martes, diciembre 21, 2010

La alegría de leer a Almudena Grandes (Diario Milenio/Opinión 21/12/10)

A. Es inevitable preguntarse a veces para qué sirve una novela. ¿Por qué en un mundo donde todo ha sido dicho, donde aparentemente no hay ya nada nuevo bajo el sol, ahí donde los temas siguen siendo el amor o la muerte o el cuerpo o la enfermedad, uno continúa con esta larga tarea solitaria que es leer una novela?

Cada pregunta incluye su respuesta, eso se sabe. Tal vez uno toma el libro que responde al nombre de novela principalmente para eso: para gozar de una larga jornada solitaria junto a algo que palpita. Y acaso otra manera de decir lo mismo sosteniendo, sin embargo, algo un poco diferente es decir que uno lee una novela, especialmente una larga novela larga como ésta que ahora nos congrega, una novela como Inés y la alegría de Almudena Grandes, para no estar solo. Leemos, me gustaría decir algo que por obvio no deja de ser descabellado ahora mismo, leemos para tener tratos con la soledad.

B. En “La historia de Inés”, la sección con la que Almudena Grandes decidió cerrar éste, su primer episodio de una serie de seis bajo el espíritu común de “Episodios de una guerra interminable” hay espacio para documentar la primera visión. Justo después de “tener noticia” de un acontecimiento poco conocido en la historia moderna de España —se trata de la invasión del valle de Arán que tuvo lugar entre el 19 y el 27 de octubre de 1944— la autora concibe algo que parece descabellado, algo en todo caso sin explicación: una mujer montada a caballo se une a la guerrilla con cinco kilos de rosquillas a cuestas. Eso, poco más que eso, sucedió una tarde de febrero de 2005: la manifestación de algo que requiere si no explicación, por lo menos sí atención. La atención más reconcentrada.

Y si la pregunta sigue siendo la misma, ¿por qué o cómo es que seguimos leyendo novelas?, aquí encontraríamos al menos un par respuestas más. Porque al leer conocemos de hechos que la historia oficial o el olvido también oficial o la distracción más bien generalizada ha condenado a la invisibilidad. Justo como en el momento de su triunfal aparición como novela, allá por el siglo XIX, la novela se desgaja de la historia en su atención al detalle, su atención a las diminutas acciones cotidianas que más de un historiador o cronista han dejado atrás por considerarlas o transparentes o anodinas. Así, en Inés y la alegría se entretejen, “historias igual de heroicas pero mucho más pequeñas, momentos significativos de la resistencia antifranquista, que integran una epopeya modesta en apariencia, gigantesca si se le relaciona con su duración.” Así y todo, si el lector sólo quisiera saber algo que ha estado previamente oculto podría, de quererlo, de tener la opción, elegir otro tipo de libro o de medio. Pero uno lee una novela que trata aspectos poco conocidos o enterrados por la historia oficial sobre todo porque en sus páginas se trasmina la presencia de esa primera visión entre descabellada e inexplicable que surge, aparentemente de la nada, una tarde muy fría de febrero. Leemos porque algo pasó entre el 19 y el 27 de octubre en 1944 que en su quijotesca y atrabancada actitud contra el poder no sólo merece ser contada sino, sobre todo, merece ser contada también desde el lugar más desatado que da la imaginación. No para conocer, luego entonces, sino para preguntarnos (y aquí parafraseo a la Duras) lo que conoceríamos en caso de que conociéramos.

C. Uno lee, pues, una novela larga para tentar a la soledad y para hacerse preguntas imposibles y para perderse con gusto, con gozo, en la materialidad misma de todas las palabras. A la novela histórica tradicional se le a acusado de percibir el lenguaje como una especie de medio o contenedor a través del cual pasa, de preferencia sin obstáculo alguno, la anécdota o el relato. Se presume, claro está, que la estrella de la novela histórica es el contenido y que el lenguaje con el que va contada es más bien un pretexto, una vez más de preferencia maleable y liso. Pero si uno leyera libros por el así llamado “contenido” uno podría bien dejar de leer novelas. Uno tiene que leer esta versión novelada de un episodio nacional ocurrido en 1944 porque las palabras, todas y cada una de ellas, la sintaxis, la estructura dentro de la cual fluyen, todo eso junto, es también el episodio nacional. No sería lo mismo, por ejemplo, referirse a Dolores Ibárruri, la famosa Pasionaria, como una mujer de mediana edad enamorada de un hombre más joven (esto sería más o menos el relato, la anécdota, en otras palabras: la información) que decir: “una mujer enamorada, poderosa y enamorada, ambiciosa y enamorada, inteligente y enamorada, disciplinada y enamorada, legendaria pero, sobre todas las cosas, enamorada y por lo tanto débil, obsesionada, incauta, vulnerable, tiembla más que el mundo”. El uso aquí de la repetición no sólo ancla el ritmo de la frase, volviéndola tonada más que melodía, sino que también dice, diciéndolo pero sin decirlo, el carácter hondo y circular de la situación amorosa. O el ritmo del lenguaje que, también, marca el ritmo del embate de los cuerpos: “Desde allí fuimos andando, no sé cómo, porque yo no miraba y no escuchaba, no veía nada fuera de mí, no sentía nada más allá de a mi boca, porque de repente todo mi cuerpo era boca, todo mi cuerpo labios, toda mi piel, de la cabeza a los pies, las comisuras de mis labios, la punta de una lengua que era yo y lo era todo, y que no veía nada, pero lo sentía todo con esa forma extremada, radical, de sentir que es propia de la boca, de los labios”.

Después de todo, lo sabemos ya, “la historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales”. Y de eso, de enunciar esa verdad que por simple no deja de ser elusiva, de enunciarlo con todas sus consecuencias, es decir, con sus largas frases pobladas de comas y, felizmente, de puntos y comas, de eso, pues, de enunciar esa historia inmortal pero en forma de cuerpo mortal, es de lo que se trata Inés y la alegría y es otra de las razones por las cuales seguimos leyendo novelas sobre un sofá o en la cama, ya cuando todo mundo se ha ido y empieza, finalmente, la realidad.

D. Una novela que no se lo proponga todo es una novela que sin duda fallará. Y para eso también sigue uno leyendo libros a los que denominamos novelas: para quererlo todo, todo junto y todo a la vez.

Aguas con esas goteras (Diario Milenio/Opinión 20/12/10)

¿Lero lero, comandante?


“Es perfectamente monstruosa —respingaba Lord Illingworth en Una mujer sin importancia— la forma en que la gente va por ahí diciendo en contra de uno, a sus espaldas, cosas que son absoluta y enteramente ciertas”. Unos años más tarde, tocaba a José K. y su memoria autoincriminadora calibrar los alcances de esa monstruosidad: un Estado del que no sabes nada y que lo sabe todo sobre ti; o acaso, para colmo, lo sospecha y eso ya le es bastante. Un poder para el cual no se tienen secretos, pues no se reconoce el derecho a guardarlos y sí la obligación de responder por cada uno de los propios pensamientos, si es que éstos se atrevieron a apartarse de ciertas entelequias imperantes. Un poder similar al que mantiene en jaque a los presidiarios. Un poder susceptible de replicarse en todas las escalas. Nadie que haya vivido en un pueblo de mierda —los hay en todas partes, inclusive dentro de una ciudad o en el puro interior de un edificio— ignora los alcances de la maledicencia, ya sea porque la haya padecido, ejercido o nomás visto pasar, allí donde el derecho a los secretos ha sido conculcado por el poder omnímodo de los murmuradores.

Escupía hacia arriba Fidel Castro Ruz cuando dio libre curso a la ocurrencia de elogiar nada menos que Julian Assange, por méritos que en la isla de su propiedad se castigan con un rigor sañudo e implacable. Cierto es que las goteras en la casa del enemigo tenían que llenar de regocijo a quien por más de medio siglo se ha alimentado de esas gamberradas, pero parece extraño que su celo de alcaide y capataz no encontrara un aroma familiar desde la esencia misma de aquellas filtraciones. Por más que su dictado haya sido a sus ojos —los únicos que cuentan— impecable, no puede el dictador elogiar los empeños de quien es su enemigo natural sin arriesgarse a que el escupitajo termine de regreso en su lugar de origen. ¿O es que alguien se imagina al Coma Andante condecorando a un émulo habanero de Julian Assange?

El celo del celador


No tardó el de las barbas en rectificar. Una vez que se vio salpicado por esas filtraciones que en un principio tanto aplaudió, no le quedó ya más que arremeter contra los periódicos que las hicieron públicas y recular hacia su zona de confort, que es la eterna teoría del complot en su contra. Rectifiquemos, pues: no es que Fidel esté contra la transparencia; puede decirse, en cambio, que es su gran promotor y como tal se excluye de la regla. Una cosa es que los demás sean exhibidos (¡viva la transparencia!) y otra muy diferente que exhiban a uno (¡esto es un atropello!). Si el Estado cubano se conduce, a estas alturas, con la más ortodoxa opacidad soviética, sus ciudadanos son del todo transparentes. ¿Revelar ellos secretos de Estado? Sólo eso le faltaba al Estado, que no encuentra cómo callar a los blogueros empeñados en revelar sus formas de vida en la isla. He aquí, por ejemplo, un secreto explosivo: hace unos pocos días, Yoani Sánchez revelaba en su Twitter que un pasaporte en Cuba cuesta 60 dólares, el triple del salario vigente. No es preciso ser hacker para enterarse.

Pocos inventos preocupan tanto a Castro y sus aliados como la red de redes, que en Cuba tiene un solo punto de entrada y está a merced no sólo de un control estricto, como además de toda suerte de obstáculos, empezando por los precios de conexión y la falta de acceso para los nacionales. Mas para que estos datos sefiltren a internet es preciso que los blogueros cubanos consigan asimismo filtrarse, por ejemplo, a uno de esos hoteles donde los extranjeros gozan sin discreción de los lujos podridos de Occidente, como el de hacer lo que les da la gana —conectarse a la red, por ejemplo, a cambio de unos dólares— sin sufrir el acecho permanente de un ejército de profesionales de la intromisión, apoyados por tantos delatores que cualquiera podría ser uno de ellos.

¿Quién dijo filtraciones?


“Cada oficina de permiso de salida aquí es el eslabón visible de la cadena, la evidencia del grillete”, cuenta Yoani Sánchez en su Twitter. “Gente que ha muerto lejos sin obtener permiso de visitar su patria, mis padres que no han podido conocer el afuera”, reflexiona después en torno a la eficacia de sus carceleros, mientras su blog recibe decenas de miles de visitantes que la ven llegar tarde a las noticias. ¿Wikileaks? En Cuba se enteraron con días de retraso, es decir rapidísimo, gracias al entusiasmo saltarín del barbón, recogido oficiosamente por Granma —no la abuela, el periódico— y más tarde callado para siempre. ¿Cómo va a imaginar un hombre en tal medida voluntarioso, habituado al temor y la reverencia de cada uno de los que tratan con él, una prensa que no dependa del poder y hasta sea capaz de desobedecerle?

Nadie quiere vivir en una casa de cristal, pero a veces son buenas para ciertos empleos, como el de gobernar a los semejantes y poner su dinero a trabajar. Si un cubano labora en una empresa extranjera y ésta le paga los cuatrocientos dólares que el gobierno le exige en su nombre, recibirá al final nada más que los veinte dólares de marras, tras pagar al Estado un impuesto de 95%. ¿Cómo es que semejante contribución no le vale el derecho a vigilar su buen aprovechamiento y reclamar en caso contrario? ¿Quién le explica que luego de tres meses de trabajo al servicio del estigmatizado capital, para colmo extranjero, sus dizque compañeros le hayan arrebatado la friolera de 1,140 dólares y no le quede más que para un pasaporte, y eso si tiene suerte y le dan el permiso para viajar en plan de menesteroso? ¿En qué triste momento el Estado Patrón despertó convertido en Estado Padrote?

Si yo fuera Fidel, en todo caso, ya le habría ofrecido asilo y protección al australiano Assange. Ganaría no veinte, ni cuatrocientos, sino los dólares que le diera la gana si era capaz de hacer en mis dominios justo lo opuesto de cuanto anduvo haciendo. Mañana en la mañana, le diría, como si girara órdenes al plomero, no quiero saber de otra filtración.