sábado, marzo 13, 2010

El exilio de mi abuelo (Revista Poder y Negocios 08/03/10)

Para mi madre, en el invierno de nuestro desconsuelo.
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Bajad la voz, os digo, el canto de las sílabas, el llanto! ¡Bajad el aliento que voy a hablar por vez primera de mi abuelo!
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Es la noche y el cielo cabe en dos limbos terrestres.
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La palabra exilio rondaba por los pasillos del departamento que mis padres alquilaban dos pisos encima del de mis abuelos. Ellos no eran de aquí, hablaban distinto, y tenían muy pocos amigos. Un niño como yo oía a retazos la historia de su vida: una vida truncada por el trastierro, una vida que dio un giro insospechado en 1939.
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Mi abuelo –quien había sido juez de instrucción en Santander y ahora fungía como magistrado en Oviedo– encontró culpables a unos falangistas de algún delito que se pierde en la noche de los archivos judiciales. Al caer la ciudad en manos de los nacionales es advertido por su propio cuñado falangista que debe salir de allí: te buscarán para darte el paseo.
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El paseo era un eufemismo para indicar que ésa sería la última noche y que no volvería jamás. Sin embargo para mi abuelo hubo una permuta: ser confinado a un pueblo de Galicia.
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Habían sido días de obuses y de miedo. Sus dos hijos –Chita y Juanjo– habían salido por los Pirineos y estaban en un campo en Francia. Su mujer huiría con un hermano a Marruecos –a las minas del Rif donde ese tío de mi madre, Ramón, fungía como médico–.
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Mi madre tuvo la osadía de nacer el seis de julio de 1939 y mis abuelos en un gesto aún más temerario la llamaron Victoria. Nació allí, cerca del gran Atlas, perseguida desde siempre por el viento del Sahara, el simún, y por sus recuerdos de la ciudad de su infancia, Melilla.
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Un buen día la abuela –mi abuela Enriqueta– cruzó disfrazada de soldado falangista hasta la frontera con Francia y rescató a sus hijos y a su suegra de la ignominia y el frío. Con ese mismo espíritu indomeñable investigó la sanción de su marido –Juan García Gavito, mi abuelo– y a pesar de sus responsabilidades políticas encontró que no había orden alguna para el confinamiento que le salvó la vida.
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En Melilla tuvo reunida nuevamente a su familia por algún tiempo. Hasta que vino el verdadero exilio, a México. Su hija mayor había casado y su hijo estudiaba Ingeniería de minas. Sólo la pequeña Victoria, entonces de 13 años, los acompañó aquí.
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En este país nací yo, un extraño también. Y mis hermanos.
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No éramos españoles –mi abuelo, además, se preocupó porque no intimásemos con gachupines que vinieron a hacer la América: por eso nunca fuimos socios del Parque España ni asistimos a ninguna romería–. España era la República y ese tiempo no existía más.
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Yo asistía a una escuela de jesuitas y allí con seguridad fue que se me complicaron aún más las cosas. Un buen día llegué con mi abuelo y le pregunté a bocajarro:
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—¿Es verdad que Asturias es el cielo?
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Su respuesta habrá sido negativa, pero no la registré: la humedad, el abanico de verdes en el campo, un lagar en el que se espicha la primer sidra.
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De eso estaba hecho el paraíso.
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El presente, en cambio, era gris. En los días descoloridos de mi abuelo no existía la felicidad.
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A los ocho años mi hermano Juan Ignacio y yo nos alternábamos el cuidado del abuelo (mi abuela había muerto joven de una embolia, precisamente un día en que la emoción la embargó al escuchar discos de asturianadas, y en medio de sus dos cajetillas diarias de Delicados, lo más parecido al tabaco de su tierra).
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La convivencia cotidiana con el otrora implacable juez me hizo comprenderlo: no había deseado dar clases de derecho, a pesar de las ofertas que tuvo, para no quitarle un espacio a un mexicano. Había dedicado algunos años de su vida en México a vender telas, aunque terminaba por regalarlas en los pueblos de Guerrero por los que transitaba. Tlapa, por ejemplo, era un destino del que volvía sin nada, alarmado por la pobreza, transportado entonces por los hombros de algunos hombres que así cruzaban un río en crecida y sin puentes.
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Un buen día las telas se quedaron para siempre guardadas en sus armarios: cientos de metros de popelinas y casimires; algodones y gasas se empolvaron allí hasta hacerse inservibles.
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Mi abuelo odiaba a los curas. Sin embargo cuando hicimos la primera comunión nos preguntó algunas cosas y se alarmó de nuestra ignorancia: él mismo nos instruyó en la doctrina.
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—Si vais a hacer la primera comunión debéis formaros, críos.
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Y allí estuvo un republicano de cepa transmitiéndonos el catecismo.
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Los días 15 de septiembre nos instruía a gritar en medio de los cohetes y la pólvora:
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—¡Viva México! ¡Mueran los gachupines!
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En 1975 murió Franco y por vez primera tuvo la idea de volver a su patria. La acarició por un tiempo, más con miedo que con voluntad absoluta. Su hijo le había ofrecido casa.
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Las cosas se complicaron con esa invitación. El niño que era yo entonces no podía comprenderlo del todo (habrá sido cosa de su nuera que temía la monserga, yo qué sé).
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Mi abuelo se dejó de afeitar y se volvió monótono: repetía una sola rutina, vestido siempre con su pijama, sin salir de casa, con pantuflas y el pelo revuelto. Enflaqueció y se dejó morir. Su nariz afilada se hizo más delgada y el cuello con la barba se llenó de unas enormes arrugas que yo no le había visto antes. Los ojos se le hundieron en las cuencas y dejaron de brillar, como si se le hubiesen secado las lágrimas. Escribió una frase con letra casi imposible de leer: “Cuando las facultades físicas y mentales te abandonan es mejor acabar de una vez por todas”.
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Tres años después, en el verano, declaró solemnemente:
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—No pasaré de este año.
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Juan García, mi abuelo, era pura voluntad. Voluntad de vivir a pesar de la depresión de sus años últimos –muchos, a decir verdad, para estar triste–. Voluntad para resistir un cáncer en la médula sin quejarse nunca y permanecer de pie, caminando como si tuviese vértebras. El doctor le había dicho a mi madre:
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—Médicamente es imposible que se sostenga. No tiene columna vertebral.
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Yo tenía 12 años. Escuchaba el reporte con estupor, viendo a mi abuelo como un gusano: invertebrado. No le di importancia a su frase veraniega, ni siquiera supe de qué se trataba hasta los primeros días de diciembre.
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Entonces mi abuelo fue internado en un hospital.
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Aún conservó el humor. Recuerdo un día, mientras escupía ya pedazos de sus órganos en el cómodo y yo limpiaba aquella cosa de plástico cuyo olor penetrante aún ahora no me abandona. Una religiosa llegó a su lado y al verlo tan mal le cuestionó:
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—¿No quiere que lo confiesen?
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Mi abuelo atajó:
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—Si quiere, madre, yo la confieso a usted.
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La monja salió de allí despavorida.
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Los días se sucedían con dolor y tristeza y las caras de los adultos me indicaban que el final estaba cerca. Leía en ese entonces a Sandokan y los Tigres de Malasia me ayudaban a soportar las noches en que yo lo cuidaba en el hospital, relevando a mi madre.
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Mi abuelo, fiel a su estilo, no vivió un día más de ese año: murió el 31 de diciembre. Fue mi primer entierro. Fueron las primeras lágrimas que me dolieron en la vida.
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Unas lágrimas que caían, pesadas, como si fuesen de piedra y me quebraban en pedazos.
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Todo lo que he escrito desde entonces, ha buscado explicarme ese día en el que me quedé para siempre solo, sin sus historias.
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No hay día en mi vida en la que no se aparezca. Es un espectro amigable, sin embargo. De él conservo algunas fotos y el sabor de la desdicha.
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Las guerras son absurdas, me digo con el poeta, porque la muerte de un hombre es un argumento central y en las guerras se derrochan miles de argumentos centrales.
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Es aún peor cuando ese que ha muerto en 1939 sobrevive otros 39 años a aquel día en el que la vida dio un giro inesperado para él y los suyos. Un giro que, curiosamente, lo inmovilizó en el territorio inveterado de la memoria.
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El único territorio en el que su vida –la de entonces, la única– tenía sentido.
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Y si la madre España cae, escribía Vallejo, digo, es un decir:
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…si cae España, de la tierra para abajo,
niños, ¡cómo vais a cesar de crecer!
¡cómo va a castigar el año al mes!
¡cómo van a quedarse en diez los dientes, en palote el diptongo, la medalla en llanto!
¡Cómo va el corderillo a continuar atado por la pata al gran tintero!
¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto hasta la letra en que nació la pena!

El año que fuimos democráticos (Revista Poder y negocios 23/02/10)

Un llamado a la reforma política y a la despartidización de la vida pública en México.
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Ya hace nueve años los mexicanos nos despertamos y el dinosaurio ya no estaba allí. El PRI se había ido de Los Pinos. Un antiguo gerente de Coca-Cola, echado para adelante y reciente gobernador de Guanajuato había logrado la hazaña para el PAN. Los analistas políticos se apresuraron a declarar la extinción del antiguo régimen y su partido hegemónico por más de 70 años. Los tiempos de corrupción y de impunidad se había terminado, los ciudadanos habían ganado la batalla, éramos al fin una democracia.
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El sueño duró poco. Para algunos un año, para los más optimistas tres –todos hablaban a la mitad del sexenio de Vicente Fox acerca de que había ya claudicado–, para algunos, sin embargo, la ilusión se disipó apenas unos días después de la toma de posesión.
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Vicente Fox estaba dispuesto a cambiar al anquilosado sistema político mexicano, eso creíamos cuando le habló a su familia, interpelándola después del consabido ‘Honorable Congreso de la Unión’. Pronto nos dimos cuenta de que se trataba sólo de las formas, que el fondo seguía intacto. No importaba que el águila del escudo se hubiese reducido drásticamente –el águila mocha, empezó a ser llamada–, o que el Presidente, una institución venerada e intocable tuteara a sus conciudadanos. Pronto nos dimos cuenta de que la personalidad de Fox era el primer problema del gobierno del cambio.
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En mi caso la decepción fue casi instantánea. He de decir que voté por la izquierda, no por él, pero que saludaba el aire fresco como cualquier otro ciudadano bienpensante, si ese antiguo adjetivo tiene algún valor aún. Fui invitado con algunos funcionarios públicos dedicados a la cultura de todo el país a una reunión con el candidato electo en Baja California Sur. Allí discutimos el futuro, nos comimos el pastel completo y modificamos al país en el papel. Un grupo de asesores de Porfirio Muñoz Ledo –quien trabajaba por entonces muy cerca de Fox, y se trata quizá de la inteligencia política más desperdiciada del país– nos habló acerca de la “reforma del Estado”. Comparó el momento mexicano con la transición democrática en España (curiosamente nunca se usó un término que aseguró tal modificación en la península, alternancia. Me dio mala espina, parecía que habían llegado para quedarse).
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En esa reunión hablé largo con Lourdes Arizpe quien había trabajado –junto con Víctor Hugo Rascón Banda y otros– en la plataforma cultural de Fox. La brillante antropóloga tenía claras las ideas, la necesidad de hacer verdaderamente nacionales las políticas culturales. Para un artista que había decidido quedarse en provincia el tema no era mínimo. Me pareció que las cosas iban por buen camino. El presidente electo llegó el último día. Nos saludó de mano, sonreía. Luego vino el discurso. Fox dijo que éramos distintos, que había que trabajar desde nuestra indiosincracia (sic), y metió la pata una y otra vez (como lo haría a partir de entonces, equivocándose con el nombre de Borges, dándole el Nobel a Carlos Fuentes y un sinfín de etcéteras).
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Al retirarse, sin embargo, nos dimos cuenta de algo, la coordinadora del “equipo de transición” en materia cultural, Sari Bermúdez, sería la presidenta del Conaculta.
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Un mes más tarde fui invitado a participar en el segundo acto público del Presidente: una reunión con los intelectuales y artistas del país –esa fauna– en Oaxaca. Se nos dijo claramente: como las cosas han cambiado, cada quien debe pagarse su pasaje y su hotel. Menos mal. Un día después de su comentadísima toma de posesión Ejecutivo nos convocaba, qué podía ser mejor augurio. El escritor Jorge Volpi pasó por Puebla y nos fuimos a Oaxaca. Hicimos las consabidas colas y pasamos por las revisiones del Estado mayor y esperamos en el ex convento de Santo Domingo. Y aguardamos, y aguardamos y aguardamos. La comida con el Presidente, que debió empezar a las dos, se sirvió –fría– cuando al fin llegó desde Monterrey, a donde había ido a reunirse con empresarios a las cinco de la tarde. Nos habían servido cientos de mezcales en vasos hechos con verduras (en zanahorias, jícamas, pepinos, una monada, vamos) y todos estábamos borrachos. El mandatario llegó, comió y ya se iba. Así, sin decir nada, cuando Marcela Rodríguez, la compositora lo interpeló: “¿No va a hablar? ¡Venimos a escucharlo!”. El Presidente entonces dijo. “¡Que hable Sari!”, y Sari habló: “Nuestra primera decisión en el Consejo es con la hermosa provincia mexicana, les anuncio que la nueva directora de culturas populares será Griselda Galicia” (a Griselda se la habían presentado media hora antes y no sabía de la improvisada decisión). Luego todos se fueron.
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Allí, perdido en una mesa, estaba uno de los invitados especiales a la toma de posesión, quien había viajado desde Europa para el efecto: Lech Walesa. Nadie lo reconoció ni saludó. Se fue como nos fuimos todos, estupefacto. Por la noche me encontré con Felipe Garrido, el escritor. Le manifesté mi asombro. Él estaba consternado. “No entiendo –me dijo– yo les preparé a los dos, a Sari y al Presidente y al secretario de Educación, Reyes Tames, sus discursos y no dijeron nada”.
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Me he extendido en esta anécdota porque da cuenta de cómo ocurrieron los siguientes seis años: en medio de la ocurrencia y la improvisación. Fox nunca se dio cuenta de que era ya no candidato, sino presidente. Y pagó cara esa ignorancia. Para quienes no se habían dado cuenta de quién era Fox el frentazo vino poco después, cuando se casó, en secreto, con su jefa de prensa, Martha Sahagún. Y lo hizo, curiosamente, con el presidente de España, José María Aznar, en México. Hasta ahora Aznar se sigue preguntando por qué no lo invitaron, continúa molesto con la grosería. Cada sector del país tiene reclamos similares a los míos: el empresarial, el agropecuario, el comercio –a pesar de los changarros, curioso impulso a la minipequeña empresa ocurrencia de Fox– y también el diplomático. Si algún patrimonio tenía México en el extranjero era el de la política exterior. Ser mexicano era ser respetado.
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Pronto la nube se desinfló para siempre. Mucho antes del “Comes y te vas”, dicho a Fidel Castro y grabado por el colmilludo patriarca de la isla. Nunca cabildeó una decisión internacional ni siquiera cuando propuso a su canciller para dirigir la OEA. Nunca ganamos una decisión internacional. Acabó con la cancillería desde los primeros años de su mandato y le echó la culpa a Jorge Castañeda.
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El gobierno desde muy pronto manifestó claramente que no haría transparente el uso de los recursos y hoy muchos dudan de la honorabilidad de la familia presidencial e incluso están convencidos de que la corrupción continuó, rampante y cancerígena.
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Acabó con la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo y no pasó ninguna reforma importante, paralizando al país. La reforma del Estado tan pomposamente anunciada se quedó en el discurso, y Muñoz Ledo mudó una vez más de partido (Fox se lo había quitado de encima desde el principio mandándolo a Bruselas).
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No es este el lugar para hacer un recuento de los errores, o de los daños. Lo que me interesa recalcar aquí es el retroceso democrático que significaron esos seis años. Me explico: no hubo una reforma política y lejos de hacerse más ciudadanos los organismos autónomos fueron tomados de inmediato por los partidos políticos. Los sindicatos continuaron inamovibles secuestrando la educación y la energía del país. La anhelada democracia se volvió partidocracia. A tal grado que nueve años después la reforma política de Calderón es vista como sospechosa por la presidenta del PRI quien ha amenazado con no “dejarla pasar”.
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El ciudadano normal, el de a pie –ese que poco a poco ha dejado de votar en las elecciones federales y locales, ese que fue presa de la campaña del voto nulo–, ese ciudadano lábil, no partidista, ha desaparecido por completo de la fotografía. Y ha descreído ya de la política y, curiosamente, de la democracia.
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Si, como todo indica, el PRI recupera el control absoluto de la Cámara –nunca dejó de gobernar en la mayoría de los estados– y sobre todo si regresa a Los Pinos, nuestra anhelada transición, que nunca fue alternancia, habrá llegado a término, de una vez y para siempre.
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¿Qué lecciones nos puede dejar lo que hemos vivido en estos años? No seamos simplistas en el análisis. No otra vez. No se trata del hecho de que la derecha o el conservadurismo no haya sabido nuevamente gobernar –desde la Reforma no tenía lugar en la política pública mexicana–, ni se trata tampoco de una simple elección de opciones. Nos estamos jugando algo más. Y déjenme, entonces, hablar un poco del papel de la izquierda en este desastre en el que se ha convertido la política mexicana. En el 2005 una inmensa mayoría había optado por ella. Por vez primera en nuestra historia había una base nacional de importancia que pensaba en otro cambio, que apoyaba además –como lo ha hecho en el Distrito Federal ya por muchos años– una alternativa de modelo. Después de la derrota –o el robo de las elecciones, del que no estoy tan seguro, aunque acepto que Fox metió más que las manos para evitar que López Obrador llegara al poder y creó la campaña de miedo más negra de nuestros últimos años, alentando un odio nada democrático hacia la verdadera alternancia política–, después de la toma de posesión de Calderón, la izquierda manifestó todas las torpezas posibles, dejando claro que no sabía ser digna oposición, violentando instituciones de la república como el Congreso –¿desde cuándo un Presidente no puede ir al Legislativo en México y discutir civilizadamente, a pesar de las discrepancias?–.
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La toma de Reforma, la constitución de un “gobierno legítimo”, que al así nombrarse se deslegitima y muchas más pifias políticas, han representado un descalabro para la izquierda mexicana hoy más dividida y desdibujada que nunca. Y esa falta de contrapeso político es, indudablemente, un síntoma de nuestra tragedia democrática. Aparentemente Felipe Calderón, a la mitad de su sexenio, se contagió del mismo síndrome y ha claudicado en gobernar. El país ha perdido el rumbo y nuestras instituciones han dejado de ser confiables del todo.
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Nadie cree en la Suprema Corte –apodada la tremenda corte–, nadie cree en sus diputados y senadores, nadie cree en el IFE, nadie cree en el IFAI, nadie tampoco ya en la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Nadie cree, he aquí lo más grave a mi entender, en el país.
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Las opciones son pocas, el tiempo se agota. ¿Antes de 2012 qué podemos hacer los ciudadanos para evitar el nihilismo político? ¿Cómo podemos participar, hacer política sin los políticos? Llamo desde aquí a un gran movimiento ciudadano que involucre a los medios de comunicación, como ocurrió aquel año que soñamos que éramos democráticos. Hagámoslo ya, exijamos una reforma política a fondo que permita elecciones creíbles antes del próximo cambio sexenal. Exijamos la segunda vuelta electoral. Exijamos la remoción de los consejeros del IFE y su reciudadanización. Exijamos que exista el plebiscito y el referéndum. Exijamos la despartidización de la vida pública en México y la corrección del rumbo. Paremos la escalada de violencia. Creamos, de nuevo en la democracia, pero hagámosla nuestra.¡Hagámoslo antes de que sea demasiado tarde!

De Alí a Alí (o de poesía viva)-Letras al vuelo de Aldo Baéz (Diario Cambio 13/03/10)

El estado que guarda la poesía en México es, sin lugar a dudas, asunto que preocupa y ocupa a todos los que nos dedicamos a este oficio. La antología que presentaron durnte el pasado FIP, algunos miembros del Círculo de Poesía, a saber, Mario Bojórquez, Alí Calderón, Álvaro Solís y Jorge Mendoza, con el título de El oro ensortijado, Poesía viva de México, es una muestra interesante, más allá de la genealogía de las antologías que realiza el primero para revisar la tradición de nuestras letras.
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Los compiladores toman partido e inician con uno de los paladines del arte de Ión, Alí Chumacero, nuestro silencioso vate que atravesó el siglo pertrechado por una coraza de pacientes y hermosos versos y concluye con Alí Calderón, bien pondría intitularse este trabajo “de Alí a Alí”. El trascurrir de la poesía, no de 1918, año en que nació el maestro nayarita, sino tal vez de 1944 en que publicó su poemario Páramo de sueños o en 1940 en que fundó la revista Taller, hasta 2005 en que Alí Calderón hace lo propio con su poemario Imago prima. Es curioso pero una lectura deja la impresión de un siglo breve.
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Oro ensortijado optó por no trenzar a algunos poetas. Los excluidos, de acuerdo a la justificación que Mendoza explica parece desatinada y tal vez un poco ingenua, él no es hábil, menos un buen teórico, sus complicadas referencias, muy posmodernistas para ser ad hoc, suelen ser, por lo regular, insostenibles, más aún salpicadas de una prosa por momentos bastante cansina, y si hacemos caso a la propia posmodernidad, ya viejas —volved los soles que le habéis robado.
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Revisar el volumen de referencia exhibe una notoria ausencia. David Huerta es uno de los poetas de mayor consistencia en nuestra lengua (más allá del gusto), al lado de muchos y variados poetas que provocan que frente al Oro… los Anuarios del Fondo de Cultura Económica (2004-6), parezcan más sólidos de lo que en realidad son. Curiosamente sus antologadores, si es que el fenómeno de reconocimientos y prestigio que Mendoza enuncia es cierto, no están incluidos, Huerta, Cross, López Mills y López Cólome (cuatro poetas — últimos ganadores del premio Villaurrutia— que difícilmente pueden filiarse a Paz, que al parecer acusan de los males de nuestra poesía) y eso enfatiza el caso de las exclusiones. A vuelo de pájaro podría construir una antología paralela, pues Aridjis, Blanco, Montes de Oca, Gervitz o Morábito (poetas indiscutibles, al menos de las antologías en nuestra lengua, no solo mexicana sino hispano y latinoamericana) o Aguinaga, Cortés Carballó, Josue Ramírez, Felipe Vázquez, Deltoro, Hurtado, D´Aquino, Sarabia, entre muchos otros, o algunos que la inclusión de Segovia — sin señalar incluso la exclusión de su hijo Francisco o Espinasa o Magaña—, sugiere que aún en el caso de hacer a un lado a Milán —por razones de poéticas diversas— tal vez faltaría Josu Landa o Álvaro Mutis que poseen, además de largas estadías en nuestro país, poemas propios de la antología y aun mayores; siendo excesivos hasta Gelman o Gola padecen la particular lectura de los lectores o antologadores.
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Oro ensortijado lo proponen como eco del primer verso de esta tierra atribuido Terrazas, pero más allá de la apología de José Emilio Pacheco, el soneto posee otros 13 versos, y el final, por ejemplo, podríamos atribuirlo a la justificación de Mendoza, (áspera, cruel, ingrata y dura), pues habría que valorar la inconexión entre la justificación y la propia selección que realizan, muy superior ésta última. Plata o bronce no hubiera roto el ritmo. Tal vez faltó “la gracia y discreción que muestra ha sido/ del gran saber del celestial maestro”.
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En otro sentido, recordemos que la tradición de la poesía mexicana es amplia y conjuga influencias voces y acentos o colores desde finales del siglo XIX. El gusto dice el defensor, y aunque Bojórquez no desconoce la Antología —que firma Jorge Cuesta—, la explicación del cordobés es muy superior a la realizada más de ochenta años después. El gusto desde Kant, mayor gracia requiere.
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Solemos ser solemnes ante las afirmaciones, pero también ante las dudas. ¿O acaso debemos cerrar los ojos ante esto? ¿No podría eso ser antidemocrático e igual de dañino que lo mostrado por nuestro sistema político y cultural? Sin embargo, parece más justa la definición de Poder que se establece, a partir del poeta que cada día sabe más de él, es decir Jorge Fernández Granados. Perdón, pero el solo gusto no libera del interés real en el objeto de estudio —según el propio autor de “Canto a un Dios mineral”—, ni justifica las exclusiones. Señalo que algunas de las exclusiones si hubieran enriquecido la muestra y que las ausencias no la enriquecen, las dolencias pueden afectar lo que, grosso modo, parece ser una buena selección.
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El amor, como tema y motor de la compilación, recuperado de nuestra tradición, le da gracia y consistencia a la antología, eso es innegable, pero me parece inexplicable la inclusión de algunos poemas, más con la intención de representar con mayor amplitud a algunos de los antologados — que en más de un caso, es excesiva— que por la necesidad de ceñirse al tema elegido.
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No se puede obviar que este trabajo es parte de un proyecto largo y consistente que los autores desde hace algún tiempo, a pesar de las dificultades y penurias propias de los amantes de las letras han tenido que pasar, realizan cargados de entusiasmo. Le antecede un trabajo sobre la última poesía (La luz que va dando nombre) y que ahora completa y se contrapone a El oro ensortijado. Lo completa como parte de un proyecto de largo aliento y se contrapone, pero enriquece el proyecto con la depuración natural que el nuevo trabajo ofrece. Quiero pensar que dentro de las voces de La luz…, algunas son prescindibles como lo muestra El oro…. Aquélla atiende a las edades, ésta es más amplia y generosa
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Sobre el tema, parece que la apuesta, el sentido crítico del trabajo, sin olvidar que una antología en sí misma es una postura crítica, a mi juicio parece errónea, pero es una apuesta y siempre vale el derecho de la duda, espero estar equivocado pero el trabajo de Cruz o Ramírez Vuelvas es insipiente y hasta apresurado, tal vez voces más pausadas que se ofrecen dentro de La luz… hubieran fortalecido la elección. A veces el amor es un tema que gana sustento con los años.
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¿Ornato o sustancia? Pudiera ser el dilema no sólo de una antología sino del arte mismo, los responsables eligieron y eso es respetable, tal vez pudieron reflexionar sobre el verso Dejad las perlas y el coral preciado/ de que esa boca está tan adornada.

viernes, marzo 12, 2010

Crónicas de América Latina: Cultura chilena-Carlos Fuentes (El País/Babelia 13/03/10)

País de poetas -Huidobro, Mistral, Neruda, Parra, Rojas...-, Chile es hoy, también, país de novelistas -Donoso, Edwards, Fuguet, Dorfman, Franz...-. Tras la tragedia del pasado 27 de febrero, en esta hora de prueba es importante recordar su extraordinaria aportación a nuestra cultura compartida.
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La catástrofe que azota al pueblo chileno, así como el homenaje a la república hermana en la Universidad Veracruzana, me animan a recordar, fraternalmente, tanto mi personal cercanía a Chile como la continuidad y riqueza de la cultura chilena.
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Mi relación con Chile es parte de mi vida y de mi literatura. Todas las etapas de la vida son importantes. Pero hay una que señala el paso de la infancia a la adolescencia y que abre, a la vez, el horizonte de la juventud.
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Yo viví, crecí y estudié en Chile entre los once y los quince años.
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En Chile publiqué, a los doce años, mi primer texto: Estampas mexicanas, un alarde bien intencionado de patriotismo sesgado de información, en el que, en tres o cuatro cuartillas, lograba hablar de historia y de magueyes, de la belleza de los volcanes y de la belleza de Gloria Marín.
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Mi trabajito fue publicado -éste fue su mérito mayor- en el Boletín del Instituto Nacional de Chile, íntimamente ligado al nombre y a la obra de José Victorino Lastarria, el escritor liberal y político modernizador cuya Memoria histórica de Chile (1844) nos lleva a considerar a la pléyade de grandes figuras públicas, escritores y estadistas, que me revelaron, tempranamente, el carácter de la tradición intelectual chilena.
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Lastarria y con Lastarria, Francisco Bilbao, llamando a la justicia en su Evangelio Americano e inventor del término "América Latina" en 1857. Benjamín Vicuña Mackenna y sus grandes obras sobre Santiago (1869) y Valparaíso (1872), primeras aproximaciones a la historia urbana de la América del Sur.
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Y en el origen, la presencia en Chile del venezolano Andrés Bello, maestro de Simón Bolívar, autor de una gramática propia del castellano de las Américas, fundador y presidente de la Universidad Nacional de Chile; un chileno nacido en Caracas, cuya biografía es casi un acto de bautismo de la fraternidad de la América independiente.
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Bello, Lastarria, Bilbao, Vicuña Mackenna. Ellos me abrieron las puertas a un pasado intelectual hispanoamericano que pugné, juvenilmente, por hacer mío desde mis años escolares en el gran colegio anglo-chileno, The Grange, donde las clases matutinas en inglés eran enriquecidas -o corregidas- por las lecciones vespertinas en español.
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Un gran maestro de literatura, Julio Durán, nos llevaba ahora a la lectura de Baldomero Lillo, el escritor del mundo duro e injusto de las minas y el campo, aunque yo empezaba a interesarme por los autores de entonces. En primer lugar, el libro Chile o una loca geografía de Benjamín Subercaseaux, un paseo a lo largo, que no a lo ancho, de una nación que se descuelga del Trópico de Capricornio a las fronteras de la Antártica, del desierto de Atacama a la "corona austral, racimo de lámparas heladas", nunca más ancha que las 217 millas entre la cordillera y el mar. Aunque los estudiantes leíamos en secreto otro best seller, Bajo el viejo almendral, de Joaquín Edwards Bello, obra prohibida pero muy próxima a nuestras inquietudes adolescentes.
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Me faltaba leer, al alejarme de Chile, a sus grandes poetas, que le dieron tono y dimensión a la cultura chilena del siglo XX.
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Vicente Huidobro, en la vertiente cosmopolita de nuestra literatura, "pequeño dios" cuya divinidad consiste en la exploración, la innovación y el riesgo, aun el de participar en la ocupación de Berlín en 1944. Altazor nos dio a todos la lección del compromiso estético: el arte no es expresión sino crítica y reflexión de sí mismo mediante imágenes, palabras inéditas y aun, páginas en blanco.
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Gabriela Mistral, en cambio, aparece bajo la lluvia en el Valle de Coquimbo, es maestra, aprende y enseña, viaja por todo el mundo pero en realidad nunca se va de Chile, en Chile busca a su madre, busca la infancia, busca la naturaleza, busca la palabra y convierte a su patria en un espejo tembloroso y transparente.
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El mayor poeta del siglo XX hispanoamericano, y uno de los más grandes poetas universales, Pablo Neruda, es quien une vanguardia y permanencia. La audacia formal le da vida nueva a la tradición. La mirada verbal rescata la humildad de la alcachofa y el caldillo de congrio, y las caídas ideológicas son salvadas por la intensidad de las pasiones, el amor desesperado a una mujer, el ascenso a Machu Picchu y el reflejo propio en la vitrina de una zapatería.
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Y sin embargo, paseándome cerca de la desembocadura del río Bio-bio, "grave río", hace unos años, al apagarse el día, un grupo de trabajadores se reunió en torno a una fogata, uno de ellos tomó una guitarra y otro cantó los versos de Neruda en honor del guerrillero de la independencia, José Miguel Carrera.
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-Al poeta le gustaría saber que ustedes cantan sus versos -les dije-.
-¿Cuál poeta? -me contestaron-.
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Neruda había regresado a la palabra anónima: a la voz de todos.
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La gran tradición poética de Chile ha sido continuada por Nicanor Parra -"para nosotros, la poesía es un artículo de primera necesidad"-.
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Por Gonzalo Rojas -"siempre estará la noche, mujer, para mirarte cara a cara"-.
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Por Enrique Lihn -"nada se pierde con vivir, ensaya"-.
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Por Raúl Zurita -"cuando Chile no sea más que una tumba y el universo la tumba de una tumba, ¡despiértate tú, desmayada, y dime que me quieres!"-.
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País de poetas, Chile es hoy, también, país de novelistas.
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José Donoso es el gran refundador de la novela chilena, junto con Jorge Edwards, Antonio Skármeta, y más tarde, Isabel Allende, Marcela Serrano, Carlos Cerda, Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet y Ariel Dorfman y, para cerrar el círculo, María Luisa Bombal, nacida en 1910, y Diamela Eltit, nacida en 1950.
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José Donoso, miembro fundador del boom, no se parece a nadie más de esa mal nombrada generación. Más que cualquier otro escritor, Donoso proviene de la literatura inglesa y de la advertencia de T. S. Eliot a James Joyce.
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"Usted ha aumentado enormemente las dificultades de ser novelista".
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Porque Donoso, por una parte, nos pide leer una novela no sólo como fue escrita, sino como será leída. Es decir, su obra es una invitación al lector para que nos diga cómo será escrita la novela al ser leída.
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José Donoso hace algo incomparable: sin la amabilidad cultural de Alejo Carpentier, sin la inversión moral de William Golding, Donoso nos invita a dejarnos caer en el mundo olvidado, el mundo del origen pero con los ojos abiertos, en El obsceno pájaro de la noche.
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¿Qué nos dice Donoso sino que todos necesitamos un discurso, si no nuevo, al menos renovado, para oponerlo al silencio engañoso o a la retórica de la opresión?
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Entre los autores más jóvenes, destaco a Carlos Franz. En El Desierto, la crueldad del militar pinochetista emboscado en el Norte de Chile, es trágicamente revelada como debilidad enmascarada por una mujer de izquierda que regresa del exilio para enfrentarse al hombre que amó: el militar asesino, exponiéndose y exponiéndole, a encontrar un mínimo de humanidad en la contrición.
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El fracaso de la mujer condiciona, sin embargo, la experiencia de su hija reintegrada a Chile y a una nueva vida y condiciona, también, la presencia dinámica de todo un pueblo. Sin embargo, la advertencia subyacente de Franz es que no hay felicidad asegurada. Los extremos del mal se manifiestan en la parte demoniaca del ser humano, los del bien en la parte más luminosa de nuestro ser. Pero en el acto final lo que cuenta es la capacidad trágica para asumir el bien y el mal, transfigurándolos en el mínimo de equidad y justicia que nos corresponde. Esta es la importancia del Desierto de Franz.
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El día de los muertos, la novela de Sergio Missana, ocurre la víspera del golpe militar de 1973. Los protagonistas son Esteban (el narrador) y un grupo radical al cual Esteban se acerca porque desea a la joven Valentina, militante del grupo, aunque también por el deseo de ser aceptado y querido. Su postura ante el grupo es ambivalente. Teme la violencia. Le agrada el caos. Desea, con voluptuosidad, que el caos se intensifique, se desencadene. Se sabe un intruso, pero le gusta el amparo del clan. Se cree "progresista", pero "desconectado de la pasión". Sabe que le está vedada "la pureza de la convicción".
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Valentina mira a Esteban con rabia, lástima, desprecio, impaciencia. Esteban se harta. Se ha vuelto sospechoso para todos. Se echa a correr. Al día siguiente, el golpe militar derroca al gobierno legítimo de Salvador Allende.
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Pero acaso nadie, como Arturo Fontaine, representa mejor el tránsito de la realidad política y social de Chile a su realidad literaria, y a las tensiones, combates, incertidumbres, lealtades y traiciones de una sociedad en flujo.
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En Oír su voz, Fontaine explora el lenguaje como necesidad del poder -no hay poder sin lenguaje-, sólo que el poder tiende a monopolizar el lenguaje: el lenguaje es su lenguaje posando como nuestro lenguaje.
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Fontaine escucha y da a oír otra voz, o mejor dicho otras voces.
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Hay una sociedad, la chilena. Hay negocios y hay amor. Hay política y hay pasiones. Sociedad, negocios, política, tienden a un lenguaje de absolutos. La literatura los relativiza, instalándose -nos dice Fontaine- entre el orden de la sociedad y las emociones individuales.
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En Cuando éramos inmortales, el autor personaliza radicalmente estas tensiones encarándolas en un personaje -Emilio- y su doble ética: la del que educa y la del que enseña. Éste, el educado, requiere la educación para salir de su naturaleza original, no mediante la tutoría espontánea del vicio y el error, sino gracias a una enseñanza que potencie la virtud natural -incluso mediante el vicio del engaño-.
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Chile es un país paradójico.
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Han coexistido allí la democracia más joven y vigorosa y la oligarquía más vieja y orgullosa. Ambas coexisten, a su vez, con un ejército de formación prusiana que respetó la política cívica hasta que la política de la guerra fría lo condujo a la dictadura.
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Fontaine, con las armas del novelista, que son las letras, va al centro del asunto. Un orden viejo, por más estertores que dé, cede el lugar a un orden nuevo. Pero, ¿en qué consiste éste?
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Entre otras cosas, en su escritura. Pero, ¿quién es el escritor? Es una primera y es una tercera persona que miran a la sociedad y la privacidad con lente de aumento, dirigiéndose a un lector que es el co-creador del libro. El libro es una partitura a la cual el lector le da vida. La lectura es la sonoridad del libro.
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En esta hora de prueba para Chile es importante recordar la extraordinaria aportación de ese país a nuestra cultura compartida. Éxito les deseo a la presidente saliente, Michele Bachelet, y al entrante, Sebastián Piñera. Les respalda el rigor y la consistencia de la vida cultural de Chile.

De prestado-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 12/03/10)

8:30 a.m. Acude a ser entrevistada en el noticiario televisivo en que me desempeño una cantante de electropop/punk cuyo trabajo actual concita todavía no pocos entusiasmos pero que parece condenada a llevar a cuestas la cruz (gótica) del éxito musical y el estatuto icónico que le dispensaran los años 80. Fue una mujer poderosísimamente atractiva y todavía podría serlo. La veo a lo lejos y no puedo evitar pasear la mirada de abajo a arriba por su cuerpo: las piernas pletóricas, las caderas generosas, la cintura todavía angosta -aunque ya no mínima-, los senos pródigos a punto de desparramarse del strapless, los brazos regordetes, cierto, pero acaso por ello mismo henchidos de carnalidad. Ese cuerpo de resonancias jamonas me atrae y, pese al campo semántico en que se origina el calificativo que acabo de emplear, me remite a carnes, sí, pero nunca frías, me recuerda el talante verdaderamente atómico de esa Debbie Harry contemporánea suya, pasada de peso y entrada en años pero todavía capaz de mover al delirio erótico a la multitud congregada en el galerón en que la viera yo cantar hace cosa de un lustro.
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Cuando mi vista llega al rostro, sin embargo, mi oscura fantasía matutina se detiene de golpe. Los rasgos de la mujer son los mismos de siempre, sí, pero devenidos trazos de una caricatura, máscara acaso mortuoria. Es el botox, me digo: ese presunto remedio mágico que elimina en efecto las arrugas pero también todo atisbo de vida en la piel sobre la que es aplicado. Empeñada en recuperar la faz que le diera fama y fortuna, que le dispensara dinero y deseo, la ya-no-tan chica no ha logrado sino verse más vieja de lo que es. Una vieja que se sueña niña, atrapada en un pasado que, por mucho que se esfuerce en convocar, no volverá.
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9:50 a.m. Llego (tarde) a un desayuno de trabajo. Por fortuna, la persona con que me he dado cita acusa un retraso aún mayor, por lo que expío mis culpas aguardando que haya mesa disponible. Mientras hago fila para anotarme en la lista de espera, reparo en el tipo que me antecede. Bien parecido y bien vestido. Parece seguro de sí mismo. Pero sólo lo parece. Lo que traiciona su vulnerabilidad es su cráneo, sobre el que ha relamido los cuatro pelos que le quedan. O, bueno, corregiré: los cuatro mechones, que pese a sus empeños acaso heroicos no logran evitar a quien posa la mirada en él la vista de amplios segmentos capilares completa y dolientemente desnudos. Lo que acusa su cabeza es un avatar particularmente repulsivo de lo que solemos llamar “peinarse de prestado” y que consiste en pedir literalmente prestado un poco de cabello a una zona para cubrir otra en la que ya no crece. Es como la cantante, me digo: pide prestado para colmar un vacío porque no entiende que todo está condenado a mutar en vacío, que todo es prestado.
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1:10 p.m. Laptop ante mí, aguardo a que dé inicio una junta y aprovecho para cumplir con algunos de mis pendientes cibernéticos. Consulto -como me veo obligado a hacer varias veces al día desde que ejerzo el periodismo cultural de manera cotidiana- el apartado Recent deaths de Wikipedia, no vaya a ser que la súbita crueldad del destino me vaya a deparar hoy la redacción de una necrología. Sólo me topo en el rosario de muertos recientes con un nombre conocido, cuya relevancia es mínima para mi trabajo pero que alguna importancia reviste en mi historia personal: “Corey Haim, 38, actor canadiense, presunta sobredosis de drogas”. Dudo mucho que alguien mayor o menor que yo pueda identificarlo a estas alturas. Y confieso que yo mismo jamás he visto una sola de sus películas. Lo que sí vi, acaso demasiadas veces, fue su fotografía desplegada en revistas teen de los años 80, aquellas que compraban mis deseadas y vedadas compañeras de la secundaria a fin de extasiarse con su perfil carilindo de chico malo. Fue astro del cine juvenil; después le vino la madurez, con ella el fracaso, la vida desordenada y, supongo, la depresión. Hace un par de años, intentó regresar a la palestra merced a un reality show en el que compartía créditos con su contemporáneo y tocayo Corey Feldman -otro ex ídolo de las quinceañeras, sólo que mejor adaptado- y se dedicaba a tratar de llamar una vez más la atención, ahora mediante la exhibición impúdica, oportunista y tristísima de su condición de loser. Al tiempo, le cancelaron el programa, y terminó muerto de un pasón a los 38 años.
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Otro que no comprendió que todos vivimos de prestado.

miércoles, marzo 10, 2010

"La Asociación Mexicana de Escritores"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 10/03/10)

Ya en esta columna les he hablado de unas cuantas editoriales novísimas que han visto luz en años recientes: Tumbona, El billar de Lucrecia y Textofilia. Ahora toca el turno a la Asociación de Escritores de México A. C. (AEMAC) una editorial nueva, aunque con mucha historia por detrás.
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En palabras de la misma, esta es una Asociación Civil sin fines de lucro que pretende contribuir al progreso cultural de México. Ajena a toda actividad de carácter político o religioso, tiene como fines fomentar la unidad entre sus integrantes, promover y sostener relaciones de intercambio dentro y fuera del país, y realizar actos culturales. Dicha, goza de dos etapas: la primera se da en el año de 1965, año en que Bartolomeo Costa Amic funda la asociación que a lo largo de su existencia logró reunir a importantes plumas como: Carlos Pellicer, Juan Rulfo, Luis Villoro, Salvador Novo, Rosario Castellanos, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Ramón Xirau, Margo Glantz, Elena Poniatowska, Álvaro Mutis, Octavio Paz; la segunda etapa se da en 1992 cuando la AEMAC establece un Convenio con la Delegación Benito Juárez para administrar y gestionar el Centro Cultural Luis G. Basurto, mejor conocido como “La Pirámide”.
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En pasado reciente han editado una serie de libros interesantes y valiosos. El primero de ellos es “Memorias de la Asociación de Escritor de México A. C.”: una primera entrega de dos que tienen como fin festejar los 45 años de la misma, el cual está dividido en dos partes: la primera presenta al lector el origen de dicha Asociación donde se puede ver con absoluta precisión cómo nace a través de sus estatutos, así como de los actos fundacionales y protocolarios; la segunda parte hace un sucinto repaso por el paso que ha tenido está Asociación en los diversos escenarios culturales de México. Este libro tiene un valor histórico y cabe destacar que lo publicado en estas páginas era material que pertenecía al olvido y al polvo. Un segundo título es “Vértigo de los aires”: una antología de poesía, cuyo vaso comunicante además del género, es la lengua; aquí aparecerán poetas, nacidos entre 1975 y 1985, originarios de Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, El Salvador, España, Guatemala, Nicaragua, Perú, Puerto Rico, Uruguay, Venezuela y México. Una antología importante porque permite ver qué están escribiendo las nuevas generaciones. “Mar de vértigos”: el titulo de esta antología hace homenaje a un poeta mexicano: Efraín Huerta, dicha publicación es la memoria de un encuentro que buscaba reflejar y promover la voz de los jóvenes escritores nacidos en México entre 1975 y 1985. La poesía, la narrativa, el teatro y el ensayo son los géneros que aparecen en esta compilación.
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Sin duda, son tres publicaciones con amplio valor pues además de rescatar la historia literaria de México ejercen su visión crítica y nos entregan dos antologías que buscan darle lugar a las voces que andan por ahí pidiendo ser escuchadas y criticadas.
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No hay más que aceptar la invitación.

martes, marzo 09, 2010

Erotografías pompeyanas (Diario Milenio 09/03/10)

La ortografía, como se sabe, es “la parte de la gramática normativa que fija las reglas para el uso de las letras y signos de puntuación en la escritura”. Otra fuente añade: “La ortografía se basa en la aceptación de una serie de convenciones por parte de la comunidad lingüística con el objetivo de mantener la unidad de la lengua escrita”. Lo que a mí me queda claro, luego entonces, es que la ortografía es una convención dinámica y tensa, puesto que en el “fijar” de las reglas se asume que participan integrantes, acaso disímiles, de “la comunidad lingüística”. También me queda claro que la lengua tiende a la dispersión y el no sé qué tan sano esparcimiento, puesto que se han creado organismos, tales como la Real Academia, para “mantener su unidad”.
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No estoy muy segura del nivel de fiabilidad de mis fuentes (y aquí he de confesar que son fuentes wikipédicas) pero todo parece indicar que meterse con la ortografía no es un asunto menor. Más allá de una simple distracción o un analfabético devaneo, retar a la ortografía implica vérselas con las mismísimas fuerzas que mantienen a una lengua intacta. El mal ortógrafo puede bien ser un perfecto ignorante, pero mirado de otra forma, mirado desde los lentes del Twitter, también podría ser guerrillero de las fuerzas centrífugas de la lengua escrita. ¿Y para qué querríamos una lengua que, parafraseando lo que le dijo López Velarde a la Diamantina (Patria), fuera siempre fiel a Sí Misma?
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Aclaro: No es este un alegato a favor de las faltas de ortografía en general, aparezcan éstas sobre papel o sobre la pantalla. Lo que quiero hacer es sentar las bases para analizar uno de los métodos más comúnmente empleados por los twittescritores de la Pompeya mexicana de inicios de siglo XXI cuando contestan a la pregunta “¿Qué es lo que está pasando (con el lenguaje)?”.
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Mi teoría es que, utilizando a la ortografía como un campo de acción, estos twittescritores alteran tanto el significado de palabras específicas así como de frases completas —ya de extracción popular, ya de una cultura libresca— para producir visiones críticas y lúdicas del cotidiano de donde surgen. Así, desde las oficinas donde laboran o dentro de esas habitaciones para solos, los twittescritores se las arreglan para producir la frase que, como el verso o el aforismo el poemínimo cuando lo es, continúe constatando que, si es lenguaje, entonces no es natural ni inamovible ni pétreo. Si es lenguaje es lúdico. Si es lenguaje, en manos del teclado y en pantallas disímiles, pues entonces es política. Tal vez @pellini tenía razón cuando aseguraba que “Ustedes son geniales, pero tienen un empleo mediocre y una vida triste”, pero sin duda está en lo correcto cuando añade: “Esa es la magia de tuíter”. Arqueólogos de significados apenas ocultos y malabaristas de la frase bien hecha, los twittescritores son gente que ha aprendido bien, y para bien, el viejo adagio que reza que, sobre todo, hay que saber reírse de uno mismo.
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Es interesante, sin duda, encontrarse en los laberintos de la neo-Pompeya con escritores que, utilizando más comúnmente el soporte de papel, hacen una transición limpia a la frase de 140 caracteres: de los traducciones de Aurelio Assiain, por ejemplo, a las elucubraciones bien hechas de Isaí Moreno; del los juegos de palabras que desde el otro lado del charco produce Jorge Harmodio a los subrayados de Jordi Soler. Es posible encontrar en Twitter lipogramas (Gael publicó uno hace un par de días, por ejemplo), palíndromos, ficciones súbitas, traducciones exactas, minificciones. También es interesante descubrir a esos otros twittescritores que tal vez publican o no en papel, pero cuyo modo de escribir es, sobre todo, electrónico. Podrían pasar por ocurrencias o puntadas y, siéndolo, como lo podrían ser, todas estas frases de 140 caracteres o menos, son otra cosa: son escritura. Que la conciencia gramatical está ahí, activa y desafiante, antiautoritaria y nada pueril, me queda claro en entradas como la de @hiperkarma: “De ahora en adelante, Usaré Mayúsculas Cuando Hable”. Dándole RT a una frase de @mutante, @hiperkarma se hace eco de las trasgresiones ortográficas así: “No pienso poner ni una coma y dar así una libertad inusitada a la interpretación del texto escrito”. Fue ella quien, desde Monterrey, respondió crítica y justamente el anuncio mal redactado de Gandhi: “Si tu límite de lectura son 140 caracteres. Te vamos a hacer leer. / Si su puntuación es mala, les enseñaré a escribir”.
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Lo que en sentido literal podría ser tomado como un error ya de conocimiento (el no saber las reglas ortográficas) o de mecánica (el típico “dedazo”), deviene en el universo de la twittescritura, gracias al ingenio y al roce continuo con el hacer de las palabras, en breves frases con gran poder evocativo y, en su caso, paródico. He aquí la razón por la cual he llamado erotografía a estos juegos con ortografías alternativas que tanto caracterizan a la los twittescritores de hoy: el roce, el cuerpo a cuerpo con las palabras de todos los días. El placer. Ah, el placer de volver a leer, por fin, algo fresco. Nota final: la erotografía no tiene nada que ver, que yo sepa, con la más bien aleatoria ortografía del Twitter o twiter o tuiter o tuitah.

Sobre hembras y hombres (Diario Milenio 08/03/10)

Evo en traje de Eva
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Ciertos insultos no se dejan traducir, especialmente aquellos que se originan en prejuicios locales. El término nigger, por ejemplo, incluye ya una dosis de menosprecio para la que no hay equivalente a la mano. Algo muy similar a negro-de-mierda, que asume al ofendido como torpe, selvático e indigno de mayor consideración. Todo lo cual de pronto se hace necesario para echar luz sobre la famosa línea de Lennon: “La mujer es el negro-de-mierda del mundo”. Una línea anacrónica, ya a estas alturas, quisiera uno pensar, a despecho de tantos rústicos circundantes. No es raro descubrir que incluso los representantes más conspicuos de ciertas colectividades oprimidas son a su vez celosos en la opresión, no tanto acaso porque se lo propongan como por causa de un sentido asquerosamente común. Hay que verse podrido por el resentimiento para entender cómo es que un género o un gentilicio pueden ser por sí mismos insulto imperdonable. Cual si ser español, argentino o mexicano, hombre o mujer, local o forastero, fuese ya en sí una falta imperdonable.
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Más que reconocer una presunta bonhomía en los racistas de este lado del río, habría que advertir lo poco que le piden términos como indiaco, najayote o nahual a los nefastos nigger y jungle bunny. Palabras elocuentes que a menudo delatan en quien las usa la presencia de traumas y complejos añejos, entre otros bochornosos boquetes del carácter. Monstruos que están allí sabrá el diablo desde cuándo, y acaso no sea ya posible derrotarlos. Recuerdo una conversación entre el periodista Jorge Ramos y el presidente Evo Morales, donde éste reclamaba, sobre todo, respeto. Mucho respeto, insistía. Curiosamente, de visita en México, don Evo tuvo a bien explicar a Joaquín López-Dóriga lo que según su sensible opinión constituye una falta de respeto: el colombiano Álvaro Uribe había reclamado a Hugo Chávez que fuera varón, es decir que lo estaba llamando hembra. ¡Hembra!
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La ley de Turner
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Supone uno que todo tiene su explicación. Si hacemos un esfuerzo, veremos al pequeño Evo en sus primeros años, lloriqueando de rabia porque sus compañeros lo llaman Evita y no cesan de preguntarle por su novio Adán. Ahora bien, cada uno entiende el respeto a su manera. Yo, por ejemplo, encuentro que conceder la razón a quien ha sido discriminado, por ese solo hecho y cualquiera que sea el caso, equivale a seguirle discriminando, aunque sin renunciar a la fotogenia. El sustantivo nigger es aborrecible por lo que tiene de calificativo, pues antes que nombrar menosprecia y limita. Se le dice a la víctima no nada más lo que es, sino de paso lo que jamás será. Y esas cosas dan rabia, tanta que quien la siente no quiere que le ayuden tirándolo a loco, si de lo que se trata es de tapar la boca del zopenco que quiso limitarlo. Si alguien me llama nigger, o sudaca, o spic, no ayuda a mi sentido del respeto que otro me trate con una deferencia especial, compensatoria. Ni que estuviera manco, respinga uno, especialmente si se teme manco.
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Unos días atrás, apilando ya ideas en torno a estos asuntos, no fue un sesudo estudio sobre la materia sino una poderosa expresión suya la que vino a ponerme puntos sobre íes. Cuando más abstraído me hallaba en las borrosas fronteras entre el respeto y el irrespeto, acudió a rescatarme la Reina Ácida. La encontré entre la guía de la televisión: Tina Turner en vivo en Holanda. Tina que cuando Lennon dijo lo que dijo ya llevaba diez años batallando en las peores circunstancias: negra, mujer y a merced de un patán a quien no le temblaba la mano para escarmentarla. Tiempos en los que una mujer como ella no podía siquiera sentarse en los asientos delanteros de un autobús. Vamos, que Tina debe tener las bastantes anécdotas punzantes para hacer sollozar a quien se ponga enfrente, cual si eso fuera un mérito y tuviera un valor. ¿A quién le importa al fin lo mal que le haya ido en otro tiempo a quien consiguió ser más grande que sus tiempos y rompió cuanta tranca le impusieron? ¿No es preferible verla incendiando escenarios?
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Al fin que ni quería
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Luego de haber grabado y visto repetidamente el concierto del Huracán Turner, luciendo unos piernones de película y sin miedo a la alta definición, a punto de cumplir los setenta años, difícilmente encuentro por qué o por dónde tendría que empezar a compadecerla. ¿Vi el concierto tres veces por solidaridad, o porque no podía creer lo que veía? Con el perdón del presidente Morales, no respeto a la Turner por su carga ancestral de sufrimiento, ni porque pertenezca a minoría alguna, ni porque crea que sus viejos dolores le otorgan una suerte de bono canjeable por solidaridad y caravanas, sino por cuanto ha hecho más allá de todo ello, y porque a estas alturas me permite que siga creyendo en sus capacidades sobrenaturales. Antes que respetarla, la admiro como un bembo. A la edad en que otras son rancias viejecillas, Tina persiste en ser un viejorrón.
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Unos años después de su divorcio, el guitarrista Ike Turner dijo a los reporteros que no extrañaba en realidad a Tina, y en todo caso no deseaba otra cosa que “tener más largo el cuello, para hacérmelo solo”. Si he de apostar por algo, hallo que las sentidas palabras del fino caballero se pueden resumir en una sola: impotencia. Tras años de explotarla, intimidarla, golpearla y limitarla, terminó la señora por salirse del huacal y sacudírselo cual peso muerto. Así como detrás del insulto racista no es difícil toparse con severos complejos de inferioridad —se comprende que algunos se hagan llamar supremacistas—, debe ser normal que la discriminación de género solape alguna suerte de impotencia, o en su caso un profundo pavor al respecto. No debe ser cómodo para un hombre anacrónico mirarse frente a frente con una hembra y descubrir que lleva las de perder. ¿O es que no así se inventan los insultos?