miércoles, junio 15, 2011

Empezar de nada con nada (Diario Milenio/Opinión 14/06/11)

La poeta norteamericana Susan Howe publicó su libro That this/Eso esto en 2010. Dividido en tres secciones (La perspectiva de la desaparición, La arquitectura traviesa, y la propiamente llamada Eso esto), el libro explora la ausencia y el duelo por la ausencia de su compañero de vida, Peter Hare. En prosa o en verso, sirviéndose de recortes apenas legibles, fotocopias, y citas de archivos eduardianos, la escritura de Howe confronta la huella de las cosas y la huella de experiencia, incluso o sobre todo de aquello que es invisible o ilegible. Mi Emiliy Dickinson, el ensayo-poema fundamental para entender la obra de la gran experimentalista del XIX que Howe publicó en 1985, apenas acaba de aparecer en traducción al español en 2010: una hermosa edición de libros Magenta y una traducción de Ana Rosa González Matute. Ojalá que no pase tanto tiempo para ver una traducción completa de este reciente libro.

Todo estaba demasiado tranquilo la mañana del 3 de enero cuando me levanté a las ocho de la mañana luego de una buena noche de sueño. Demasiado tranquila. Me bañé, vestí, y luego bajé y puse a hervir algo de agua para la avena instantánea. Peter siempre despertaba muy temprano, así debería estar trabajando ya en su estudio, pero no había seña alguna de que hubiera desayunado. Vi por la ventana y ahí estaba el New York Times todavía en la entrada de los autos dentro de su bolsa de plástico azul. ¿Habría salido a caminar? Me fijé si sus pantuflas estaban sobre el suelo, a un lado del asiento de la ventana donde usualmente las colocaba cuando salía. No estaban ahí. ¿Por qué? El agua hervía. La vertí sobre el cereal, lo mezclé, y luego me detuve. La casa estaba muy quieta. Lo llamé por su nombre. Ninguna respuesta. ¿Estaría enfermo o dormiría de más? Recuerdo haber pensado que no debería comer hasta que estuviera segura de que él se encontraba bien. Habíamos compartido ya por tiempo esa broma de que a los 70 cualquier cosa podría pasar, así que si uno de nosotros no aparecía antes de las nueve de la mañana, el otro tenía que revisar. Lo llamé otra vez. Una vez más, sin respuesta. Tal vez no me escuchaba porque estaba tomando un baño. Fui a su cuarto. Estaba tendido sobre la cama con los ojos cerrados. Cuando lo vi con la mascarilla de CPAP sobre su boca y su nariz, cuando escuché el sonido abrupto de aire produciendo aire, supe que no estaba dormido*. No.

Empezar de nada con nada cuando todo ha sido dicho **

“Oh mi muy querida hija. ¿Qué podría decir? Un divino y buen Dios nos ha cubierto con una nube oscura”. Sarah Edwards le escribió esto a una su hija Esther Edwards Burr el 3 de abril de 1758, cuando supo de la súbita muerte de Jonathan en Princeton. Para Sarah todos los actos de Dios son una especie de lenguaje o voz que sirve para instruirnos en cosas relacionadas con la vocación o la confusión. Me encanta leer las analogías, metáforas y símiles de su esposo.

Para Jonathan y Sarah todos los ríos iban hacia el mar que, sin embargo, no estaba lleno, así que en general siempre hay progreso como en la revolución ocasionada por el uso de la rueda y cada alma responde a la llamada de Dios en su palabra. Leo las palabras pero no oigo a Dios en ellas.

En la mañana del 2 de enero habíamos tomado el tren rumbo a Manhattan para ir a la boda de mi hijo en el City Hall. Esa tarde no pudimos encontrar asientos juntos en la hora pico del Metro norte que parte de la Grand Central, así que nos sentamos aparte. Ya estaba oscuro cuando llegamos a New Haven y cruzamos las vías para alcanzar la conexión a Guilford. Cuando nos bajamos, caminé a prisa a través del estacionamiento hacia el carro. Él me siguió más lentamente. Me pregunté por qué, pero hacía tanto frío que ni siquiera me volví a verlo. En la casa cocinamos vegetales y pasta. Después de la cena dijo que se sentía cansado y que se iba directo a la cama.

“¡Oh que besáramos el palo, y pusiéramos nuestras manos sobre nuestras bocas! El Señor lo ha hecho. Él me ha hecho adorar su bondad, el haberlo tenido por tanto tiempo. Pero mi Dios vive; y suyo es mi corazón… Todos nos entregamos a Dios: y ahí estoy, y amor estar”. Admiro la manera en que el pensamiento contradice al sentimiento en la furiosamente tranquila carta de Sarah.

No podemos estar limitados a esta vida de ansiedad.

En alguno lado leo que las relaciones entre el sonido y los objetos, sentimientos y pensamientos, se desarrollan por asociación; el lenguaje se adhiere y envuelve a su referente sin necesidad de destruirlo o de cambiarlo, de la misma manera en que una telaraña atrapa a la mosca.

Ahora bien, al juntar estos pedazos de memoria, al tratar de elegir los buenos y desechar los malos, me quedo con una impresión avasallante: la violencia irrepresentable del doble negativo.

Estaba tendido con su cabeza sobre su brazo, una manera en que lo había visto dormir con frecuencia. Me acordé del cuerpo ahogado de Steerforth en David Copperfield, y de la brutalidad que es enviar a los niños a un internado para forjar conexiones que pueden ayudar en la vida futura. Aunque Steerforth es un personaje sádico su nombre perfecto constituye una segunda piel. Algo debe permanecer para que una alma descanse contra la piedra.

La máscara de CPAP estaba sobre su cara porque sufría de apnea, una condición que se caracteriza por las pausas que aparecen en la respiración al dormir. Cuando la máscara se conecta y funciona, una presión más fuerte que la de la atmósfera del entorno es suficiente para evitar que las vías respiratorias se estrechen o bloqueen. Si sintió cualquier cosa inusual, de seguro habría tratado de quitar el obstáculo. La máscara estaba todavía prendida y vaporizando.

La tierra de la oscuridad o la oscuridad misma tu boca de sombra.

* CPAP es la sigla en inglés de “presión positiva continua en la vía aérea”. Es un tratamiento que distribuye aire ligeramente presurizado durante el ciclo respiratorio. Esto hace más fácil la respiración para personas con apnea obstructiva del sueño y otros problemas respiratorios.

** En efecto, al final de esta línea no hay un punto final.

martes, junio 14, 2011

Disecado o cómo Bellatin y Glantz se convirtieron en personajes de Mario Bellatin (Sexenio-Puebla 07/06/11)

Me ha pasado algo extraño que considero interesante compartir con mis queridos lectores. Todos los días y en un número considerado de horas visitó a un reo que duerme, piensa, siente y escribe desde la celda 26 de una vieja cárcel de la ciudad de Puebla. No voy a entrar en detalles en cuanto al espacio físico y su contenido, no interesan y no afectan ni complementan en nada a este relato. De todos los reos, éste es el único que no ha sido vestido con el uniforme propio de un encarcelado, gracias a un permiso que su abogado le ha logrado sacar, pues como va a estar poco tiempo no tiene sentido que le den el uniforme. Para matar sus días y hacerlos menos cansados, acostumbra leer los libros que suelo proporcionarle. Estos días no me pidió material de lectura, pues tenía uno que le facilitó otro de sus visitantes: el poeta Alfredo Godínez; la obra que le prestó fue escrita recientemente por Mario Bellatin y se llama Disecado, se la publicó Sexto Piso, una editorial que según el reo tiene una propuesta editorial única e interesante. Más por morbo que por interés le pedí que me contará de que trata el libro, ya que he oído entre otros amigos que éste novelista suele experimentar mucho con cada obra que concibe. Disecado –dice el reo- es un libro novedoso en donde el escritor Mario Bellatin crea dos textos que resaltan su capacidad narrativa para plasmar el desdoblamiento de más de un personaje, donde a pesar de pertenecer al mismo ser, son distintos. Una especie de metamorfosis. La técnica que utiliza para construir y contar los relatos es muy similar al monólogo interior, sólo que exteriorizado; sin duda –me comenta el reo- es otro riesgo literario y estético que Mario Bellatin corrió al concebir este libro. Luego me dijo que otra peculiaridad de este libro o de estos experimentos estéticos, es que el personaje es el propio escritor Mario Bellatin. Mismo ejercicio que repite con otro texto que complementa a Disecado: El pasante de notario Murasaki Shikibu; aquí la protagonista que sufre más de una metamorfosis es Margo Glantz. Ambos textos, me dice el reo, lo han dejado con un sinfín de sensaciones encontradas: vacío, soledad, hartazgo de su cotidianeidad. Siguiendo con sus comentarios, asegura que es un libro peligroso y maligno: atrapa, pero es imposible no salir afectado o lastimado. Yo no sé mucho de literatura y sus técnicas, por eso conmigo no quiso profundizar, prefiere esperar la visita de su amigo el poeta Alfredo Godínez, empero me dejo ver que aquí se ven muy claras las seis peticiones o propuestas estéticas que Ítalo Calvino deseaba para las novelas concebidas en el siglo de las tecnologías: levedad, rapidez, multiplicidad, exactitud etc. Una vez terminada mi plática con el reo, tomé su libro prestado para leerlo antes de hacerle otra visita; y sólo ha servido para darme cuenta de que el reo, al decir: quien lo lea no saldrá bien librado; lo decía con plena seguridad. Pues al terminar esta pequeña recomendación, me doy cuenta al ver mi reflejo en la computadora desde la que escribo, que justo detrás de mí está parado el reo, mirando por la ventana de la celda 26 esperando su pronta liberación; luego caminando de aquí para allá anda el poeta Alfredo Godínez quien se encuentra concentrado en la concepción de un poemario donde precisamente un reo y un poeta son los habitantes de dicho texto, al mismo tiempo que se encuentra preocupado por la incertidumbre amorosa de una dama; y resulta que yo -el que esto escribe-, no soy más que el amanuense de estos personajes. Supongo que como sugiere el autor, a cualquiera le ha pasado esto. Si no, quizá necesite empezar a medicarme. Por cierto, eso es tan sólo un pequeño homenaje a Mario Bellatin.

La invasión del porvenir (Diario Milenio/Opinión 13/06/11)

De pollos y polleros


La película, tal vez un tanto absurda a la distancia, cuenta la peripecia tragicómica de un grupo de infelices campesinos turcos ilusionados con la idea en apariencia fácil de hallar trabajo pronto en Escandinavia, una vez enganchados por cierto estafador que prometió arreglar su situación legal y laboral una vez que llegaran a Suecia. Y hacia allá van, cargando pasaportes y expectativas, aunque no hablen una palabra de sueco ni hayan jamás salido de sus aldeas, de modo que la extraña travesía los lleva aún más lejos en el tiempo que en la simple distancia. Y eso lo sabe bien el enganchador, quien una vez llegados al centro de Estocolmo alerta a sus ilusos pasajeros sobre el peligro de salir a la calle, o siquiera dejarse ver por nadie abordo del autobús, mientras él se hace cargo del papeleo y consigue las visas de trabajo. Compinches indefensos del pollero, los pasajeros están lejos de imaginar que nada más baje éste del autobús, arrojará todos sus pasaportes en el primer bote de basura que se le atraviese y escapará de ahí con todo su dinero.


El resto de la historia, filmada a la mitad de los años setenta, era de un patetismo escalofriante, a partir de la imagen del autobús estacionado al lado de una enorme plaza comercial sueca, lleno de pasajeros escurridizos que se mueven a rastras para hacerse invisibles a los curiosos eventuales. Una vez que se atreven a salir —de noche y a hurtadillas, convencidos al fin del engaño, es como si se vieran en otro planeta, de modo que el destino de cada uno a partir de ese punto es trágico por fuerza. El autobús, se titulaba la coproducción suizo-turca dedicada a explorar esa suerte de ciencia-ficción involuntaria que revelaba de una vez por todas el único destino concebible para los tripulantes de una máquina del tiempo.


Unos años después de El autobús, el periodista Günter Wallraff desvelaría horrores no muy diferentes, luego de un par de años de vivir disfrazado de turco en Alemania. ¿Qué tanto iba a importarle al capataz racista de una central nuclear del Ruhr que sus trabajadores ilegales recibieran el doble de las radiaciones permitidas y fueran a incubar sarcomas terminales en otro continente, es decir en distintos siglo y planeta? Cuesta trabajo imaginarlo ahora, cuando la información va y viene por el mundo en cosa de minutos, de modo que el desdén de los desarrollados y el desconcierto de los primitivos se han hecho lo bastante relativos —si no insignificantes, confundibles, intercambiables— para no verse más a salvo uno del otro.


La fusión de los mundos


Vi El autobús en un cine club, cuando el guión aún lucía verosímil. La imagen de esa plaza escandinava, cuya moderrnidad alucinante a un tiempo fascinaba y aterraba a aquellos personajes poco menos que extraterrestres (los recuerdo pescados de la escalera eléctrica como de un carro flojo de la montaña rusa), era tan poderosa que sobrevivió intacta en la memoria. Lo sé porque ayer mismo me he visto recorriéndola y una hora más tarde ya había constatado a través del Google que la película se filmó justo allí: Sergels Torg. El lugar, sin embargo, a estas alturas luce ya tan lejano de la modernidad como cualquier glorieta descuidada. Nada raro sería toparse con alguna plaza idéntica, si bien más avanzada y en una de éstas menos cochambrosa, en mitad de Estambul. Vamos, si me quedara dormido y abriera al fin los párpados en una de sus bancas, no me sería difícil suponer que he despertado en la estación del metro Insurgentes. De modo que si a estas alturas hubiese un productor interesado en volver a rodar El autobús, tendría que dar al guión un giro tan violento que acabaría filmando una historia costumbrista. ¿Qué de raro hay hoy día en ser un turco más en tierra de vikingos?


“¡Yo no soy sueco!”, se deslinda el taxista, risueño y aliviado, un pelito orgulloso, de camino hacia la Ciudad Vieja, que acaso es lo más sueco que le queda a Estocolmo. Nacido medio siglo atrás al sur de Ankara, el conductor llegó hace treinta años a Suecia y ha visto a lo inusual transformarse en corriente, al extremo de apenas recordar cómo era el primer mundo cuando aún había sentido en apodarlo así. Dan pena los xenófobos a la luz de estos tiempos, menos por sus prejuicios anticuados que por su miserable conexión con un mundo que ya dejaron de entender. ¿No son ellos ahora los extraterrestres? ¿No ignoran casi todo en torno a esos fuereños que de repente los conocen al dedillo?


Esa extraña extranjería


El futuro es aquel raro lugar desde el cual el pasado nos parece mentira. Hace unos pocos años, nadie daba un centavo por la democratización de los países árabes, asumiendo quizás que el rencor de fanáticos y exaltados afines podía más que el flujo de la información. ¿Qué quieren hoy los libios, los sirios, los egipcios, sino un poco de aquella civilización antes inaccesible y hoy común y corriente como un café internet? ¿Quién por ahí no desea unos tenis nuevos, un transporte decente y unas calles pavimentadas, por ejemplo? ¿Sería mucho pedir que la civilidad fuera parte de la normalidad, allí donde los mandamases corruptos de anteayer cada día cuentan menos con la ignorancia de los propios y la indiferencia de los extraños? ¿Creen los pobres globófobos que quienes tienen hambre preferirían seguir viviendo a espaldas y a distancia de los bien comidos, en lugar de buscarse un lugar en la mesa?


Como los personajes de El autobús, el sueco me es perfectamente incomprensible, pero aún no me topo con el primer lugareño que no sepa expresarse en inglés corriente. Enciendo la televisión en el hotel y por ella me entero que los turcos siguen esperanzados en integrarse a Europa formalmente, pese al escepticismo y la discolería de quienes aún creen que pueden regresar a los años setenta y cerrar unas puertas a todas luces desaparecidas. Contra todo pronóstico, no me siento del todo extranjero; tal vez porque ese es uno de los términos que cada día voy entendiendo menos. Vuelvo a la calle y ahí está la plaza. “Sergels Torg”, me repito, no tanto porque quiera aprender sueco, sino para acabar de convencerme de que no estoy pasando por el metro Insurgentes.