viernes, junio 27, 2008

Ser poeta

I
Escribir desparpajado
a punto de emprender
un viaje
en busca del poeta
que deseo ser.
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II

Analogías baratas,
metáforas comunes
y símiles inservibles
es la poesía que escribo.
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III

Sufro de hepatitis literaria.
Un libro es la vacuna,
no escribir, el resultado.
Y sin embargo, a mi lado
tengo la compañía de una mujer
morena-música-poesía,
a pesar de la probabilidad.
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IV
A veces, pienso, la poesía
no se escribe, se besa y,
quizá, el poeta es un mísero ser,
mientras inventa un poemario
para su musa, siempre lejana,
yo amo a mi mujer, de carne y hueso, siempre.
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V
Si ser poeta es estar sin amor,
prefiero amar y dejar a un lado
mi sueño de ser el poeta
más grande de México.

jueves, junio 26, 2008

Estampas de San Luis (I de II)

Diario Milenio-México (26/06/08)
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Estoy mirando hacia allá desde el séptimo piso del Hotel Panorama, en la Avenida Venustiano Carranza, en el Centro Histórico de San Luis Potosí.
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Trato de ubicarme y de ubicar a los populares personajes que la pasada administración del ayuntamiento ha dejado en bronce en sus principales plazas y jardines.
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Muy cerca del Palacio del Ayuntamiento está el Señor de las Palomas. Hace más de diez años que no visitaba San Luis Potosí. Lo halló preservado, limpio: un centro hermoso, peatonal, de cantera rosa y de calles estrechas.
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Los visitantes acostumbran fotografiarse con el Señor de las Palomas, un hombre que era parte del paisaje cotidiano y que ahora sigue siéndolo en bronce, igual que Juan del Jarro, en otra plaza cerca de ahí.
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Uno de los cronistas de la ciudad de San Luis me informó que Juan del Jarro era un hombre clarividente y que su vida fue un verdadero misterio: vivió hacia el siglo XIX y corren dos versiones acerca del jarro que cargaba en su saco; una, que lo usaba para darle agua a los indigentes; y la otra, que ese jarro lo traía consigo porque era incontinente.
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Sólo son versiones de la gente, porque no hay un registro; ni siquiera se conoce su nombre real.
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Es, para todos, Juan del Jarro. Quizá ése sea un ejemplo que debieran seguir todas las ciudades del país: preservar en bronce (al igual que a los héroes) a sus personajes que forman parte del paisaje cotidiano. Se nota que el movimiento cultural aquí es hiperactivo.
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El presidente municipal, el licenciado Jorge Lozano Armengol, ha dado a conocer, a través de la Dirección de Cultura, de la que está al frente mi amiga Laura Elena González, una serie de ediciones con la producción de los jóvenes poetas y cuentistas potosinos.
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Además, se han dedicado a organizar cada año el Festival Internacional de las Letras, que este 2008 ha llegado a su cuarta versión con tres buenos motivos: la entrega del Premio “San Luis” al Mérito Literario que, de acuerdo a la lectura del acta del jurado, recayó merecidamente en el poeta José Emilio Pacheco, ganador del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por su libro No me preguntes cómo pasa el tiempo, que el año próximo cumple 40 años de haber sido editado.
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Dentro de estas jornadas se le rindió un merecido homenaje al poeta potosino Félix Dauajare, expresidente municipal y animador de la cultura en el estado.
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El otro motivo ha sido la entrega del Premio “Joaquín Antonio Peñaloza” al Mérito Editorial que recibió José de Jesús Sampedro (mi hermano), por su trayectoria de más de treinta y cinco años dedicados a la Revista Dosfilos, única revista independiente que aparece en el Árbol Hemerográfico de la Literatura Mexicana de Christopher Domínguez Michael. José de Jesús Sampedro obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 1975 con Un (ejemplo) salto de gato pinto.
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El primer número de la revista Dosfilos se editó en 1974, y el año pasado pudimos conocer la edición del número 100.
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No se puede dejar de recorrer las calles de esa ciudad tan impregnadas de Manuel José Othón…

martes, junio 24, 2008

De Cortazar desde el más allá, para Carmen del más acá

"Me va la vida en ello" de Luis Eduardo Aute



Un pequeño presente para mi vampirita consentida tan fan de Aute.

"El re-encantamiento del mundo" Michel Maffesoli (6ta parte)

"El re-encantamiento del mundo" Michel Maffesoli (5ta parte)

"El re-encantamiento del mundo" Michel Maffesoli (4ta parte)

"El re-encantamiento del mundo" Michel Maffesoli (3era parte)

"El re-encantamiento del mundo" Michel Maffesoli (2da parte)

"El re-encantamiento del mundo" Michel Maffesoli (1era parte)

Dorotea / Doroteo



Diario Milenio-México (24/06/08)
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Cuando ser Doroteo o Dorotea da lo mismo, justo ahí, Rulfo trastoca, y aquí de manera fundamental, nociones perentorias u oficialistas de lo que es la identidad de género
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Hay un gran momento queer en la literatura mexicana y es éste. Se trata del fragmento número 34 de Pedro Páramo, el libro que Juan Rulfo publicó en 1955. Juan Preciado, el personaje que ha llegado acá, a Comala, buscando a su padre, un tal, acaba de morir debido a la falta de aire provocada por la canícula de agosto o por el miedo.
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“No había aire”, explica el personaje principal en el fragmento 33. “Tuve que absorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.” Todo parece indicar que la explicación ha terminado, pero después de un punto y aparte, emerge, certera, diríase que fulminante, la repetición: “Digo para siempre”.
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Así, justo después del espacio en blanco, en uno de esos múltiples cortes a través de los cuales la novela se aleja de desarrollos lineales o cronologías terrestres, surge casi de manera natural la voz que increpa la explicación proveída anteriormente.
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“–Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado?”, interroga esa voz sin presentación alguna, en la primera línea del fragmento 34. Intempestivamente. Y, desde la sepultura, mientras abraza o es abrazado por otra presencia, Juan Preciado responde larga, sinuosamente, inmiscuyéndose de esa forma en un diálogo con innumerables consecuencias:
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“–Tienes razón, Doroteo”, murmura, titubeante, sólo para preguntar luego, “¿Dices que te llamas Doroteo?”.
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“–Da lo mismo”, le responde la voz, aclarando apenas un minuto después: “Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo”.
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Cuando ser Doroteo o Dorotea da lo mismo, justo ahí, Rulfo no sólo consigue cuestionar cualquier entendimiento fijo o sedentario de lo que es la identidad en general, sino que también trastoca, y aquí de manera fundamental, nociones perentorias u oficialistas de lo que es la identidad de género. Que esa identidad sea inestable y fluida, tal como lo sugiere la mera posibilidad de que un personaje pueda ser una u otro, y que además esa posibilidad “dé lo mismo”, no se debe, claro está, a posición ideológica alguna o a vanguardismos extemporáneos, sino que obedece a la naturaleza liminal del lugar donde toma lugar la novela así como al carácter fantasmagórico de todos sus personajes. El cuerpo sexuado de Dorotea puede ser Doroteo porque, después de todo, la voz le pertenece a un muerto o a un fantasma o a un espectro. Se trata, además, de un muerto tan insignificante, tan pequeño, que es en realidad “algo que no le estorba a nadie” y que, por lo tanto, cabe “muy bien en el hueco de los brazos [de Juan Preciado]” aunque, en característico movimiento oscilatorio, también se pregunte si no debería ser ella la que lo abrazara a él. Así, abrazados (¿abrasados?), en una cercanía que se antoja tan sexual como la compartida, no sin culpa, por Donis y su hermana, Doroteo/Dorotea y Juan Preciado platican desde la estrechez del sepulcro final sin preocuparse, o de plano trasgrediendo, nociones terrenas de lo que debe ser un hombre o una mujer. Que esto haya sido escrito en 1955, apenas cinco años después de que Octavio Paz publicara su Laberinto de la soledad, libro con el que contribuyera, entre otras tantas cosas, a la definición poco flexible de los linderos de la feminidad y la masculinidad en México, no es un hecho menor. Leído a inicios del siglo XXI, ese momento de intermitencia genérica que, además, incluye la descripción de un sueño bendito y un sueño maldito, propicia, sin duda, una lectura alternativa, una lectura queer, de los cuerpos de la modernidad mexicana desde uno de sus textos fundadores.
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Rulfo se refirió varias veces a Pedro Páramo como “una novela de fantasmas que toma vida y después la vuelve a perder”. También llegó a asegurar, especialmente cuando se le invitaba a elaborar sobre la referencialidad de la misma, que “lo único real [era] la ubicación”, comentario que por sí mismo azuza toda una serie de elucubraciones sobre los nexos que van de Rulfo como paisajista, tanto en términos verbales como visuales, a Rulfo como un autor no realista. Dijo también en más de una ocasión, sobre todo cuando discurría sobre la estructura de Pedro Páramo que, de ese libro, había eliminado todas “las moralejas”, acaso el vocablo que utilizara para denominar el contenido o lo meramente tramático de la novela. Así, entre una cosa y otra, decidiendo a contracorriente de una tradición literaria realista, fincada en la referencialidad histórica y en las bondades de la anécdota, Rulfo extrajo el cuerpo de la cárcel de sus muchos deberes para, en cambio, hacerlo dudar y, sobre todo, para hacerlo decirse y enunciarse (¿anunciarse? ¿denunciarse?) de otra manera. Experimental en el sentido en el que lo son aquellos libros que establecen sus propias reglas, Pedro Páramo saca a la modernidad mexicana de la historia como realmente pasó, de la historia como contexto o como continuum, para llevarla al espacio líminal donde, a fuerza de convivir con fantasmas, los cuerpos de esa historia pueden ser y dejar de ser y ser una vez más en su propio terror o en su sueño alucinado o en su interrupción redentora.

lunes, junio 23, 2008

El blog desobediente



Diario Milenio-México (23/06/08)
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1
Peligro: focos subversivos
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Antiguamente, había sólo una clase de foco, que cuando se fundía se reemplazaba sin más polémicas. Se hablaba, en todo caso, del tema de los watts. Cierta noche, mi padre advirtió un resplandor inusual escapando de mi recámara de niño. ¿Quién había cambiado el foco de la lámpara de mi buró? Todavía orgulloso del increíble timo que el día anterior había llevado a cabo, le aclaré a mi papá que el foco se lo había trocado a un amigo… ¡El muy idiota me dio uno de 100 watts a cambio de uno de 25! Luego de una paciente explicación que puso en claro quién era el más idiota, recibí de sus manos un nuevo foco de 40 watts, que tenía la virtud de alumbrar mi recámara sin quemar la pantalla de la lámpara ni dejar viendo estrellas a las visitas, pero al fin me dormí pensando triunfalmente que había salido ganando 15 watts.
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Hoy día, la discusión se ha complicado tanto que casi no se puede hablar de focos sin caer en desacuerdos. Sin ir más lejos, en la Cuba de hoy las antiguas bombillas son poco menos que la encarnación del diablo. Que lo diga, si no, Yoani Sánchez, la bloguera superstar que ha despertado la ira de Fidel Castro por escribir sobre una cotidianidad por cuyos incontables intersticios se asoma una autocracia infumable que anula toda forma de privacidad, y que en su más reciente entrega se refiere precisamente al tema de los focos. Desde que el régimen envió trabajadores sociales a reemplazar las viejas bombillas brillantes por nuevos focos lúgubres —cuya luz no permite distinguir los detalles, si bien ahorra grandes montos de energía—, en una terminante operación casa por casa, la bombilla se ha convertido en un objeto subversivo y desafiante. Quien la tenga o la use es oficialmente un antipatriota y un traidor.
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2
Prohibido decidir
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Tengo dos de estos nuevos focos en mi casa. Uno alumbra el garage, el otro el baño de mi recámara. De ese modo, si me despierto a media madrugada, puedo entrar y salir como el vampiro de su sarcófago, sin que un deslumbramiento majadero acabe de una vez de espantarme el sueño. Pero ya he dicho que esto de los focos se presta a discusiones. A ojos femeninos, por ejemplo, un baño con la luz mortecina es el peor enemigo de un buen maquillaje, o siquiera un arreglo personal aceptable. Nada que, ya en la convivencia, no pueda ser resuelto con dos focos distintos, cada uno en su lámpara. Democráticamente. Por eso Yoani Sánchez no necesita hablar en concreto sobre dictaduras para exhibir a aquella que la oprime en todos los rincones de la vida cotidiana, si para eso ya basta con tratar sobre focos en su blog y recordar que tiene uno escondido; luego atreverse a la temeridad de fotografiarlo, y además enfrentar a los sumos sacerdotes de la ideología con palabras sencillas a extremos sacrílegos: “Necesito creer que al menos puedo decidir bajo qué tipo de luz leo, ceno o veo la tele”.
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Necesitar creer que al menos puede decidirse algo es el estado usual de quienes viven bajo férreo cautiverio. Prisioneros, esclavos, perturbados mentales. En el caso de Cuba, ciudadanos. Es decir, algo menos que compañeros. Uno, ingenuo, cree que tiene derechos; el otro sólo sabe de sus obligaciones. Hasta hace poco, en Cuba, ganaban todos el mismo sueldo, independientemente de su desempeño, aunque los siempre dóciles compañeros siempre han tenido acceso a prerrogativas inaccesibles a esos díscolos ciudadanos que se creen con derecho a elegirse una vida a su gusto y alumbrarse como les venga en gana. Ahora, cuando ya el esclavismo en el poder han observado que el igualitarismo salarial tenía el defecto de fomentar la indolencia y disminuir la productividad, los compañeros deben disciplinarse y alinear su opinión con ideas que hace un par de semanas eran objeto de persecución. Tal vez el único atenuante para los antiguos tratantes de esclavos fuera que no esperaban que éstos opinaran como ellos en todos los temas, ni que se delataran los unos a los otros, ni que aplaudieran al paso de sus dueños.
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3
Los celos tienen barbas
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Cuando empecé a pergeñar estos párrafos, el texto de Yoani sobre los focos había merecido poco más de 3,300 comentarios. Ahora que lo actualizo, ya van 3,700. No tantos, comparadas con los casi cinco mil que mereció otro de sus textos recientes. Si yo fuera Fidel, me darían unos celos del carajo; y si fuera su hermano, es seguro que la noticia me espantaría el sueño. Pues si tal es el número de las opiniones, habrá que imaginar las decenas de miles o quizás más lecturas silenciosas de quienes cada día se asoman a la Cuba de hoy mismo por la ventana Generación Y —así se llama el blog de Yoani Sánchez, ganador de ese Premio Ortega y Gasset que tantas comezones le provocó a Fidel—. ¿Cómo esperar que el anatema del dictador pudiera contribuir a mejor cosa que hacer crecer la bola de nieve tropical en que se ha convertido Generación Y?
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Alguna vez le pregunté a Wendy Guerra si su empeño en permanecer en Cuba respondía a los deseos de la persona y se oponía a los de la escritora. “Al contrario”, repuso, como si fuese obvio, “la escritora es quien no puede perderse lo que está sucediendo en Cuba”. Y claro, es obvio. Quien lo dude no tiene más que asomarse a Generación Y, donde un foco apagado basta para encender toda suerte de animosidades, hasta hace poco tiempo impensables para un régimen cuyos esbirros temían al envío de un e-mail no supervisado como a la fuga de un reo peligroso. Hay una libertad poco menos que envidiable en esa isla dentro de la isla, conectada a su vez con muchas otras, donde darse a escribir sobre las cosas simples es alzar esa voz ciudadana que tanto quita el sueño a los compañeros.