martes, febrero 10, 2009

El oficio de soplar

Diario Milenio-México (09/02/09)
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La espía que tembló
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Hace unos días que Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, se hizo notar a lomos de uno de esos desplantes patanescos que hacen las mieles de la hinchada más rústica. Cuestionada por una asambleísta opositora en torno al affair de espionaje político que debería tenerla brincando en el comal de la pública execración, la presidenta levantó el brazo al frente, quién sabe si nostálgica, y la interrumpió: ¡Mire cómo tiemblo! lnteresada apenas en explicar nada, la funcionaria arremetió contra sus detractores, a quienes acusó de tener una larga historia de espionaje. Puesto en otras palabras, lo que más extraña a los involucrados en el escándalo es que exista un escándalo, ahí donde, a su espeluznado entender, no tendría que haber ni noticia. Es posible que para quienes crecieron cobijados por las enaguas del Generalísimo, la idea del micrófono oculto brinde una sensación de seguridad, acaso comparable a la del insectronic. Qué placer deleitoso, ver caer a los enemigos recién achicharrados sobre una práctica charola de metal. Escuchar con audífonos cuanta imprudencia vació el infeliz espiado en el teléfono, contemplar su hundimiento como se ve a una mosca electrocutada cuyas patas aún atinan a moverse. Mira cómo tiemblo, parecería que dicen.
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Es de dudarse que la señora Aguirre tenga hoy día el pulso en equilibrio, mientras varios de sus cercanos amigos y compinches son implicados en tramas de corrupción y tráfico de influencias que ya amenazan con salpicarla. Lo más entretenido del asunto es que existen no sólo documentos probatorios, sino de paso, slurp, grabaciones. El País, asimismo, publica en su edición dominical un reportaje sobre la mujer del brazo alzado que tal vez no haya hecho tremolar sus sensibles falanges, pero apuesto este párrafo a que le trajo un jaquecón de miedo, amén de por supuesto quitarle el apetito. Un retrato implacable de una oportunista habituada a imponerse —“es de las que tutean a quienes sabe que no la pueden tutear”, resalta el reportaje— cuyos consejeros acostumbran usar tarjetas telefónicas prepagadas, para eludir orejas alertas y dedos oficiosos. Cuando Aguirre declara que “aquí nadie ha espiado”, los avezados se dan a decodificar el mensaje en sentido inverso. Nadie espía, esto es, todos espíamos. En tres palabras, no nos hagamos.
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De orejas y falanges
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Espiar es, en principio, un juego de niños. Se juega a los espías usando un nombre en clave, se espía a las niñas cuando van al baño, se meten las narices en los fajos de cartas de amor de los padres. Tiene uno por entonces la excusa de ser niño y no entender por qué, ya en términos adultos, ésas son chingaderas. Debería darte vergüenza, regaña la mamá al niño entrometido, preocupada por inculcarle un pundonor cada día más fuera de moda. No recuerdo cuántos entre mis malos actos me hicieron, a decir de mi madre, sujeto de vergüenza debida, pero de haberle un día respondido algo así como mira cómo tiemblo es seguro que habría vivido la verguenza de quedarme chimuelo en el acto. Las personas decentes, creían los antiguos, no meten las narices donde no les incumbe.
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Ahora bien, nadie ignora que entre los niños menudean, como en todas partes, los canallas de oreja ancha y dedo largo. Esos lambisconcitos bien peinados que le llamaban Prof al profesor y hasta le sacudían el saco, por lo común manchado de polvo de gis. Se los veía al frente, con los ojos pelones de un delator a sueldo, gozando intensamente la encomienda de apuntar a los malportados en el pizarrón e ir sumándoles taches a cada nuevo signo de indisciplina. No niego que me habría gustado verme alguna mañana en su lugar, para darme el placer de apuntarlos y fastidiarlos por mis puros cojoncitos, y entonces sí decirles mira cómo tiemblo. Un desafío autoritario que se enorgullece antes de la impunidad que de la inocencia, y desde ese cinismo se pretende simpático. En mis peores momentos de escuincle insoportable, me recuerdo atacando al enemigo con bravatas estilo ¿Y a quién crees que le va a creer mi mamá?
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Profesión: acusetas
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Delatar en secreto, como enviar amenazas anónimas o hurgar en los buzones ajenos, es una tentación que nos afecta a todos pero sólo somete a las cucarachas. Es demasiado fácil, se pasa de indigno, nadie quisiera ser atrapado en maniobras de siempre execrables. Y si bien aseguran los expertos que todos lo hemos hecho alguna vez, no menos verdad es que la experiencia de vernos convertidos en menos que un insecto rastrero nos dejó los cachetes tan candentes que solemos cuidarnos de recaer. Espiar para acusar puede ser labor digna para quienes se enfrentan a obvios criminales, pero la idea de encerrarse en un sótano o una camioneta sin ventanas para hurgar en la vida de un hijo de vecino y encontrar sus probables puntos débiles, apunta hacia uno de esos trabajos vergonzosos que a gritos solicitan un eufemismo que los reemplace. Verdugo. Madrina. Palero. Alcahuete. Soplón. Nada que un niño pueda decir en la escuela cuando se le pregunta por el oficio de sus padres. Francamente, a mí mismo me daría vergüenza tener que contratar a uno de estos profesionales. Y temblaría, sin duda, si ya lo hubiera hecho y me arriesgara a ser exhibido.
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El chiste, sin embargo, no está en avergonzarse, sino al contrario, crecerse al castigo. Seguirse hacia adelante, espiando al que se deje y extorsionando a quien pueda ofrecerse. Jugar un ajedrez donde todas las piezas son quintacolumnistas naturales y se le teme más al alfil propio que al caballo ajeno. Recuerdo que en la escuela había profesores cuyas debilidades entomológicas los hacían rodearse de cucarachas, cuyas frecuentes y entusiastas delaciones premiaban con diversos privilegios, como el nunca tener que temblar por nada, por más que, como decía la plegaria, se hubiera “merecido el infierno y perdido el cielo”. ¡Prof, me está molestando!, se curaba en salud el coleopterito.
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Ganarse el pan cazando recompensas por atrapar presuntos infractores morales. Colaborar a oscuras con el insectronic. Qué oficio pestilente. En una de éstas, los sufridos consejeros de doña Esperanza deberían recordarle que en asuntos como éstos, donde orejas y dedos pelean por los trozos más grandes de carroña, no tiembla uno de miedo, como de repelús.

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