martes, noviembre 13, 2012

Para culpable, la víctima (Diario Milenio/Opinión 12/11/12)


Soy inocente!”, insistía, meneando la cabeza, aquel convicto por homicidio doloso que un domingo accedió a contarme su tragedia en el patio del Reclusorio Sur. “La culpa no fue mía, sino de mi compadre”, lamentaba, con la seguridad que da contar la misma historia por enésima vez. Se hicieron de palabras, según él, hasta que no quedó mejor remedio que pasar a las manos, y en su caso al cuchillo.
Una vez malherido, el compadre tardó tres largas horas en estirar la pata. No obstante, el del puñal tenía su explicación. Él había ido a la escuela, sabía de qué lado estaba el corazón. Con esa asesoría, le encajó el sacabuches al incauto justo arriba de la tetilla derecha. Y el compadre, por pura mala fe, no fue a ver al doctor y se murió. Ganas de joder, claro. Ya podía imaginarse al hoy occiso paladeando la miel de la venganza mientras agonizaba sin remedio. Por eso le explicaba a quien quisiera oírlo que estaba allí encerrado nada más que por culpa del malvado difunto.
Debí entonces hacer un esfuerzo por no dejar salir la carcajada, toda vez que el matón infortunado llevaba ya siete años en el tanque y le faltaba una docena más. No había en sus palabras una pizca de broma, ni siquiera de duda: estaba convencido de que la verdadera víctima era él, por estrambótico que pudiera sonar. Pensaría, quizás, que incluso la coartada más extravagante puede no parecerlo, y hasta dejar de serlo, si es que uno la repite con el enfado y la honda convicción que suelen merecer los grandes atropellos.
Aún si suena absurda y mueve a risa, la justificación del prudente asesino está lejos de ser original, y hasta puede que peque de ordinaria. Se diría que es la excusa de un niño, pero he aquí que son legión los energúmenos que en plena edad adulta esgrimen argumentos similares. Los vemos agredir con antorchas y palos, protegidos por prácticos pasamontañas y escudados en raras sinrazones, a quienes se resisten a pensar igual que ellos. Esto es, a no pensar, pues ven con malos ojos y de hecho estigmatizan a todo aquel que ose privilegiar el raciocinio sobre la obediencia.
Por risible que suene, alegan que sus medios son pacíficos, aun si detrás de sí acostumbran dejar destrozos, heridos y hasta incendios. Se dicen asimismo progresistas, por más que sus consignas luzcan envejecidas y conservadoras. Exigen apertura y transparencia en los demás, pero como se saben dueños de la razón no se ven obligados a cumplir con las mismas exigencias. Y cuando llega la hora de inculpar, no les tiembla la mano para responsabilizar de cuanto hacen, y en especial de cuanto van a hacer, a quienes no se pliegan a sus demandas. Y si acaso te atinan un ladrillo en la crisma, dirán que es culpa tuya por no agacharte a tiempo.
Cierto es que no son gente de su tiempo. Según ellos, el mundo no ha cambiado en medio siglo. Viven aún bajo una dictadura y jamás conocieron la democracia, pues en opinión suya ésta consiste en darles el poder y rendirse a su santa voluntad. ¿O no es cierto que hay un tufo de cirios en la obediencia ciega y borreguil al pensamiento único que los inflama? ¿Es en verdad distinta esta especie de “progresismo” chato y arbitrario del autoritarismo que jura combatir? ¿Quién va a ser el experto que encuentre diferencias sustanciales entre estos agresores y los tradicionales represores?
Sobra decir que son del todo impunes. Si por casualidad van a dar a la cárcel, les basta esa bandera para gritarse víctimas y convocar al resto de sus valedores a prender fuego al mundo, si es preciso, con tal de hacer valer su inmunidad. Una cosa es que suelan delinquir, y otra que sean vulgares delincuentes. Hasta en el tambo hay clases, ya se sabe, y como pasa que ellos tienen La Razón, se entiende que sean unos privilegiados: más tardan en calzarse el uniforme que en volver a la calle desafiantes, orondos, entre consignas fáciles y vítores gratuitos.
“¡Soy inocente!”, clama el agresor y toca al agredido correr a esconderse. ¿O es que a alguien le preocupa la suerte de la víctima, si es que ésta no tenía de su lado las razones históricas correspondientes? ¿Quién va a dar un centavo por ese policía descalabrado cuya sola presencia, según los agresores, era ya una agresión? Si he de elegir, me quedo con el hombre que mató a su compadre. Cuando menos él no era privilegiado, ni militaba en una pandilla redentora, ni hacía suyas las armas de los cobardes.

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