martes, febrero 14, 2012

La vuelta de tuerca-(Sexenio-Puebla 06/02/12)

Curioso les parecerá a algunos lectores que una de mis recientes lecturas sea La vuelta de tuerca de Henry James, pues dicho libro es considerado como un “clásico de la literatura universal y un imprescindible” para cualquier estudiante de letras.

Sin embargo, siempre me consideré un estudiante atípico en comparación con mis compañeros de generación y me asumo un lector “raro”.

Mientras unos van por la vida leyendo “las obras clásicas”, yo opté -desde hace muchos años- por leer a los autores vivos antes que los muertos, la razón es simple y sencilla: la posibilidad de conseguir un diálogo con el escritor y así tener la oportunidad de intercambiar impresiones. Esto propicio que mientras algunos de mis compañeros seguían armando sendas reverencias al Boom latinoamericano, yo comenzaba a tener entre mis lecturas a: Cristina Rivera Garza, Bolaño, Pitol, Tabucchi, Calvino, Xavier Velasco, la generación del Crack, Cirlot; entre otros. Ahora, lejano de toda opinión académica y cercano a la pasión literaria que ciertos autores “clásicos” provocaron en escritores vivos como Sergio Pitol es que me acerco a esos “libros obligatorios e imprescindibles”.

Leer a Henry James ha sido una gran experiencia, el primer acercamiento que tuve fue con Washington Square y ahora La vuelta de tuerca se convierte en el segundo enfrentamiento literario con James. Lecturas que fueron posibles gracias a las cuidadosas y precisas traducciones realizadas por Sergio Pitol; hoy reunidas bajo la colección Sergio Pitol traductor.

La grandeza de James es amplia e indiscutible.

Sin duda, lo que más me ha maravillado de su escritura es la capacidad con que recrea los ambientes y logra crear la atmósfera necesaria para que el lector se adentre en la historia, de tal forma que lo convierte en un fidedigno observador de la historia. De igual forma, la habilidad para lograr que una historia sencilla, sin tantos vericuetos, se convierta en una narración que atrapa y entretiene.

Por supuesto las traducciones de Pitol son bellas. Quien haya leído alguna novela de Pitol sabrá que éste ha sido muy cuidadoso al evitar que su voz narrativa aparezca en sus traducciones; cediéndole así la voz al autor que se está traduciendo, pues se trata de que el autor, en este caso James, logre hablar a través de un idioma que no es el suyo.

Histeria de amor (Diario Milenio/Opinión 13/02/12)

Técnicamente, la República de San Valentín es gobernada por un presidente ilegítimo.
O lo que es lo mismo, un personaje inverosímil.


1. Ayúdame a creerte


Unos son lo que eligen, otros son lo que pueden. Cuando pretendí estar en el primer grupo, elegí dedicarme a la política. Un par de años después, celebré mi fracaso saltando hacia las filas del segundo grupo. Una vez atenido al oculto deleite de ser lo que podía, encontré que además del conflicto vocacional, había padecido el pavor narrativo de mirarme camino a encarnar un personaje totalmente inverosímil. Si alguna vez, poco antes de elegir lo inelegible, me había imaginado discurseando delante del Congreso de la Unión, llegó el punto en que aquella pompa escénica se aparecía como una comedia involuntaria. Me miraba al espejo, tomaba aire, miraba al horizonte y soltaba una risotada preventiva, como quien se aconseja: Ni se te ocurra. Toda esa idea de volverse personaje y lanzarse a manipular a los hijos de vecino, inclusive con medios aceptables y los mejores fines, tenía que parecer un despropósito a los ojos de quien no ambicionaba sino lo contrario. Esto es, ser hijo de vecino, y desde ahí manipular personajes.


A veces, cuando no existe la amistad sincera pero en su lugar brilla el interés genuino, lo menos que esperamos de quien nos corteja es que sea tan amable de taparle un poquito el ojo al macho. Es decir, que se esfuerce por ser verosímil. Nada muy complicado; sólo una pizca de control de calidad. Puede uno soportar la compañía esporádica de quien se esmera en fingirle el afecto, pero causa vergüenza y mina la autoestima verse objeto de una pantomima barata donde incluso los comentarios más sesudos parecen extraídos de un manual de cumplidos y caravanas. Tampoco satisface, y tal vez lo haga menos todavía, cuando el interesado ni siquiera se toma esa molestia y se avienta exigiendo sin prolegómenos, como si en vez de pedir un favor estuviera cobrando un pagaré. “¿Cómo estás?”, nos saluda, y no hemos alcanzado a responderle cuando ya está ingresando su pedido. Naturalmente, poco o nada le importa ser el protagonista de una amistad a todas luces inconcebible. Es decir que nos miente, se nota y le da igual. ¿Quién le explica a ese cínico que valen más los leales enemigos que los amigos inverosímiles?


2. La máscara de Sybil


Si ciertos niños crecen de la mano de un amigo invisible, los adultos acostumbran coleccionar amistades inverosímiles. En todo caso, algunos hacen uso de los buenos modales para volver creíble, oficialmente al menos, lo que todos sabemos improbable. Mientras el novelista dota a sus personajes de atributos humanos para que no lo atrapen con las manos en los hilos, el seductor de masas prefiere trabajar con efectos especiales, que son el mejor preámbulo a la fe en lo imposible. Lo de menos es si le falla el guión, o si nunca lo hubo, con tal de que funcione la eucaristía. Asistimos a la asunción del personaje a un rango sobrehumano desde el cual nos ofrece su increíble amistad. Y más aún, su amor. Porque nos ama, ¿cierto? Igual que aquella locutora esperpéntica cuya voz rasposita nos confiesa pasiones multitudinarias, el hombre del templete se cuelga el sambenito del corazón abierto para hacerse con el fervor general. Si antes hablaba pestes de sus adversarios y los multiplicaba como panes y peces, hoy no tiene para ellos sino amor…


Corte. No me la trago. Si es preciso creerse un personaje así, urge alguna coartada que sostenga su milagrosa conversión. ¿Vió la luz, puede ser? ¿Se cayó del caballo? ¿Habló con el fantasma de un prócer nacional? ¿Lleva dentro del pecho un corazón salvaje? Cualquiera puede ser, aun la más quemada de las estratagemas, con tal de no dejar ese vacío en medio del sembrador de odio y el cónsul del amor. ¿Se equivocaba aquél, según éste? ¿Se pusieron de acuerdo en algún punto? Porque una cosa es que, según el dogma, la Trinidad esté integrada por una y tres personas distintas, y otra muy diferente que al personaje a venerar lo habiten dos personas enfrentadas. Es decir que si no hay un subterfugio que exija y justifique la sybilización del personaje, uno tiende a creer que eso que trae encima es una máscara. Accesorio, por cierto, execrable a los ojos del amor.


3. Fábrica de corazones


Desde el primer semestre de Ciencias Políticas y Administración Pública, los maestros hacían especial énfasis en el tema del compromiso; por ahí del tercero iba uno comprendiendo la importancia de comprometerse con el personaje que había elegido ser. En contra, sin embargo, de las reglas elementales de la ficción, buena parte de esos protagonistas daban por hecho que tal metamorfosis implicaba un proceso de acartonamiento y robotización. Lo primero, en todo caso, era acabar con la espontaneidad, y más tarde quizá sustituirla con algo similar, ya avanzada la fase de rehumanización. La clase de historieta, me dije por entonces, de la que el narrador suele escapar como si de la peste se tratara. ¿Pues qué más puede ser el que cuenta una historia insostenible, y de hecho irrespetuosa del intelecto ajeno, sino un embaucador con el culito al aire? Situación ciertamente comprometida cuando lo que se busca es el crédito ajeno.


Ya puedo imaginar al personaje del corazonzote contando hasta ochocientos temprano en la mañana, mientras llena de amor sus prístinas alforjas y reprime los últimos impulsos de mandar a sus fieles al carajo con tantos corazoncitos. Contra su vocación confrontadora, debe salir al mundo a repartir amor. Ser lo que han elegido sus estrategas, si espera que lo elijan sus compatriotas. Y qué más quisiera él, sino mostrarse idéntico al patrón elegido. Diseñarse a placer y por capricho, sin prestar atención a los asuntos técnicos. Dar por sentado que detrás del efecto se asoma el milagro y se anuncia el artículo de fe. Hablar de los escépticos como traidores y conspiradores, y luego bendecirlos con una rebanada de su amor. Contradecirse a diestra y siniestra y dar por buenas todas las coartadas. Pero está el tema del control de calidad. Como el lector de una mala novela, me da igual lo que diga el personaje. No le creo, de todas maneras. De todos los poderes en juego, le falta el de convencimiento. Lo siento, licenciado, no está listo su trámite. Vuelva mañana con otra coartada.