jueves, febrero 24, 2011

"A mis veintiséis años"-(Columna El Guardián del diván-23/02/11)

A todos aquellos que están, estuvieron y seguirán.


Cumplir años, dicen, siempre es un acontecimiento; para otros, es la fecha que marca el inicio de un año nuevo personal. El verdadero inicio de un ciclo.


Mientras se cumplen años, se adquieren experiencias y nuevas amistades, también se sufren fracasos y la pérdida de seres queridos, ya por diferencias, ya por la visita de la muerte.


Cumplir años es acercarse más a la finalización de la vida: la muerte.


La muerte es lo único seguro que se tiene en la vida, aseguran los sabios.


Sin embargo, cuando se cumplen años y te das cuenta que a lo largo del camino recorrido las amistades sembradas se han cosechando con creces y que los pasos trazados para llegar a las metas deseadas, en su mayoría, van viento en popa. La muerte es lo que menos importa.


Siempre será preferible que la calacuda agarré a cualquiera, haciendo lo que mejor saber hacer, que lamentándose.

Vida sólo hay una y habrá que tomar de ella, lo que mejor convenga a los sueños dibujados.

Vivir es un arte, algunos harán de ella una pintura vanguardista, otros quizás prefieran tallarla cual fina escultura y unos más prefieran escribir una novela. Algunos más preferirán un arte complicada, que no entable diálogo ni nada con algún posible interlocutor, no les quedará más que esperar a que el tiempo les regalé a un intérprete.


Muchos de estos artistas acompañaran su vida con algún vicio. ¡Artista sin vicio, es como el siglo XXI sin tecnología! Quizá les remorderá la conciencia, tal vez en el primer momento en que ingresen al hospital, se arrepentirán de cada uno de sus vicios; existirán otros que se morirán siendo fieles al vicio que genera su arte.


Por mi parte, querido lector, no sé si soy un poeta o un escritor en ciernes, como afirman algunos amigos. Como todo ser creativo, estoy lleno de ambigüedades, temores, más que de certezas. Empero, y parodiando a Joaquín Sabina, si a mí me preguntan de entre todas las artes, cuál elijo: yo quiero la del poeta, porque la poesía es corta, dura, seductora, solitaria, amorosa y dolorosa. La más prostituta de todos los géneros literarios.


La poesía es la vida misma y con vino tinto o una coca-cola, según sea la ocasión, siempre deberá estar acompañada.

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Nota: El Columnista ha dejado de circular por turbias razones. Mientras Mario Alberto Mejía no tenga su nuevo proyecto esta columna aparecerá, en vía de mientras, en el blog habitual. Pronto, esperemos vuelva a publicarse de modo impreso.

martes, febrero 22, 2011

C. D. Q. N. P. S. Q. D. N. O. S. E. (Diario Milenio/Opinión 22/02/11)

Para la autora, desde su adolescencia, Ana Karenina fue más un lugar que un libro, más una cita que una obligación, más una complicidad que el motivo de una calificación


Leí Ana Karenina hace mucho tiempo y debido a que un joven recién titulado de la carrera de Letras obtuvo su primer empleo como maestro de literatura universal en mi escuela preparatoria de dos años. Era un joven ambicioso y utópico, ligeramente desaliñado y de voz enérgica. Digo que se había graduado en Letras y que su posición como mi maestro de literatura fue su primer empleo porque de otra manera no me puedo explicar cómo se le ocurrió la peregrina idea de que alumnos de preparatoria con poca afición por la lectura y un desdén muy clasemediero por cualquier cosa que estuviera asociada de la más mínima manera a La Cultura, pudieran leer, completas, novelas rusas del siglo XIX. En todo caso, cuando nos advirtió de sus intenciones (no recuerdo haber tenido en mis manos un plan de estudios propiamente dicho y esto refuerza la idea de que su posición como maestro de literatura en mi escuela preparatoria fue su primer empleo) creo que fui la única que contuvo el salto de gusto que, en otro plano, en el plano de la literatura seguramente, estaba dando en ese momento. Yo ya me había declarado a mí misma (que es lo que cuenta) una lectora empedernida (y llevaba ya los anteojos que lo probaban) y hacía gala (con lujo adolescente) de esta elección a diestra y siniestra (más a siniestra que a diestra a decir verdad). Para entonces ya había leído los libros que me hicieron pensar que escribir (¡ay de mí!) no era tan difícil, que escribir era algo evidentemente muy placentero (¡ay de mí!), y que escribir era algo (¡ay de mí!) que yo quería “hacer de grande”. Pero Ana Karenina, el libro que me asignó un utopista cuando yo andaba por ahí de los 13 años, fue, en realidad, y en muchos sentidos, mi primer libro.

Aclaro que cada uno de los ¡ay de mí! anteriores tiene que ser pronunciado a velocidades distintas y con distintos tonos de voz.

Desde el inicio, desde aquella famosa primera línea, “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”, Ana Karenina fue más un lugar que un libro, más una cita que una obligación, más una complicidad que el motivo de una calificación —volver sus hojas, quiero decir, era un acto que me introducía en el espacio, pensaba yo en aquella época, de una catedral. Algo masivo en cualquier caso. Algo vasto. Pronunciaba la palabra Tolstoi, se me acusaba, como si fuera el principio de una oración (y por oración, en aquella preparatoria de dos años, sólo se entendía la oración religiosa, por supuesto). Mis amigas, aburridas por mi conversación, procuraron hablar conmigo sólo de lo estrictamente necesario y creo que fue por esas fechas que el muchacho aquel que insistía en ser mi novio lo entendió todo y se dio por vencido. Yo sólo me di cuenta de todo esto, cual debe, años después, puesto que mientras esto ocurría yo atendía con emoción los intrincados vericuetos del alma de una adúltera, viajaba en trenes del siglo XIX por el mismísimo paisaje ruso, y ponderaba, con adolescente solemnidad, la justificación formal del suicidio.

Los años, como dicen los narradores del siglo XIX o los cineastas de la época de oro del cine mexicano, pasaron. Y Ana Karenina se fue transformando en un recuerdo. Éste: la escena aquella en que dos jóvenes se recargan sobre algo (no recuerdo el algo, pero sí la manera en que los brazos de la mujer, inclinada sobre ese algo, se flexionaban, haciendo que el antebrazo rozara apenas su propio pecho) para leer un mensaje cifrado. Todo esto acontecía, y debo estar tergiversando este recuerdo, estoy segura, en un radiante día de otoño. El mensaje, de cualquier modo, estaba formado por letras, el inicio de palabras completas que, borradas del texto, lo constituían en realidad. Era un mensaje, como todos los mensajes secretos, que requería de complicidad, intimidad, arrojo. Era un juego y un reto. Una provocación. Una sutilísima invitación erótica. Un vínculo textual y un vínculo sexual. Un hombre y una mujer, leyendo; encontrando el sentido específico de la lectura en la lectura misma, construyéndolo en el acto. Todo esto bajo la luminosa bóveda de un día otoñal. Con el paso del tiempo, quiero decir, Ana Karenina se concentró para mí en la escena aquella en que Konstantín Dimitrievitch Levine le hace la segunda propuesta matrimonial a Catalina Alejandrovna.

Secretos en bancarrota (Diario Milenio/Opinión 21/02/11)

Cuando la información se filtra por el barco, imponer el imperio del silencio es una de las últimas patadas del ahogado


1. Atención, perficcionistas

Usted es el cliente, y por tanto pregunta, exige, se desdice y hasta se contradice sin por ello dejar de tener la razón, dada la potencial elocuencia de su cartera. El empleado, a su vez, emplea sus mejores estratagemas y se saca argumentos multicolores de la manga para que usted sucumba a la aparente contundencia de sus argumentos y se lleve el-mejor-producto-al-mejor-precio. Todo parece ir bien con la negociación, hasta que usted extrae de entre su ropa el aparato de la discordia: un smartphone que en pocos instantes le mostrará las especificaciones técnicas del producto en cuestión, así como su precio en otras tiendas, no bien haya escaneado el código de barras y se lance a bucear entre miles de bases de datos. Si el empleado le dio algún dato incorrecto, o exageró, o tergiversó las cosas, humillarlo es tan fácil como invitarlo a asomarse a la pequeña pantalla donde la información resplandece, incontrovertible.

Soplan vientos difíciles para los merolicos. Si el hombre del megáfono me dice que en las tiendas un cierto pelapapas me va a costar cien pesos, no tengo que ir muy lejos para desmentirlo. Saben los charlatanes que para hacer no suyo necesitan contar con la candidez de su auditorio, un ingrediente que tiende a escasear allí donde la información está a tiro de piedra. Esto es, en todas partes hoy en día. Nunca antes tanta gente se enteró de tantas cosas, ni la curiosidad tuvo tamaña cantidad de recursos y vías para saciarse, ni menos todavía tantas reputaciones estuvieron a tal extremo ventiladas. Si antiguamente los calumniadores no requerían más calificaciones que un poco de vileza creativa y una nada de escrúpulos, hoy deben aplicarse a dominar las técnicas de la ficción más pérfida, que es la propagandística. Nada que, sin embargo, no pueda desmentirse en dos patadas delante de una pinche pantallita.

2. Humores y rumores

Usted es Hugo Chávez y ya está hasta las botas de tanta información desautorizada. Si pudiera, cortaría de tajo el acceso a internet, como suelen hacerlo en momentos difíciles varios de sus amigos y aliados estratégicos. Pero el hecho es que tanto en computadoras personales como teléfonos, videojuegos y millones de dispositivos online, cualquiera puede distinguir y seguir las huellas estruendosas de sus errores, así como los aciertos ajenos. Vivimos en un siglo donde ya no es posible mantenerse a resguardo de la comparación. Inclusive cuando ésta es insulsa e insidiosa, o se fabrica en serie con métodos virales. Incapaz todavía de meterse en cada una de las computadoras de sus conciudadanos, su gobierno se ha dado a fabricar información chatarra por todos los medios, pero ni así consigue parar el flujo de otras informaciones, según las cuales Venezuela fue el único país latinoamericano que acabó el 2010 en recesión, y ahora mismo registra una inflación de 28 %. Esas cifras lastiman su orgullo de caudillo, y ni hablar del desdoro que le ocasionan a su autoridad de comandante.

La sola idea de que es tanto su amor por los desamparados que cada vez hay más pobres en Venezuela suena chusca delante de los reportajes que hablan de la familia Chávez y otros boliburgueses de ínfulas faraónicas. ¿Qué hacer para callar tantos murmullos, o anestesiar al menos el ardor consecuente del desengaño en tantos convencidos que cualquier día tiran la toalla tras soportar por años la tunda de evidencias? ¿Cómo explicar a esos desencantados que uno siga creyendo y defendiendo que en este mundo díscolo y materialista los analgésicos pueden ser suficientes para curar el dolor de muelas? Y ya entrados en curas milagrosas, ¿por qué no gastárselo todo en analgésicos? Tal vez lo peor de estar en las botas del comandante Chávez sea vivir perpetuamente desinformado, si todos sus expertos deben pensar como él, y por tanto censurar sus informes con el tino de un cirujano plástico, no sea que se malquiste el patrón porque oyó lo que no quería oír. Saberlo todo y nada al mismo tiempo: el drama del mandón.

3. En la suite del principito

Usted es la ex sirvienta de Aníbal Gaddafi, el junior más notorio del coronel. Como todo el mundo lo supo en su momento, usted y su pareja dejaron de trabajar para el joven Gaddafi luego de que entre éste y su esposa los escarmentaran con cinturones y ganchos de ropa (de madera, ¿no es cierto?), al interior de una suite en Ginebra, y más tarde tuvieran que indemnizarlos para que la noticia no corriera más. Una suerte sin duda preferible a la de la mujer del quisquilloso Aníbal —la modelo Aline Skaf— que en el curso de la última Navidad le recetó una más de sus famosas felpas, en una suite de cerca de ochenta mil dólares la noche de la cual la señora salió con la boca sangrante y la nariz quebrada. Ser ex empleada de un enemigo así, a cuyo padre no le tiembla la mano para mandar volar un avión de pasajeros, tiene que ser una maldición del tamaño de la información que guarda. ¿Y de verdad la guarda? ¿Cómo estar bien seguros, a ese agudo respecto?

Mientras estas palabras son escritas o leídas, los esbirros del coronel Gaddafi se ocupan de hacer picadillo a sus opositores en las calles de cada ciudad alborotada, para probar tal vez que ese señor Mubarak del que ahora medio mundo abomina en la comodidad de su conciencia, no ha sido sino un aprendiz de dictador. Sin un solo corresponsal extranjero, ni ahora Internet —porque el dictador libio sí que puede cortar lo que le venga en gana, empezando por la cabeza de quien sea— o cualquier otro medio de tendencias porosas, la información que fluye de su país al mundo es casi toda especulativa. Esa idea romántica en teoría según la cual el paraíso terrenal es un lugar aislado de este mundo sugiere a estas alturas, y acaso desde siempre, que el silencio forzado no es propio del edén, como del calabozo: ese lugar hediondo, sordo y ronco donde la información es muy valiosa, pero tampoco tanto como la discreción. El coronel Gaddafi nunca ha ignorado, y ahora menos que nunca, que los cables cortados son rejas corridas, y lo demás es pura propaganda.