martes, julio 27, 2010

El futuro fue asiático (Diario Milenio/Opinión 27/07/10)

El cuerpo es algo tan pequeño
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En El Chino, uno de los libros más recientes del autor sueco Henning Mankell, la jueza Brigitta Roslin se ve involucrada de manera azarosa en la resolución de un caso cruento y en apariencia inexplicable: una mañana de invierno, los diecinueve habitantes de Hesjövallen, un pequeño pueblo del norte, aparecen brutalmente asesinados. A medida que emergen diminutas pistas evasivas, la jueza parece entender que el motivo viene de tiempo atrás y, en efecto, de otro país. El motivo, si es cierto que lo es, se origina, en parte, en las devastadoras condiciones económicas que dieron pie a los procesos de emigración que caracterizaron a la China del siglo XIX y, en parte también, en el oeste norteamericano donde un trío de hermanos enfrentaron condiciones lamentables de trabajo tendiendo las vías del ferrocarril. Junto con una amiga radical de los 60, pues, la jueza Roslin abandona el invierno sueco y llega a Beijing, donde todo es distinto a como lo imaginara en su juventud. Después de caminar por la plaza Tiannamen y de digerir una tradicional comida china donde se han combinado los platos dulces y salados, calientes y fríos, la jueza reflexiona: “Rodeada de todas aquellas personas que se apretujaban por las calles, o sola en el anónimo hotel de la gran ciudad de Pekín, se sentía como si su identidad empezase a difuminarse. ¿Quién le echaría de menos allí si se perdiese? ¿Quién se percataría siquiera de su existencia? ¿Cómo podía vivir la gente cuando se sabía sustituible?”. Con años de diferencia y procediendo de un país distinto, me descubrí pensando cosas similares mientras observaba mi primer atardecer asiático detrás de la ventana. El cielo era de un gris imperial, como imperiales eran las dimensiones de los edificios circundantes e imperial el río de cuerpos que fluía sin cesar por las anchas avenidas. ¡En pocos lugares como en la capital de la China se transforma el cuerpo en algo tan pequeño! Ya frente al peso de las construcciones ancestrales o ya bajo las sombras de las masivas edificaciones posmodernas, el cuerpo no puede olvidar aquí por un solo instante que la historia es un vasto quehacer que igual se disemina en el pasado, en el punto en que la memoria se torna inmemorial, como hacia el futuro, donde la imaginación camina frente a nuestros pasos. Destronado, fuera ya de un antropocentrismo occidental, el cuerpo mira a su alrededor, huérfano. Y ésa es, sin duda, la primera sensación verdaderamente asiática de mi vida. Luego vendrá la confusión, el asombro, el descontrol, la euforia, el temor. Pero al inicio, justo después de aterrizar, cuando apenas me llevan del aeropuerto al hotel y pregunto ya por la destrucción que observo en el camino, está ahí ya toda entera la orfandad.
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—La ciudad está dividida en una serie de anillos —me explica mi informante con amabilidad pero sin grandes detalles—. Estamos entrando ahora en el segundo —dice, mirando por el espejo retrovisor, confirmando que he escuchado bien—. Mañana esto no estará aquí —asegura con parsimonia luego, sin despegar la mirada del vendaval.
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A mi regreso, apenas unos días después, comprobaré que mi parsimonioso informante decía la verdad. Se le llama Gran Cambio. Se le llama Globalización. Se le llama Preparativos para una Nueva Era. Se le llama el Futuro (que viene desde un pasado inmemorial) Será Asiático (o no Será).
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Juan Muñoz en Xian
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—Pero si esto es como Nuevo Laredo —es lo primero que digo en voz alta cuando el camión que he tomado en el aeropuerto llega finalmente a Xian. Se trata, en efecto, de una ciudad sobrevolada por el polvo en cuyas calles se abren talleres mecánicos y vulcanizadoras a granel. Hay tantos que, de hecho, me pregunto si todos los negocios de Xian son talleres mecánicos y vulcanizadoras. He viajado, contra todo consejo, sola hasta Xian y, ahí, contra todo consejo, he optado por el camión en lugar del taxi. No seguir consejos ha sido siempre mi especialidad. No sé que lo lamentaré, que verdaderamente lo lamentaré, sino hasta la última parada, cuando todo mundo baje del autobús y comprenda, primero algo divertida y más tarde con bastante estupor, que la posibilidad de quedarme ahí, justo ahí, varada y ahí, no es tan remota como podría creerse. Ahí estoy yo, pues, con mi maleta y ese pequeño mensaje que ha escrito en mandarín el Joven Guía de Beijing. Ahí estoy yo, con la maleta y el mensaje parada por horas, todas las horas que se requieren para conseguir que alguien en Xian pueda leer el mensaje y, después de leerlo, pueda indicarme qué hacer para llegar a una de las muchas universidades del lugar y, una vez dentro de un inmenso campus universitario, para alcanzar la puerta de mi hotel. Ahí estoy yo, en una esquina de Xian, preguntándome qué diablos hago aquí.
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Asumo cada peripecia con cierta emoción. Uno de los primeros cuentos que escribí en ese otro siglo que dominó la economía de Estados Unidos, antes de que iniciara lo que ya inició que es el Futuro Asiático, se llamó El Desconocimiento. Su personaje principal se llamaba Xian. Bautizo demencial. Camino ahora, eso pienso entonces, dentro del nombre de un personaje que es una ciudad. Bajo mis pies, el tiempo. La mella. Eso me emociona. Me emociona eso como me emocionan luego los coros de ascendencia maoísta que se congregan en las tardes en las plazas de la ciudad; como me emocionan sus murallas y sus papalotes y sus mercados musulmanes y su McDonalds; como me emocionan, cuando finalmente los veo, los rostros de los soldados de terracota que, alguna vez, libraron una batalla contra campesinos de verdad. No puedo evitar la suspicacia: ¿es ésta una oficina más del Mercado de las Perlas? ¿Estoy justo en el centro del Tepito Universal? A medida que avanzo cerca de sus cuerpos, sin embargo, les creo. Son sobrevivientes. Han sobrevivido a todo. Están aquí. Aun los soldados que yacen desmembrados sobre ciertas áreas de la tumba-museo están aquí: un cuerpo a través del tiempo. Adentro. Es entonces que pienso en Juan Muñoz, en las dimensiones de los cuerpos que el escultor español colocó en semi-círculos, enfrentando al espectador con una sonrisa uniformada. La burla del tiempo. Su mella.

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