lunes, julio 26, 2010

Boleto para ostentar (Milenio Diario/Opinión 26/07/10)

Marmaja aparte
-
28 euros. Algo más de 450 pesos. Eso costaba un boleto de piso para ver a Joss Stone, hace unos pocos meses en Lisboa. Era el último, nos dijeron en la agencia; lo compramos en la esperanza de encontrar el segundo a las puertas del concierto. Para nuestra sorpresa, esa noche las taquillas del Coliseu dos Recreios estaban abiertas y ofrecían unos cuantos boletos de palco, por 32 euros cada uno. En un par de minutos, ya habíamos comprado los boletos de palco y vendido el de piso al primer entusiasta que se nos acercó. Era temprano, de manera que el palco más parecía una sala de espera desolada. Abajo, en cambio, ya la zona cercana al escenario estaba densamente poblada de esos admiradores espartanos que toleran las peores inclemencias con tal respirar el aire de la estrella. Tratándose de Joss Stone, tal actitud me parecía no sólo comprensible sino de hecho envidiable, y así tras unos cuantos minutos de hastío nos decidimos a abandonar el palco y buscar algún hueco próximo al escenario, donde la gente suele terminar bailando y la incomodidad resulta un privilegio. Y de paso (esto había que callarlo) allí donde los ojos y los muslos y la sonrisa de la más negra de las cantantes blancas saltarían victoriosos las tristes trancas de mi astigmatismo.
-
Era tarde, no obstante, para llegar a menos de quince metros del escenario. No sólo porque había demasiada gente, sino porque a medida que uno avanzaba se iba comprometiendo a resistir dosis mayores de sacrificio. Llegado un punto, en mitad del concierto, concedí que había sido un error dejar el palco, toda vez que nosotros apenas nos movíamos, como no fuera para esquivar algunos entre tantos pisotones, mientras atrás, en nuestros lugares, la gente no paraba de bailar. De regreso en el palco, supimos que los de mero adelante traían una fiesta que rebotaba en el escenario. Sin ellos, es seguro que habríamos estado en otro concierto. Finalmente, observamos, cada uno se ubica donde más o menos le acomoda, según le importe el tema de la comodidad. Pues de entrada hay un tema que se esfuma, y éste es el del dinero. La diferencia entre caro y barato apenas pasa de sesenta pesos mexicanos.
--
Excéntricos de rancho
-
Crecí en una ciudad mojigata donde un mero concierto de música pop era, visto de lejos, idéntico a una orgía. Para desengañarse, había que viajar, y así un solo boleto para ver a David Bowie en Long Island venía costando lo que un boleto de avión, más varios días de hotel, más comisión de agencia, más viáticos diversos. Difícilmente menos de mil dólares le tomaba a uno cruzar las puertas del estadio como cualquier espectador local que se ha gastado menos de cincuenta dólares, con todo y el transporte. Únicamente, pues, un espectáculo fuera de lo común o un cierto fanatismo autosugestivo justificaban semejante esfuerzo, de por sí equivalente a la compra de varias docenas de discos importados. Ir y gastarse mil o más dólares en asistir a un show de cuarenta parecía nada menos que una excentricidad de pueblerino, pero no había otra opción porque en México persistía la creencia de que en esos eventos nada había más común que la puesta en escena de gang-bangs, misas negras y picaderos masivos.
-
¿Exagero? Seguramente, toda vez que el recuerdo de esos años los hace ver aún más absurdos y ridículos. Hoy día un concierto de rock, por rudo que se anuncie y duros que parezcan sus asistentes, parece más común y menos peligroso que una función de circo, donde nunca se sabe si el tigre despertó especialmente hambriento. Vuelvo a febrero de 2010: el concierto de Joss Stone ha terminado y es hora de volver a la realidad, donde unos se regresan en el Metro, otros en taxi y otros más en su coche y cada uno irá a cenar adonde pueda y guste. Más allá de la voz y la presencia escénica de la cantante, paga uno también sus 32 euros por sumarse a la ficción donde toda la vida cabe en 20 canciones y no importa el dinero, entre otras aflicciones de la vida real.
--
El beat del VIP
-
Cuesta trabajo creer que la entrada a un concierto común y corriente tenga un precio mayor a los mil pesos, y que incluso haya algunos que se cotizan en el equivalente a un vuelo a Nueva York. Zona dorada, le llaman de pronto. Ese espacio de colisión emocional que en la gran mayoría de los conciertos se reserva al fanático más entusiasta, en México es un reluciente VIP, donde de pronto importa menos ver que ser visto. No es extraño, por tanto, que las zonas doradas se vean invadidas por públicos amigos del confort, más uno que otro intenso que vendió su alma al diablo por un boleto. Compárese la retroalimentación que se puede esperar de un millar de pudientes satisfechos y una masa de ansiosos que piden más y más. De modo que al final quienes se gastan nueve mil pesos en un par de entradas ocupan el lugar que por razones técnicas debería corresponder a otros, en claro detrimento del show.
-
Y aquí es donde llegamos al ingrediente oculto de la cuestión: de Avándaro a la fecha, los conciertos masivos arrastran el fantasma del pavor a la plebe. No es extraño que algunos de los afectos a la zona dorada paguen menos por ver lo que verán que por mirarse a salvo del naquerío. Poder ir al concierto sin salir del club, en un espacio aséptico donde la desmesura rara vez se contagia y menos se origina. Allí donde las bolas rápidas se hunden sin rebotar, o en todo caso lo hacen con moderación. Sabemos lo que paga un inquilino de la zona dorada, no así lo que le dan al espectáculo quienes, en otras partes, pasan la noche entera haciendo cola para alcanzar un democrático boleto de primera fila. Vista de lejos, la diferencia es trágica. País civilizado tendría que ser aquél donde el pop puede darse el lujo de ser pop.

No hay comentarios.: