martes, octubre 26, 2010

Sumergirse también (Diario Milenio/Opinión 26/10/10)

Si no hubieran encallado, yo no habría salido de su interior. Nunca es una palabra muy larga pero, en este caso, adecuada. Yo no habría salido nunca de ahí. Otra manera de decir lo mismo diciendo otra cosa sería anotar que “yo me habría quedado ahí siempre”. Sin sentido del tiempo o de su paso, la importancia del nunca o del siempre disminuye drásticamente. Pero las ballenas encallaron y yo, aprovechando los huecos que el destrozo había producido entre las formaciones queratinosas que responden al nombre de barbas, salí. Tuve que hacerlo. De no haber tenido que hacerlo, todavía estaría allá, en el interior. Viviendo.

Solía mirarlas de lejos. Me apostaba en el piso más alto de la torre y avistaba. A veces caminaba hasta los arrecifes y me detenía sobre la piedra más alta. El musgo bajo mis pies: Un verde así. Era mi particular fascinación: observar atentamente hasta que aparecía, un poco antes de la línea del horizonte, el chorro de agua o el lomo que apenas se distinguía de la superficie marina. Emergían de las entrañas del océano pero a mí me daba la impresión de que descendían también de un cielo magnífico o irreal. Todo azul. O todo gris. O todo verde. Una única unidad. En realidad, se trataba casi siempre del gris. Algo mercurial y nervioso. Algo a punto de partir. Una franca exageración. Vivía para esos inviernos en que pasaban lo suficientemente cerca de la costa como para hacerme soñar. Imaginaba que me iba con ellas, mi cuerpo de humano perdido entre sus excesivas osamentas de mamífero. Imaginaba que me iba sobre ellas, como si galopar fuera del todo posible. Como si el mar fuera un llano.


Flotar es un movimiento en diversas direcciones indecisas.
Sumergirse también.

Siempre me gustaron los días nublados y húmedos, supongo que eso explica algo. La lluvia solía ponerme feliz. El mundo cuando el mundo entero se protege en una especie de sutil contraluz, eso me gustaba a rabiar o a morir. La manera indirecta. El plano oblicuo. Mientras los otros se quejaban de la nubosidad o de la falta de calor solar, yo solía caminar con entusiasmo cuando lo hacía, literalmente, entre nubes. La melancolía de la nube que, en ciertos días, se transformaba en bruma. Creo que busqué toda la vida un sitio así: oscuro, húmedo, dúctil. Una cueva o un susurro o algo que fuera lo mismo. Siempre preferí, en todo caso, pensar a solas y, a solas, seguir la evolución de mis reflexiones o de mis delirios. Ahora que lo escribo así, con tinta y sobre la hoja seca de un papel traído, con toda seguridad, del oriente, estoy convencido de que toda la vida quise estar dentro del cuerpo de una ballena.

Había leído, como todos, Storia de un burattino. Sería más preciso decir, sin embargo, que, como todos, la había escuchado más bien de labios maternos o paternos justo en el inicio de noches muy inquietas. No fue sino hasta muchos años después que supe, con algo de desazón, que se trataba de un libro real: una compilación de textos publicados entre 1882 y 1883 en un periódico italiano. Carlo Lorenzo Fillipo Giovanni Lorenzini, mejor conocido como Carlo Collodi, inventó a Gepetto y a ese otro títere que siempre fui yo. Algo de madera o de acero. Algo sin expresión en el rostro. Esta persona que buscaba, como en el cuento infantil, una especie de reconciliación o de fuga dentro de los cálidos órganos de un cuerpo majestuoso.

Con el paso de los días fui estudiando su estructura interna. Tenía tiempo de sobra. También interés. Tenía ojos aunque, sobre todo, tenía manos y nariz y voz. Para la flotación, la capa de grasa en la piel. Para respirar, los pulmones y los espiráculos. La aleta dorsal. La aleta caudal. Las reminiscencias de los ancestros terrestres en los elementos óseos con apariencia de dedos. Un período de gestación de entre nueve y dieciséis meses, eso lo aprendí ahí. La curvatura de las muchas costillas. El corazón. El hígado. La vejiga. Y, en las inmersiones profundas, el aguantar de la respiración. Veinte o cuarenta o hasta cincuenta minutos. El oxígeno, renovado en un 80 o 90 por ciento en cada inspiración. Llegué a ubicar casi con exactitud mi posición dentro de su cuerpo: muy cerca del espiráculo, justo en la depresión donde el vapor y el agua se confunden antes de brotar a chorros —violentos, verticales, veloces— hacia la atmósfera. Esto.

Más que variar, mis costumbres en realidad se acendraron. Adapté mi sistema respiratorio al suyo, inhalando y exhalando de acuerdo a los ritmos atroces de su espiráculo. Me alimentaba, como ella, del plancton que se atoraba entre sus barbas. Llevaba mis pocas pertenencias conmigo, junto a mi cuerpo. Las pastillas contra las reumas, por ejemplo. O la pequeña lámpara con la cual podía leer durante las largas inmersiones profundas. Había prescindido de todos los libros para quedarme con uno solo. El libro. Eso leía una y otra vez. Y eso me bastaba. Un pequeño libro empastado con plástico. A veces, por puro gusto, alzaba la voz. Gritar. Aullar. Berrear. Gruñir. El eco me respondía con una puntualidad a la que pronto me acostumbré a llamar gracia. Cantaba con ellas. Ponía atención a sus innumerables latidos. No miento al escribir aquí que fui, durante ese tiempo, un hombre feliz.

Muchos han tratado de explicar la causa de sus encallamientos. Algunos culpan a la estructura social de las manadas: basta con que una ballena dominante se desoriente para que otras la sigan, ingenuas y despavoridas. Otros responsabilizan a los cazadores, de los que las ballenas huyen sólo para quedar atrapadas en las mareas bajas y, eventualmente, en las playas. Los ecologistas creen que los verdaderos enemigos son los ejercicios navales y los sonares. Lo cierto es que hay pocas cosas más tristes a la vista que los cuerpos encallados de las ballenas. Su lento morir. Esa manera de deshidratarse bajo los rayos del sol. Su desistir.

Flotar es un movimiento en diversas direcciones indecisas. Caminar también.

Además de los rayos solares, lo más molesto ahora es el ruido. El silencio marino en realidad no existe, pero los sonidos bajo el agua y, aún más, en el interior de su cuerpo, tenían una consistencia distinta. El sonido se propaga a mucho mayor velocidad en el agua que en el aire. Los líquidos, que son más densos y, además, incompresibles (no varían apenas en densidad con la presión), hacen que el sonido se atenúe menos intensamente. Todo parece continuar allá abajo, quiero decir. Pocas cosas parecen tener fin.

Pero existe, eso. El fin. Existe la expulsión. Existe salir a gatas de entre los labios de un muerto. Existe, si esto es algo que en realidad pueda existir, el sosiego.

En las ilustraciones originales de Enrico Mazzanti, el títere es más monstruoso que infantil. Su sonrisa provoca miedo o suspicacia. Los ojos parecen abrirse hacia un mundo ominoso, lleno de peligros o de musgo o de objetos partidos a la mitad. Supongo que ésas son características que bien pueden describirme cuando estoy sobre la superficie terrestre. Supongo que así me veo segundos antes de sumergirme otra vez.

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