin entender, pero guardo silencio. ¿Qué clase de amenaza es esta? “¿De literatura?”, musito. “¿Sabe usted por qué lo ha ganado?”, me pregunta el director con voz flemática. Quizás allí radica lo oscuro. “No”, confieso. “Por su libro Mentiras contagiosas”. “Mentiras contagiosas”, repito. “Felicidades, hombre. Ya nos comunicaremos con usted para fijar los detalles, pero por lo pronto enhorabuena”, y cuelga.
-
Mazatlán. Libro. ¿Una broma? ¿Una sofisticada advertencia? ¿Alguien trata de decirme algo? Todo parece un sinsentido. Porque, si bien en la adolescencia llegué a acariciar la idea de convertirme en escritor, yo nunca he escrito un libro. Y menos uno que tenga el ominoso título de Mentiras contagiosas. La educación que me proporcionó mi padre, un orgulloso general del ejército, tenía una divisa fundamental entre las mil normas que debíamos poner en práctica cada día: “nunca mientas”. Mi hermana Rosalba y yo podíamos incumplir cualquier orden, menos esta: desafiarla equivalía a semanas de ostracismo familiar y a una culpa que era como una cama de clavos. Por años no me atreví a mentir, y menos a intentar esa apología de lo falso que es la escritura. A diferencia de otros niños, detestaba los cuentos infantiles y las películas de Disney porque no se apegaban a la sacrosanta realidad; para satisfacción paterna, prefería leer los periódicos, refugios contra el engaño y la manipulación (eso creía). De niño quería ser científico justo para poseer certezas indudables; luego, cuando mis profesores de física se empeñaron en arruinar esta expectativa, me decanté por la historia: soñaba con ser medievalista y dedicarme a desenterrar castillos y armaduras.
-
Sólo en la adolescencia tuve un lapso de rebeldía: en la escuela católica donde me habían confinado encontré de pronto a un joven tan extraño como yo mismo: se llamaba Eloy y se dedicaba a escribir frenéticos poemas desde los diez años. Su temperamento atrabiliario terminó por fascinarme: nos hicimos inseparables, par de inadaptados en medio de aquellas hordas que soñaban con ser futbolistas o ingenieros. Un buen día me dijo: “Mira esta convocatoria, es para el concurso de cuento de la escuela, tenemos que participar”. No era una pregunta. Me dijo que ese mismo premio lo había ganado Carlos Fuentes en los cuarenta, como si ese nombre significase algo para mí. Por alguna razón le hice caso. Por las noches, a escondidas del general, pergeñé la historia de un campesino mexicano cuyas desventuras eran también, simbólicamente, las de la patria. Los jurados debían ser ciegos, o el nivel intelectual de los demás participantes similar al de un simio, porque obtuve el tercer lugar. Eloy quedó en quinto. Un tal Ignacio quedó en primero. Mentiría, y no quiero hacerlo, si dijera que no me hinché de orgullo. Por un segundo —no, por unos meses— fantaseé con la idea de convertirme en escritor. Tramar cuentos y novelas. Incluso un libro de ensayos. Pero luego pensé en el general y, como si se tratase de una enfermedad que de pronto hubiese remitido, recuperé la cordura. Qué idea tan insensata: dedicar la vida a las mentiras. No podía traicionarlo así. Al término del año, Eloy abandonó la escuela —reprobó todas las materias menos Literatura— y yo decidí estudiar Derecho en la UNAM. A la mitad de la carrera encontré un trabajo en la Dirección Jurídica del Distrito Federal —¡ahora recuerdo que mi jefe era mazatleco!—, me consagré en cuerpo y alma a las leyes —y a la verdad— y nunca más volví a la literatura: a la fecha incluso soy un lector más bien reticente. ¿Cómo iba yo, pues, a ganar un premio literario con un libro titulado —insisto— Mentiras contagiosas?
-
Pasada la conmoción, asumí el malentendido. Nada más que eso. Alguien marcó un número equivocado, pronto encontrarían al verdadero ganador. No ocurrió así: al día siguiente, mientras escribía un acta de consignación, mi secretaria me dijo que tenía a una periodista en la línea.
-
“¿Qué siente? —me preguntó de sopetón y, antes de que pudiera responder algo, añadió—: ¿Y qué opina de lo que dice ese periódico de Sinaloa?” Otra vez no entendía nada. “Prefiero no hacer comentarios”, exclamé, ufano, como si me refiriera a uno de los casos que veo a diario; ella pareció satisfecha, y colgó. A los pocos minutos, otros periodistas. Repetí lo mismo. Y luego, otra vez, el director del Instituto. “Lo esperamos el domingo, su vuelo está arreglado”.
-
Sólo entonces se me ocurrió buscar en internet. Google. “Mentiras contagiosas”. Apareció una portada —una bella foto de Lola Álvarez Bravo— y, sí, sí, mi nombre inscrito en ella. Un caso de homonimia, por supuesto. Mi apellido, de origen italiano, es poco común en México, pero todo es posible. Volví a Internet. Wikipedia. “Jorge Volpi”. Apareció una ficha: en efecto, existía otro Jorge Volpi. Escritor mexicano. Perteneciente a una cosa llamada “grupo del Crack” (tendría que fijarme bien en eso). Y a continuación, horror de horrores, más coincidencias: también nació en julio de 1968, el mismo año que yo, aunque con diferencia de un día; también estudió en una escuela católica; también ganó el tercer lugar en un concurso de cuento en la preparatoria. Pero después de eso, tranquilizadoramente, él escribió más de diez libros… Y yo ninguno.
-
Extraño, me dije de nuevo, pero cosas más raras se han visto. Todo se aclararía en su momento. No ocurrió así: el viernes recibí mi boleto de Aeroméxico para venir a Mazatlán. Pensé en llamarle al director del Instituto y aclarar el error. Estuve a punto de hacerlo, lo juro. Pero no pude. Lo siento, no pude. Lo confieso aquí, ahora, ante todos ustedes. Vine a Mazatlán a recibir un premio por un libro que yo no escribí. He traicionado al general y, lo que es peor, he traicionado mi vida al servicio de la verdad. Asumo públicamente las consecuencias: la mentira me ha contaminado. Nada puedo hacer al respecto. Pienso en el otro Volpi, el auténtico autor de este libro: lamento haber usurpado su lugar. Pero ustedes tienen que entenderme: sus mentiras me han otorgado, por un momento, otra vida. Me han arrancado de mis propias mentiras. Me han salvado. No se enfaden, por favor. No llamen a la policía. No me juzguen. Antes permítanme decir, simplemente, lo orgulloso que estoy de haber ganado este premio. Y de haber venido a Mazatlán. Se trata —nunca mejor dicho— de un honor inmerecido.
-
De verdad, muchas gracias.
-
Jorge Volpi

No hay comentarios.: