martes, marzo 12, 2013

Elogio de la bibliografía (Diario Milenio/Opinión 12/03/13)


Las notas de pie de página, las bibliografías —comentadas o no— o las comillas, antes señas de uso exclusivo y obligatorio de la escritura académica, se han ido colando con mayor frecuencia en las últimas páginas tanto de novelas como de libros de poesía. Alejándose de la impostura del autor genial y solitario que, aparentemente, nace sabiéndolo todo, este gesto apunta hacia otro tipo de entendimiento autorial que implica, de suyo, una relación con el lector más horizontal y dinámica. Cada lista bibliográfica devela el tipo de lectura —y luego entonces el trabajo y tiempo de lectura— que el autor precisó para generar tal o cual idea, escena, personaje, atmósfera, juego de lenguaje. Se trata del momento más otro de la creación: su sitio más alterado. Poblado de otros, circundado por voces que vienen de lejos gracias a la pantalla o el papel, el autor se muestra así como una entidad plural a la que la configuran mil cabezas. Lejos del ensimismamiento o la noción autoglorificadora del autor como mito genial, lo que la bibliografía nos da es la figura de un autor que es, ante todo, un lector. Se trata, además, del tipo de lector que, ya con cuidado o ya con gozo o ya con ambos, corre el velo sobre su proceso de producción de conocimiento para compartir y compartirse con otros lectores, volviéndolos autores potenciales en el acto. En efecto, se trata más que un momento de comparecencia (dícese de la acción que lleva a una persona ante un juez o un tribunal), de un instante de compartencia. El lector que se inmiscuye en la bibliografía de su autora camina, de hecho, por las bambalinas de la obra con la libertad que otorga la información fidedigna y clara. Las listas bibliográficas muestran, así entonces, el momento más hospitalario del libro. Su figura más generosa. En pocos lugares como en la bibliografía nos queda más claro el estar-en-común del libro. Esto es: el momento en que el autor decide saltar del pedestal solitario de la jerarquía literaria, para caminar a pie en la calle del nosotros.
Cada libro de Michael Ondaatje, por ejemplo, cuenta con un par de páginas al final en las que desgaja minuciosamente el abanico de sus fuentes. El autor nacido en Sri Lanka y avecindado desde hace mucho en Canadá, no creció sabiendo todo acerca de los vientos que describe, digamos, en El paciente inglés y, por ello, al final de la novela, anota los títulos de los libros en los que encontró esa información. Lo mismo hace con la palabra gotraskhalana en la novelaDivisadero. Por esa nota al final de libro el lector sabe con el autor que gotraskhalana significa, de manera literal, “tropezar con un nombre”. Es un término de la poética sánscrita, dice Ondaatje basado en el trabajo de Wendy Doniger, con el que se describe al acto de llamar a un ser amado con un nombre erróneo. Se trata de un accidente verbal que dirige “la luz de la linterna hacia el interior del cerebro, revelando un vasto museo de hechos y deseos”. El lector interesado puede, así entonces, dirigir su atención a esos viejos o nuevos libros para seguir las huellas de los vientos africanos o para perderse en los tropiezos del sánscrito. El lector vigilante puede, si así lo decide, corroborar si la fuente de información fue fidedigna o no. Independientemente del objetivo último de cada lector, la bibliografía se extiende aquí como una invitación a continuar con la conversación que es todo libro en el contexto de otros libros. Una tradición.
Lo mismo hacen, aunque no con la frecuencia que podría esperarse, los autores de cierta novela histórica. Enrique Serna, por ejemplo, incluye una generosa bibliografía, que incluye tanto fuentes primarias como secundarias, al final de Ángeles del abismo, la novela en la que narra la historia de amor entre una falsa beata y un indio que finge su propia conversión en el México del siglo XVII.
Tal vez en ningún lugar la presencia de la bibliografía sea tan escandalosa, sin embargo, como en los libros de poesía. Un campo de escritura hasta hace no mucho dominado, al menos en ciertos sectores de la producción mexicana, por la idea del canto lírico que obedece a un yo autónomo y unitario en su momento más íntimo, los poetas han rechazado, ya sea por considerarlo inútil o autoritario, este momento de compartencia con los lectores. A medida que aumenta el uso de estrategias de apropiación que vinculan el lenguaje prestigioso de la poesía con el discurso cotidiano de la vida pública, se ha vuelto igualmente necesario desarrollar una serie de estrategias para dar cuenta de la presencia de otros en los procesos de des- y re-contextualización de lenguajes que conforman muchos de estos libros. Una de las maneras más simples, y acaso por eso más socorridas, es la incorporación de la lista bibliográfica en las últimas páginas de los libros de, entre otros, Juliana Spahr, Derek Beaulieu, Mark Nowak o Jen Hofer. Así es que los lectores nos damos cuenta del dónde y el cómo, del por qué y, en lo que cabe, el para qué de los textos que nos comparten. Así es como los lectores nos volvemos, pues, cuerpo en un mundo de cuerpos junto con los autores. Y viceversa. Cuestionar la configuración plural de la autoría y encontrar formas creativas de incorporar el momento alterado de la comunalidad en el cuerpo del texto—o en el cadáver del texto, si lo vemos dentro del contexto necropolítico de su producción—es una de las tareas fundamentales de la desapropiación que viene. Eso es cierto.

Los días del tiempo: "Ese misterio, Hugo Chávez Frías, teniente coronel"- Pedro Ángel Palou (Y sin embargo/Opinión 11/03/12)


Los hechos son incontrovertibles, un país que hace 14 años tenía más del 40% de pobreza (con sus 33 y pico millones), posee sólo el 6%. El mismo país es desde 2005 declarado por la UNESCO como libre de analfabetismo. La cantidad de hospitales, escuelas, carreteras y viviendas construidas y habilitadas desde hace una década ha cambiado el rostro del lugar, por siempre. Un líder carismático –un caudillo, diría él– ha logrado todo esto ganando más de 10 elecciones y dos referendos con porcentajes mayores al 50% de los electores (aunque nunca abrumadores), produciendo una especie de religión laica –el neobolivarismo, o el chavismo fuertemente centrada en su persona. Hoy que ha muerto Hugo Chávez, Venezuela es otro, muy distinto que el que dejó en quiebra el segundo periodo presidencial de Carlos Andrés Pérez. No se trató de un dictador, aunque tampoco de un demócrata para los estándares internacionales. Un autócrata, más bien, que concentró el poder y gobernó gracias a la enorme riqueza petrolera, en un país con infinitas desigualdades sociales. Los miles que salieron a llorar a la calle en su sepelio no son actores, muchos de ellos ni siquiera beneficiados directos del chavismo, son simplemente pobres que han ganado en estos años haber dejado de ser invisibles. Emancipados, con derecho al voto, han cobrado carta de ciudadanía. (Como supo ver con tino en 2010 Eduardo Galeano). El precio, sin embargo, ha sido caro pues muchas libertades civiles han sido clausuradas por el mismo sistema que hemos descrito. Censura, cierre de televisoras, un enorme programa de nacionalizaciones y una brutal deuda pública dejan al país sin saber cómo responderá –con qué programa social– ahora que se termina la revolución chavista, el sueño de un joven cadete que afirmó una y otra vez que nunca leyó a Marx y que inventó, o reinventó el socialismo latinoamericano del siglo XXI. ¿Será capaz Maduro de enfrentar la división interna, cohesionar a la élite militar y continuar la labor de su maestro? ¿Volverá Capriles esta vez por todo? ¿O muchos chavismos –locales– se disputarán la herencia, dinamitándola? Porque su bolivarismo –y el excedente petrolero– le permitieron promover y patrocinar a una nueva izquierda con tintes absolutamente distintos, desde el indigenismo de Evo Morales hasta el extraño retorno de Daniel Ortega, hasta la salida de la crisis del kirchnerismo en Argentina o el equilibrio financiero de Cuba. El petróleo le permitió convertirse en el amigo, el compañero de todos estos nuevos liderazgos a los que apuntaló y fortaleció. Esa es la segunda incógnita después de su muerte, la internacional: ¿qué pasará con los países amigos, vecinos y no tanto, cuyos negocios con Venezuela son tan lucrativos? La geopolítica latinoamericana sufrirá, sin duda, un reacomodo inevitable pues por más bolivarismo el sucesor tendrá que vérselas con la economía interna más pronto que tarde. Es fácil desde ese periodismo de lobby de hotel que denunciaba Christopher Hitchens, en donde pocos van a las fuentes y todos buscan más bien una conexión wifi para ver qué se está diciendo y publicando instantáneamente en los medios para producir una nota en consonancia con el sensus comunis, descartar a Chávez, o al populismo que encarna. Se hace desde la comodidad de una lectura uniforme del mundo que tiene tres falacias centrales: 1) la democracia es un bien en sí mismo y por ende cualquier país que no se rige por lo que el capitalismo financiero y el liberalismo llaman libertades democráticas es esencialmente malévolo; 2)el capitalismo y el libre mercado entrañan una libertad de elección que produce agentes autónomos, emancipados que eligen no sólo a sus gobernantes sino racionalmente sus decisiones; 3)las economías emergentes lo son en tanto se ajustan a los criterios del capitalismo financiero internacional. En nuestros países la desigualdad sigue siendo tan brutal que estos tres principios son fácilmente falaces. No hay free choice, pues el sujeto está siempre condicionado por su situación económica y social y se encuentra francamente excluido no sólo del estado de derecho sino del derecho al estado, razón por la cual los populismos son tan efectivos: empoderan y emancipan a amplios sectores de la población otorgándoles a veces por primera vez en su historia voluntad política y capacidad de decisión. No hemos encontrado una alternativa al capitalismo que no merme las libertades individuales y las llamadas socialdemocracias hoy no son sino formas distintas de gastar/ahorrar el presupuesto público, no soluciones de fondo, alternativas viables. Sin embargo la crisis del modelo es clara y figuras como las de Chávez, incluso con sus excentricidades mayores, son dignas de revisión y reflexión, como ha hecho la periodista Alma Guillermoprieto en su excepcional perfil para el New York Review of Books, The last caudillo. (“Se preocupaba por la gente. Desafió el racismo venezolano y saltó por encima de las barreras de clase. Al venir de circunstancias él mismo de circunstancias abyectas, trajo mejoras significativas en la salud, la educación y el bienestar público a los pobres, allí mismo donde vivían, en sus barrios. Él se mostraba desafiante. Él era un macho”). Reflexionar y debatir sobre los años de Chávez en lugar de denostarlo o ensalzarlo debería ser una tarea de los medios y de los intelectuales (si es que queda alguno que no se haya convertido en simple opinionador de lobby de hotel, para seguir de nuevo a Hitchens, quien por cierto criticó fuertemente a Chávez después de acompañar a Sean Penn a un viaje por la Venezuela profunda, en su irónico Hugo Boss). Esa reflexión es la única manera de llenar el vacío que las gracejadas y ocurrencias del comandante nos dejan a quienes seguimos pensando que en América Latina pueden decidirse aspectos fundamentales de nuestra vida humana. Más allá de su necrofilia bolivariana, como la calificó Hitchens, o de la adoración de sí mismo que bien vio Guillermoprieto, su liderazgo social produjo para un enorme sector de la sociedad resultados que difícilmente se han visto en otros países de nuestro continente donde el neoliberalismo sentimental todavía cree que la inclusión y la incorporación son las únicas formas de vivir felices todas las patrias, silenciando y volviendo invisibles a los verdaderos sujetos de la patria, los ciudadanos sin ciudad, los de las favelas y los cinturones de miseria, los expulsados a Estados Unidos o a la droga, a la miseria o a la muerte). Es cierto que Chávez construyó un gran teatro en el que él era el actor principal, es cierto que su mesianismo endeudó al país, pero también es cierto que nunca tantos venezolanos lo fueron de veras, ciudadanos al fin, con rostro y voz.

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Maricón a la vista (Diario Milenio/Opinión 11/03/12)


Claro que no es igual la vieja vaca que la vieja vaca. Y eso mismo sucede con el viejo buey. Las palabras son naturalmente tramposas, amén de esquizofrénicas y transformistas. Una sola palabra puede significar decenas de cosas, incluso sin salir de un mismo barrio, dependiendo del peso y la jiribilla que se le apliquen; no es posible contar ni imaginar la diversidad de significados y connotaciones que ese término tuvo que ir sumando conforme cruzó códigos postales, generaciones, épocas y fronteras. Menos aún podemos predecir de cuántas formas pueden ser las palabras usadas, abusadas, tergiversadas y malinterpretadas, de ahí que algunos cándidos opten por proscribirlas, que es la manera ideal de promoverlas. Pues así como hay gente cuyos oídos sufren ante el chirriar de ciertas palabras —ya sea por ofensivas, malsonantes, incorrectas, impropias o discriminatorias— abundan quienes hallan en tales aversiones la prueba irrefutable de que es lenguaje vivo y necesario.
El miedo a las palabras es pariente cercano de la superstición. Nombrar es invocar, y entonces atenerse a las consecuencias. El origen del miedo no está ya en la palabra, su mensajera, sino en el interior de quien evita oírla, leerla o pronunciarla. Se teme uno a sí mismo, por eso se contiene, y eventualmente intenta contener a los otros: un afán tan inútil como ruinoso, pues en vez de restar músculo a ese vocablo le estará confiriendo un poder similar al del conjuro —no se exhiben así las debilidades— al tiempo que se gana el indeleble calificativo de putito.
A menudo, no hay bulto más pesado y alevoso que la carga semántica. Si medimos el valor del lenguaje de acuerdo a la justicia y buen sentido en las implicaciones de cada palabra, la conclusión será que vale más cerrar la boca para siempre, y por supuesto no volver a escribir. Nuestras palabras son en tal modo caóticas, groseras y libertinas que expresan siempre más de lo que dicen, y a menudo retratan mejor a quien describe que a los descritos. No existe un solo término en el diccionario que no admita una carga de mala leche, y los hay que se acuñan a partir de calumnias y prejuicios. Mala leche, por cierto, hecha en casa. Pues no es el tumbaburros sino el usuario quien colma de sentido sus palabras, aun si rara vez se detiene a pensarlas. “Putito”, por ejemplo.
Vocablos como puto y maricón no vinieron al mundo para hacer justicia. Su primera misión era estigmatizar al receptor, y en lo posible ridiculizarlo. Nadie mejor para esa chamba que los niños, cuyos códigos suelen ser implacables ante cualquier atisbo de extravagancia. Cuando algún niño es visto por los otros como llorón, miedoso o indiscreto —o si se siente Batman, o se parece a Robin, o se junta con niñas, o es hincha de un equipo impopular, o no es hincha de nada— se le suma a la lista oficial de maricones. Y si luego de un cierto hostigamiento el estigmatizado pide ayuda a sus padres o maestros, quedará confirmada su condición presunta: maricón. Es decir, cobarde y delator. Indigno de amistad, confianza o simpatía. Apestado y en un descuido contagioso. Y eso que aún nadie habla del asunto sexual.
Pocas combinaciones se antojan tan difíciles como la homosexualidad y la cobardía, excepto para quienes las guardan en secreto y eventualmente llaman al linchamiento de los desinhibidos. Gente que tiene miedo de salirse un milímetro de la cuadrícula. Gente que espera a oír la opinión de los otros para expresar la propia. Gente muy propia, claro, que jamás va a arriesgar una sola palabra que la ponga en el blanco del qué dirán. Gente que tiene miedo a las palabras. Esos, y no los otros, son quienes se han ganado el rango de putitos.
No hacen falta palabras para que el apestado acuse recibo de discriminación. Se ha pasado la vida pretendiendo que no se entera de guiños, codazos, muecas y murmullos a propósito de su forma de vida. Sabe de varios entre sus malquerientes que actúan por envidia o cobardía o muy probablemente las dos cosas. Pues llama la atención no tanto la insistencia de la burla, como la obvia viveza de su interés. Y otro detalle: la misoginia implícita. Quien hostiga a los otros “por maricones” y los da torpemente por cobardes, lo que hace es igualarlos a esas mujeres que en teoría le gustan, aunque en el fondo las envidia o desprecia u otra vez: las dos cosas. Quienes hacen la ley puede prohibir y castigar las palabras que gusten, que de todas maneras nunca van a acabar. Lo saben los cobardes de verdad: no se curan los síntomas sin atacar de frente a la enfermedad.