jueves, marzo 08, 2012

Bienvenida sea la novela gráfica mexicana-(Sexenio-Puebla 27/02/12)

Sexto piso es una editorial muy propositiva y cuya característica es apostar por escritores y títulos novedosos, controvertidos y que difícilmente veríamos en editoriales comerciales.

Una de las recientes apuestas de esta editorial está siendo la novela gráfica y el cómic, sus primeros aciertos fueron Viva la vida. Los sueños en Ciudad Juárez de Edmond Baudoin y Jean-Marc Troubet, y Diario de Nueva York de Peter Kuper, dos libros muy bellos y que lograron una opinión positiva, tanto de lectores como de críticos, debido a su contenido y belleza artística.

La calavera de cristal es la nueva apuesta mexicana de Sexto Pisto, escrito al alimón por Juan Villoro y Nicolás Echeverría e ilustrada por BEF. Este libro, desde mi perspectiva, busca colocarse –principalmente- en el gusto de los jóvenes y un que otro lector infantil.

Aquí se cuenta la historia de Gus, quien después de asistir al décimo aniversario de la muerte de su padre: el capitán Rodríguez de Plata y tras haber escuchado las palabras que le dedican, se da cuenta que para él su padre era un completo desconocido. A partir de aquí nace en Gus la curiosidad de saber quién fue realmente su padre. Después de una visita hecha a su abuela, ésta le manda a Gus un armario que su padre le había dejado y después de mover algunos cajones aparecen de forma sorpresiva: un códice maya, un reloj y la bitácora de su último viaje. Este descubrimiento lo llevará a conocer mejor a su tío Felipe y así, junto con él, poder descifrar el códice que su padre había dejado escondido. Juntos se darán cuenta que el códice habla de un tesoro que fue otorgado a uno de los emperadores mayas, esta pista los hará partir en búsqueda del tesoro; en el camino se encontrarán con gente codiciosa como Venus de Venegas y su bella Circe, a quienes sólo les interesa obtener tesoros invaluables para destruirlos a placer. Gus y su tío Felipe, al lado de Bernabé y “El reptil” Rodero descubrirán el tan preciado tesoro que el capitán Rodríguez de Plata había ocultado de los malandrines.

Intriga, traiciones y diversión; aunada a su narración precisa y envolvente de Juan Villoro, así como de los excelentes dibujos de BEF; son algunos de los elementos que convierten a La calavera de cristal en un hermoso libro.

Un texto disfrutable que seguro se colocará en el gusto de todos los lectores y que podrá ser un buen gancho para atraer a miles de jóvenes al mundo del libro.

Bienvenidas más obras como La calavera de cristal.

martes, marzo 06, 2012

Contra el mantel verde (Diario Milenio/Opinión 06/03/12)

Si los autores, como algunos lo argumentan incluso ufanamente, se dedican a escribir porque no saben hablar en público o no les interesa salir de la esfera privada de la creación silenciosa, ¿para qué ir a verlos?

Muchos autores dicen estar interesados en establecer una cierta forma de contacto, especialmente dialógico, con sus lectores. Pocos, sin embargo, ponen atención al aspecto performativo de su trabajo textual, conformándose con tomar asiento detrás de una mesa rectangular, con toda seguridad cubierta con un mantel verde, para ponerse a leer, con distintos grados de eficacia, en voz alta. Esto, hasta hace no mucho, constituía el performance más común en que autores y lectores escenificaban su encuentro en la esfera pública. Que dicho encuentro cerrara frecuentemente con la más que simbólica firma de la autora estampada en tiempo real sobre las primeras hojas de un libro adquirido por la lectora no hacía más que ratificar la premisa propia del ritual: el intercambio comercial que, como causa-efecto, ocurría antes del encuentro o, cuando mucho, durante el mismo.

Como tantas otras cosas, las tecnologías digitales y las búsquedas interdisciplinarias han revisado a cabalidad este formato. Cada vez es más sencillo, y lo será mientras leyes como SOPA no se conviertan en nuestros policías del ciberespacio, bajar libros de internet —con o sin el consentimiento de los autores o las editoriales correspondientes. La distribución gratuita de material textual a través del intercambio de pdf no sólo ha venido a cuestionar la propiedad sobre el lenguaje y sus consecuencias tanto estéticas como legales, sino también ese ritual cansino e invariable a través del cual autores y lectores fundaron su encuentro público durante la modernidad.

¿Qué busca en realidad el lector que, sin ser amigo o familiar del autor, va a las presentaciones de libros o las lecturas de los mismos? Si los autores, como algunos lo argumentan incluso ufanamente, se dedican a escribir porque no saben hablar en público o no les interesa salir de la esfera privada de la creación silenciosa, ¿para qué ir a verlos? O si, como aducen otros autores, todo está en los libros y agregar algo desde fuera sería no sólo desleal sino hasta autoindulgente, ¿qué se puede esperar legítimamente de ver un autor en persona? La primera respuesta que se me viene a la cabeza, puesto que la he vivido como lectora, es que uno va a esas cosas para confirmar que todo es de verdad. Este es el momento en que Santo Tomás muerde la moneda de lo real. No por casualidad el encuentro suele terminar con una firma: el sello con el que se cierra el acuerdo de lo que existe en tanto cuerpo. Que ese garabato, a través del cual asienta ante todos la existencia conjunta de autor y lector, vaya estampado sobre un objeto que ha sido intercambiado por dinero también cierra otro círculo: el de las mercancías.

Ahora bien, si la lectora puede conseguir el libro gratuitamente y si el autor sólo lee, y para el caso mal o con desgano, detrás de una mesa con mantel verde, ¿para qué ir a verlo? Lo saben los que asisten a los conciertos: por experiencia en tiempo real. Por algo que no está en el disco y que sólo puede ocurrir en el momento mismo en que nota y oído coinciden en el mismo plano. Por un poco de presente (y que en inglés la palabra “present” signifique también “regalo” tiene su relevancia en este momento). Los músicos, que como todos los otros creadores van muy por delante de los escritores en temas que tienen que ver con tecnología o interacción pública, han optado por lo más lógico: regalar, como lo hizo Nortec ante el embate de la ley SOPA, el producto que antes se vendía, y vender, en cambio, sus presentaciones en persona. El valor de cambio se traslada así del disco, en tanto objeto, a la relación de trabajo en tiempo real que ocurre sobre los escenarios.

Para que esto fuera posible entre escritores muchas cosas tendrían que cambiar. No que los escritores no sean performers ya. La lectura pública es, de hecho, un performance. Pero es un performance aburridísimo. A diferencia de los narradores que suelen confiar a ciegas en el poder de la anécdota para capturar y mantener el interés de sus lectores, a los poetas les han preocupado históricamente otros niveles del lenguaje: sus texturas físicas, la cualidad de sus sonidos, sus relaciones varias con el cuerpo, su presencia misma en el afuera del texto. No por nada, las lecturas de poesía menos oficialistas suelen incorporar a menudo una dimensión interactiva que involucra de lleno las capacidades preformativas del lenguaje. No digo nada nuevo cuando digo que pocos compran libros de poesía. Y tal vez a eso se deba, de manera sola aparentemente paradójica, que las lecturas públicas de poesía estén hasta ahora más capacitadas para proveer a los asistentes con lo que desean: presente. Mucho me temo que si a los narradores les interesa de verdad encontrar a sus lectores en la esfera pública, y no sólo utilizar las presentaciones para ratificar la venta de sus libros, habrán de repensar de manera radical el formato del mantel verde.

La lengua farisea (Diario Milenio/Opinión 05/03/12)

Reglamentar el uso del lenguaje para evitar la discriminación es como combatir la miseria declarando a los pobres oficialmente ricos.

Alguna vez, en el curso de cierta sobremesa exaltada, peleaba con mi madre por el uso decente del español. Según yo, esa manía de llamar “negritos” a los negros —hasta hoy socorrida por legiones de blancos simpatizantes—, cual si necesitasen de la piedad de nadie, delataba un racismo deleznable. ¿O acaso aceptaríamos que hablaran de nosotros como “blanquitos”?, le reclamaba, entre la indignación y la ironía. Para ella, sin embargo, el respetuoso ahorro del diminutivo le parecía una gros era muestra de insensibilidad, pues desde la niñez quiso diferenciarse de los kukuxclanecas que empleaban la palabra negro despectivamente. No había sido ella quien la corrompió.

Negrito… Por más que a mi furor igualitario le pareciera inmundo ese diminutivo, al delicado oído de mi mamá sonaba detestable el sustantivo a secas, luego de tantas veces de oír a los imbéciles darle uso de adjetivo estigmatizador. Teníamos, además, un amigo negrísimo de Nueva York, compañero de escuela de mi padre, al que ni él ni ella se habrían atrevido a llamar “negro”. ¿Pero cómo, si lo estimaban tanto? ¡Qué vergüenza!, exclamé, cargado de razones, y acto seguido abandoné mi lugar en la mesa y di la media vuelta teatralmente, como esos diputados que dejan sus curules en señal de indignada protesta, para sorna de mis progenitores, que ni con chochos habrían accedido a someterse a mi yugo lingüístico. Nomás eso faltaba.

¿Emplea uno el español para hacerse entender, o vale más para hacerse querer? ¿Y qué tal respetar, admirar, inmunizar, reverenciar, o por qué no, para hacerse votar? En su sesudo informe para El País(Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer), Ignacio Bosque cita un libro de José A. Martínez (El lenguaje de género y el género lingüístico) donde aparece una de esas providenciales expresiones que lo llevan a uno a preguntarse cómo pudo hasta hoy expresarse sin ellas: el despotismo ético.

Se entiende que sea grande la tentación de subirnos al púlpito, si desde ahí somos invulnerables, pero no menos grande es el esperpento de esos curas freelance que intentan imponer a los otros la tiranía de sus melindres morales. ¿O es que debí escribir “los otros y las otras”, según quienes pretenden reglamentar el uso de la lengua de acuerdo a mandamientos y manuales gazmoños, redundantes y pueblerinos? Ya sé que en su opinión acabo de insultar a millones de habitantes de pueblos, pero he aquí que escribo estas palabras en mi casa en Tetelpan, que es un pueblo encerrado en la ciudad donde ahora mismo se celebra una feria. Buena me la estarían haciendo los curas de la lengua si para no ofenderme a mí mismo debiera renunciar a un término con semejante peso específico: pueblerino. No el que vien del pueblo, sino aquel moralista que pretende inmiscuirse en la vida y costumbres de los otros para imponer la ley de su sacerdocio. Perdón, pero no tengo la costumbre de persignarme antes y después de hablar.

Ya sea con auxilio de la pluma o la lengua, uno suele expresarse presa de la ansiedad, de modo que a menudo y sin así quererlo delata sentimientos y emociones que le muestran de cuerpo entero delante de los otros. Y esto a los mojigatos no les gusta, si sufren duermevela por el qué dirán y tienen tantos esqueletos ocultos que viven a la caza de eufemismos, como quien busca plumas que adornen su careta. ¿Es de verdad extraño que los déspotas éticos pretendan imponer una lengua en esencia ornamental, de manera que niños y adultos hablemos como cónsules y no digamos nada que no sea ya esperado?

Por su naturaleza exagerada, la ridiculez no conoce los límites. Supongo que es el caso de quienes recomiendan no hablar siquiera de “los reyes de España”, sino el rey y la reina. Cierto es que, a partir de la legalización del matrimonio gay, se hace probable el caso de que ambos reyes fueran del mismo sexo. Hasta hoy, sin embargo, tal perspectiva parece distante, y como no se escriba una historia de ciencia ficción, difícilmente cabe la indicación de que a “la reina” sigue siendo una mujer. Cuesta, por lo demás, creer que la hipocresía sea el mejor remedio contra la discriminación, cuando no hace sino cerrar la herida con la infección adentro.

Si yo fuera mujer, les agradecería a mis redentores que no me dieran por acomplejada, pues tal vez tendría un genio muy parecido al de mi mamá, y como ya lo he dicho ella no soportaba los despotismos éticos. Nomás eso faltaba.