sábado, febrero 14, 2009

jueves, febrero 12, 2009

"Contra la presión, clamo paz"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 11/02/09)

A Pedro Ángel Palou por su presencia constante,
a Roberto Martínez por su consejo y
a Carmen Barranco, por la pasión que le da a mi vida.
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¿Qué se puede hacer cuando no se tiene una idea? Nada, absolutamente nada. Simplemente la idea se esfumó, como el agua o el tiempo. Un día está y al otro ni su estela se logra ver. Huye sin avisar.
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A veces la presión, el cambio de vida y ritmo influyen. Quizá la idea se resista al cambio y prefería irse a un lugar donde esté más a gusto, donde la calma impere.
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Mientras escribo estas líneas tengo en la cabeza la presión de presentar un examen en el área de la lingüística este martes (ayer), luego este miércoles preparar una clase enfocada al razonamiento verbal. Y sólo quisiera gritar, aventar todo y matar a los que me robaron mi vida, mi calma, la escasa sonrisa.
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Me doy cuenta que el mundo no me gusta. Me daría asco que de grande me termine convirtiendo en todo aquello contra lo que lucho: mochería, extremo catolicismo, falta de credibilidad en el otro, falta de valoración al otro, exigencia desmedida y sin sentido al prójimo y una lista sin fin.
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Quizá por eso disfruto de ir a la Ciudad de México e inmiscuirme en el metro, único espacio para compartir tu soledad con una inmensa mayoría, pero también es el ínfimo espacio para intentar estar con uno mismo. En Puebla eso es imposible, es tan pequeña que te puedes encontrar a quien menos deseas saludar, nuevamente vuelvo a la escasez de paz. Esta ciudad no es angelical, es demoniaca. Siempre vivir a expensas del qué dirán. No se puede ser porque siempre habrá un contario que nos señale con un mal social.
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Entre todo este mar, encuentro un aforismo de Juan Eduardo Cirlot que viene en su colección de aforismos “Del no mundo”, el cual titula al libro que fue publicado el año pasado por Siruela.
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“Nadie, en realidad, puede ayudar. Nadie puede hacer nada por ti, ni en lo esencial ni en lo circunstancial. No debes esperar nada, desear nada, confiar en nada. Tienes, sin embargo, que seguir actuando (pero, progresivamente menos, orientado a lo sólo necesario), porque tu circunstancial lo exige. (Por ahora).”
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Empero, creo, al final está lo único que alienta mi día, saber que siempre tendré la mano de mi bella, la sonrisa de mi Lilith. Y las letras, la pasión por leer y escribir. El placer de algún día charlar con grandes y cercanos amigos sobre libros, novelistas y poetas.

martes, febrero 10, 2009

El Yo masculino

Diario Milenio-México (02/09/09)
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Jorge Volpi se arriesga a hacer lo que pocos, escritores o no, hacen: alejarse conscientemente del lugar conocido —y por ello más o menos cómodo— para internarse en un territorio no sólo distinto (en relación a la obra individual) sino también poco explorado (en relación a las tradiciones de escritura que en él convergen). No me refiero, por supuesto, a la fragmentación y subsecuente yuxtaposición de fragmentos que caracterizan las páginas de El Jardin Devastado —una estructura narrativa que en mucho honra, por lo demás, a la estructura misma de los dolores tanto sociales como personales que quiebran sus páginas. Tampoco me refiero a la dura brevedad del texto— esa concisión con la que el doliente, a falta de la cercanía con el lenguaje que según los estudiosos define a las experiencias de dolor más profundo, llena sus líneas de expresión. Tampoco hablo del entrecruzamiento de tiempo y espacio —entre Iraq y México y Estados Unidos— que da cuenta del carácter trasnacional de diversas experiencias del sufrimiento humano de nuestra época. Me refiero, más bien, a lo que está ahí, desde el primer párrafo de la primera página de la primera sección de este libro extraño: el cuerpo y el deseo y la sexualidad masculina.
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Si en la exploración del deseo femenino que se lleva a cabo en Hotel Limbo Mónica Lavín problematizó la relación que une al hombre que contempla y a la mujer que es contemplada, otorgándole a través del quehacer de la memoria un estatus histórico y no histérico a la sexualidad femenina, Jorge Volpi consigue desarticular los goznes que han caracterizado la narrativización del sexo y el deseo masculino en su El Jardin Devastado. Por más distintos que parezcan sus merodeos y estrategias narrativas, estos dos libros insisten en hacer aparecer al cuerpo y sus sexualidades en toda su brutal humanidad (que es, con frecuencia, su más básica vulnerabilidad). Ahí donde una conecta para visibilizar, restituyendo el cuerpo a su propia historia y viceversa, el otro deconstruye con la misma finalidad. El dolor, después de todo, nunca va más allá del cuerpo: ahí se genera y ahí vive. De eso se alimenta. En eso consiste.
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No son pocas las novelas que, al intentar internarse en la cartografía de la sexualidad masculina, empiezan, y con frecuencia terminan, con el desnudo femenino. Las formas y recovecos de cuerpo de la mujer, sus reacciones y características más nimias han formado parte del repertorio del casanova que, de tanto ver hacia fuera, y precisamente por hacerlo, invisibiliza su propio cuerpo. Muchas de las narraciones masculinas sobre la sexualidad masculina parten de ese básico supuesto (que en realidad es una treta): como el cuerpo masculino heterosexual es la regla básica, éste se disuelve en una transparencia omnipresente. Por eso es significativo que El Jardin Devastado de Jorge Volpi empiece bajo las sábanas, con un cuerpo enclenque que se repite: “Orino, luego existo”.
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Crítica puntual de las distintas formas de indiferencia que hacen del dolor una experiencia intransferible, el Jardin Devastado es también, acaso por lo mismo, una historia de amor en su versión más atemporal: eso que sucede, según Volpi, cuando los cuerpos “nos asediamos, nos engañamos, nos herimos, nos contagiamos, nos laceramos, nos torturamos, nos destruimos. Al final nos abandonamos. Y luego esperamos al siguiente de la fila”. Ese parece ser el recuento de una sexualidad trasnacional, ejercida en el efímero gesto del encuentro y en la larga, a veces sinuosa, si no es que borrascosa, memoria que regresa, ya culpígena o ya melancólica, con los objetos que van conformando esa historia natural de la pareja perdida. El cuerpo que orina es, también, el cuerpo que pierde o que huye: ese cuerpo anónimo tras el cual corre —despavorido, ansioso, con dientes— el éxtasis que viene del pasado para contemplar ahora —el ahora del abandono que es también el ahora de la memoria— su propio rostro en el espejo de lo que no está.
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Se trata del temido momento del yo. El yo masculino. No por nada el subtítulo de este libro extraño es Una memoria —un concepto fuertemente asociado a las literaturas no canónicas y/o francamente marginales que proliferaron desde el último cuarto del siglo XX como una forma de acicate contra la supuesta muerte del autor. En el mundo de los estereotipos, las narrativas del yo —de la autobiografía al testimonio pasando por la confesión— le pertenecen, casi de manera automática, a las mujeres y las así llamadas minorías. Los escritores (repito: en el mundo de los estereotipos) se dedican a cosas serias como construir un universo con su propio paisaje interior (sic). Las minucias y las emociones y, sobre todo, los recuerdos personales, especialmente si son del orden amoroso, le corresponden a los aficionados o, peor tantito, a los sentimentales. Acaso sea precisamente por ese tipo de definiciones artreras que el subtítulo brilla por su ausencia en la portada del libro, haciendo su aparición entre espectral e indecisa en la portadilla. Una memoria, en efecto. ¿Pero lo es? Y, de serlo, ¿de quién es? ¿Importa, de verdad, el nombre? Estas preguntas básicas tienen la virtud de poner en cuestión la subjetividad que produce la escritura y, de paso, la subjetividad misma de quien la recibe, creando así un texto, y una experiencia de lectura —es decir, una comunión— volátil, agreste, imperfecta, honda. Y es por haber logrado ese tipo de cruda experiencia a lo largo de sus páginas que el austero capítulo final cae con una fuerza descomunal, una fuerza pocas veces lograda en la tan bien comportada literatura de nuestros mexicanos tiempos, sobre sus hojas. Se trata de un hacha. El candor de un hacha.

El oficio de soplar

Diario Milenio-México (09/02/09)
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La espía que tembló
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Hace unos días que Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, se hizo notar a lomos de uno de esos desplantes patanescos que hacen las mieles de la hinchada más rústica. Cuestionada por una asambleísta opositora en torno al affair de espionaje político que debería tenerla brincando en el comal de la pública execración, la presidenta levantó el brazo al frente, quién sabe si nostálgica, y la interrumpió: ¡Mire cómo tiemblo! lnteresada apenas en explicar nada, la funcionaria arremetió contra sus detractores, a quienes acusó de tener una larga historia de espionaje. Puesto en otras palabras, lo que más extraña a los involucrados en el escándalo es que exista un escándalo, ahí donde, a su espeluznado entender, no tendría que haber ni noticia. Es posible que para quienes crecieron cobijados por las enaguas del Generalísimo, la idea del micrófono oculto brinde una sensación de seguridad, acaso comparable a la del insectronic. Qué placer deleitoso, ver caer a los enemigos recién achicharrados sobre una práctica charola de metal. Escuchar con audífonos cuanta imprudencia vació el infeliz espiado en el teléfono, contemplar su hundimiento como se ve a una mosca electrocutada cuyas patas aún atinan a moverse. Mira cómo tiemblo, parecería que dicen.
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Es de dudarse que la señora Aguirre tenga hoy día el pulso en equilibrio, mientras varios de sus cercanos amigos y compinches son implicados en tramas de corrupción y tráfico de influencias que ya amenazan con salpicarla. Lo más entretenido del asunto es que existen no sólo documentos probatorios, sino de paso, slurp, grabaciones. El País, asimismo, publica en su edición dominical un reportaje sobre la mujer del brazo alzado que tal vez no haya hecho tremolar sus sensibles falanges, pero apuesto este párrafo a que le trajo un jaquecón de miedo, amén de por supuesto quitarle el apetito. Un retrato implacable de una oportunista habituada a imponerse —“es de las que tutean a quienes sabe que no la pueden tutear”, resalta el reportaje— cuyos consejeros acostumbran usar tarjetas telefónicas prepagadas, para eludir orejas alertas y dedos oficiosos. Cuando Aguirre declara que “aquí nadie ha espiado”, los avezados se dan a decodificar el mensaje en sentido inverso. Nadie espía, esto es, todos espíamos. En tres palabras, no nos hagamos.
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De orejas y falanges
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Espiar es, en principio, un juego de niños. Se juega a los espías usando un nombre en clave, se espía a las niñas cuando van al baño, se meten las narices en los fajos de cartas de amor de los padres. Tiene uno por entonces la excusa de ser niño y no entender por qué, ya en términos adultos, ésas son chingaderas. Debería darte vergüenza, regaña la mamá al niño entrometido, preocupada por inculcarle un pundonor cada día más fuera de moda. No recuerdo cuántos entre mis malos actos me hicieron, a decir de mi madre, sujeto de vergüenza debida, pero de haberle un día respondido algo así como mira cómo tiemblo es seguro que habría vivido la verguenza de quedarme chimuelo en el acto. Las personas decentes, creían los antiguos, no meten las narices donde no les incumbe.
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Ahora bien, nadie ignora que entre los niños menudean, como en todas partes, los canallas de oreja ancha y dedo largo. Esos lambisconcitos bien peinados que le llamaban Prof al profesor y hasta le sacudían el saco, por lo común manchado de polvo de gis. Se los veía al frente, con los ojos pelones de un delator a sueldo, gozando intensamente la encomienda de apuntar a los malportados en el pizarrón e ir sumándoles taches a cada nuevo signo de indisciplina. No niego que me habría gustado verme alguna mañana en su lugar, para darme el placer de apuntarlos y fastidiarlos por mis puros cojoncitos, y entonces sí decirles mira cómo tiemblo. Un desafío autoritario que se enorgullece antes de la impunidad que de la inocencia, y desde ese cinismo se pretende simpático. En mis peores momentos de escuincle insoportable, me recuerdo atacando al enemigo con bravatas estilo ¿Y a quién crees que le va a creer mi mamá?
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Profesión: acusetas
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Delatar en secreto, como enviar amenazas anónimas o hurgar en los buzones ajenos, es una tentación que nos afecta a todos pero sólo somete a las cucarachas. Es demasiado fácil, se pasa de indigno, nadie quisiera ser atrapado en maniobras de siempre execrables. Y si bien aseguran los expertos que todos lo hemos hecho alguna vez, no menos verdad es que la experiencia de vernos convertidos en menos que un insecto rastrero nos dejó los cachetes tan candentes que solemos cuidarnos de recaer. Espiar para acusar puede ser labor digna para quienes se enfrentan a obvios criminales, pero la idea de encerrarse en un sótano o una camioneta sin ventanas para hurgar en la vida de un hijo de vecino y encontrar sus probables puntos débiles, apunta hacia uno de esos trabajos vergonzosos que a gritos solicitan un eufemismo que los reemplace. Verdugo. Madrina. Palero. Alcahuete. Soplón. Nada que un niño pueda decir en la escuela cuando se le pregunta por el oficio de sus padres. Francamente, a mí mismo me daría vergüenza tener que contratar a uno de estos profesionales. Y temblaría, sin duda, si ya lo hubiera hecho y me arriesgara a ser exhibido.
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El chiste, sin embargo, no está en avergonzarse, sino al contrario, crecerse al castigo. Seguirse hacia adelante, espiando al que se deje y extorsionando a quien pueda ofrecerse. Jugar un ajedrez donde todas las piezas son quintacolumnistas naturales y se le teme más al alfil propio que al caballo ajeno. Recuerdo que en la escuela había profesores cuyas debilidades entomológicas los hacían rodearse de cucarachas, cuyas frecuentes y entusiastas delaciones premiaban con diversos privilegios, como el nunca tener que temblar por nada, por más que, como decía la plegaria, se hubiera “merecido el infierno y perdido el cielo”. ¡Prof, me está molestando!, se curaba en salud el coleopterito.
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Ganarse el pan cazando recompensas por atrapar presuntos infractores morales. Colaborar a oscuras con el insectronic. Qué oficio pestilente. En una de éstas, los sufridos consejeros de doña Esperanza deberían recordarle que en asuntos como éstos, donde orejas y dedos pelean por los trozos más grandes de carroña, no tiembla uno de miedo, como de repelús.

Ella piensa, yo juzgo (¿Y ellos?)

Diario Milenio-México (09/02/09)
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¡Qué haría yo sin ti! —exclamo, conmovido y retórico (y un pelín solemne).
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—Me buscarías por cielo, mar y tierra —responde ella, por si fuera poco ingeniosa.
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El mismo intercambio se reproduce con enorme frecuencia y a propósito de los más variopintos dones de amor. Qué haría yo sin ella que, con su mezcla de psicoanálisis lacaniano y superheroísmo sentimental, es la única capaz de derrotar una y cada vez mi perenne ansiedad. Qué haría yo sin ella que, no conforme con haber estudiado las formas de organización de la sociedad y los desórdenes del alma, sabe poner orden y organización a nuestras finanzas. Qué sería de mí sin sus formas sicalípticas (porque, además de ser pródiga en bondades, lo es en buenuras), sin su humor desternillante, sin su perfeccionismo rayano en lo Martha Stewart para la conducción de los trabajos domésticos, sin su talento de estratega militar para planear mi vida profesional, sin su lectura literalmente indispensable de todo cuanto escribo (es mi editora impecable y mi correctora de estilo implacable), sin su prodigiosa capacidad para buscar y rebuscar en libros, revistas, periódicos e internet, de la que me beneficio y que me ha llevado a asentar (aunque hasta ahora nunca por escrito, homenaje que le debía) que yo sólo sé lo que me investiga mi mujer.
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Aquí, sin embargo, no terminan las virtudes de Eunice, y es que ni siquiera he listado la principal: ella piensa. Y mucho, lo que resulta no sólo excepcional (conozco pocas personas verdaderamente abocadas de manera sistemática al ejercicio reflexivo… y ni siquiera estoy seguro de contarme entre ellas) sino, además, de gran ayuda cuando, al término de una semana pletórica en tribulaciones de todo tipo, no tengo ni la más peregrina idea de qué tema abordaré en este espacio y qué enfoque habré de darle. Así el pasado jueves cuando, a mi arribo de una jornada repleta en avatares del surménage, me regaló la premisa de esta entrega de mi columna mientras me dispensaba quesadillas en tortilla de nopal y chocolate caliente light (en efecto, también tiene dones de cocinera y de dietista).
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“¿Ya viste lo de Maciel?”, inquirió, en referencia a la nota publicada el pasado martes en el New York Times, de acuerdo a la cual el sumo sacerdote del oprobio sexual habría tenido no sólo debilidad erótica por los acólitos sino, además, casa chica. Asentí entre bocados. “¿Y ya viste lo que dicen los Legionarios?”. Negué con un sorbo, pues no había leído todavía la reacción de Álvaro Corcuera, actual líder de La Legión de Cristo. “Ah, pues dicen que qué barbaridad y que qué dolor pero que ésa es cosa que no les toca juzgar a ellos sino a Dios.”
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—¿Por qué no me extrañará? (chomp, chomp).
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—No, si a mí tampoco me extraña. Sólo que se parece mucho a la declaración de Jesús Ortega sobre su intención de no juzgar a López Obrador por apoyar candidaturas de otro partido. ¿Igualitos, no? Dos cultos con su dogma y con su padre inmaculado e inobjetable y eterno. Deberías de escribir tu columna sobre eso. ¿Otra quesadillita?
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Y así lo hago, preciosa: tienes toda la razón. Buena tu idea. Tanto así que —cosa rara en mí— me ha llevado a desarrollar una propia: la revaloración del juicio.
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La vida me ha llevado a toparme con un par de iluminados. De esos que se adscriben a disciplinas espirituales esotéricas y se dicen henchidos de optimismo y van por el mundo clamando, orgullosos, que ellos no juzgan. Y la gente los aplaude, acaso en razón de lo no muy de moda que está la conjugación del verbo juzgar en nuestros días. Pues bien, yo sí juzgo y lo hago igualmente orondo. Y creo deber moral de todo ser humano juzgar, es decir discernir lo bueno de lo malo, lo hermoso de lo horrible, y actuar en consecuencia.
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Juzgo a Maciel un monstruo y a los Legionarios de Cristo inmorales (además de suicidas) por no condenarlo.
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Juzgo a López Obrador un megalómano y a los perredistas incongruentes (además de, otra vez, suicidas) por no expulsarlo.
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Juzgo a mi mujer maravillosa. Por eso vivo con ella.
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Cierto es también que juzgo su hábito de comerse las uñas deplorable y que me lo aguanto. ¿Habré caído en inmoralidad? Si es así, discúlpeseme: igual que los Legionarios y que el PRD, me encuentro bajo los efectos prolongados de un estado alterado de conciencia.