martes, agosto 21, 2012

Jesús: aquél del Chopo (Diario Milenio/Opinión 20/08/12)


Hasta el día en que abrí aquel periódico, nunca había ganado un concurso, ni un premio ni una rifa. Y ahí estaba mi nombre, junto a los de otros dos desconocidos que asimismo ostentaban el primer lugar. Un jurado clemente y generoso había decidido no definir segundo ni tercero y eso fue suficiente para que al día siguiente llegara yo hasta la oficina del director de la prepa con el periódico entre las manos. “¿Cómo la ve?”, le sonreí, sarcástico, no bien peló los ojos ante la noticia, “¿verdad que no soy tan vago...?”
Supongo que una cosa explicaba la otra: el alumno problema ganó un concurso de periodismo de rock. Aún sin acabar de comprender qué demonios era eso —el premio incluía la opción de escribir para la revista que había convocado a los concursantes—, me imaginaba entrando en un gran edificio, en cuya parte alta se leería, iluminado, el título de la publicación. Con permiso, señores, háganse a un lado todos que ya llegó Clark Kent.
Pocos días más tarde me citaron, no en el penthouse de un edificio inteligente, sino en un restaurante de comida plástica. Nada más saludar a los otros dos ganadores —unos mocos, también— y ver venir a nuestros editores —dos melenudos que seguramente no tendrían ni para invitarnos el desayuno—, dije adiós al futuro imaginado y me fui resignando al desastre que dibujaron nuestros improbables empleadores: no había presupuesto, y muy probablemente ya tampoco revista. “Así es el rocanrol”, nos explicó uno de ellos, al que llamaban Muni, con la sonrisa puesta y nuestros premios listos: dos discos, un librito y la promesa de darnos trabajo, sabría el diablo cuándo.
Volví a ver al tal Muni en una conferencia de prensa a la que ni él ni yo habíamos sido invitados. No tenía la pinta de una estrella de rock: era bajito, cachetón, dicharachero, sardónico y dado a la ensoñación. Coleccionaba discos y revistas, pasaba lista en el tianguis del Chopo, atesoraba discos de Moody Blues y seguía creyendo que algún día iba a darme trabajo. Fue así que nos hicimos amigos, a fuerza de encontrarnos cada sábado y hacernos carcajear con chistes y ocurrencias interminables, no pocas veces a nuestras costillas. ¿Quién nos mandaba, al fin, ejercer ese oficio deficitario?
“¿Otra vez andas bruja, güey?”, me recibía Muni en su puesto del Chopo, nada más me veía llegar con un nuevo tambache de discos listos para irse con el mejor postor. Me había hecho al fin con un trabajo de comentarista musical y recibía ya decenas de álbumes regalados, gran parte de los cuales no tenía destino mejor que la vendimia. Si Muni no podía ofrecerme un empleo, sí que me hacía lugar en aquelpuesto estrecho donde juntos peleábamos contra la prángana, rasguñando los pocos billetitos que nuestras mercancías imantaban.
¿Y qué era el rock, al fin, sino el gusto de echar por la borda lo seguro y aventurarse a lo desconocido? Una mañana Muni me vio llegar ya no con un tambache, sino con varias cajas de discos: me había comprado una motocicleta negra con vocación de viuda, debía los impuestos de importación y para liquidarlos no tenía más que una colección discos que tardaría dos sábados en desaparecer. “¿Estás seguro que los quieres rematar?”, me repetía Muni con los ojos saltones, aunque al fin comprendiera —poco tiempo después, ya abordo de la moto— que para quien ansía vivir a tope, mil centímetros cúbicos en marcha tienen que valer más que mil quinientos discos apilados.
Contra todo pronóstico, Muni fue mi editor tantas veces como logró publicar revistas o folletos, para luego venderlos en su puesto, me pagó cada vez por el trabajo y me sacó de apuros siempre que aparecí con la repetitiva novedad de que tenía hasta el tope la tarjeta de crédito. “¿Ya ves, güey, por vivir del rocanrol?”, se carcajeaba y me hacía un hueco en el puesto. Y si no había venta me prestaba dinero: la desgracia ayudando a la necesidad.
Hace ya dos semanas que supe de la muerte intempestiva de Jesús Muñoz Olivares, conocido por todos como Muni. Pocos años atrás nos encontramos. Traía algunas revistas y libros viejos, así como unos cuantos chistes nuevos. “Nos vemos en el Chopo”, me despedí, lejos de imaginar que jamás volveríamos a reírnos del mundo y sus apuros en ese par de metros cuadrados. Cierro los ojos ahora e imagino a mi amigo recortando este artículo, para su colección. ¿Y es que acaso lo he escrito con otro fin?