martes, mayo 24, 2011

La parvada imparable (Diario Milenio/Opinión 23/05/11)

El pasatiempo de hoy consiste en matar cerdos a pajarazo limpio y presumirse adicto, por no quedarse atrás.


1. Cuestión de compulsión

Foto: Alfredo San Juan

El juego está de moda, tal como las palabras que con frecuencia se usan para hablar de su extraño sortilegio: adicción, fanatismo, intensidad. Uno sabe que es hombre de su tiempo cuando se dice adicto, más que adepto, pues el segundo término suena a muy poca cosa cuando se le compara con el primero. Sobran quienes se dicen adictos a la música, el cine, los libros, y en general hasta el más nimio y ñoño de los pasatiempos, con un orgullo igual de exagerado pues se trata de hacerse ver así: víctima venturosa de una pasión extrema; fuerte sólo a partir de las debilidades que la hacen posible. Y es el caso, de pronto, con el juego de marras, mas esta noche no hay orgullo que valga. Quiero decir que avanza la madrugada, los pendientes se agrupan desde hace varios días y tengo puesta en pausa media vida por causa de un problema hasta hoy insoluble que apenas me permite conciliar el sueño: su nombre es Angry Birds y todavía no sé cómo soltarlo.

Quien haya sido adicto a alguna cosa debe saber que en ello ya no hay casi placer y aún menos novedad, por más que su recuerdo persista en la engañifa de pasar lista en nombre del ausente. Lo que hay, en todo caso, es esa intensidad que permite a la víctima creer que de todas maneras está viviendo a tope, y la prueba es que no se atreve a darse tiempo ni para hacer escala en al baño, como si dos minutos de liberación pudieran resultar un hecho catastrófico. Y aquí entra el otro término: fanatismo. Llamarse uno fanático de alguna actividad equivale a decir que es lo bastante buena para hacer prescindible todo razonamiento y entregarse a seguirla o venerarla con la ceguera propia de un ignorante pleno de certezas. Si en el mundo hay fanáticos dispuestos a inmolarse por causas francamente inmateriales, no debería de parecer extraño que otros dejemos trozos de existencia dirigiendo a unos pájaros kamikazes al ignoto interior de una pantalla plana como la vida que nos queda.

2. El tamaño del tantito

No diré que a Angry Birds le falta gracia, si la tiene de sobra desde el primer instante. Más que hacerlos volar con unas alas que jamás vemos —tampoco tienen patas, solamente cabeza— se trata de lanzar a los pajarracos valiéndose de una resortera virtual, de modo que se estrellen contra sus enemigos: unos cerdos ladrones de huevos que son quienes los han puesto furiosos y prestos al martirio vengador. ¿Cómo explicarse que de una trama tan simple puedan venderse más de doscientos millones de copias? Puede que sea por eso. No es preciso saber nada especial ni tener cualquier clase de destreza para jugar a los Pájaros Furibundos y eventualmente descubrirse enviciado. “Tres más y ya”, me he prometido infinidad de veces luego de ver la hora y alarmarme por tanto despropósito, pero pasa que el éxito puede tanto como la frustración, de forma que tanto ésta como aquél invitan a seguir otro poquito más, y otro, y otro. Qué tanto es un tantito, finalmente.

En promedio, un tantito puede medir entre 30 y 60 segundos. O segunditos, que es como se los ve desde la entraña misma de la obsesión. Con suerte y maña, bastan no más de cinco intentos de esa talla para acabar con cada nivel, aunque a veces se logra en el primero... o en el quincuagésimo. Motivo, éste último, para obstinarse con mayor tesón. ¿O es que la máquina va a poder más que uno? Suponiendo que exista un ser humano capaz de resolver los poco menos de 250 niveles en el primer intento, indefectiblemente, bastarían no más de tres horas para acabar con el pasatiempo, pero eso es demasiado suponer. En realidad, hay quien se pasa días en un solo nivel, hasta que se le ocurre cambiar de estrategia o una chiripa insólita le cae del cielo. La familia, el patrón y hasta el romance pueden esperar, toda vez que lo único importante es encargarse de esos pájaros malditos.

3. S.O.S.

En realidad, no sé si sea fácil. Tampoco tengo idea de si soy bueno o malo para jugarlo, ni qué tanto cerumen es preciso invertir en el empeño. Supongo que ahí reside la satisfacción: uno se siente hábil de cualquier manera, de lo contrario menos podría parar. Cuestiones de autoestima, qué se le va a hacer. ¿Quién quiere irse a la cama con la frustración? Y una vez que ésta ha sido superada, ¿quién resiste la nueva tentación? Debe de haber decenas de millones de pelmazos que ya se sienten listos, audaces y brillantes sin precisar de más confirmación. Quise decir: debemos. Aunque de ahí a afirmar que es uno adicto de seguro hay distancia. Nada hay tan fácil entre los obsesivos como echarle la culpa a una adicción presunta, cual si ésta ya existiese por su cuenta y uno fuese su víctima indefensa. Todo lo cual no deja de tener su chic, si no hay más que decirlo para estar a la moda y formarse en la fila de felices adictos, intensos y fanáticos.

La soledad ayuda, cómo no, si además de ganar concentración el sujeto se mira incomprendido por quienes no comparten su monomanía. Ahora que si nos da por hacer números, una cifra mayor al tres por ciento de la humanidad —¿el cuatro, el diez, el quince?— ha caído ya presa de esta exacta obsesión. Ahora mismo tiene que haber en el planeta entero multitudes de empecinados impertérritos lanzando pájaros desesperadamente contra unos cerdos que no paran de reírse. No vayamos más lejos: solamente la cuenta de niveles y el cálculo del tiempo que toman los intentos le ha robado un par de horas a estas líneas. Tampoco es tanto tiempo, si he de sumar el hasta hoy invertido, más lo que falta de dos nuevas versiones que se antojan igual de compulsivas. No quiero ser adicto, ni intenso, ni fanático. Alguien por favor sáqueme de aquí.