jueves, enero 27, 2011

"El oficio de ser poeta"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 27/01/11)

No hay mejor medicina para la vida que entregarse de cuerpo y alma al arte y la literatura. Mario Alberto Mejía, escribió hace no mucho en su Facebook: “sólo hay algo mejor que escribir: pintar”; como verdad absoluta suena fuerte y preocupante, como verdad poética es tremendamente bello. No olvidar que Mario Alberto Mejía, antes que ser tremendo columnista de la política poblana, es –sobre todo- gran poeta. Muchas de sus columnas dan testimonio.


Hago referencia a Mario Alberto Mejía y su frase, para hablar de poesía. Más allá de la pintura y cualquier otra expresión literaria, estoy seguro, está la poesía.


Juan Eduardo Cirlot –poeta y simbolista- aseguró que la poesía es una actividad inútil, ya que su coeficiente de utilidad es nulo. No aporta nada nuevo al sujeto que la escribe, pues aunque no esté escrito lo que pase dentro del individuo, éste ya lo sabe. Es el mismo Cirlot quien dice que parte de los materiales poéticos son: sentimientos determinados, emociones vagas, interrogaciones, imágenes, etc. Mismas que se van enlazando con una asociación determinada de palabras: ritmos, aliteraciones, etc.


Podría continuar citando a Cirlot y nunca acabaría, definió a la poesía con tanta exactitud y frialdad que lo hace ver como una ciencia. Corrijo, la poesía es la ciencia de la belleza.


Un poeta es capaz de crear imágenes, casi pinturas a través de las palabras; pero el poeta –en mayúsculas, subrayado y en negritas- logra que esa pintura cobre vida frente a los cuatros sentidos del lector.


Sin duda, Miguel Maldonado es un poeta que está en proceso de convertirse en un gran poeta. Su poesía ha dado muestras de evolución, a pasos agigantados. Maduración y precisión, definen a su actual proceso poético.


Con “La Carne propia”, Maldonado había dejado ver un estilo curioso: recurrir a un poema de otro autor y responderle con otro poema. Un diálogo poético muy atractivo. Si con Cirlot se asiste a una poesía dialogada, con Maldonado, quizá, a un diálogo poético.


Recientemente ha publicado dentro de la Serie Letra Digital –bellamente dirigida por Jaime Mesa-, su más reciente poemario: “Los buenos oficios. Responso a Los demonios y los días de Rubén Bonifaz Nuño”. Editado bajo el amparo del Conaculta y la Secretaría de Cultura de Puebla.

Un poemario lleno de música, de hilaridad y de levedad. Es la voz de la soledad acompañada. Es una invocación a esa compañía, que alguna vez era nosotros y ahora es, a lo mucho, un fuimos o los restos de ello. La constancia de la ausencia del “yo” a través de la ausencia del “otro”, muy a lo Cirlot. La diferencia es que los símbolos poéticos de Maldonado están en la vida diaria, en ese ir y venir de personas, sentimientos, triunfos y fracasos.


Si Gerardo Oviedo afirma que el acto más soberbio es la pintura, le contesto que no hay más soberbia y fina belleza, que hacer de la vida cotidiana un acto poético.


Pocos poetas han logrado profundizar con palabras “comunes”, sin sonar rimbombantes. Desgraciadamente muchos piensan que para ser poeta hay que sonar complicado. No lo creo así y ahí está el mismo Cirlot, quien ha logrado que su obra poética genere dos lecturas: la inmediata: atrapa y lástima; la simbólica: maravilla y mata.

miércoles, enero 26, 2011

El archivo y el escritor (Diario Milenio/Opinión 25/01/11)

La relación entre escritores y archivos es larga. A los archivos han ido a parar, entre tantos otros, aquellos que investigan los eventos menos conocidos de las grandes figuras públicas o las vidas todas ellas descartadas de los pequeños personajes de la vida cotidiana. Han tocado el abracadabra que es la puerta de todo archivo, sobre todo aquellos para quienes los datos de las monografías o los sesudos análisis históricos realizados desde la academia no les resultaban suficientes al momento de crear personajes de carne y hueso y un pedazo de pescuezo y otro de pasión. A veces respetando a pie juntillas los datos encontrados en registros varios, y a veces, de hecho: con más frecuencia, escatimando la fuente de los documentos ante el lector, los escritores han ido desarrollando una relación larga y estable, pero también cambiante, con los archivos.

Existen, por ejemplo, libros con archivo fantasma. Aquí podrían caber los textos elaborados por autores que, habiendo leído la información necesaria o requerida, se asignan sin embargo “licencias poéticas” que les permiten alterar ciertos eventos o, más específicamente, ciertas cronologías, con el fin de no afectar el desarrollo de sus historias. La licencia, se entiende, no es un rechazo a la legitimidad de archivo, puesto que el libro no renuncia en ningún momento al aura de verosimilitud que produce el apego al mismo, sino sólo una especie de suspensión efímera de las reglas del juego de la precisión histórica. Cabrían también en este rubro, aunque por razones un tanto distintas, los libros que, aún respetando las fechas y los nombres de los lugares, pocas veces transcriben, sin embargo, las palabras o los formatos que aparecen en sus documentos, contentándose con transmitir la información ahí adquirida a través de la voz de algunos de sus personajes. Se trata de libros que adquieren un “prestigio”, en este caso de contenido histórico, sin apelar de manera directa ni a la búsqueda de los documentos ni a las clasificaciones institucionales ni a la manera en que los datos fueron registrados y, luego entonces, leídos. El contenido del archivo pareciera, en esta versión, trasminarse de manera misteriosa o en todo caso incognoscible. El juego se llama: la oclusión del medio. Tal vez el elemento que pronto los revela como libros con archivo fantasma es que rara vez incluyen los nombres y ubicaciones de las fuentes primarias ni de las secundarias de las que los autores echaron mano. Como si el conocimiento fuera más una cuestión de ósmosis que de intercambio, estos libros ocultan el proceso de producción de su propio conocimiento, aspirando a hacerse pasar por el mundo mismo o lo real o la experiencia en sí. Gran parte de los best sellers que se clasifican como históricos responderían de manera más o menos general a las características aquí descritas.

Muy distintos son, así entonces, los libros de ficción documental, en los cuales la relación con el archivo —desde su ubicación, su significado cultural y político, su estructuración interna, hasta sus empleados— es central. Muy de acuerdo con principios más o menos aceptados de la así llamada historia social o la historia desde abajo, estas novelas no sólo reconocen explícitamente que el conocimiento de las mismas ha sido producto de una lectura y, aún más, de una lectura en momentos y situaciones específicas, sino que, acaso por lo mismo, tienen cuidado de introducir palabra por palabra, oración por oración, textos encontrados en los propios archivos. Se trata, con frecuencia, de libros escritos en un proceso de co-autoría poco velada: el discurso del investigador vis a vis el discurso del investigado. Los dos a la par y cara a cara y a la vez. No sólo es que vivimos en una época en que el internet nos ha transformado en transcribas y copypasters de tiempo completo, sino también que los ánimos por descontextualizar y recontextualizar discurso generado en medios donde ése no se reproduce con facilidad (la cárcel, el chisme, el expediente médico) extiende la definición de lo que es real. De hecho, algunos de estos libros con archivos se convierten, en su versión más extrema, en copias fieles de esos archivos, haciendo realidad la hipótesis o los postulados de Pierre Menard.

La novela El material humano de Rodrigo Rey Rosa es parte, sin duda, de esta segunda oleada de libros que han decidido resaltar el medio o los medios a través de los cuales y en los cuales existen en tanto tales: como libros. A diferencia de otras novelas que también lidian con la existencia de los documentos de las guerras civiles de la Centroamérica de finales del siglo XX, Rey Rosa avanza tentativamente, siguiendo de cerca los trazos de las palabras y las oraciones y los formatos y los sistemas de clasificación del archivo entero. Lejos de transformar al investigador/lector/escritor en un héroe unidimensional, este lector entra en el archivo sin saber bien a bien lo que encontrará. Entre una cosa y otra, copia, es decir, transcribe. Hay notas de los diarios del archivo combinadas con las notas más personales y también austeras que documentan la vida privada del lector de documentos. El lector y los leídos adquieren, en momentos de franca incertidumbre, el mismo status: ambos no son sino pedazos de lenguaje transcrito. Reproducciones elegidas a conciencia pero no necesariamente con conciencia de algo más. Se trata, en todo caso, de algo hecho artificialmente: ha sido leído y elegido y luego, pasado en limpio. El libro no es la realidad, ni pretende serlo, como tampoco pretende hacerse pasar por ella. El libro es un libro. Y pocas veces Perogrullo ocasionó tal estupor. El gran beneficio de hacer énfasis en el medio —el lenguaje, el archivo, el documento— que compone el universo de la novela es cuestionar la noción muy común del lenguaje como un vehículo neutro a través del cual circula lo que importa, es decir, la anécdota. Más allá de la trama, pues, aunque con varias tramas dentro de sí, el libro es sobre todo un proceso que, en la fragilidad de las notas, en lo punzante de los hallazgos, en la ramificación de sus coincidencias, en la yuxtaposición de un presente que se diluye y un pasado que no se va, entreteje una crítica acérrima y frontal al medio que la produce.

martes, enero 25, 2011

En defensa del hubiera (Diario Milenio/Opinión 24/01/11)

El nadador que no


¿El hubiera no existe? Si ese lugar común fuese verdad, la ficción no hallaría su lugar en el mundo. Otra cosa, sin duda, es extraviarse en la especulación con tal de verse a salvo de la realidad, aunque eso ya depende del mal uso que algunos le dan a sus hubieras. “Saber” —es decir calcular, o imaginar, o engañarse pensando— qué es lo que habría uno hecho si el devenir hubiérase comportado distinto, es no sólo un sabroso ejercicio neuronal, sino también un modo de mirarse al espejo retrospectivamente y plantearse cuestiones tan fundamentales como el destino de Emma Bovary (no en balde Carlos Fuentes se preguntó una vez qué habría hecho la ninfa flaubertiana de tener una American Express). Cierto es que el territorio del hubiera brinda seguridad a los cobardes y paz de espíritu a los conformistas, pero asimismo otorga a la imaginación armas indispensables para enfrentar el yugo de la realidad, e incluso rebasarla por carriles subterráneos que ésta no considera, de puro chata que es.

Una de las preguntas más socorridas en ciertas entrevistas hipotéticas tiene que ver con este tiempo intemporal: “¿Qué habría usted querido ser o hacer, si no hubiera tomado este camino?”. Una pregunta ociosa, eso sí, como ociosos resultan los afanes estéticos sin los cuales seríamos poquito más o menos que meros mecanismos encarnados. Rara vez escuchamos, además, una respuesta que valga la pena, pero en ese transcurso consigue uno, con suerte, asomarse a rendijas que de otro modo continuarían selladas por el racionalismo en el poder. Para no ir más lejos, recién salgo de una conferencia de prensa donde un ocioso le planteó esa misma cuestión a Roger Federer. ¿A qué deporte se habría dedicado, de no cruzarse una raqueta en su camino? Luego de especular entre un puño de disciplinas deportivas, el fenómeno suizo se ha detenido en aquello que nunca hubiese querido ser. Es decir, nadador.

Y usted, ¿no nada nada?


Ahora que lo recuerdo, era espantoso. Había que pararse pasaditas las cinco de la mañana para estar a las seis en punto en la alberca del colegio, que como ya podíamos esperar se hallaba helada como la muerte misma. Me encantaría quejarme por todos esos cientos de sufridas mañanas ofrendadas en pos de un pedazo redondo de metal, pero lo cierto es que aguanté nomás dos; llegando la tercera, estelaricé un drama lacrimógeno que en dos patadas me devolvió al calor de las cobijas. ¿Que si ya no quería ganarme una medalla, como aquel amiguito que tenía ocho meses entrenando a las seis de la mañana? El problema era que ese infeliz niño no madrugaba por ganar medallas, como para evitarse los cuerazos que le habría dado su padre si se atrevía a tratar de contravenir su decisión de tener en la casa un campeoncito. ¿Había sido campeón, ese padre celoso del deber ajeno? Por supuesto que no, de ahí que el vástago tuviese que serlo.

Figurar en la selección de natación no era precisamente un asunto de orgullo, toda vez que los héroes del salón eran aquellos que podían hacer magia con un balón de soccer entre las patas (nótese la distancia despectiva), pero igual otorgaba privilegios a los que ciertos vagos mal habríamos querido renunciar, como perderse varias horas de clase por salir a entrenar pasado el mediodía (el agua tibiecita, qué delicia) y disfrutar de una hora libre entera durante las odiosas clases de natación, cuando todos los otros tenían que patalear al unísono, pescados de una tabla de unicel. A cambio de todo eso, había que sacrificar unas cuantas mañanas de domingo para ir a competir en la Magdalena Mixuca o el Deportivo Chapultepec, y eventualmente hacer un pequeño ridículo en los doscientos metros de mariposa. Me recuerdo braceando hacia la meta en cuarto sitio, completamente solo porque no competíamos más que cuatro y los tres de adelante ya para entonces iban camino al vestidor. Y cuando éramos ocho nadando de crawl (nado libre, le llaman, como si hubiera forma de escoger), no había sensación más calamitosa que acercarse a la orilla mirando que el de junto ya te rebasó, y una vez en la orilla comprobar que de nuevo has llegado en cuarto lugar. En dos palabras: adiós medalla.

Es que no traje traje

Alguna vez, en casa de mi amigo el tritón, su madre tuvo el pésimo detalle de mostrarle a la mía sus medallitas, todas ellas guardadas en una misma caja en un cajón. No eran tantas, al fin, y aunque me parecieron envidiables no lo serían tanto como aquellas cobijas que un par de veces abandoné a deshoras, y cuya utilidad incuestionable subrayaba a mis ojos su carácter superfluo. ¿Qué habría pasado, al cabo, si en lugar de mi amigo hubiera sido yo el dueño de esos trozos redondos de metal? ¿Los habría colgado, enmarcado, llevado por corbata, o mejor dicho seguirían todos encerrados en una vieja caja y un ignoto cajón? ¿Me habrían querido más mis querúbicos padres en caso de haber sido campeón de natación? ¿Cómo darles las gracias por librarme de aquel destino abominable?

Por más que uno se obstine en ser realista, hay días en que amanece o va a dar a la cama con la cabeza repleta de hubieras, y de esa voluntad de ensoñación regresa más consciente de sus límites, alcances y posibilidades, o todavía mejor: hambriento de quimeras superiores. ¿Qué sería de novelas, pinturas, tonadas o poemas si no hubiera por ahí quien rascara en supuestos por nadie concedidos y diérales la magia levantisca de una ciudadanía emocional a prueba de verdades petulantes? ¿No cuentan los hubieras entre nuestros haberes? ¿No valen las lecciones del arrepentimiento? ¿Quién no ha caído, una y otra vez, prendado de un pretérito imperfecto? ¿Y quién nos dice que lo que pudo haber sido no tiene algo que ver con lo que un día será?