sábado, octubre 30, 2010

Box-Álvaro Enrigue (El UniversalOpinión 30/10/10)

Hace unas semanas fui por cuestiones de trabajo a la ciudad de Morelia y, dado que mis citas eran en viernes por la tarde, aproveché para convertir el asunto en una expedición familiar. A pesar de los horrendos problemas que agobian a Michoacán, su capital mantiene una dignidad y un culto al bienestar tal vez únicos en México: está cada día mejor remozada, sigue siendo segura, mantiene un control férreo de la economía informal y ha educado a sus habitantes para que no arrojen ni un chicle al suelo. En ese contexto de orden admirable, resalta una nota: la secretaría del deporte de la ciudad celebra en su zócalo, todos los sábados, funciones gratuitas de box amateur.

El box es un deporte y los peleadores del zócalo de Morelia lo practican en toda regla olímpica: son jóvenes más sanos que uno mismo, aficionados a los mamporros. El caso no pasaría de una excentricidad, si no fuera porque las primeras peleas de la tarde son ejecutadas por niños. Por muy abierto que uno sea y por más que sea aficionado al box, el asunto inquieta: ¿qué sociedad pone a dos chiquitos a pegarse mientras apoya a uno u otro según el gimnasio del que viene? Ver aquello fue un golpe de conejo a mi airosa tolerancia, aunque por supuesto acabé, con mis hijos, apoyando a gritos al contrincante que parecía venir de un contexto social más difícil.

Pese a su peculiaridad y resistencia, el país se ha ido afiliado como va pudiendo a las corrientes de lo políticamente correcto. Hay cosas que se hicieron y dijeron siempre y que en los últimos 20 años han salido al menos parcialmente del habla común: si uno no es gobernador de Jalisco, en general considera las diferencias y los derechos de las minorías tradicionales antes de hacer una alocución sentida, por supuesto en público, pero también en privado.

Lo mismo sucede con muchos pequeños actos de civilidad que hasta hace poco nos habrían parecido ridículos o que hubiéramos considerado definitivamente improcesables para la idiosincrasia nacional. Todas las mañanas, mientras camino con mi hijo a la escuela, me cruzo por las aceras de la colonia Escandón con un joven punk fornido, rapado y en general temible, que pasea a su perro. De ida el punk y su mascota van con la dignidad de las montañas, cuando los vuelvo a pasar al regreso, el perro ya hizo caca y su amo está en cuclillas, recogiéndola con una humildad que no le sienta nada bien pero que me hace pensar que a lo mejor nuestra subclase sí tiene remedio.

Nuestras conductas se han modificado por razones complicadas de medir que van de la conciencia sobre el racismo que nos dejó el alzamiento zapatista del 94 a la pedagogía irónica a la que Monsiváis nos sometió durante quién sabe cuántos años; pasan por el barniz que las universidades extranjeras imponen a cada vez más mexicanos y la exposición de la gente común a los valores globales de occidente por las vías de Internet y la televisión por cable; por la envidia que nos produce el Estado de bienestar europeo o canadiense y la enternecedora voluntad de cambiar de usos para ver si así podemos aspirar a cierto grado de retribución en los servicios fiscales. Nadie en plan en razonar pensaría que las escuelas o los hospitales públicos van a mejorar si dice “afromexicano” o “gay”, pero hay algo de talismán en el uso de un lenguaje políticamente correcto: nos hace sentir un centímetro más cerca de la superficie y otro más lejos del fondo.

En el sentido anterior, la vuelta del box como espectáculo de masas se respira como un ligero y saludable paso atrás –aunque el exceso de los niños boxeadores de Morelia incomode. Ver a dos señores pegándose hasta que uno se cae difícilmente cuenta como acto civilizatorio o promotor de los valores en cuyo halo mágico depositamos la fe en nuestra capacidad para progresar, pero el box fue durante muchos años tan o más importante que el futbol como deporte y fuente de entretenimiento. Hay que aceptar que hay mucho de felicidad en escuchar el rumor de una pelea saliendo de la tele el sábado por la noche.

viernes, octubre 29, 2010

Entrevista: Libros-Entrevista Nick Hornby. "Letras de canciones, guiones, novelas..., para mí todo es escritura" (El País/Babelia 30/10/10)

El autor británico publica Juliet, desnuda, una historia tramada por correos electrónicos, entradas apócrifas de Wikipedia y encuentros en el ciberespacio, aunque según el escritor solo son "ornamentos"

Nick Hornby (Redhill, Surrey, Inglaterra, 1957. www.penguin.co.uk/static/cs/uk/0/minisites/nickhornby) enciende otro Silk Cut y lo sostiene entre sus uñas mordidas. Sentado en su espartana oficina de Islington, norte de Londres, habla de su última novela, Juliet, desnuda (Anagrama y Empúries), una exploración de la devoción incondicional que despierta un músico desaparecido.

Es evidente que Hornby conoce la obsesión y la mira de cerca: "La única que de verdad tengo es la de mi equipo de fútbol, el Arsenal", se justifica. Y ahí está la prueba: en la estantería de IKEA, en un lugar de honor junto a las fotografías de los hijos del escritor está la imagen enmarcada de Charlie George, futbolista y legendario gooner, chutando el balón.

Su primer libro, Fiebre en las gradas, es un retrato autobiográfico como hincha del Arsenal. Una afición que le dio un lugar en el mundo, un vínculo con su padre y una agridulce esclavitud. Con este libro, Hornby despojó la escritura futbolística de toda épica, sin ocultar las indignidades que inflige el fervor. Su publicación en 1992 fue todo un hito en Reino Unido, su éxito integró en el paisaje literario a un segmento de lectores hasta entonces ignorado.

A continuación llegó Alta fidelidad, su primer título de ficción. Otra historia sobre un fanático -en este caso de la música- creador compulsivo de listas e incapaz de comprometerse con una mujer. Le sucedieron cuatro libros más, que cimentaron el infalible toque Hornby: humor melancólico, neurosis, crisis personales y abundantes referencias a la cultura popular. Su escritura, tan familiar como la confesión amistosa y a la vez tan británica como el sonido de una tetera hirviendo, tiene hoy un alcance internacional.

Juliet, desnuda cuenta la historia de Duncan, maduro fan de Tucker Crowe, un músico de culto que se ha apartado del ojo público. Nuevo material de Crowe aparece por sorpresa, convirtiendo los foros de Internet en un hervidero de especulaciones. Annie, la desencantada pareja de Duncan, publica una crítica personal del disco. Lo que desata inesperadas consecuencias.

La novela se mueve en un territorio familiar -que no predecible- para Hornby. Uno de sus temas habituales, el lugar que ocupa el arte en nuestras vidas personales, se renueva con la incursión de Internet. Nos relacionamos de manera diferente y modificamos nuestro consumo de bienes culturales. "Mi manera de trabajar no ha cambiado tanto, solo que la Red distrae más a los escritores. Lo que sí se ha transformado es mi manera de escuchar música". La novela incluye correos electrónicos, entradas apócrifas de Wikipedia y construye el argumento en torno a un encuentro que comienza en el ciberespacio. Ha sido definida por un crítico británico como un ejemplo del acercamiento posmoderno a la ficción. "No lo creo", opina Hornby. "¿Por incluir un par de entradas de Wikipedia inventadas y algunos e-mails? Son ornamentos. En realidad se trata de una novela de estructura tradicional".

Las aficiones desbocadas que pueblan los libros de Hornby pueden provocar dos tipos de reacciones. Para algunos son alicientes vitales que enriquecen la existencia; para otros, una ridícula venda en los ojos: "La respuesta que puedan provocar mis personajes, y en concreto en Juliet, desnuda, está basada en puro esnobismo. Si hubiera estado obsesionado con Keats en lugar de con un músico casi desconocido, nadie diría que se trata de una persona triste con una vida vacía. Muchos académicos son así, tienen una obsesión vitalicia con un escritor que se percibe como algo valioso".

El comentario ilumina la sospecha que muestra Hornby por lo académico. Junto a otros padres, ha fundado una escuela para la educación de su hijo autista y planea establecer una escuela de escritura creativa para niños. Pese a su interés por la enseñanza, quiere mantenerse lo más lejos posible del discurso docto. Cursó literatura inglesa en Cambridge, donde no se adaptó. Sintió que su licenciatura era "inútil" y perdió la seguridad en sí mismo frente a los estudiantes que veían su educación de élite como un derecho heredado. Tras licenciarse, probó como periodista, trabajó como profesor en una escuela y pasó años profesionalmente a la deriva, intentando vender guiones cinematográficos. Su primer trabajo publicado fue una serie de ensayos críticos sobre la novela americana.

Su estilo es modesto, como un objeto cotidiano que hace su función eficazmente sin exigir una segunda mirada. Pero de una espontaneidad engañosa, porque en realidad es el producto de años intentando desprenderse del tono que el autor describe como "un mal ensayo universitario". Para Hornby, que ha sido acusado de hacer literatura plana y simplista, la virtud de la escritura reside en su capacidad democrática. No es extraño que uno de sus escritores más admirados sea Charles Dickens, un autor popular, sin una actitud exclusivista de la literatura: "Intento leer uno de sus libros al año. Se preocupaba por sus semejantes y no era excluyente, hizo best sellers. Muchos pensaban que era malo porque atraía gran cantidad de lectores. Yo le veo como gran estilista cómico, y admiro su gran energía. Cada novela está poblada por cientos de personajes diferentes y publicaba sin cesar".

Hijo de padres divorciados, Hornby vivió entre el ambiente de la clase media- baja suburbana de su madre secretaria y las lujosas residencias en Francia e Inglaterra de su padre, un exitoso hombre de negocios. Esta doble vida le ha dejado un poso de eternooutsider. Y es que ni siquiera en las gradas del Emirates, el nuevo estadio del Arsenal que sustituye al viejo Highbury, puede sentirse en casa: "Es uno de esos sitios nuevos, cómodo, anónimo, podría ser un aeropuerto. Hace que ver el fútbol sea una experiencia similar a ir al cine o al teatro. Hay una mayor distancia. Todavía no han ganado un trofeo desde que se mudaron allí. Algo falta. No hay pasión".

A mediados de la década de los noventa, Fiebre en las gradas y Alta fidelidad desataron un aluvión de libros sobre hombres medianamente jóvenes y confundidos, adictos a la cultura pop, que deben aprender a enfrentarse a la vida. Hornby creó escuela, dando pie a la lad lit, como denominan los anglosajones a la literatura para hombres en oposición a la chick lit (para mujeres). Desde entonces a Hornby se le ha identificado con esta tendencia, algo que él considera erróneo: "Me convertí en un escritor inclasificable y eso no gusta. Durante mucho tiempo en la prensa me definieron como 'escritor especializado en fútbol'. Publiqué 5 o 6 libros que no trataban de fútbol y entonces te conviertes en un escritor para hombres. Pero de hecho, la mayoría de mis lectores son mujeres. Mis dos primeros libros fueron escritos para las mujeres. Para mi agente, mi editora, mi entonces esposa. Como una explicación de cómo son los hombres".

El autor prefiere leer a escritoras como Muriel Spark, Lorrie Moore o Anne Tyler. "Estoy en una etapa de mi vida en la que considero que ahí encuentro las historias. Es decir, las emociones y los sentimientos". La observación de que puede estar cayendo en el tópico de que las mujeres solo escriben desde un plano íntimo le incomoda. Aunque como ex periodista, acierte a responder con cautela: "Es que no quiero escribir el libro que defina la sociedad contemporánea. Ni novela histórica. Alta fidelidad fue un intento de hacer literatura doméstica desde el punto de vista masculino".

El autor acaba de lanzar un álbum, Lonely Avenue, junto al músico estadounidense Ben Folds. Hornby se encarga de las letras y el resultado es una colección de historias minúsculas sobre el divorcio, perros agresivos y Levi Johnston, el ex novio de la hija de Sarah Palin. Hornby, que esporádicamente escribe reseñas de discos (especialmente una dura crítica de Radiohead causó cierto revuelo), no se arrodilla ante ningún mito con guitarra: "Hay quien adora a Bob Dylan sin aceptar que puede tener un mal disco, intentando descifrar todos sus mensajes ocultos. Yo no soy capaz de demostrar tanta lealtad".

Pocos escritores tienen la facultad de captar el encantamiento que la música ejerce en nuestras vidas. Pese a todo, la idea de Juliet, desnuda no era hablar sobre ello: "Mi intención fue acercarme a lo que le importa a la gente ahí fuera. Se conecta más fácilmente con la música que con la literatura, por eso elegí a un músico como personaje". A su vez, inspirado por el trabajo del crítico John Carey, quiso mostrar el inescrutable camino que traza una obra de arte cuando deja a su autor: "No puedes entender la respuesta que recibe lo que publicas, porque no existen las reacciones coherentes".

Tres de los títulos de Hornby (Fiebre en las gradas, Alta fidelidad, Un gran chico) han sido adaptados a la gran pantalla. Hornby conoció a su actual esposa, la productora Amanda Posey, en el rodaje de la primera película, y recientemente el autor ha retomado la escritura de guiones. El sutilmente prodigioso guión de Hornby basado en la autobiografía de la periodista Lynn Barber recibió varias nominaciones en los pasadososcars. "Es como si se cerrase el círculo. He aprendido que lo mejor que se puede hacer es empezar escribiendo literatura. No pierdes nada, puedes publicar algunos ejemplares por poco dinero. A los veintitantos años yo iba por ahí pidiendo dos millones de libras para hacer películas". Está trabajando en proyectos cinematográficos, entre ellos su primera adaptación de un título de ficción ajeno: Brooklyn, del irlandés Colm Tóibín. Por ahora, no hay novela a la vista: "Letras de canciones, guiones, novelas..., para mí todo es escritura. Estoy disfrutando de las colaboraciones. Paso mucho tiempo aquí, solo, y está bien tener compañeros. Durante las entrevistas no hablas tanto sobre ti mismo".

Relecturas: Fracasa otra vez-Enrique Vila-Matas (El País/Babelia 30/10/10)

Hasta no hace mucho las grandes derrotas literarias tenían prestigio, pero últimamente, en pleno apogeo del culto al éxito, el fracaso ha pasado a ser simplemente un puro y duro fracaso; es más, para cualquier escritor es una amenaza permanente

Hace tres años, recibí una invitación a participar en un congreso literario sobre el Fracaso. La gentil propuesta llegó desde la Universidad suiza de Saint-Gallen. No es desde luego la clase de invitaciones que los escritores reciben normalmente y, sin embargo, pocas cosas parecen tan íntimamente vinculadas como fracaso y literatura. Tal vez por eso, porque en realidad lo raro era que la invitación no me hubiera llegado antes, leí la carta de Saint-Gallen con la más absoluta flema, como si hubiera sabido desde siempre que un día la recibiría. No moví ni un músculo de la cara. Sólo una duda: ponerme la máscara de fracasado o continuar llevando mi vida normal de fracasado. Después descubrí que, por causas ineludibles, no podría acudir al congreso y así lo comuniqué a Yvette Sánchez, catedrática de Lenguas Romances en Saint-Gallen y organizadora del encuentro.

En Nueva York, por los mismos días, Sergio Chejfec recibía también la invitación para el congreso. Bromeó con los amigos, pero poco a poco fue quedándole "el gusto amargo de no sólo haber ofrecido, sino también blandido, un flanco débil. Como decía Borges, uno puede pensar que cuando se ríe o habla mal de sí mismo lo hace en broma y para acercarse a los otros, pero los demás lo toman a uno muy en serio".

El año pasado se publicó el libro Poéticas del fracaso, que contenía las ponencias del Congreso y así pude por fin enterarme de lo que acerca de ese tema dijeron allí escritores admirados, Vidal-Folch y Chejfec entre otros. "Un tema, cuya brutal y siempre humillante esencia, con espacio propio en la literatura de todos los tiempos, se neutraliza estéticamente en dicho arte", escribe Yvette Sánchez en el prólogo del libro. Como sea que últimamente el tema me atrae con fuerza, la semana pasada rescaté Poéticas del fracaso y acabé releyéndome el libro de cabo a rabo, al tiempo que me adentraba, en fascinante lectura paralela, en el número 4 de la revista mexicana Número 0, con su monográfico en clave literaria sobre la Fama, es decir, sobre el éxito, el aguerrido envés de la derrota.

En Poéticas del fracaso hay textos de Dorian Occhiuzzi, Ignacio Vidal-Folch (cuatro agudas piezas breves), Ottmar Ette, Ana Merino (una bella aproximación a cómo abordaron los dramas infantiles Buñuel, Julio Ramón Ribeyro y el pintor Berni; especialmente interesante el caso de Ribeyro, que buscó la esencia del ser humano desde la misma marginalidad frágil creando una poética dolorosa, portadora de una inevitable derrota), David Freudenthal, Roland Spiller (que habla del "fracaso con éxito" de Roberto Bolaño).

¿Se "neutraliza estéticamente" el fracaso en la literatura? Desde luego sobra gente que haya querido situarse en la vaga estela de los artistas románticos para que su previsible desengaño en la vida les resultara más suave. En el prólogo a Poéticas del fracasoYvette Sánchez cita a Beckett, pero no al que dijera ciertas palabras memorables ("Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor"), sino al que declaró que los artistas se hallan en una posición privilegiada para fracasar donde los demás no se atreverían a hacerlo y lograr así crear obras de arte "auténticas", que carecerían de sentido, si no contuvieran el fracaso en su propia esencia.

Sin embargo, todo indica que esa posición de la que hablaba Beckett ha dejado de ser tan privilegiada. Porque hasta no hace mucho las grandes derrotas literarias tenían prestigio, pero últimamente, en pleno apogeo del culto al éxito, el fracaso ha pasado a ser simplemente un puro y duro fracaso; es más, para cualquier escritor actual es una amenaza permanente, incluso ya desde su primer libro. Antes, al menos, al fracaso le dejaban ser, por ejemplo, una paranoia recurrente. Me acuerdo de Italo Calvino, que cada vez que sacaba un libro temía que los reseñistas lo fumigaran y escrutaba el horizonte con miedo de ver aparecer el escuadrón de salvajes que aullaría en su contra y pediría que le arrancaran el cuero cabelludo. Y también me acuerdo de escritores sin otras conexiones con el fracaso que la de vivir feliz y permanentemente en él. Onetti, por ejemplo, con su galería de personajes inmersos en el universo quieto de la derrota. Y el pobre Felisberto Hernández, gran fracasado que hacía que fracasaran hasta sus mejores cuentos, historias como Nadie encendía las lámparas, donde hundía las expectativas del lector escamoteándole el final, permitiendo que el abrupto desenlace quedara ahí flotando, en suspenso.

No hace nada descubrí, gracias al comentario de un amigo, que mi imposibilidad de encarnar la literatura me ha condenado a un exilio perpetuo. Me gustó mucho en un primer momento su frase, quizás porque juzgué elegante que me sucediera algo así. Pero pronto la condena a perpetuidad me fue dejando en un penoso estado de ánimo, del que sólo me recuperé cuando vi que mi desgracia era compartible. ¿O no ha dejado de ser el fracaso un tema narrativo para ser sinónimo de la literatura en general?

En su ponencia de Saint-Gallen dedicó Chejfec unas interesantes líneas a 'Escritor fracasado', de Roberto Arlt, cuento incluido en El jorobadito, seguramente un relato esencial (junto con El divino fracaso de Rafael Cansinos Assens) de toda poética de la derrota literaria. Narra la historia de alguien que advierte muy temprano, poco después de los 20 años y tras su primer libro, obviamente prometedor, que carece de talento. Desde entonces, el resto de su carrera se lo pasa conspirando contra las señales que ponen de manifiesto esa condición. Escritor fracasado puede ser leído como un manual de tácticas literarias para la supervivencia en el medio gremial. Y, según como se lea, ofrece pistas, además, para comprender mejor por qué el medio literario español tiene una plantilla tan completa de fumigadores.

"¿Para qué afanarse en estériles luchas, si al final del camino se encuentra como todo premio un sepulcro profundo y una nada infinita?", escribe Arlt. Muchos años después, en la misma Argentina, César Aira cerraba así un diálogo con Graciela Speranza: "Tal vez se trate de una resignación: resignarse a ser escritor y seguir escribiendo".

Veo horrible escribir para total acabar logrando, con suerte, algún feliz hallazgo literario, siempre negado por los demás, que para compensar su mezquindad esperarán al funeral para darte un estúpido aplauso cerrado. En cuanto a la vida literaria, ésta en esencia es enredo de tedios, rencores, lucha de vanidades y trasvase de venganzas. Entrar en esa vida equivale a caer en el derrotero mismo de la derrota. En cualquier caso, el auténtico verdadero gran fracaso del escritor, aquel que alcanza a tantos, llega siempre con puntualidad, generalmente muy temprana. Es un fiasco doloroso, íntimo. Llega cuando no podemos reproducir con fidelidad lo que acabamos de pensar y querríamos haber escrito. Llega cuando comprendemos que no hemos podido ser fieles a la ambiciosa idea que nos habíamos propuesto al comenzar un libro o un artículo. Son fracasos que a veces, por prudencia (surgen los enemigos como hongos), se silencian. Querríamos que nuestros libros y artículos contuvieran la verdad de nosotros, o por lo menos la parte de esta que puede ser transmitida mediante el lenguaje. Pero escribir sabe a traición. Ese fracaso lo conocen todos los escritores serios. Como conocen también otro, de matiz no menos trágico, una clase de desastre que podríamos habernos ahorrado de no ser porque existe la literatura. Llega cuando comenzamos a envidiar a los personajes de las grandes novelas, tan correctos ellos, tan sólidos, tan bien explicados, aunque no sean más corpóreos que el vuelo de un alma. En cambio nosotros, aun estando inscritos en los registros de nuestra parroquia, cuanto más nos ilusionamos con la idea de estar vivos, más vemos que tendemos a borrarnos. Este drama nos sitúa precisamente en la curva principal del derrotero de los fracasos sin fin. O con fin. De hecho, el fin es otro fracaso.

Poéticas del fracaso. Yvette Sánchez / Roland Spiller (editores). Narr (Frankfurter Studien zu Iberoromania und Frankophonie, 1). Tübingen, 2009. 2009. Revista Número 0. Número 4. Fama. Editorial Almadía. México, 2010. El jorobadito. Roberto Arlt. Losada, Buenos Aires, 2006. El divino fracaso. Rafael Cansinos Assens. Valdemar. Madrid, 2002.www.enriquevilamatas.com

Cristina Rivera Garza en Final de Partida (ForoTv 28/10/10)

Espíritu de contradicción-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 29/10/10)

¿La mejor anécdota de mi amigo (y compañero de ridículos en cadena nacional) Pablo Boullosa? Aquella en que, mientras pasea por la calle, se le acerca una creatura del Señor (pongamos que una mujer guapa: así queda mejor), lo atisba, se le queda viendo, deja escapar un gritito extasiado y clama de súbito “¡Noooo! ¡Es usted!”.

Pablo -quien, aunque cartesiano, suele estar bastante cierto de ser él mismo- se limita a sonreír con incómoda beatitud, como para decir “Sí, buena mujer: en efecto, yo soy yo. ¿Acaso usted no es usted?”. Pero he aquí que no, que la chica ya no es la que era antes de verlo, que ha mutado en ser instintivo y primario que no hace sino proferir gritos guturales que, merced a una traducción, querrían decir yoloadmiroyoloquieroyoloamoquéemoción. Pero se recompone lo bastante para lograr una frase inteligible, la única que importa: “¿Me da su autógrafo?”.


La chica hace aparecer una hoja sucia arrancada de un cuaderno de espiral y una pluma Bic sin tapa. Pablo hace aparecer su mejor sonrisa (ésa que luce apenas impaciente) y le contesta que sí, que muchas gracias, que será un placer. Toma la hoja, empuña el bolígrafo, le pregunta cómo se llama. “Ruperta”, quiero pensar que responde la chica. “Muy bien”, anuncia él al tiempo que garrapatea “Pa-ra Ru-per-ta, con el ca-ri-ño de Pa-blo Bou-llo-sa”.

Ya está: devuelve a la suspirante el bien por el que la cree suspirar. Ruperta, extasiada, se lleva la hoja a los ojos y -ojo: aquí viene lo bueno- ve mudar su expresión de la catatonia extática a la ira profunda: “¡Óigame no! ¡Esto no es lo que yo quería!”. Pablo se contraría. ¿Pues qué querría Ruperta? ¿Un acta de matrimonio? ¿La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano? ¿Un cheque endosado? Para nada. Dejémosla expresar su desazón: “¡¿Pues qué usted no es El Finito López?!”. Ahora resulta que la duda de Ruperta era razonable: su interlocutor era, en efecto, un usted, pero no el usted culpable de todas sus angustias y todos sus quebrantos.


La anécdota habla bien de la chica: miope y torpe, sí, pero por lo menos sabía bien qué quería, a diferencia de tantos que se topan a alguien que sale en la tele, gritan de emoción, le piden el autógrafo… y ya luego le preguntan cómo se llama. ¿Que por qué hace eso la gente? Lo ignoro -yo mismo nunca he pedido a alguien me firme una libreta- pero especulo: por rozar un momento la fama, por presumir de haber compartido un instante (aun si fugaz) con el famoso (aun si el famoso no habrá de compartir el instante, ya sólo porque jamás lo recordará).


Así, por ejemplo, el lunes pasado, cuando asistí a la inauguración de Lilit, el bar de mis amigos Fernando Llanos y Héctor Falcón, quienes no por encontrarse a la vanguardia del arte contemporáneo están para los trotes concomitantes al punchispunchis, por lo que han decidido promover lo que se antoja una especie en extinción: un sitio donde se pueda beber y conversar.

Muy agradable todo. Muchos amigos. Incluido Guillermo Arriaga, que es buen amigo de Fernando (y por cierto también buen amigo mío) y quien decidió a su vez invitar a un buen amigo suyo, de visita en la ciudad. Yo daba la espalda a la puerta cuando se produjo la entrada más conspicua de la noche pero no por ello me la perdí; ipso facto comenzó a oírse un rumor falsamente quedo: “¿Ya viste, güey? ¡Es Tarantino!¡No mames: Tarantino! ¿Tarantino? ¡Tarantino! Viene con Arriaga, güey. ¡Tarantino! ¡Mira, Tarantino!”.


Y, sí, cuando pasó frente a mí -porque huelga decir que torcer la cabeza para verlo me habría parecido una majadería-, pude constatar que, en efecto, era Quentin Tarantino. A quien admiro mucho (snob que soy, diré que mi favorita de entre sus películas es Jackie Brown) y con quien acaso me habría gustado conversar, pero no desde la identidad -si es que eso es una identidad plausible- del fan. Mientras las hordas se abalanzaban hacia el rincón que presidía el gringo, con los “¡Guillermo, preséntame a tu amigo!” como ruido de fondo, di el último sorbo a mi copa, tomé mi gorra, me levanté, salí a la acera, entregué mi boleto al valet parking. Mientras aguardaba yo a que me trajeran el auto, sentí una palmadita en el hombro: era Arriaga, solo. “¿Qué ya no saludas, Alvarado?”. “Pues es que tú ya sólo te codeas con las estrellas, maestro”. Risitas y abrazo tronado, sincero. Le agradezco la deferencia. Es un caballero. Pero -qué remedio- yo también.

miércoles, octubre 27, 2010

"El ensayo hecho poesía"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 27/10/10)

Belleza narrativa, palabras exactas y levedad en la forma de escribir, son algunas de las características que posee esta colección de ensayos: “Papeles falsos” de Valeria Luiselli (Sexto Piso, 2010); particularidades que, según Ítalo Calvino, la buena literatura debería tener.

A lo largo de 106 páginas la autora lleva al lector por un mar de reflexiones citadinas y muy personales, que van desde el placer de andar en bicicleta por las calles del Distrito Federal hasta la posible relevancia o no, de los relingos en los paisajes urbanos de la ciudad de México. Cavilaciones cuya ilación va acompañada de una tremenda reflexión sobre algunos autores como Brodsky, T. S. Eliot o Gilberto Owen.

“Papeles falsos” es la opera prima de la autora y sin lugar a dudas, un excelente libro, el cual recurre a explicar ideas complejas utilizando metáforas sencillas, lo que le permite hablar de cualquier tema -sin aparente similitud-, y que encuadre perfectamente con la literatura, con la vida misma.

Cada frase es una bomba, cada texto una batalla y el libro una guerra ganada.

Gracias a su grandioso estilo, Valeria invita a lector a sentarse con ella dentro de un panteón para tan sólo leer en paz mientras espera la hora para encontrarse con su cita; también con ella el lector logrará pensar y sufrir en la búsqueda que emprende para encontrar el significado de la palabra saudade.

Cada reflexión es como una invitación a mudarse de casa, revisitar los libros leídos años atrás, inclusive a ponerles notas a cada uno de ellos, a subrayarlos; para dentro de unos años preguntarnos el por qué de esa nota o remarcación.

“Papeles falsos” es un libro descarado y transparente; son los auténticos y claros pensamientos que tanto acongojaron, quizá lo sigan haciendo, a Valeria Luiselli. Esta reunión de textos es una clara invitación a sostener una conversación a distancia con la autora.

“Papeles falsos” tal vez sea la distribución de silencios y vacíos que conforman a Valeria, empero, lo más seguro es que sean una serie de excavaciones profundas, cuyo objetivo era escribir por escribir y al final Valeria se encontró y nosotros con ella.

A partir de hoy, probablemente, me anime a señalar las frases que me gusten de cada libro que vaya leyendo. Mientras lo reflexiono, lo invito a que se deje llevar por la prosa ensayística de Valeria, que más bien parece un gran argumento narrativo-poético.

martes, octubre 26, 2010

Sumergirse también (Diario Milenio/Opinión 26/10/10)

Si no hubieran encallado, yo no habría salido de su interior. Nunca es una palabra muy larga pero, en este caso, adecuada. Yo no habría salido nunca de ahí. Otra manera de decir lo mismo diciendo otra cosa sería anotar que “yo me habría quedado ahí siempre”. Sin sentido del tiempo o de su paso, la importancia del nunca o del siempre disminuye drásticamente. Pero las ballenas encallaron y yo, aprovechando los huecos que el destrozo había producido entre las formaciones queratinosas que responden al nombre de barbas, salí. Tuve que hacerlo. De no haber tenido que hacerlo, todavía estaría allá, en el interior. Viviendo.

Solía mirarlas de lejos. Me apostaba en el piso más alto de la torre y avistaba. A veces caminaba hasta los arrecifes y me detenía sobre la piedra más alta. El musgo bajo mis pies: Un verde así. Era mi particular fascinación: observar atentamente hasta que aparecía, un poco antes de la línea del horizonte, el chorro de agua o el lomo que apenas se distinguía de la superficie marina. Emergían de las entrañas del océano pero a mí me daba la impresión de que descendían también de un cielo magnífico o irreal. Todo azul. O todo gris. O todo verde. Una única unidad. En realidad, se trataba casi siempre del gris. Algo mercurial y nervioso. Algo a punto de partir. Una franca exageración. Vivía para esos inviernos en que pasaban lo suficientemente cerca de la costa como para hacerme soñar. Imaginaba que me iba con ellas, mi cuerpo de humano perdido entre sus excesivas osamentas de mamífero. Imaginaba que me iba sobre ellas, como si galopar fuera del todo posible. Como si el mar fuera un llano.


Flotar es un movimiento en diversas direcciones indecisas.
Sumergirse también.

Siempre me gustaron los días nublados y húmedos, supongo que eso explica algo. La lluvia solía ponerme feliz. El mundo cuando el mundo entero se protege en una especie de sutil contraluz, eso me gustaba a rabiar o a morir. La manera indirecta. El plano oblicuo. Mientras los otros se quejaban de la nubosidad o de la falta de calor solar, yo solía caminar con entusiasmo cuando lo hacía, literalmente, entre nubes. La melancolía de la nube que, en ciertos días, se transformaba en bruma. Creo que busqué toda la vida un sitio así: oscuro, húmedo, dúctil. Una cueva o un susurro o algo que fuera lo mismo. Siempre preferí, en todo caso, pensar a solas y, a solas, seguir la evolución de mis reflexiones o de mis delirios. Ahora que lo escribo así, con tinta y sobre la hoja seca de un papel traído, con toda seguridad, del oriente, estoy convencido de que toda la vida quise estar dentro del cuerpo de una ballena.

Había leído, como todos, Storia de un burattino. Sería más preciso decir, sin embargo, que, como todos, la había escuchado más bien de labios maternos o paternos justo en el inicio de noches muy inquietas. No fue sino hasta muchos años después que supe, con algo de desazón, que se trataba de un libro real: una compilación de textos publicados entre 1882 y 1883 en un periódico italiano. Carlo Lorenzo Fillipo Giovanni Lorenzini, mejor conocido como Carlo Collodi, inventó a Gepetto y a ese otro títere que siempre fui yo. Algo de madera o de acero. Algo sin expresión en el rostro. Esta persona que buscaba, como en el cuento infantil, una especie de reconciliación o de fuga dentro de los cálidos órganos de un cuerpo majestuoso.

Con el paso de los días fui estudiando su estructura interna. Tenía tiempo de sobra. También interés. Tenía ojos aunque, sobre todo, tenía manos y nariz y voz. Para la flotación, la capa de grasa en la piel. Para respirar, los pulmones y los espiráculos. La aleta dorsal. La aleta caudal. Las reminiscencias de los ancestros terrestres en los elementos óseos con apariencia de dedos. Un período de gestación de entre nueve y dieciséis meses, eso lo aprendí ahí. La curvatura de las muchas costillas. El corazón. El hígado. La vejiga. Y, en las inmersiones profundas, el aguantar de la respiración. Veinte o cuarenta o hasta cincuenta minutos. El oxígeno, renovado en un 80 o 90 por ciento en cada inspiración. Llegué a ubicar casi con exactitud mi posición dentro de su cuerpo: muy cerca del espiráculo, justo en la depresión donde el vapor y el agua se confunden antes de brotar a chorros —violentos, verticales, veloces— hacia la atmósfera. Esto.

Más que variar, mis costumbres en realidad se acendraron. Adapté mi sistema respiratorio al suyo, inhalando y exhalando de acuerdo a los ritmos atroces de su espiráculo. Me alimentaba, como ella, del plancton que se atoraba entre sus barbas. Llevaba mis pocas pertenencias conmigo, junto a mi cuerpo. Las pastillas contra las reumas, por ejemplo. O la pequeña lámpara con la cual podía leer durante las largas inmersiones profundas. Había prescindido de todos los libros para quedarme con uno solo. El libro. Eso leía una y otra vez. Y eso me bastaba. Un pequeño libro empastado con plástico. A veces, por puro gusto, alzaba la voz. Gritar. Aullar. Berrear. Gruñir. El eco me respondía con una puntualidad a la que pronto me acostumbré a llamar gracia. Cantaba con ellas. Ponía atención a sus innumerables latidos. No miento al escribir aquí que fui, durante ese tiempo, un hombre feliz.

Muchos han tratado de explicar la causa de sus encallamientos. Algunos culpan a la estructura social de las manadas: basta con que una ballena dominante se desoriente para que otras la sigan, ingenuas y despavoridas. Otros responsabilizan a los cazadores, de los que las ballenas huyen sólo para quedar atrapadas en las mareas bajas y, eventualmente, en las playas. Los ecologistas creen que los verdaderos enemigos son los ejercicios navales y los sonares. Lo cierto es que hay pocas cosas más tristes a la vista que los cuerpos encallados de las ballenas. Su lento morir. Esa manera de deshidratarse bajo los rayos del sol. Su desistir.

Flotar es un movimiento en diversas direcciones indecisas. Caminar también.

Además de los rayos solares, lo más molesto ahora es el ruido. El silencio marino en realidad no existe, pero los sonidos bajo el agua y, aún más, en el interior de su cuerpo, tenían una consistencia distinta. El sonido se propaga a mucho mayor velocidad en el agua que en el aire. Los líquidos, que son más densos y, además, incompresibles (no varían apenas en densidad con la presión), hacen que el sonido se atenúe menos intensamente. Todo parece continuar allá abajo, quiero decir. Pocas cosas parecen tener fin.

Pero existe, eso. El fin. Existe la expulsión. Existe salir a gatas de entre los labios de un muerto. Existe, si esto es algo que en realidad pueda existir, el sosiego.

En las ilustraciones originales de Enrico Mazzanti, el títere es más monstruoso que infantil. Su sonrisa provoca miedo o suspicacia. Los ojos parecen abrirse hacia un mundo ominoso, lleno de peligros o de musgo o de objetos partidos a la mitad. Supongo que ésas son características que bien pueden describirme cuando estoy sobre la superficie terrestre. Supongo que así me veo segundos antes de sumergirme otra vez.

lunes, octubre 25, 2010

Querida democracia…(Diario Milenio/Opinión 25/10/10)

1
La Providencia al poder

Cada vez que un escéptico se pregunta en voz alta qué demonios nos trajo la democracia, me da por recordar la pregunta antiquísima: ¿Qué te trajo Santa Claus? Más que grandes sorpresas, del viejo del costal esperaba uno el cumplimiento fiel de sus expectativas, si para eso le había escrito una carta puntual donde especificaba sus precisos deseos al respecto, sostenidos por cierto en la que solía ser una declaración falseada. “Querido Santa Claus: Me he portado muy bien…”, arrancaba uno con cierta desvergüenza, si bien ya preguntándose si el hombre del trineo tendría algún recurso telepático para identificar las patrañas de cada remitente. Alguna vez le pregunté a mi madre, con el falso descuido del niño que pretende referirse a un abstracto, cómo era que ese santo generoso podía comprobar que uno en efecto se había portado bien. “Diosito se lo cuenta”, me explicó, y a partir de ese día me asaltaron las dudas en torno a la eficiencia de la omnisciencia. ¿Cómo, si Dios sabía que me portaba yo del carajo, podía permitir que Santa Claus me agasajara con tantos regalos? ¿Qué parte del sistema no estaba funcionando, si en el peor de mis años había aterrizado junto al árbol aquella faraónica autopista? ¿No advertían mis padres, que algo sabían de mi comportamiento, el evidente premio a la mentira que cada Navidad acontecía en la casa?

Esperar que la democracia por sí misma nos traiga la justicia, la paz y la equidad, entre otros regalazos providenciales, es tanto como hacerse de una nueva cocina y dar por hecho que en adelante comerá delicioso, así no sepa uno ni prender la estufa. Como si la mejor de las cocinas no sirviera también para hacer inmundicias. Claro que a las cocinas no se les dedican las loas y discursos que suele merecer la democracia, especialmente de quienes la presentan como aquella herramienta milagrosa cuyas virtudes resultan comparables a las de Papá Noel. De modo que una vez que Santa Democracia no cumple con la lista de peticiones que sus ocasionales fieles redactaron, la decepción es lo bastante grande para que sean legión quienes sienten nostalgia por la dictadura: esa suerte de dios veleidoso y corrupto que por igual reparte premios y castigos entre serviles y desafectos, como lo haría algún prefecto escolar entre niños pequeños que aún no aprenden a mandarse solos.

2

Milagros a granel

Hasta donde se ha visto, las herramientas milagrosas sólo están a la venta entre los merolicos. El charlatán nos habla maravillas de un cierto pelapapas baratísimo, cuyas utilidades son no obstante tan amplias y diversas que con seguridad supera las virtudes de un costoso procesador de alimentos; y uno, que está delante y presencia el milagro de verlo rebanar toda clase de frutas y verduras como un tahúr al mando de sus naipes, entiende que sería un perfecto estúpido si no se aprovechara de la gran ocasión, de manera que no es capaz de imaginar que en vez de un pelapapas milagroso está comprando no otra cosa que dos habilidades intransferibles: una manual y la otra verbal. Si antes unos embaucadores a diario nos vendían una dictadura con la etiqueta de democracia, hoy que al fin disponemos de la herramienta auténtica le pedimos la clase de milagros que sólo un charlatán puede ofrecer, aunque nunca entregar.

Igual que una cocina sirve lo mismo para fabricar bombas, drogas o pasteles, la democracia admite, por su naturaleza respetuosa y adulta, toda suerte de aviesas intenciones disfrazadas de gestos democráticos. ¿O es que acaso no alcanza una cocina para hacer que la casa vuele en pedazos? Abundan los ejemplos de vivales que acceden al poder utilizando la herramienta democrática y acto seguido se valen justamente de ella para torcerla, corromperla e inutilizarla en el nombre de un pueblo tan abstracto como sus cacareos pastoriles. Igual que el asesino se cura en salud a fuerza de exaltar y capitalizar las múltiples virtudes del difunto, quien logra secuestrar la democracia no hace sino hablar de ella en los mejores términos, y si alguno se atreve a cuestionarla no le temblará el pulso para dejar sentado que la suya es la Auténtica Democracia. Nada muy diferente de alzar la voz airada para decir que uno es el verdadero Santa Claus.

3

Duro contra la herramienta

Esperar que la democracia nos traiga por sí misma cualquier cosa es en esencia una idea infantil, y entre adultos semeja el pensamiento propio de un esclavo, quien por su situación no puede procurarse más de lo que su amo le concede. No es raro, por lo tanto, que ante la perspectiva de mandarse solo más de uno prefiera seguir obedeciendo sin mayor compromiso. Lo de menos es que sin democracia nada de lo anhelado pueda hacerse factible, si el esclavo vivió siempre habituado a dar a sus anhelos por perdidos, igual que el niño pobre se resigna al desdén de Santa Claus. Hay un ingenuidad entre conmovedora y lastimera en esa decepción, hoy tan en boga, de un don que se creía caído del cielo. Y si a ello le añadimos el uso fraudulento que más de uno le da a la democracia, con la más que evidente intención de minarla, no parece tan raro que se hable mal del hacha y bien del leñador; habría que ir prohibiendo esas malditas hachas.

Tal vez la gran ventaja de las dictaduras esté en la deliciosa irresponsabilidad que suelen auspiciar. Frente a ellas, no existe iniciativa personal que valga, ni opinión colectiva que cuente, ni méritos mayores que silencio, sumisión y obediencia. Igual que a Santa Claus le escribía uno patrañas muy bonitas en torno a su presunto comportamiento, la dictadura suele contentarse con que pretenda uno que se porta bien, aunque en el fondo sabe de sus traspasos y los tolera, por magnánima que es. ¿Quién no quisiera, al fin, volver a ser niño? ¿Qué visiones son esas de andarse haciendo cargo del propio destino? ¿Por qué no forman fila y pasan de uno en uno por su regalo?