lunes, diciembre 12, 2011

Aquel primer gafete (Diario Milenio/Opinión 12/12/11)

Pereza de especialista

Hasta donde recuerdo —y es seguro que miento, esas cosas se olvidan—, la última vez que escribí sobre un disco estaba en otro siglo y tenía una montaña de ellos enfrente. Todos regalados, casi siempre en montón, de modo que tenerlos ahí delante no era, como pasó al principio, la perspectiva de un banquete lujuriante, sino algo similar a un deber engorroso. Como si esa montaña de discos nuevos fuese un ciento de exámenes en espera de ser calificados, a sabiendas no sólo de que había tiempo menos que suficiente para enterarse de su contenido, ya no digamos interesarse por él, sino encima, y sobre todo, que el calificador estaba lejos de tocar decentemente un instrumento, y esa sola carencia lo descalificaba para otorgar a un producto musical más calificación que la sentimental. Nadie ignora, por cierto, cuan caprichosos y autoritarios pueden llegar a ser los sentimientos, de por sí desdeñosos ante lo demasiado familiar y ávidos de todo cuanto luce más allá de su alcance.

Cierto es que pocos deleites hay tan suculentos para el aficionado como el de hacerse parte de la función que admira, pero vale advertir que el gusto dura poco, una vez que se agotan las fichas de la mística. Imposible olvidar aquella sensación de privilegio extremo que lo cautivó a uno durante la noche mágica de su primer gafete. Hasta que un día el gafete se vuelve, como el coche, un mero requisito de trabajo, que a menudo confina al portador a asistir al concierto desde un palco repleto de espectadores que no se divierten, y si lo hacen se obligan a disimularlo, en el nombre de su estatura crítica. Si alguna vez el portador se vio envidiado por los fanáticos, desde ese palco triste aprenderá a envidiarlos, y con el tiempo simpatizará con ellos desde alguna distancia profiláctica, pues le toca asimismo juzgar a ese público del que hace tanto tiempo dejó de formar parte.

Las olas del deseo

Uno de los auténticos privilegios del culto al gafete consiste en la prerrogativa intermitente de acercarse a personas y personajes de los que aprende cosas invaluables. Philip Glass —durante un tiempo músico de noche y taxista de día— me pidió alguna vez que imaginara la vida atormentada del especialista, que está obligado a ir adonde los demás van por placer, a un ritmo de trabajo esclavizante que atrofia los sentidos aun del más entusiasta. ¿Quién goza cinco, seis conciertos por semana, a lo largo de años de aplicar los rigores del intelecto ahí donde los demás prefieren ser juguete de sus emociones? Entre palcos, camerinos, zonas VIP y pasillos iluminados como baños públicos, la mística se esfuma y en su lugar se impone la simulación. Si antes, en la butaca, era uno dichoso, ahora es oficialmente feliz. Así debe creerlo, y si acaso lo duda puede empezar por preguntarse cuánto le costarían todos sus privilegios, suponiendo que todos tuvieran un precio. De esta dicha aritmética deberá extraer fuerzas para seguir pensándose envidiable y creer que ese monte de discos sin estrenar es un botín que invita a relamerse los tímpanos.

Quienes han obtenido ya miles de canciones gratuitas en formato MP3 saben probablemente de lo que hablo: la adicción a lo fácil y lo gratuito adelgaza el volumen del deseo. A más de una década de aquellos últimos discos regalados, miro el buró y confieso que hay dos montañas de discos sin abrir. La diferencia es que éstos están junto a la cama, y eso porque no caben en el botiquín. Los he comprado todos como quien pone fichas en el tapete verde, no pocas veces presa de acuciantes punzadas en el codo, sólo que tengo tiempo de sobra para que la ruleta gire y gire. Ya sé que se amontonan los placeres pendientes, pero así es el oleaje del deseo. Por su naturaleza veleidosa, los antojos suelen llegar desordenadamente, pues nada en sus dominios huele a compromiso. Son la parte más libre de nosotros y les importa un pito lo que se espere de ellos. Ahora mismo que pergeño estas líneas a lomos del nuevo álbum de Chico Buarque, no me ha dado la gana revisar su alineación de músicos. Y eso que llevo dos semanas oyéndolo. Debería decir: gozándolo sin freno. Con su permiso, no soy especialista.

Palabras sin gafete

No me es fácil hablar de Chico Buarque porque pasa que es uno de esos temas en tal medida íntimos que temo carecer ya no nada más de objetividad, sino de hecho sentido de la realidad. Escucharlo por días y semanas, sin siquiera cambiar de disco porque uno se ha mudado a vivir en esa colección de canciones, transforma en cotidiano lo sobrenatural, y viceversa. Es decir que deja uno de saber si lo que escucha es en sí maravilloso o sólo una ventana que hace ver así al mundo. Pero claro, estas cosas pueden decirse igual de cualquier otro afecto, si al fin hablan más de uno que del tema. Antes, cuando había logrado la dudosa proeza de convertir el gozo en trabajo serial, me ocupaba de conocer de cerca, según yo, la causa del placer a ser narrado. Y ahora que ese placer no es sino una dichosa pieza del paisaje, asumo mi papel de vicioso irredento: no me interesa más que el puro efecto.

Pasar de aficionado a especialista no implica mucho más que conseguir un par de gafetes de prensa y seguir la corriente hacia el palco callado. Hay bebidas gratuitas y área especial de estacionamiento; y hay gente que se pasa dos semanas hablando de una noche como aquélla. Luego les da por irse entremezclando en el recuerdo, pero uno está obligado a manejar los datos con soltura, si no con el aplomo de un divo de la trivia, mientras al otro lado los aficionados sacan jugo a la noche como les da la gana, y siempre que es preciso se exceden como y cuanto se les antoja, sin que se enteren todos sus colegas. ¿Y no es cierto que de esto se trataba la música, antes de que llegara aquel primer gafete? Perdón que no hable más de Chico Buarque, pero ha sido difícil recobrar el papel de aficionado. Adiós, palabras necias. Que se escuche la música.