miércoles, noviembre 14, 2012

Los signos del aquí (Diario Milenio/Opinión 13/11/12)


En ocasión de un célebre ensayo sobre la obra de Alberto Giacometti, el escritor francés Jean Genet sostenía que una verdadera obra de arte tendría por fuerza que ser dirigida a los muertos. Si el trabajo del escultor o del escritor había logrado avizorar o asomarse apenas a la soledad de los seres y de las cosas, esa “realeza secreta, esa incomunicabilidad profunda pero conocimiento más o menos obscuro de una inatacable singularidad”, entonces su fin no podía ser el pasado y ni siquiera el futuro. Mucho menos la posteridad. El trabajo artístico no se desliza en dirección, luego entonces, de las generaciones venideras, a las que Genet llama “las generaciones infantiles”, sino hacia al infinito pueblo de los muertos que, aguardando en su tranquila ribera reconocerán, o no, esos signos del aquí que constituyen las verdaderas obras. Le parecía, pues, al escritor que canonizara Jean-Paul Sartre en su monumental Saint Genet, que, para alcanzar su esplendor más amplio, para extenderse hasta sus “más grandiosas proporciones” una obra tendría que “descender los milenios, unirse si le es posible a la inmemorial noche poblada de muertos que van a reconocerse en esta obra”.1
Nada podría sonar más adecuado en el crepúsculo horrísono de la necropolítica, pero ¿puede en realidad traducirse cabalmente a través del tiempo y del espacio la propuesta estética de Jean Genet? ¿Qué quería decir dirigirse “al gran pueblo de los muertos” en 1957, fecha de publicación del ensayo, desde los terrenos de Europa, y qué quiere decir ahora, a inicios de la segunda década del nuevo siglo, para una tierra sembrada de fosas y sitiada por el horror cotidiano? ¿Hablamos de hecho, el ladrón santo de mediados del siglo XX y los aterrados de hoy, de los mismos muertos?
Genet inicia ese ensayo que Picasso llegaría a considerar como uno de los mejores escritos sobre artista alguno con una reflexión alrededor de la nostalgia por un universo en el que, desnudos de sí, los seres humanos pudiéramos descubrir, “en nosotros mismos, ese lugar secreto a partir del que hubiera sido posible una aventura humana distinta”.2 Una aventura que, por cierto, Genet consideraba también una aventura moral. En ese mundo, el arte lograría su cometido último: “liberar el objeto o al ser elegido de sus apariencias utilitarias”, retirándolo, por decirlo de otro modo, de la circulación de las mercancías que organiza el capital. Solo así, solo de esa manera, lograría el arte “descubrir esa herida secreta de cualquier ser e, incluso, de cualquier cosa, para que los ilumine”.3 Esa herida vital, esa herida que nos determina como especie, es la soledad: el lugar secreto, el refugio, lo que resta de incomunicabilidad y, por lo tanto, lo que contradice la transacción o el comercio barato de lo utilitario.
Para adentrarse pues en el dominio de los muertos, para “rezumar a través de los porosos muros del reino de las sombras”, era preciso primero, de acuerdo con Genet, utilizar el escalpelo de la soledad propia para dirigir la atención a algo o alguien con el fin de separarlo del mundo, impidiendo así que eso, ese algo o ese alguien, ese fenómeno, se confundiera con las cosas del mundo o se evadiera “en significados cada vez más difusos”. La atención estética, que parte de y multiplica a su vez la soledad de la atención creativa, debe “negarse,” aseguró Genet, “a ser histórica”. La experiencia estética privilegia, o debería privilegiar en todo caso, la discontinuidad y no la continuidad. Por eso decía Genet que cada objeto, cada pieza de arte, y aquí podría incluirse con cierta deliberación a la realidad del libro, “crea su espacio infinito”. La operación del arte, que es un momento de reconocimiento, es también, acaso sobre todo, un momento de restitución. La soledad original, esa “nobleza real”, nos es restituida y nosotros, que la miramos, para percibirla y ser conmovidos por ella debemos tener una experiencia del espacio, no de su continuidad [de su historicidad] sino de su discontinuidad [de su infinitud]”.4 A esa infinitud le pertenece, sin duda, el reino de los muertos. Los pueblos de los muertos son, en otras palabras, esa infinitud.
Cuenta Genet que en una de sus visitas al taller de Giacometti, el escultor le comentó de su deseo de modelar una estatua solo para tener el gusto o el privilegio de enterrarla. Lo que llamó la atención del autor de novelas paradigmáticas de mediados del XX en las que la materialidad del lenguaje, siendo irreductible, juega tal vez el papel principal, fue que Giacometti no deseaba que las estatuas enterradas fueran descubiertas, ni en ese momento ni después, cuando ni él ni su nombre permanecieran ya más sobre la tierra. La pregunta de Genet, consecuentemente, fue ésta: “¿Era enterrarla ofrecérsela a los muertos?”
Los muertos de Genet, lo dice él en el mismo ensayo, “nunca han estado vivos” o, al contrario, “lo estuvieron bastante para que se olvide, y para que su vida tuviera la función de hacerles pasar a esa tranquila ribera donde aguardan un signo —procedente del aquí— y que ellos reconocen”. No constituyen un concepto abstracto, pero sí son infinitos. No son históricos en sentido estricto, pero, si son una eternidad, son una eternidad que pasa. Son difuntos, en efecto, pero de sus reacciones dependen tradiciones enteras de operaciones artísticas. En todo caso, en ellos estriba, en su reconocimiento y en su aceptación, que la obra alcance sus límites más extremos, esos donde la comunicabilidad y lo utilitario no pesan ya más, esos donde la materialidad de la obra en sí reina imperturbable. ¿Cuál es ese signo? ¿Cómo podemos estar seguros de que presenciamos, frente a una obra que no es otra cosa más que una ofrenda, su trayecto de ida (¿fuga?) hacia y de regreso del innumerable pueblo de los muertos? Acaso no haya otro signo sino la conmoción que provoca una soledad en otra. Ese eco. Una reverberación. Lo decía así Genet de Giacometti: “un arte de vagabundos superiores, tan puros que lo que podría unirlos sería un reconocimiento de la soledad de cualquier ser y cualquier objeto”.5
1Jean Genet, “El taller de Giacometti”, p. 35.
2Jean Genet, p. 33.
3Jean Genet, p. 34.
4Jean Genet, p. 39.
5Jean Genet, p. 62.

martes, noviembre 13, 2012

Para culpable, la víctima (Diario Milenio/Opinión 12/11/12)


Soy inocente!”, insistía, meneando la cabeza, aquel convicto por homicidio doloso que un domingo accedió a contarme su tragedia en el patio del Reclusorio Sur. “La culpa no fue mía, sino de mi compadre”, lamentaba, con la seguridad que da contar la misma historia por enésima vez. Se hicieron de palabras, según él, hasta que no quedó mejor remedio que pasar a las manos, y en su caso al cuchillo.
Una vez malherido, el compadre tardó tres largas horas en estirar la pata. No obstante, el del puñal tenía su explicación. Él había ido a la escuela, sabía de qué lado estaba el corazón. Con esa asesoría, le encajó el sacabuches al incauto justo arriba de la tetilla derecha. Y el compadre, por pura mala fe, no fue a ver al doctor y se murió. Ganas de joder, claro. Ya podía imaginarse al hoy occiso paladeando la miel de la venganza mientras agonizaba sin remedio. Por eso le explicaba a quien quisiera oírlo que estaba allí encerrado nada más que por culpa del malvado difunto.
Debí entonces hacer un esfuerzo por no dejar salir la carcajada, toda vez que el matón infortunado llevaba ya siete años en el tanque y le faltaba una docena más. No había en sus palabras una pizca de broma, ni siquiera de duda: estaba convencido de que la verdadera víctima era él, por estrambótico que pudiera sonar. Pensaría, quizás, que incluso la coartada más extravagante puede no parecerlo, y hasta dejar de serlo, si es que uno la repite con el enfado y la honda convicción que suelen merecer los grandes atropellos.
Aún si suena absurda y mueve a risa, la justificación del prudente asesino está lejos de ser original, y hasta puede que peque de ordinaria. Se diría que es la excusa de un niño, pero he aquí que son legión los energúmenos que en plena edad adulta esgrimen argumentos similares. Los vemos agredir con antorchas y palos, protegidos por prácticos pasamontañas y escudados en raras sinrazones, a quienes se resisten a pensar igual que ellos. Esto es, a no pensar, pues ven con malos ojos y de hecho estigmatizan a todo aquel que ose privilegiar el raciocinio sobre la obediencia.
Por risible que suene, alegan que sus medios son pacíficos, aun si detrás de sí acostumbran dejar destrozos, heridos y hasta incendios. Se dicen asimismo progresistas, por más que sus consignas luzcan envejecidas y conservadoras. Exigen apertura y transparencia en los demás, pero como se saben dueños de la razón no se ven obligados a cumplir con las mismas exigencias. Y cuando llega la hora de inculpar, no les tiembla la mano para responsabilizar de cuanto hacen, y en especial de cuanto van a hacer, a quienes no se pliegan a sus demandas. Y si acaso te atinan un ladrillo en la crisma, dirán que es culpa tuya por no agacharte a tiempo.
Cierto es que no son gente de su tiempo. Según ellos, el mundo no ha cambiado en medio siglo. Viven aún bajo una dictadura y jamás conocieron la democracia, pues en opinión suya ésta consiste en darles el poder y rendirse a su santa voluntad. ¿O no es cierto que hay un tufo de cirios en la obediencia ciega y borreguil al pensamiento único que los inflama? ¿Es en verdad distinta esta especie de “progresismo” chato y arbitrario del autoritarismo que jura combatir? ¿Quién va a ser el experto que encuentre diferencias sustanciales entre estos agresores y los tradicionales represores?
Sobra decir que son del todo impunes. Si por casualidad van a dar a la cárcel, les basta esa bandera para gritarse víctimas y convocar al resto de sus valedores a prender fuego al mundo, si es preciso, con tal de hacer valer su inmunidad. Una cosa es que suelan delinquir, y otra que sean vulgares delincuentes. Hasta en el tambo hay clases, ya se sabe, y como pasa que ellos tienen La Razón, se entiende que sean unos privilegiados: más tardan en calzarse el uniforme que en volver a la calle desafiantes, orondos, entre consignas fáciles y vítores gratuitos.
“¡Soy inocente!”, clama el agresor y toca al agredido correr a esconderse. ¿O es que a alguien le preocupa la suerte de la víctima, si es que ésta no tenía de su lado las razones históricas correspondientes? ¿Quién va a dar un centavo por ese policía descalabrado cuya sola presencia, según los agresores, era ya una agresión? Si he de elegir, me quedo con el hombre que mató a su compadre. Cuando menos él no era privilegiado, ni militaba en una pandilla redentora, ni hacía suyas las armas de los cobardes.