sábado, julio 31, 2010

“El PAN nunca ha entendido la cultura”-Entrevista a Enrique Krauze por José Luis Martínez S. (Diario Milenio/Cultura 31/07/10)

“Creo en la crítica y me gusta la polémica”, asegura el director de Letras Libres en una conversación que va del Bicentenario a la necesidad de restablecer el diálogo en la familia cultural mexicana, roto después de las elecciones de 2006.
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Las palabras de Enrique Krauze son contundentes, animadas por esa pasión crítica de la que hablaba Octavio Paz. En las oficinas de la editorial Clío, el historiador comenta los errores del gobierno federal en las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, también cuestiona los debates políticos e intelectuales en México –porque “son de escuelita”–, recuerda su amistad con Carlos Monsiváis y explica los motivos de su crítica implacable a Andrés Manuel López Obrador, quien “dividió al país en dos”. Durante el diálogo, cada pregunta recibe una respuesta amplia y categórica que es, al mismo tiempo, una oportunidad para la reflexión y la polémica.
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¿Qué piensa de la manera como se han desarrollado los festejos del Bicentenario de la Independencia?
El Bicentenario era, más allá de los festejos, una oportunidad de participación ciudadana y debate colectivo, una oportunidad para enriquecer la vida pública del país. Lo es todavía, aunque ya no creo que se aproveche. Hasta ahora hemos tenido chispazos positivos, como el caso de Discutamos México, un esfuerzo valioso aunque con programas desiguales y hechos de manera algo rápida e improvisada. También hemos tenido espectáculos lamentables, como el mórbido e inútil desfile de los huesos de los héroes. Entonces, hay algunas cosas que están bien, pero en términos generales ¡qué deslucido, qué triste, qué superficial se ve este festejo de la Independencia, incluso comparado con el de 1910!
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El énfasis del gobierno federal parece estar más en el Bicentenario que en la Revolución.
El gobierno de Felipe Calderón ha sido incapaz de ver con claridad qué hacer con el Bicentenario. Hay que decirlo con todas sus letras: falló desde un principio. Desechó a personas que pudieron haber hecho un buen trabajo, como Rafael Tovar, y eligió a gente limitada, con una visión anacrónica de la historia, del género llamado “historia de bronce”.
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Ha faltado, por decirlo así, una filosofía del Bicentenario. Es obvio que había muchas propuestas que no se escucharon, o se escucharon a medias, o se escucharon tarde. Desde principios de 2007, por ejemplo, comenté que debían de separarse los festejos de la Independencia y la Revolución. Escribí ampliamente sobre esto y pronto publicaré un libro —Adiós a los héroes— donde recojo estas ideas. Una de ellas consistía en aprovechar la Conmemoración de la Independencia (que nos vincula claramente y está fuera de toda discusión) para hablar de la riqueza cultural de nuestra historia, todo aquello que Luis González llamó “La construcción de México”.
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Es verdad que se recogió la idea de llevar la obra sintética de Luis González a los hogares de México. Pero se necesitaba la contraparte: que los pueblos de México hablaran. No basta con poner un lema: “200 años de ser orgullosamente mexicanos”. Había que llenarlo de sustancia, llevarlo a cada municipio, a cada pueblo; contar (o más bien escuchar) las hazañas locales. Hubiera sido una gran ocasión de recoger la microhistoria de los muchísimos pueblos y ciudades del país, para formar con ellas el mosaico nacional. Propuse que la iniciativa partiera de las escuelas, pero no se hizo, o se está haciendo de manera tardía y muy limitada.
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En cuanto a la Revolución, lo que a mi juicio convenía era precisamente discutir su legado en los grandes temas nacionales: agrario, obrero, educativo, democrático. Una reflexión crítica y autocrítica al mayor nivel. Se está haciendo sólo a medias.
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Usted habla de la necesidad de debatir los grandes problemas nacionales, pero cuando menos en los medios de comunicación parece que esto sí se está haciendo.
Desde hace mucho tiempo he insistido en que necesitamos mayor calidad, sofisticación e inteligencia en el debate público. Sin duda, ahora el debate en México —en la prensa, en la radio, en todos los medios— es mejor de lo que era hace veinte años, en los tiempos hegemónicos del PRI. Esto hay que admitirlo. Sin embargo, es mucho menos rico de lo que podría ser, y en esto lo que importa es el formato. Los medios de comunicación masiva tendrían que estar inventando fórmulas de debate que sean mucho más que conversaciones de sobremesa. Un debate debe ser preparado a fondo. Los debates mexicanos por televisión son inocuos, académicos, de escuelita, hay que darles un grado más y hacer debates “a la inglesa”, en donde tanto el moderador como los participantes saben que al final de cuentas va a haber un triunfador y un perdedor: que va a “correr sangre”. (Nosotros en el portal Lupa Ciudadana estamos preparando debates con ese formato.) Son cosas que faltan. En suma, sí estamos mejor que antes, pero no estamos discutiendo con la profundidad, el compromiso y la pasión que deberíamos los grandes problemas nacionales.
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¿Qué impide que existan en México debates de altura?
En la vida intelectual y política de México hay varios vicios. Uno es el vicio académico. En el área de las humanidades hay una especie de casta que escribe para sí misma, sólo se lee a sí misma y tiene una opinión excesiva sobre sí misma, es inmune a la crítica y a la autocrítica; tiene la pretensión de estar haciendo ciencia, y algunos órganos de la prensa recogen sus opiniones sin cuestionarlas, como si fueran, en efecto, verdades científicas.
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Otro vicio muy arraigado en la vida intelectual mexicana es el dogmatismo y la intolerancia, que está presente en órganos de izquierda herederos del dogmatismo y la intolerancia de la Iglesia del siglo XIX, enemiga del pensamiento liberal. En estos órganos, guardianes del dogma, no se practican las reglas básicas de un debate intelectual de altura: la discusión respetuosa, la escucha de opiniones ajenas, la fundamentación de ideas propias.
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Entonces, entre un academicismo endogámico y un dogma- tismo intolerante, hay un espacio muy reducido para el pensamiento abierto, plural y liberal. Los académicos no tienen pasión y los dogmáticos tienen demasiada, ciega pasión.
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¿Esto ha contribuido a que hayan desaparecido las polémicas intelectuales?
La autenticidad, el compromiso que se vivió en los ochenta en México, cuando la polémica entre Vuelta y Nexos, entre Octavio Paz y Carlos Monsiváis, no existe ahora. Tendríamos que retomar esa pasión intelectual y crítica, porque si no todo se va a extinguir, a disolver, en un páramo de mediocridad: dogmática, académica, mediática. Yo no objeto, por cierto, el surgimiento de los comentaristas políticos, es algo positivo, pero muchos de ellos hablan como oráculos y no tienen un libro publicado.
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Paz decía que en México debemos reconciliarnos con el pasado. ¿Lo estamos haciendo?
No, no nos estamos reconciliando con el pasado, hacerlo significaría muchas cosas que, de nuevo, tienen que ver con el debate. Tendríamos que estar debatiendo seriamente los mitos nacionales, volver al tema de lo indígena y español, revisar las distintas vertientes de interpretación de la historia de México en el siglo XIX, ver qué tanta mitología arrastró consigo la Revolución Mexicana, incluido el muralismo. Vivimos en una selva de mitos: el mito del petróleo, el mito de la soberanía…. Tendríamos que estar avanzando mucho más en la desmitificación de nuestra historia para ver a los héroes como hombres de carne y hueso (con virtudes y defectos). Para ver a la Independencia y la Revolución en toda su complejidad, como un proceso en el que intervienen otras figuras además de los “héroes”. Sobre todo, deberíamos rescatar la vida de México en estos 200 años, una vida que fue forjada no por individuos únicos (aunque estos hayan sido centrales) sino por élites rectoras, centenares de figuras, generaciones enteras, del mundo eclesiástico, intelectual, cultural, militar, empresarial, etcétera. Por lo demás, deberíamos rescatar a la Reforma: fue el “momento eje” de México, mucho más decisivo que la Independencia y la Revolución. Pero la mitología de la violencia nos “jala” hacia la veneración de los insurgentes y los revolucionarios. Para mí, por cierto, el mejor insurgente es el más reformista, Morelos, y el mejor revolucionario es Madero, el demócrata liberal.
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Todo lo anterior para que el mexicano saliera del 2010 con una idea más plural, más diversa, más compleja, más crítica de la historia de su país; no veo que se esté haciendo. Por eso vivimos el 2010 de manera sonámbula y superficial.
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¿Cómo evaluaría las relaciones del PRI con la cultura?
Históricamente el PRI, el sistema político mexicano, tuvo relaciones estrechas y positivas con el mundo de la cultura. Cómo olvidar a las generaciones de diplomáticos que, siendo intelectuales, siendo excelentes escritores, le dieron lustre a las relaciones exteriores de México. Lo mismo cabe decir de la Secretaría de Educación Pública, con secretarios muy reconocidos.
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La integración del intelectual mexicano al poder, hasta cierto momento, fue bastante generalizada y funcional. Pero esto se rompió en los sesenta, y qué bueno, porque si el intelectual no utiliza sus armas, que son las de la crítica, se ata de manos y se pone al servicio no del público sino del poder.
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De los sesenta en adelante, con Daniel Cosío Villegas a la vanguardia, luego con Octavio Paz y después con otros intelectuales, se comenzó a trabajar en la crítica del poder. Muchos participamos en esa labor, tomamos distancia del poder hegemónico del PRI y creo que hicimos una buena contribución a la transición democrática.
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En los últimos diez años, debido al efecto centrífugo de la democracia, el poder ha dejado de escribirse con mayúscula, ha dejado de ser hegemónico: está distribuido en diversos polos. El PAN tiene el poder Ejecutivo, pero el poder también está en el Legislativo (que controla sobre todo el PRI), en el Judicial, en los estados (con partidos diversos), en los medios electrónicos, en los grupos empresariales, en la Iglesia, en los sindicatos, incluso en el narcotráfico. Ha desaparecido esa pirámide de poder que conocimos durante ocho décadas. Uno de esos poderes, minúsculo si se quiere, es el de los intelectuales. Más que un poder, es un prestigio, una autoridad. Lo ideal es que el intelectual cuide ese pequeño poder independiente.
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Director de la editorial Clío, autor de libros como Caudillos culturales en la Revolución mexicana, Biografía del poder y Travesía Liberal, Enrique Krauze afirma que en México no nos estamos reconciliando con el pasado.
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¿Y cómo se relaciona el PAN con la cultura?
El PAN nunca ha entendido la cultura, a pesar de haber sido fundado por un intelectual. No entiende la cultura ni la entenderá, más allá de que tenga buenos o malos funcionarios. La labor de Consuelo Sáizar es buena, pero el gobierno no tiene un proyecto cultural, no sabe cuál es su legado y tiene una seria crisis de identidad. Naturalmente, su relación con los intelectuales es tenue, lejana o mala.
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No creo que haya ahora en México ningún intelectual (salvo Alonso Lujambio, que ha escrito libros sobre ese partido) que pueda considerarse ligado al PAN. Tampoco veo muchos intelectuales del PRI. Pero sí hay varios ligados al PRD. La izquierda, alrededor de López Obrador, sí pudo integrar a buena parte de la familia intelectual, cultural y académica de México en 2006, y sigue reteniéndola en gran medida.
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¿Con quién se identifica usted?
Con ningún partido. El pensamiento liberal no tiene partido que lo represente. Lamentablemente, entre la izquierda y los liberales existe una ruptura, cuando su convergencia fue un sustento muy importante en la transición democrática. La convergencia entre Heberto Castillo y Luis H. Álvarez fue absolutamente central, pero detrás de Heberto había la convicción de una izquierda que tenía que volverse moderna y del lado de Álvarez un pensamiento mucho más liberal que reaccionario. Entre estos personajes, o si se quiere entre Paz y Monsiváis, guardadas todas las diferencias, cabía el diálogo.
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Yo hablé mucho con Monsiváis sobre este tema. Pocos días antes de que lo internaran, me envió una carta que desde luego conservo, diciéndome que estaba horrorizado con los escritos “estalinistas” que publicaban algunos órganos periodísticos criticando a los disidentes cubanos. Nos acercamos por el viejo afecto que nos unía y porque sabíamos que el diálogo entre una revista cultural liberal, heredera de Paz y Cosío Villegas, y el pensamiento de izquierda es fundamental.
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En una entrevista para Milenio Televisión, usted comentó que la muerte de Monsiváis debería servir para buscar la concordia en la familia cultural mexicana. Históricamente, ¿ha existido esa concordia?
Por supuesto que las diferencias intelectuales han estado siempre presentes; han existido rencillas entre personas y entre distintas escuelas y revistas. Pero desde que Ignacio Manuel Altamirano la fundó, en la cultura nacional hay una continuidad: en el Porfiriato, en el Ateneo, en los Contemporáneos, en la generación de Octavio Paz.
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Veamos el ejemplo de Paz y Revueltas, dos personajes tan distintos y a la vez tan parecidos: nacieron el mismo año, ambos fueron rebeldes, autocríticos y críticos del poder. Convergen en el 68, pero nunca se pelean, siempre se respetan. Eso es lo que yo quisiera. Y luego las siguientes generaciones, la de Fuentes, la de García Ponce, la de Ibargüengoitia… tenían diferencias, pero eran una familia.
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Octavio Paz criticó a Monsiváis y éste a Paz; Héctor Aguilar Camín también criticó a Paz y yo, en un texto muy fuerte, a Carlos Fuentes. Estos actos tuvieron su importancia pero no invalidaban una especie de unidad fundamental en la familia cultural mexicana. Todo se rompió en 2006, porque ahí sí se saltaron las trancas. Nunca había ocurrido una integración tan grande no sólo con un proyecto, sino con una persona (sin olvidar el antecedente de Echeverría). La descalificación como “traidores”, de “derecha”, a los que no estaban con AMLO, fue y es escandalosa. Y así, sobre la base de que unos son traidores y otros son santos, no se puede dialogar.
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¿Cuál sería la salida a todo esto?
El diálogo, la buena fe —y no estoy hablando de una tregua, sino de una concordia esencial—. Quizá nunca voy a convencer a los que piensan de manera dogmática de mis razones, pero todos merecemos respeto. La vida cultural e intelectual mexicana, debido a las querellas del 2006, se ha degradado, ha perdido la altura y se ha vuelto insoportablemente militante, y sobre esa base nada se puede hacer.
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La prueba de lo que estoy diciendo está en internet, en los blogs, donde se dicen cosas increíbles. No hay ya respeto a las obras, a las formas, a las trayectorias, a las ideas. Es una cloaca. ¿Quieres una prueba adicional? Hace dos años caminaba distraídamente por la calle de Argentina, rumbo al Colegio Nacional, cuando de pronto alguien se me cruza rápidamente y me grita: “¡Qué muera Octavio Paz!” Esa es otra muestra de cómo estamos.
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¿No pensó que podría ocurrir algo desagradable al presentarse a los funerales de Monsiváis en Bellas Artes?
Nunca tuve la menor duda de ir a Bellas Artes. Conocí a Carlos desde 1969. Fue un amigo entrañable y siempre nos vimos con respeto y afecto, aunque a veces nos criticábamos. Ese día, muchas personas se me acercaron con simpatía. Un muchacho, muy respetuoso, me dijo: “Don Enrique, ¿qué le parece esta demostración del pueblo? Esto es lo que gana un intelectual que está con el pueblo y no con el poder”. Yo le dije que me parecía magnífica. Pero que la implicación (que yo estaba con el poder) era equivocada.
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¿Cómo encara ese señalamiento?
Yo no estoy en lo absoluto con el poder. Nunca he estado con el poder, ni con el político ni con ningún otro. Yo ejerzo mi trabajo como escritor y editor de una revista de literatura y de crítica independiente, y tengo un espacio en la televisión nacional (que no me subsidian ni pagan) que llega a un millón de personas por semana (hasta la fecha llevamos más de 350 programas de historia que se han transmitido en todo el país). Si esto, el que la empresa Clío tenga este espacio en Televisa, se interpreta como que yo estoy con “el poder”, pues es una consideración falsa. Porque también Carlos Monsiváis y Carlos Montemayor aparecían en Televisa y les pagaban. Lo mismo sucede con Elenita Poniatowska o Rolando Cordera, todos muy respetables.
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Un reportero de Proceso escribió que yo era asesor de Calderón y accionista de Televisa. Envíe una carta a la revista, que publicaron en su edición en internet, donde les digo: “Si ver al Presidente de manera incidental, es ser su asesor, entonces Julio Scherer fue asesor de varios de ellos”, como se ve en su libro Los presidentes. Yo no soy accionista de Televisa, soy miembro de su consejo y tengo un programa ahí desde hace doce años. Y si todo trato con esa empresa (a la que he criticado públicamente) es infamante, que me expliquen por qué hay periodistas de Proceso que aparecen en Televisa, o por qué la revista entabló relaciones cordiales con ella planeando programas en el año 2000.
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Volviendo a mi presencia en Bellas Artes. Yo quise significar todo mi afecto y reconocimiento a mi amigo Carlos y mostrar, o tratar de hacerlo, que la demonización por parte de los dogmáticos no me atemoriza.
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¿Cree posible la reconciliación que propone? ¿Qué le diría a la familia cultural mexicana?
Mi mensaje al ámbito cultural, desaparecidos casi todos los patriarcas, es el siguiente: no se trata de querernos, se trata de respetarnos, y de hablar. De polemizar lealmente. No es posible que en el mundo intelectual mexicano hayamos descendido a las bajezas, insultos y descalificaciones que algunos órganos practican ahora. Todos los que hemos trabajado por la cultura en México tenemos que hacer el esfuerzo de recobrar un mínimo de esa concordia, de ese respeto que se perdió el día en que apareció el personaje que dividió al país en dos.
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¿López Obrador?
Así lo creo. Y no me hubiera tomado el trabajo de escribir ese texto [“El mesías tropical”], de no pensar que López Obrador iba a dañar el país como en efecto lo dañó. Por ejemplo, desprestigiando a la institución electoral; un millón de observadores fueron puestos en entredicho por la voluntad de una persona. Entonces, que una buena parte de la cultura y del sector académico se haya enamorado del proyecto de López Obrador merecía una crítica. Todos los odios que me he concitado alrededor de eso, los asimilo con gusto. Pero es hora de tender una mano a la zona razonable de ese conglomerado y decir: “Señores, vamos a dialogar”. Yo he abierto siempre las páginas de Letras Libres. Pero ellos tienen cerradas (selladas) sus páginas para las voces liberales o disidentes.
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Además del texto que menciona, usted ha escrito otros bastante impopulares.
A mí no me ha interesado nunca ser popular, creo en la crítica y me gusta la polémica. En lo que no creo y a lo que me opongo es a la descalificación.

¿De quién es la piel?-Mónica Lavín (El Universal/Opinión 31/07/10)

Las palabras de la directora del Instituto de la Mujer en Guanajuato, a quien no vale la pena ni dar notoriedad, acerca de los tatuajes y cómo atentan contra la dignidad de la mujer pues son “un reflejo de pérdida de valores”, producen irritación y dejan muy mal parado a un gobierno (o muy claro el modo de pensar de ese gobierno) que pone al frente de un instituto de esa índole a alguien cuyo modo de pensar sobre las mujeres de hoy y la relación entre cuerpo, género y valores, deja mucho que desear. No es muy claro si la relación de tatuajes con el género es distinta. ¿Cabría pensar entonces que la dignidad es diferente para hombres y mujeres? Debo agradecer a quien preside el Imug de cabellos “dignamente” pintados y de rostro maquillado, y tal vez con aretes que obligaron a un piercing en algún momento de la vida, la posibilidad de enterarme que todavía en este siglo XXI existen quienes piensan que el aspecto tiene que ver con una escala de valores (el aseo lo es sin duda). Sorprende que todavía haya quienes tipifiquen la conducta de las mujeres en torno de una idea de decencia, de corrección, de falta de libertad a fin de cuentas. Pues finalmente qué es un tatuaje sino una decoración en la piel, harto sofisticada en sus métodos y sus aspiraciones de permanencia. Y que a nuestra generación no le interesó mayormente. ¿Pero quién decide sobre el órgano más grande de nuestro cuerpo sino nosotros mismos?
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Me parece muy bien que por razones de salud se haya regulado el tatuado de menores, que ha permitido lucrar a expendios de dudosa ascepcia. Está bien que el impulso adolescente, el deseo de afrontar lo establecido y pertenecer al gremio con el que se identifican, se dialogue con mayores y que entre ambas partes se asuma la responsabilidad de esa intervención. Yo desalenté los tatuajes en mis hijas y cuando supe de algún “piercing” hecho a mis espaldas cuando eran menores, pedí los datos del sitio porque una vez aparecida la ley, estaba dispuesta a demandarlos, a preguntarles dónde estaba la autorización firmada por los padres. A raja tabla ellas defendieron su decisión y a los practicantes; yo sólo pedí aquel adminículo en el centro de la lengua fuese extraído, hasta que ellas pudieran hacerse cargo de los gastos médicos de las consecuencias de aquella perforación. Mi escándalo tenía que ver con la salud, y en el caso del tatuaje, además, con su calidad de irreversible (o difícilmente irreversible). Pero asumí siempre que al cumplir los 18 años, la responsabilidad de la piel era de mis hijas. La piel es de quien la lleva. Y los deseos de llevar marca disminuyeron. Pero quien dirige un Instituto de la mujer no puede decir que dicha práctica atenta contra nuestra dignidad. Puede decir que considera una práctica mal normada, peligrosa pues atenta contra la salud, pero en todo caso, lo mismo ocurre con hombres y mujeres. He allí la importancia de expresarse correctamente. Puede que a la señora le desagraden en lo personal, pero como funcionaria tendría que argumentar la relación entre aquella práctica y la sociedad, porque hasta ahora los tatuajes son prácticas rituales en muchas comunidades del mundo y una moda en tiempos recientes. (Yo siempre me preocupo de cómo envejecerán los tatuados… si ya el asunto es complicado… con ilustraciones arrugadas la imagen puede ser patética). Por cierto debemos a un hombre tatuado un libro de cuentos inolvidable: El hombre ilustrado, de Ray Bradbury, donde cada porción de aquel tórax pintado cuenta una historia.
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Desde una tribuna pública, calificar las prácticas ajenas respetuosamente es fundamental. Podemos identificarnos con nuestra grey por la ropa que usamos, la manera en que nos peinamos, etc., por lo menos hacia el exterior. En ciertos círculos será muy raro que una mujer que no es pelirroja lleve el pelo así, que otra mujer se haya colocado unos senos extra large, que aquél lleve un peluquín, en otros espacios esa es la manera de andar. Por eso no encuentro la relación entre valores y el tatuaje, y menos su particular atentado a la dignidad femenina. En cambio si me parece indignante que una mujer sea encarcelada por haber interrumpido un embarazo; ¿por qué no encarcelar al copartícipe de la concepción? Pero ese es otro tema, aunque en Guanajuato parece ser el mismo. La piel es de quien la lleva, el cuerpo también.

Entre arribistas-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 31/07/10)

Soy miembro desde 99: así lo dice la tarjeta American Express verde que pasa la mayor parte de cada día en el bolsillo trasero de mi pantalón, junto a credenciales, otras tarjetas de crédito y un par de billetes de baja denominación. No uso cartera –bastante tengo ya con las indeseadas redondeces de mi silueta para agravar la situación con bultos cuadrados–, por lo que todo esto vive presa de un clip de plata art déco, adquirido con no poco sacrificio en una boutique de Tiffany & Co. (Lo confieso: disfruté enormemente ver cómo lo envolvía la dependienta en un paño y una caja, ambos de ese más hermoso y snob de los colores que es el Tiffany blue, llegar a casa y sacarlo por vez primera de su lujoso envoltorio, rellenarlo con el pequeño fajo de documentos que necesito para mis transacciones profesionales y comerciales cotidianas.) En el clip vive también su hermana mayor: una American Express dorada, que me fuera ofrecida pocos años después y que me sirve para jugar con las fechas de corte –clasemediero irredento será siempre el que se preocupe por tales fruslerías financieras– y para sentirme un poco menos del montón. Desde hace algunos años, dicha empresa de servicios financieros ha venido ofreciéndome de cuando en cuando una tarjeta platino –la siguiente en el escalafón– pero la he declinado siempre, no por falta de ganas (mucho me seduce la posibilidad de impresionar a mis compañeros de mesa con su argentado fulgor) sino porque en cada ocasión me he sabido demasiado pobre para afrontar el gasto de la anualidad. Mi abuela, mujer próspera y bien administrada, sí ostenta una American Express Platinum y, en virtud de ello, recibe mes a mes una extraordinaria revista, titulada Departures, que hojeo con gusto cada que la visito. Yo, en cambio –proletario arribista (y por tanto áureo) que soy– nada recibí como publicación de cortesía hasta hace una semana, cuando arribó con el correo un ejemplar de la revista Tendencias, en cuya página legal se lee que American Express la hace llegar a sus tarjetahabientes de The Gold Card.
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Ávido de reconocimiento que estoy, me gustó sentirme tenido en cuenta. Frívolo que me asumo, anticipé con gusto su premisa –los balazos de portada prometían reportajes sobre lentes de sol, crónicas de viaje, moda masculina y femenina, cocinas de diseño–… hasta que comencé a leerla. Me decepcionó, de entrada, que Tendencias me considerara tan elemental como para pensar que las páginas dedicadas a automóviles Audi y ropa deportiva Puma eran otra cosa que publicidad pagada. Todavía más me desilusionó que el recorrido propuesto por Barcelona incluyera la Plaza de Cataluña, las Ramblas y los edificios de Gaudí, lugares comunes para todo turista mochilero y toda familia clasemediera empeñada en conocer diez ciudades de la Europa Mágica en diez días.
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Y pasé a asumirme ofendido cuando me percaté de que, en aras de parecer políglotas y hacerme sentir sofisticado, los redactores emplean extranjerismos innecesarios y petulantes como “maison” cuando quieren decir casa y “lifestyle” cuando pretenden hablar de estilo de vida (expresión que ya en español me produce repeluzne). Esto –me dije– es un panfleto engañabobos para pobretones que pretenden sentirse viajados y vividos pero que en realidad no salen de pericoperro.
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Entonces recordé que si mi tarjeta es dorada es porque no me alcanza para tener una mejor. Y con tristeza tuve que reconocer que Tendencias es una mala revista pero un producto mercadológico perfecto.

miércoles, julio 28, 2010

La profundidad de la piel, la novela-Jesús Alejo (Diario Milenio-Puebla/Cultura 28/07/10)

Pedro Ángel Palou, el amor desde distintos horizontes
Un libro sobre la renuncia y el desapego desde la perspectiva japonesa.
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Prolijo en la publicación, Pedro Ángel Palou también se ha preocupado por diversificar los temas que aborda en su literatura: biografías noveladas de personajes históricos, vidas de hombres de la cultura popular, exploraciones en torno al amor y al desamor o hasta thrillers religiosos, pero siempre contadas desde una perspectiva del pensamiento occidental, hasta la aparición de La profundidad de la piel (Editorial Norma, 2010).
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Se trata de una aproximación al tema del amor desde distintos horizontes, en especial de las edades de los protagonistas de la trama: no es lo mismo cómo ve él a “la amiga del cuello largo” —personaje de la novela—, que el hombre mayor que sólo está dispuesto a acompañar en su dolor a la mujer que quizás ha amado más, ni que la joven que viene de la depresión absoluta, de la pérdida, del dolor, de la que no sabe qué hacer con su vida.
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Hay un ejercicio de exploración de los lenguajes del amor, desde la perspectiva de la cultura japonesa, a través de lo que llama los horizontes del amor, los cuales son temporales: no se ve el amor igual a los 20 años, que a los 30, a los 50 o a los 70, que tiene “el pintor del mundo flotante”, otro de los personajes.
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“Nosotros hemos sido educados —no sólo para el amor, para todo en la vida—, desde el punto de vista de la productividad: incluso si no tienes un orgasmo o no eyaculas no tienes una relación, y la productividad está ligada a lo que uno de los grandes teóricos del occidente llama el sentido de un final: no podemos ni siquiera interpretar la literatura oriental porque no hay noción de final. No puede terminarse un relato en oriente, porque no tiene lo que nosotros llamamos un final.”
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La profundidad de la piel es la historia de un músico que visita a su amiga del “cuello largo”, quien le comparte su relación amorosa con el pintor del mundo flotante: una historia de amor, de la pérdida, del fracaso y de la renuncia.
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“El pintor del mundo flotante es una figura fundamental, porque es quien lleva el amor a un estadio donde las cosas no tienen por qué terminar para existir, ni sexual ni sentimentalmente, lo que surgió de penetrar en la cultura oriental, en especial en la japonesa, que me apasiona desde hace muchos años.”
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De acuerdo con Pedro Ángel Palou, se trata de culturas estrictamente sensuales, epidérmicas, donde la experiencia puede empezar desde sentir una taza, darle la vuelta dos veces, bajo un concepto de la estética japonesa que significa que una superficie totalmente pulida ya no es bella, “por eso las verdaderas tazas de té tienen un pedazo rugoso, para que cuando roces sientas que el mundo como tal no está terminado”.
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“Este es un libro sobre la renuncia. Leyendo literatura japonesa, trabajando mucho dentro de la cultura japonesa mediante la meditación zen, me di cuenta que es una cultura de la renuncia, pero a diferencia de la visión occidental en la que significa una pérdida y un duelo, ahí es un ejercicio de felicidad: la renuncia como forma de desapego.”
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El escritor recuerda que una de las primeras enseñanzas del pensamiento budista es que “todo el que está pegado sufre”, por lo tanto la renuncia es una forma del no sufrimiento, de la felicidad.

martes, julio 27, 2010

El futuro fue asiático (Diario Milenio/Opinión 27/07/10)

El cuerpo es algo tan pequeño
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En El Chino, uno de los libros más recientes del autor sueco Henning Mankell, la jueza Brigitta Roslin se ve involucrada de manera azarosa en la resolución de un caso cruento y en apariencia inexplicable: una mañana de invierno, los diecinueve habitantes de Hesjövallen, un pequeño pueblo del norte, aparecen brutalmente asesinados. A medida que emergen diminutas pistas evasivas, la jueza parece entender que el motivo viene de tiempo atrás y, en efecto, de otro país. El motivo, si es cierto que lo es, se origina, en parte, en las devastadoras condiciones económicas que dieron pie a los procesos de emigración que caracterizaron a la China del siglo XIX y, en parte también, en el oeste norteamericano donde un trío de hermanos enfrentaron condiciones lamentables de trabajo tendiendo las vías del ferrocarril. Junto con una amiga radical de los 60, pues, la jueza Roslin abandona el invierno sueco y llega a Beijing, donde todo es distinto a como lo imaginara en su juventud. Después de caminar por la plaza Tiannamen y de digerir una tradicional comida china donde se han combinado los platos dulces y salados, calientes y fríos, la jueza reflexiona: “Rodeada de todas aquellas personas que se apretujaban por las calles, o sola en el anónimo hotel de la gran ciudad de Pekín, se sentía como si su identidad empezase a difuminarse. ¿Quién le echaría de menos allí si se perdiese? ¿Quién se percataría siquiera de su existencia? ¿Cómo podía vivir la gente cuando se sabía sustituible?”. Con años de diferencia y procediendo de un país distinto, me descubrí pensando cosas similares mientras observaba mi primer atardecer asiático detrás de la ventana. El cielo era de un gris imperial, como imperiales eran las dimensiones de los edificios circundantes e imperial el río de cuerpos que fluía sin cesar por las anchas avenidas. ¡En pocos lugares como en la capital de la China se transforma el cuerpo en algo tan pequeño! Ya frente al peso de las construcciones ancestrales o ya bajo las sombras de las masivas edificaciones posmodernas, el cuerpo no puede olvidar aquí por un solo instante que la historia es un vasto quehacer que igual se disemina en el pasado, en el punto en que la memoria se torna inmemorial, como hacia el futuro, donde la imaginación camina frente a nuestros pasos. Destronado, fuera ya de un antropocentrismo occidental, el cuerpo mira a su alrededor, huérfano. Y ésa es, sin duda, la primera sensación verdaderamente asiática de mi vida. Luego vendrá la confusión, el asombro, el descontrol, la euforia, el temor. Pero al inicio, justo después de aterrizar, cuando apenas me llevan del aeropuerto al hotel y pregunto ya por la destrucción que observo en el camino, está ahí ya toda entera la orfandad.
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—La ciudad está dividida en una serie de anillos —me explica mi informante con amabilidad pero sin grandes detalles—. Estamos entrando ahora en el segundo —dice, mirando por el espejo retrovisor, confirmando que he escuchado bien—. Mañana esto no estará aquí —asegura con parsimonia luego, sin despegar la mirada del vendaval.
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A mi regreso, apenas unos días después, comprobaré que mi parsimonioso informante decía la verdad. Se le llama Gran Cambio. Se le llama Globalización. Se le llama Preparativos para una Nueva Era. Se le llama el Futuro (que viene desde un pasado inmemorial) Será Asiático (o no Será).
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Juan Muñoz en Xian
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—Pero si esto es como Nuevo Laredo —es lo primero que digo en voz alta cuando el camión que he tomado en el aeropuerto llega finalmente a Xian. Se trata, en efecto, de una ciudad sobrevolada por el polvo en cuyas calles se abren talleres mecánicos y vulcanizadoras a granel. Hay tantos que, de hecho, me pregunto si todos los negocios de Xian son talleres mecánicos y vulcanizadoras. He viajado, contra todo consejo, sola hasta Xian y, ahí, contra todo consejo, he optado por el camión en lugar del taxi. No seguir consejos ha sido siempre mi especialidad. No sé que lo lamentaré, que verdaderamente lo lamentaré, sino hasta la última parada, cuando todo mundo baje del autobús y comprenda, primero algo divertida y más tarde con bastante estupor, que la posibilidad de quedarme ahí, justo ahí, varada y ahí, no es tan remota como podría creerse. Ahí estoy yo, pues, con mi maleta y ese pequeño mensaje que ha escrito en mandarín el Joven Guía de Beijing. Ahí estoy yo, con la maleta y el mensaje parada por horas, todas las horas que se requieren para conseguir que alguien en Xian pueda leer el mensaje y, después de leerlo, pueda indicarme qué hacer para llegar a una de las muchas universidades del lugar y, una vez dentro de un inmenso campus universitario, para alcanzar la puerta de mi hotel. Ahí estoy yo, en una esquina de Xian, preguntándome qué diablos hago aquí.
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Asumo cada peripecia con cierta emoción. Uno de los primeros cuentos que escribí en ese otro siglo que dominó la economía de Estados Unidos, antes de que iniciara lo que ya inició que es el Futuro Asiático, se llamó El Desconocimiento. Su personaje principal se llamaba Xian. Bautizo demencial. Camino ahora, eso pienso entonces, dentro del nombre de un personaje que es una ciudad. Bajo mis pies, el tiempo. La mella. Eso me emociona. Me emociona eso como me emocionan luego los coros de ascendencia maoísta que se congregan en las tardes en las plazas de la ciudad; como me emocionan sus murallas y sus papalotes y sus mercados musulmanes y su McDonalds; como me emocionan, cuando finalmente los veo, los rostros de los soldados de terracota que, alguna vez, libraron una batalla contra campesinos de verdad. No puedo evitar la suspicacia: ¿es ésta una oficina más del Mercado de las Perlas? ¿Estoy justo en el centro del Tepito Universal? A medida que avanzo cerca de sus cuerpos, sin embargo, les creo. Son sobrevivientes. Han sobrevivido a todo. Están aquí. Aun los soldados que yacen desmembrados sobre ciertas áreas de la tumba-museo están aquí: un cuerpo a través del tiempo. Adentro. Es entonces que pienso en Juan Muñoz, en las dimensiones de los cuerpos que el escultor español colocó en semi-círculos, enfrentando al espectador con una sonrisa uniformada. La burla del tiempo. Su mella.

lunes, julio 26, 2010

Boleto para ostentar (Milenio Diario/Opinión 26/07/10)

Marmaja aparte
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28 euros. Algo más de 450 pesos. Eso costaba un boleto de piso para ver a Joss Stone, hace unos pocos meses en Lisboa. Era el último, nos dijeron en la agencia; lo compramos en la esperanza de encontrar el segundo a las puertas del concierto. Para nuestra sorpresa, esa noche las taquillas del Coliseu dos Recreios estaban abiertas y ofrecían unos cuantos boletos de palco, por 32 euros cada uno. En un par de minutos, ya habíamos comprado los boletos de palco y vendido el de piso al primer entusiasta que se nos acercó. Era temprano, de manera que el palco más parecía una sala de espera desolada. Abajo, en cambio, ya la zona cercana al escenario estaba densamente poblada de esos admiradores espartanos que toleran las peores inclemencias con tal respirar el aire de la estrella. Tratándose de Joss Stone, tal actitud me parecía no sólo comprensible sino de hecho envidiable, y así tras unos cuantos minutos de hastío nos decidimos a abandonar el palco y buscar algún hueco próximo al escenario, donde la gente suele terminar bailando y la incomodidad resulta un privilegio. Y de paso (esto había que callarlo) allí donde los ojos y los muslos y la sonrisa de la más negra de las cantantes blancas saltarían victoriosos las tristes trancas de mi astigmatismo.
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Era tarde, no obstante, para llegar a menos de quince metros del escenario. No sólo porque había demasiada gente, sino porque a medida que uno avanzaba se iba comprometiendo a resistir dosis mayores de sacrificio. Llegado un punto, en mitad del concierto, concedí que había sido un error dejar el palco, toda vez que nosotros apenas nos movíamos, como no fuera para esquivar algunos entre tantos pisotones, mientras atrás, en nuestros lugares, la gente no paraba de bailar. De regreso en el palco, supimos que los de mero adelante traían una fiesta que rebotaba en el escenario. Sin ellos, es seguro que habríamos estado en otro concierto. Finalmente, observamos, cada uno se ubica donde más o menos le acomoda, según le importe el tema de la comodidad. Pues de entrada hay un tema que se esfuma, y éste es el del dinero. La diferencia entre caro y barato apenas pasa de sesenta pesos mexicanos.
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Excéntricos de rancho
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Crecí en una ciudad mojigata donde un mero concierto de música pop era, visto de lejos, idéntico a una orgía. Para desengañarse, había que viajar, y así un solo boleto para ver a David Bowie en Long Island venía costando lo que un boleto de avión, más varios días de hotel, más comisión de agencia, más viáticos diversos. Difícilmente menos de mil dólares le tomaba a uno cruzar las puertas del estadio como cualquier espectador local que se ha gastado menos de cincuenta dólares, con todo y el transporte. Únicamente, pues, un espectáculo fuera de lo común o un cierto fanatismo autosugestivo justificaban semejante esfuerzo, de por sí equivalente a la compra de varias docenas de discos importados. Ir y gastarse mil o más dólares en asistir a un show de cuarenta parecía nada menos que una excentricidad de pueblerino, pero no había otra opción porque en México persistía la creencia de que en esos eventos nada había más común que la puesta en escena de gang-bangs, misas negras y picaderos masivos.
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¿Exagero? Seguramente, toda vez que el recuerdo de esos años los hace ver aún más absurdos y ridículos. Hoy día un concierto de rock, por rudo que se anuncie y duros que parezcan sus asistentes, parece más común y menos peligroso que una función de circo, donde nunca se sabe si el tigre despertó especialmente hambriento. Vuelvo a febrero de 2010: el concierto de Joss Stone ha terminado y es hora de volver a la realidad, donde unos se regresan en el Metro, otros en taxi y otros más en su coche y cada uno irá a cenar adonde pueda y guste. Más allá de la voz y la presencia escénica de la cantante, paga uno también sus 32 euros por sumarse a la ficción donde toda la vida cabe en 20 canciones y no importa el dinero, entre otras aflicciones de la vida real.
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El beat del VIP
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Cuesta trabajo creer que la entrada a un concierto común y corriente tenga un precio mayor a los mil pesos, y que incluso haya algunos que se cotizan en el equivalente a un vuelo a Nueva York. Zona dorada, le llaman de pronto. Ese espacio de colisión emocional que en la gran mayoría de los conciertos se reserva al fanático más entusiasta, en México es un reluciente VIP, donde de pronto importa menos ver que ser visto. No es extraño, por tanto, que las zonas doradas se vean invadidas por públicos amigos del confort, más uno que otro intenso que vendió su alma al diablo por un boleto. Compárese la retroalimentación que se puede esperar de un millar de pudientes satisfechos y una masa de ansiosos que piden más y más. De modo que al final quienes se gastan nueve mil pesos en un par de entradas ocupan el lugar que por razones técnicas debería corresponder a otros, en claro detrimento del show.
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Y aquí es donde llegamos al ingrediente oculto de la cuestión: de Avándaro a la fecha, los conciertos masivos arrastran el fantasma del pavor a la plebe. No es extraño que algunos de los afectos a la zona dorada paguen menos por ver lo que verán que por mirarse a salvo del naquerío. Poder ir al concierto sin salir del club, en un espacio aséptico donde la desmesura rara vez se contagia y menos se origina. Allí donde las bolas rápidas se hunden sin rebotar, o en todo caso lo hacen con moderación. Sabemos lo que paga un inquilino de la zona dorada, no así lo que le dan al espectáculo quienes, en otras partes, pasan la noche entera haciendo cola para alcanzar un democrático boleto de primera fila. Vista de lejos, la diferencia es trágica. País civilizado tendría que ser aquél donde el pop puede darse el lujo de ser pop.